JORGE ARIEL MADRAZO

                  

 

QUARKS
TEXTOS BREVES 2007

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El gran resurrector
Se ocultaba en cualquier parte: el granero, la alacena, el pesebre. Es incorregible, decían los vecinos. No sabían hasta qué grado. Y así pasaron las parábolas y los años, uno tras otro. Hasta aquella tarde en que, desesperados por la imprevista defección del chico del delivery, los invitados a las Bodas de Canaan no tenían ni para brindar. Y buscaron a Jesús por mar y cielo; no lo hallaron: estaba, el inconsciente, reviviendo a un tal Lázaro.
 

Nostalgia y hospicio
Ella me reprendía, entre carcajadas: “Cállate, tú eres demasiado loco…!” La extraño tanto, hoy, en mi hospicio de alhucemas…
  

El payaso vital
Nuestro juego –la vida– igual que un payaso, espía cómo lo jugamos; acodada en el barandal. No advierte, la vida, que repetimos siempre la misma homérica banal travesía. Con los ojos clausurados y la mortal cabeza, siempre, bajo el brazo.
 

El cadáver polvoriento
El rostro de tu próximo cadáver te reclama desde el polvo. Allí donde huellas, o manos ya idas, hacen la señal de la luz.
 

Mujer de agapanto
Lluvia. Llueve copiosamente a través de una lumbre silenciosa, y la mujer morena bebe cada gota, cada hoja vegetal, con su cabello partido en grandes alas de gaviota y  ojos que arden incendios de ágata y agapanto. La mujer flota en la lluvia y es una flor vertiginosa que recoge otras flores, y todo es único y esquivo igual a una gacela que burla, con grácil gracia, al torpe cazador. La mujer atrista ojos de poeta, diluvia un tímbrico “¿a que no me alcanzas?”,  y su corazón hiende la maleza con saltos insomnes, con ojos que no callan y claman su melopea en la noche del solitario.

¡O
h, exótico del puerto!
En aquella muertevela el viento te mecía. Derretían tus ojos una helada histórica, cuchicheabas una letra erre un fa menor. Tolerabas diferentes interpretaciones, parecías un depósito del puerto. Exótico, impenetrable.
 
Si te pensaran…
Han olvidado pensarte. Con asesina persistencia. Y es que todos los demás se hallan tantan ocupados.
 
 
Lo juro
En la vejiga de ozono de la oscuridad, al caminar en puntas de pie resucitan los insectos.
 

Así moriste, Jorge Ariel
Compraste tabaco para pipa en Santiago de Chile, en un kiosco al que no lograste volver un minuto más tarde. En Valparaíso un pescador te confió una estrella de mar: se deshizo en polvo no bien él se alejó. En Chimbote, Perú, y en 1968, hundiste el pie en un pozo que desembocaba en las antípodas mientras, alrededor, el aluvión del Huascarán lo cubría todo. En Caracas atendiste el teléfono y un bolero de Daniel Santos te saltó al cuello. En la medianoche de Münich, tiritando por la helada, frente al carillón del Ayuntamiento, un saxofonista hizo retroceder a la dama de la guadaña. En Marruecos cinco mendigos te persiguieron a la carrera entre las serpientes melómanas de la plaza Jemanjaá. En La Habana , desde un balcón, un cerdo tarareaba un son sobreponiéndose al degüello. En Medellín cierta mujer te llevó hasta el Callejón del Pecado a preguntar por droga. Allí te asesinaron.
 
 
Hablo de la amorosidad
Cuando el vivir se hace presente, la amorosidad inventa modos antiguos. Hay niños de anchos ojos negros cuyos dones suben lentos la escala de la alegría aún no nacida. Y hay gestos en los extremos de las manos que condensan el asombro. Digamos, lo extraño de despertar, cada vez, en una ciudad diferente. Y aun así, amarla.
 
 
La bestia lunar
Esto quiere decir nada y quiere decir todo. La nada que es todo, la que sabe que todo nace de ella bajo el imperio lunar, cuando uno es animal de celo y aullido. Cuando tu ex yo viste su traje, come, llora; y la noche se viste con lo que no sos.
 
 
Uno para todos
El gato,  la manzana, el hombre, existen sólo para perpetuar los muertos de su especie.
 
