Madonna del Huerto

 

 

 

 

 

 

 

 

 

"WATERMARK"


Joseph Brodsky


                                                      

El ojo en esta ciudad adquiere una autonomía similar a la de una lágrima. La única diferencia es que no se separa del cuerpo sino que lo subyuga totalmente. Al cabo de un tiempo -al tercer o cuarto día- el cuerpo empieza a considerarse tan sólo portador del ojo, como una especie de submarino para el periscopio que se dilata o se contrae. Claro está que por más blancos a los que apunte, sus explosiones son invariablemente autoinflingidas: es el propio corazón, o la propia mente, los que se hunden; el ojo surge a la superficie. Esto se debe, por supuesto, a la topografía local, a las calles -estrechas, sinuosas como anguilas- que finalmente nos llevan a andar a tropezones dentro de un campo con una catedral en medio, con sus santos adheridos como percebes y exhibiendo sus cúpulas de Medusa. No importa a dónde nos dirijamos aquí al salir de la casa, uno está destinado a perderse en esos largos y retorcidos callejones y pasajes que nos seducen para seguirlos, para llegar hasta su elusivo final, el que por lo general desemboca en el agua, de manera que ni siquiera se les puede llamar callejones sin salida. En el mapa, esta ciudad parece dos pescados asados que comparten unas bandeja, o tal vez dos pinzas de langosta casi sobrepuestas (Pasternak la comparó con una medialuna hinchada); pero no tiene norte, sur, oriente u occidente; la única dirección que tiene es a los lados. Nos rodea como algas congeladas, y mientras más forcejea uno tratando de orientarse, más se pierde. Y en la mano ondulante del nativo a quien detenemos para preguntar por una dirección, el ojo, ignorante de su irrestañable destra, a sinistra, dritto, dritto, no tarda en discernir un pez.


...La luna, extraordinariamente alta, como un si sostenido cruzado por la línea auxiliar de una nube, era apenas alcanzable para la página de agua, y el deslizarse de la góndola era también absolutamente silencioso. En realidad había algo distintamente erótico en el paso inaudible y sin huellas de su esbelto cuerpo sobre el agua muy parecido a deslizar la palma de la mano por la piel suave de la amada. Erótico, porque no había consecuencias, porque la piel era infinita y casi inmóvil, porque la caricia era abstracta. Con nosotros dentro, quizás la góndola estaba un tanto pesada, y el agua se abría por debajo momentáneamente, tan sólo para cerrar la brecha al segundo siguiente. Así mismo, conducida por un hombre y una mujer, la góndola ni siguiera era masculina. De hecho, era un erotismo no de géneros sino de elementos, en equilibrio perfecto de sus superficies igualmente lacadas. La sensación era neutral, casi incestuosa, como si uno estuviera presente mientras un hermano acariciaba a su hermana, o viceversa. De esta manera le dimos vuelta a la isla de los muertos y nos dirigimos a Canareggio... Las iglesias, he pensado siempre, deberían estar abiertas toda la noche; al menos debería estarlo la Madonna dell´Orto no tanto por la presumible ocasión de la agonía del alma como por la maravillosa Madonna con niño de Bellini que hay allí. Quise desembarcar y echarle una ojeada al cuadro, al intervalo de una pulgada que separa su mano de la planta del pie del niño. Esa pulgada -¡ah, mucho menos!- es lo que separa el amor del erotismo. O tal vez es el summum del erotismo, Pero la catedral estaba cerrada, y continuamos a través del túnel de grutas, a través de esta mina de Piranesi con sus escasos chispazos de mineral, abandonada, plana, iluminada por la luna, hasta llegar al corazón de la ciudad. De todos modos, ahora sé lo que siente el agua cuando la acaricia el agua.


Fragmentos del ensayo Marca de agua (Ed.Norma,1993) del poeta ruso José Brodsky (1940-1996) Premio Nobel de Literatura en 1987. 


 

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