Habría mucho que decir sobre el curso
de la amistad entre Rilke y Lou, en especial, sobre la influencia que ella
ejerció en su lento madurar dentro de la soledad de su arte. Pues, según
él mismo reconoce: «Sin el influjo de esta mujer excepcional, mi
evolución no hubiera tomado los caminos que tan lejos me han permitido
llegar».
En su Última llamada, Lou aconsejó a su amigo que «saliera al
encuentro de su oscuro Dios» para buscar en él la seguridad que la
vida le negaba. Con ello, expresaba lo que más adelante, en el Requiem por
Paula Modersohn-Becker, llamaría Rilke el conflicto básico del artista:
Pues, en algún lugar hay una vieja enemistad
entre la vida y la gran obra.
Pocos artistas han sufrido tanto como Rilke por culpa de este conflicto;
varias veces estuvo a punto de naufragar por su causa. En los momentos de
gran nece- sidad, siempre recurría a Lou en busca de ayuda y consuelo, ya
que, entre sus muchos amigos, ella era la única que comprendía los
profundos motivos de sus angustias. «Se dan parecidas angustias,
parecidas conjunciones de sufrimiento y violencia en algunos muchachos en el
momento de la pubertad, antes de que hayan incorporado plenamente su propio
sexo a su yo», escribe Lou en su libro de recuer- dos de Rilke. Y agrega
que «el beneficio de la clara fijación del ser», condicionado a
las relaciones eróticas, les es negado a los espíritus dotados de gran
fuerza crea- dora porque éstos ponen sus fuerzas vitales en su obra, y no en
su «oponente real». El cuerpo se defiende con «manifestaciones de desagrado, muchas de las cuales son también deseos
sensuales reprimidos que provocan en él melancolía e hipersensibilidad
hipocondríaca».
Las respuestas de Lou a estas cartas llenas
de lamentos demuestran una profunda compasión y, también, una fina
percepción psicológica para buscar el remedio. No trataba de consolarle,
sino que le decía que mientras leía se había olvidado por completo de
él, ya que lo que él le decía era forzado, era creación artística, «cosas que te cuentas a ti mismo, cosas que acuden a ti como acude a ti
una poesía». De este modo le señalaba el camino para la
autocuración: la tarea de expresar sus angustias, ya en verso, ya en
prosa. Hasta qué punto Rilke siguió el consejo de Lou lo demuestra el Malte
en el que se incluyen textualmente muchas de esas misivas. Y nos lo
demuestran también muchas de las Nuevas poesías, en las que se abordan
temas parecidos. Casi se podría seguir paso a paso la metamorfosis de lo
que, en un principio, no fueron sino simples lamentos y que, después se
plasmaron en perfectas obras de arte. Pero baste señalar que fueron los
consejos de Lou lo que indujo a Rilke a vencer su angustia vital por medio
del arte... Comparado con el activo Rodin, ¿no sería él un desvalido
Hamlet que dejaba que su vida y su arte se le escurrieran por entre
los dedos? Quería hacer cosas, dignas de Rodin, pero, ¿podía hacerlas
siendo poeta?... A este respecto, le dijo Lou: «Las palabras no pueden
manejarse como ladrillos, de modo directo e inmediato, sino que son signos
de ideas comunicadas indirectamente...». Una y otra vez le exhortaba a
seguir su vocación, a tener paciencia y a conseguir el equilibrio entre
«la vida del arte y el arte de la vida». Después de grandes esfuerzos,
Rilke logró someterse en París a un riguroso ritmo de trabajo que halló
expresión en la plástica hermosura de las Nuevas poesías.
Pero siguió entonces la inevitable reacción, la venganza del cuerpo...
Dice Lou que una de las decisiones más
difíciles de su vida fue la de disuadir a Rilke de su propósito de hacerse
psicoanalizar, pues, a diferencia de Freud, opinaba que para el artista
consumado el psicoanálisis puede resultar más perjudicial que beneficioso,
ya que suponía una incursión al oscuro campo de lo creado. Y Rilke estaba
de acuerdo con ella: «Ahora sé que el psicoanálisis sólo tendría
sentido si la extraña idea de no volver a escribir, que mientras terminaba
el Malte se me aparecía a veces como una posible solución,
reflejara un firme propósito». A los pocos días de escribir esta carta ,
fechada en Duino, se inició el cambio que sacó a Rilke del infierno de su
humana desesperación para elevarlo hasta las artísticas cumbres de sus
primeras Elegías de Duino.
Estos versos de una poesía, escrita en Duino en octubre de 1911, y
dedicada al recuerdo de su amor, demuestran lo intensamente que Rilke
pensaba en Lou en aquellos momentos:
Como se tapa el aliento con un pañuelo,
no; como se aprieta
una herida
por la que la vida,
como una exhalación,
quiere escapar, así
te asía yo, veía
que por mi causa
enrojecías. ¿Quién explicará
lo que nos sucedió?