 
Cherchez la femme
Labios gruesos, palpitantes; senos que desbordan la blusa y obligan a subir la mirada hasta sus ojos, o bajarla para que acaricie las manos perfectas: inventar a esa mujer exigió menos esfuerzo que el de ponerse a su altura.
 
 
Cherchez la femme II
Ella bajó batiendo con enojo la puerta del auto: andás en otra cosa, lo sé. Responder fue tosco como un vidrio mal tallado. Había que mirarla un segundo, simular una reacción de ofensa. Momentos cuando uno se sabe pequeño como la más ínfima partícula quarq. La verdad –intuiste– es siempre preferible al bochorno (pero ésa sería una enseñanza posterior, a medida que años y hojas amarillearon).
Ella se alejó con igual-diferente y algo ajada agilidad de otro tiempo. Aún era posible detenerla, recuperarla; pero al intentar un acto reivindicador del añejo equilibrio, algo chisporroteó en el viento. Se oyó un grito: ella desapareció. O quizás sólo fue que todos habíamos cambiado. No fue posible ya ser los de antes. Nunca más.

Nada peor que los gemelos
La abismal, dolorosa diferencia entre dos gotas de agua, que a mero golpe de vista las divorcia -hasta el odio- en aspecto y en cualidades hídricas, es un hecho decididamente intolerable. No tanto, sin embargo, como la fatua belleza del cerdo o la ternura carismática de la hiena. Ni el afán de la araña-pollito por acicalarse sin cesar, mediante anchos lengüetazos sobre senos y patas.
 
 
Asadito      
Dedos de él, masajeando cuello y nuca de ella. Acaban de conocerse. Le ha revelado él la magnitud de su deseo: "Te quiero comer". El reencuentro, seis meses más tarde, será dulce e interminable. Lo que le demore asarla en el horno a leña de su casa de campo.           
 

Acrobacia amorosa
Anheló retratar los gestos del amor: sólo cuerpos desnudos ardiendo en el vacío.
 

Charlatanes
Decíanse tanto sus ojos, que los solos labios entreabiertos fueron los del sexo.
 
 
¡Así cualquiera!
El hombre ni branquias tiene. Sí la mujer, nictálope molusco de profundidad.
 
 
Presentación
De entrada nomás te sorprende la disposición de las sillas, injertadas unas en otras de un modo que suponés casual. Pero basta sentarte y quedás acollarado por un andamiaje de cuerina, de rodillas propias y ajenas. Y nalgas, horrendas nalgas, deliciosas nalgas. Estas últimas, lo sabes bien, incitan a la femenina seda a resbalar con languidez. Y sobre ella: las puntas de tus dedos.
Sentarse allí era un acto de arrojo al que te lanzaste sin pensarlo. Y allí estabas, apoltronado, soñando (el diablo sabe por qué) con «Rose of Picardy» en las grabaciones de Al Jolson e Ives Montand; la primera, de 1949, cuando con unción guardaste tu flamante libreta de enrolamiento; la segunda, del 80, el mismo año en que quedarás prisionero de una silla Tudor, dentro de un saloncito empenumbrado en reflejos celestes, esperando algo. ¿Tal vez a Fred Astaire, con su media sonrisa en aquel old fashion way? ¿Quizás a una visión espléndida y distinta, como la que suspiraron los colonos Juan Cruz, Santiago Armella, Wladimiro Katz y Hermenegildo Aguirre, quienes al atardecer del 17 de setiembre de 1934, en las inmediaciomes de Cerro Redondo, allá por Olavarría, embobados por sin extrañeza vieron surcar el cielo a la poetisa Felipa Salgado, igual a un esquife, tan arriba y tan tranquila? O estarás esperando una nueva, infinita función de «El Caballero de la mano Roja» y su villafañesco caballo «Temerario»?
Las caras de los contertulios empiezan a borrarse. Brota de ellas, en crescendo, un coro: «Rose of Picardy», «In the old fashion way». Felipa sobrevuela tu cabeza.
Tantos hechos te impidieron constatar el cerrojo de las sillas presionando a tu cuerpo enflaquecido. El momento cuando unas nalgas te oprimieron; primero te ganó una estimulante excitación, luego supiste: te arrastraban hacia el fondo, al subsuelo donde moran los insectos y adonde fluirán (algún día) tus cenizas.
Rogaste por auxilio; casi sin esperanza. Desde el escenario proseguía, imperturbable, la erudita presentación de un poemario a cargo de una profesora en Letras provista, cómo no, de esos anteojos de carey. En eso, Felipa Salgado arrojó, desde lo alto, su cable de heliotropos. Y por él trepas, jadeante. Hasta donde Temerario te aguarde sudoroso y entre brincos a lo Fred Astaire, en aquel viejo estilo elegante. Hasta un paraje donde puedas gozar del espacio abierto. Allí donde no te alcancen, ya, los poéticos aplausos de la jauría.
                                                         A Javier Villafañe, siempre
           

