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Luis Benítez
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La
zamba Rueda en el salón la zamba. Se desliza
como un fuego en los reflejos
de
esos mis oficiales mientras te pido esta zamba, Remedios,
la de los ojos de sombra, en una noche de guitarras, de
carlón y de gloria después de ese amanecer en San Lorenzo cuando
entreví, en una bayoneta española, el otro lado, el posible, de
este homenaje que me brinda tu voluble, tu cambiante Buenos Aires, Remedios
de Escalada, la de los ojos de sombra. Soy
el héroe de la boca muda, el que siempre parte a caballo, el
que organiza y difiere el amor, el que no escribe. Soy
el que no vuelve la cabeza, el que se embarca. Piensa
en todo esto antes de aceptar esta zamba. Desde
Mendoza vendré una noche, una sola noche, y de esa noche saldrá
una mujer que repetirá tus ojos, tu paciencia, tu nariz y tus ritos ante
mi vejez extranjera, manchada de oprobio, de pobreza y de cólera. Yo
soy el héroe, el héroe siempre necesario, el
que justifica la vida de los burócratas, el que se prueba en
los precipicios, el que toma las decisiones duras. Los
hombres que vendrán conmigo, quién sabe, volverán a
la ternura que sólo brinda la mujer,
a su desnudo tacto único bajo las sábanas, a
eso que la guerra sin duda no reemplaza, al
tibio cuerpo oculto y presentido en alguna parte de
la oscura casa amistosa y a los hijos. A todo lo inefable después
del miedo, del degüello y de las cargas, que
una mañana única difiere hasta mañana. Antes de alzarte de
mi mano en la zamba piensa en la tortura seguida de los meses, examina
Remedios la condena de tus ojos de sombra en
los arneses de las mulas peruanas, piensa en los edictos que
firmaré sin pensarte, medita las veces en que no seré, desde
el jardín de tu casa, más que el horizonte, el
vacío como ayer y anteayer repetido, el llamado rutinario a
la cena frente a una silla como siempre sin nadie, piensa en
las veces en que para tu hija no seré más que un nombre. Remedios
de Escalada que pliegas sonriendo el tenso abanico, que
recoges nerviosa tu amplio vestido
ante el triste capitán al
que efímera gloria y tu amor
le dedica la cambiante Buenos
Aires, el
que treinta años después de esta zamba aún verá tus pupilas lejanas,
perdidas, en
la caravana de horror cuando te nombre. El
cotillón de las tinieblas Las
llaves rotas, las monedas sin valor, esos
teléfonos anónimos recobrados de un bolsillo, el
polvo de las paredes, de los muebles, las ventanas. El
polvo que cubre toda la tierra como
un segundo mar, en seco. Una
mancha en la ropa que continúa en la carne, un
grito y después un susurro y después el silencio que
a duras penas se disfraza de resto de la tarde. Un
llamado sin voz, despertarse buscando un
algo indefinido que a nuestro lado se desangra y
difumina y que olvidamos por grados. Lo
que nos amenaza desde una mosca chillando
furiosa en la cortina. Una
misma situación, las idénticas palabras, que
cada cuatro exactos años se repiten con
la morosa precisión con la que baja, de
nuevo, un ascensor. Las
cosas que nos miran fijamente, desde
las vidrieras cerradas, cada
vez que pasamos haciendo la
penosa pantomima de ignorarlas. Alguien
que nos observa desde un lejano edificio, exactamente
cuando vemos sin oírlo que
nos está diciendo algo. El
compacto horror de la tortuga que
nos devuelve al jurásico. UNA
GARZA EN BUENOS AIRES Algún
pincel trazó una rápida letra S delgada
y blanca sobre
el agua castaña y allí estaba de
improviso la garza, los
turistas no la vieron y
ella sí vio todo y a todos, rápida e
inmóvil sobre el milagro del agua. Un
espejo en medio de la ciudad negligente,
pintado de transparente, un
ojal abierto que abrochó en un solo momento toda
la ropa vestida por el invierno. Ella
seguía en la orilla fatal de su propio Amazonas, la
pata desdeñosa replegada contra el cuerpo, en
un decir mi equilibrio está hecho de
una perenne silueta y
de una manera perenne que no los reconoce. Era
un arpón paciente atento sólo al cálculo entre
el berrido juguetón de los patos domésticos, solamente
ella precisa como una diminuta guadaña en
el Jardín Japonés que afable exponía sus gracias, con
esa serenidad oriental que nada sabe de
los bruscos asesinatos de una garza con hambre. Todos
se fueron pero de modo igual yo no vi nada: faltó
un segundo entre las cosas, creí; un
instante en el instante siguiente fue
sanguinariamente salteado, pero
cuando la garza voló otra
vida que la suya en el estanque faltaba. Luis Benítez
—Buenos Aires, 1956— Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía,
Capítulo de New York, EE.UU., con sede en la Columbia University, de la
World Poets Society (Grecia), de la International Society of Writers
(EE.UU.), de World Poetry Press (India) y de la Sociedad de Escritoras y
Escritores de Argentina. Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie
de la Association La Porte des Poetes, con sede en la Université de La
Sorbonne, París, Francia.
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