Corríamos en pos de todo
fuera de su tiempo.
Yo maduraba extrañamente,
a impulsos de una
juventud atropellada,
y tú, amor mío,
ponías no sé qué alocada
niñez sobre mi
corazón."
Sí, entonces, en Duino, le visitó el
ángel, pero no se quedó...
El "espantoso peligro" que amenazaba a Rilke en París durante
julio de 1914 coincidió con los terribles acontecimientos que
desembocarían en la Primera Guerra Mundial... En aquel tiempo de
extrema zozobra, buscó y halló la salvación en su arte. A finales de
noviembre de 1915 compuso cu cuarta Elegía. Dictada por la
desesperación, es una de las expresiones más conmovedoras que haya
brotado nunca de la pluma de un poeta. Su oscuro simbolismo, que nace del
más íntimo sufrimiento de Rilke, gira en torno al significado de la vida
en sí. Con el símbolo de los muñecos trata de descubrir el valor que el
arte pueda tener en la vida. ¿Hacía bien en sacrificar su vida por
aquellos muñecos? "¿De qué sirve haber hecho tantos muñecos?"
preguntaba Miguel Ángel en uno de sus sonetos. Y años después, Rilke
había hecho la misma pregunta a Lou. En la cuarta Elegía, él mismo la
contesta: «Ángel y muñeco: he aquí el verdadero espectáculo». De todos
modos, él estaba decidido a esperar ante el teatro de títeres de la vida
hasta que llegue un ángel «que ponga en pie a los peleles». Comenta Lou
que la aversión de Rilke hacia todo lo físicamente condicionado es
precisamente el punto por el que «el ángel entra en su obra».
En enero de 1919, Lou
escribía:«Deberíamos vernos y hablar, antes de que sea tarde». Y Rilke
respondió inmediatamente: «¡Tantas veces fue urgente que nos viésemos!
Pero todo es tan difícil para mí que cuando podía arreglar un encuentro
ya había pasado el instante»... La noche del 26 de marzo de 1919, Lou
llegó a Munich...y desde ese momento hasta su despedida en la estación de
Munich, fueron inseparables... Él leyó las Elegías, le dio fragmentos
manuscritos de algunas de ellas y le regaló la bella poesía que había
compuesto en Duino en recuerdo de su amor. «Tú me regalaste un trozo de
vida —admitió Lou—, y yo lo necesitaba más de lo que tú
imaginas.»... «Todo parecía marchar bien —escribe ella en su libro de
recuerdos de Rilke—, pero ya mientras hablábamos y bromeábamos y el tren
se ponía en movimiento lentamente, sentí que me acometía la inquietud y a
mi mente acudió una dura frase de una de sus viejas cartas de París:
"... pero yo voy como van los animales cuando se levanta la
veda".» Los sombríos presentimientos de Lou quedarían justificados,
pues en junio de 1919 se cerró en Munich el ciclo de aque- llos encuentros
que habían empezado, también en Munich, de forma tan inespera- da, más de
dos décadas antes.
Sus relaciones, que hasta la muerte del poeta serían ya tan sólo
epistolares, se circunscribían principalmente a la obra de Rilke. El 11 de
febrero de 1922 anunció, jubiloso, a su amiga que había terminado su
última Elegía, la décima. Lou se hizo eco de su alegría, pero, al
mismo tiempo, le advirtió que debía prepararse para la repercusión,
«porque la creación debe mantener al creador». Y Rilke: «Sé muy bien
que puede haber una "reacción" —después de semejante
ascenso—: la caída». Pero prometía soportar con paciencia y
agradecimiento, por el milagro que se había obrado en él, todas las
contrariedades que ahora pudieran surgir... En estas magníficas cartas su
amistad alcanzó el punto culminante: luego, volvió a decaer por culpa de
los lamentos provocados por las angustias de Rilke. «Es un círculo
espantoso —se lamentaba—, un círculo de magia malévola que me rodea
como en un infierno de Bruegel.» Rogaba con insistencia a Lou que le
ayudara una vez más. Le pedía que fuera a verle a Muzot... Pero no pudo
ser. Lou trató de animarlo por carta... le escribió que «el vuelco hacia
lo malo, hacia esa sensación de abandono, ese librarse al propio cuerpo»
no era sino la reacción natural después de un período de intensa
creación, «es algo inherente a ella, el reverso de la misma cosa, y el
diablo no es más que un deus inversus». Pero estas explicaciones ya
no podían ayudar al poeta, cuyo cuerpo se desmoronaba. Cuando, en diciembre
de 1926, se encontraba ya moribundo en un sanatorio de Suiza, suplicaba a
los médicos que pidieran consejo a Lou: «Lou lo sabe todo, quizá conozca
el remedio.»"
Extraído de "Lou Andreas-Salomé
Mi hermana, mi esposa- Una biografía" de H. F. Peters (Paidós,
Barcelona, 1995)
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