Tiempos difíciles
Los hombres-rana de la antigua China no podían ejercer su arte: a cada rato les eran pedidas las ancas. Para la cena del Emperador.
 
 
Sólo para mayores
Ese hermafrodita se amaba apasionadamente.
 
 
Dejarla ir…
Guardaste en gavetas y estantes los mínimos objetos de tu mujer, muerta. Cada tanto abrías aquellos compartimentos para estudiar, con desvelo, los muñequitos de metal y madera, el prendedor que remedaba un guerrero africano, el par de guantes de cabritilla hechos un guiñapo, hombreritas, monedas aptas para evocar el viaje a Europa, cuadernos y recetarios y partes médicos. Hasta que un día comprendiste: no se trataba de que no supieras qué hacer con aquellos bienes privados y atesorados por años como una culpa. Ocurría que ellos, y vos, debían cumplir obligatoriamente su período en el limbo, para aprender a irse. Con el mayor sigilo.
 
 
¿Ni una más?
Hay tres maneras de morir. Me lo revelaron tres muertos.
 
 

Ojos que preñan

Ser vegetal para susurrar sílabas de clorofila, y mirar con pupilas colmadas de deseo la mirada tuya que mira con un mirar que sólo podría describir quien lograra mirar desde tus ojos de animal en celo.

Voley-head
Apenas giró la cabeza, ésta voló a las tribunas. Lo malo: nunca fue devuelta al campo de juego.
 

Tengo mil novias…

Ellas te escriben poemas. Sus teléfonos exudan ruegos de pasión. Te idolatran al punto de convertirte en leyenda. En la calle chorrean a tu paso un líquido espeso, melífero. Sólo logras dormir si, por la noche, rocías con hembricida cada recoveco de la cama. Su olor es lo más más difícil de erradicar. Sus tentáculos se adhieren a las sábanas, sus ventosas se aferran a tu navío que se estrella en las rocas del fiordo. Ellas cantan allí a tu cadáver obsceno. Su amor persiste como un odio.            
                
 
Relaciones peligrosas
Crías a tus bestias. Cierta noche, al abrir la ventana por la que entrás a tu habitación, la menor de ellas alzó sus faldas. Impúdica. Lo hizo no bien tus hombros cayeron bajo el cono amarillento del quinqué. O acaso fuera la luna, danzando sobre auroras australes. Porque tus bestias (siempre al sesgo, en escorzo siempre) ni mentir saben. Si les brindas tu amor, puede ocurrirte lo que al marino baudeleriano derrotado por el albatros; serás confinado a bares, prostíbulos y a esa mujer del puerto de quien ellas -tus bestezuelas- han de sentirse eternamente celosas.
 
 
Solitude
La habitación del solo soledades cloquea (colmo de la redundancia). El estruendo al abrir la heladera compite con el tráfico de Fifth Ave., N.Y., a la hora pico estival. En la habitación del solo cada mosca o sábana, cada pelusita, llevan estampado en el orillo su hilván de catástrofe.
 
 
Ley de Newton
El vuelo es cualidad del aire; la natación, del agua. Los accidentes de aviación, los ahogados: descuidos de los elementos.
 
 
Cría cerdos…
Cerrar los postigos del sueño. Acunar un tiempo que se curva tras los párpados. Allí donde un cerdo salvaje devora a las criaturas de tu imaginación.
 
                                             
Guilty
Para el hombre-lobo, la luna llena es única culpable de la bala de plata que le hurga el sexo.
 
                               
Para planetas, Erenchun
Extraño, en verdad, el planeta Erenchun. Supóngase, por un instante, cierta insomne topografía donde la lluvia brota del desierto mientras corretean dinosaurios pequeños y dulces como golondrinas, y el tiempo vuela hacia atrás mediante una furiosa rotación sobre su vértice. Bien: nada de eso ocurre en Erenchun.
 
                           
¿Qué te quedó?  
Tiritabas en cubierta mientras llovía la nieve. Al asomar fuera de borda, el viento te desguazó bíceps, pene, identidad.
 
                           
Delicadeza
Un hombre devora a otro, tan educadamente: nadie oiría la digestión.
 
                           
Morituri signum et signatum
A Pepe comenzó a cambiarle la cara (de modo casi imperceptible).
Esa tarde lo había visitado el amigo, que armó gesto de extrañeza. No una transformación en los rasgos, como cuando años sin ver a alguien y al redescubrirlo saltan esas desproporciones que hacen de su rostro una parodia del anterior, una sobreimpresión feliz o lamentable.
Esto era diferente. Pepe notó que el compinche lo observaba con alarma, dibujando en el aire signos de pregunta.
A Pepe lo divirtió su inquietud. "Pero -preguntó- ¿nunca has visto morirse a alguien?". El otro mostró alivio: "Haberlo dicho; como te cortaste tan raro el pelo...".
"Y hasta me quité la nariz", completó Pepe con humor, alegre de que el otro no hubiera advertido su fúnebre indiscreción.
Tres días después, murió el otro. Como estaba escrito (en ningún folio secreto, en la cara sin nariz de Pepe, que no asistió a los funerales).
 
                  
Las lobas del amor
Ocurre. Cada vez.
Cada vez que el perro busca su ágata en el mar, que el amor y la mujer agitan su mediodía en el agua. Entonces, ocurre:
La olla de los sentimientos del mundo no puede contener ya tu luz, tus detritus. El todo sensible excede a tu mínimo humanito, peón de la necesidad cotidiana y astral; y una botella alberga un barco de jarcias y trinquetes y esloras, cobija la pregunta con que sueñas arrojar esa botella a los grandes espacios de azufre. Los ámbitos de la feligresía del amor.
Soy tu perro de síntoma y alambre, sos la sonrisa que me envuelve en llamas, mi agua necesaria. Sos mi cavilación y mi enfermedad, mi lugar en el orden de las ciencias mortales.
Las ciencias, la palabra, los seres nacidos con los grandes ojos fijos para auspiciar la vida. Cada vez, cada vez.
 
 
Tucutum
El tren no es el tren. Es su galope –trepidante– tras el pinar.
                                  
 
Pero no  lo creo
Me han dicho que hoy comenzó el resto de mi vida. La profecía me dejó perplejo.
           
 
Dígame, por favor
Qué sudoroso el brío para enrumbar la galera de esclavos hacia la remota isla de Náhuatl; cuán refrescante la brisa que, en la playa infinita, cacheteó nuestra plegaria; qué injusto el látigo del capanga al recordarnos la servil condición; cómo los orangutanes de la jungla antojaban -en lo grotesco- parecerse a nuestro empeño. Qué libres resollaban al comparársenos; ah, cómo reímos al clavarse de pronto mil flechas en el tórax de los amos. Cómo, cómo vinimos a morir aquí.
           
 
Alter ego zoológicos
A cara de perro, gato, mosca.  Cuando nació Fidalma, nadie le vaticinó que sería violada por su tutor, que le extirparían los órganos germinales, que sólo podría concebir mediante embarazos ectópicos. Ni estuvo allí Casandra para profetizarle el descuartizamiento de dientes y amantes. Fidalma muere, incluso envejece, sin que alguien se avenga a revelarle cómo abrir una puerta (sólo sabe cerrarlas: para salir de casa debe rogar ayuda). Fidalma espía en el espejo a una mujer infernal. Ambas se miran a cara de mosca, gato, perro.
 

Ecuación sentimental
Habían discutido tanto. Hasta que ella explotó: “Estoy harta de la imagen mía reflejada en vos." Y de un tajo cortaron el amor. Él atinó a hacer la única cosa posible: le escribió, buscando rociar algo de cuanto ella había significado para él.  Así evocándola, supo que la amaba, pues sólo recordó maravillas. De modo que aquellas palabras latieron triangulares como lunas, blancas y luminosas como naranjas. El amor de a dos quedó dentro de un planeta marino. Pero él pudo devolverle la imagen deseada. Y el amor de ese hombre siguió vibrando. Con los años le brotaron  naranjas, lunas triangulares.

«Se huye por arriba»
Laberinto peor que memoria no habrá, dédalo más arduo que tu destino no ha de verse en planeta o fiebre de tus sueños.
 
 
Fullero de sí
Hilan las caras tales gestos sobre la estría maderada (“mesa”). Las caras son descartes, ronca harina transitoria. Barájanse los naipes, hierve el vino mostos del origen: cuando esto humanitos eran vivos. Contraseñas (“en el aire”) dibuja aquel cadáver jugador. Y álzanse los oficiantes (“uno en uno”). Se entristan de ser muertos. Vacío queda el universo. Sólo un naipe jugará (“desde el pasado”). Un naipe jugará, contra sí mismo.
  

Escheriana
Dos mil seis estorninos en el gran bosque azul de Montenegro. Sus graznidos aturden campanarios. Igual a una lámina de Escher, trastornan ellos forma y color. Tórnanse un único estornino, en vertical picada al génesis del agua. Un ave, una gota. Una hoja, un pico, una nube. Una campana batiendo un ala. Todo cuanto sobraba  ya se ha ido. 
 

Reina negra
Corazón   panecillos   mieles para la reina oscura del mar. Entre cruces  y hologramas Ella  avanza. Es su reino ajedrez de dualidades.

 

Otra cosa, siempre
No era de riña un gallo ni un lobo hambriento era, ni letanía o nenúfar danzando en la brisa: giganta en el solsticio pasional era Ella, sin importarle semen, culpas del solitario.
 
 
Sé porqué lo digo
Sólo ha de ser camino lo no andado jamás.
 
 
Percepi et vivere
Nada esplende como la arena de la percepción:  desde el bosque  la eléctrica cigarra del verano. Nada esplende como el áspero canto de la percepción.
 

                          MIENTRAS ÉL DUERME
 
 
El tigre de Sumatra comienza a devorarlo con fruición. Una vela desvela el bosque donde él yace. Y todos los que él fue caminan de perfil, con larguísimos pasos marciales. En turbador silencio, envueltos en girones de nubes. Madre irrumpe: le ordena algo que no entiende. Mientras él duerme. Resignado de sí. Mientras duerme cual ciervo vulnerado.
 
Muchos que no morían hieden tan raro arte / mientras Él duerme.
 
Se mofaría el marido, el durmiente, en pesadillas, de su mujer, la atroz muchacha que alza aquella lámpara retumbadora de la memoria. Pesadillas de él logrará eludir ella, torva criatura que se oculta a orinar, un  instante inmortal, contra el rostro de la bruja muerte.
 
Ella –la amada– lo evoca al vislumbrar el embarazo lunar. “Por dios” (gime) y el viejo mastica la nada, duda entre volver a casa o degollarse junto a un muelle. Por lo cual, las dos niñitas, las princesas de las perversiones exigen al durmiente responder al oráculo. Lo observan –de soslayo– con perfidia, hacen brincar (en turbador silencio) un opaco balón: rueda el balón escaleras abajo (hacia el vacío). Él duerme, o no, y su cuerpo se eleva entre los ángeles.
 
Mientras él duerme, su mujer urde pócimas y afrodisíacos. Da él mil cien vueltas en la cama: vomita herencias, forniques, dislates.


Jorge Ariel Madrazo (Buenos Aires, 1931)  Poeta, narrador, traductor. Doce libros de poesía, entre ellos De mujer nacido (Alción, 2003) y Teoría sobre Ella (Vinciguerra, 2006). Premios Nacional-Regional y Municipal. En narrativa: Ventana con Ornella y La mujer equivocada (Premio Eduardo Mallea). Entre sus traducciones: poemas éditos e inéditos de Allen Ginsberg, libros de relatos de Jack London, versiones de poetas yugoslavos y narradores brasileños contemporáneos. Participó de encuentros internacionales: Medellín, Bogotá, Eugene,USA / Oregon University, Monasterevin-Irlanda, Montevideo, Struga (Macedonia) y Bieljo Poljie (Montenegro). Fue traducido al inglés, italiano, francés, portugués y macedonio. Integra el Comité Editorial de las revistas «El Perseguidor» (Bs.As.), «Trilce» (Concepción, Chile), y otras del país y del exterior. Novela inédita: Gardel se fue a la guerra.

                                             

 



 
 

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