“Dos relatos"
                                            
Rubén A. Luna               



"Gato", Ilustración  Ileana Gómez Gavinoser

EMPERADOR

                                                                          a Cristina de Berbari 



Las doce, y la luna muy grande asoma del muro.
De pronto, seguro equilibrista entre profundos abismos laterales, surge un gato, el único, el arquetipo del gato, y su negrura felina se detiene frente al disco blanco. Las orejas rozan el polo norte, y los bigotes, que no sé si los veo o los imagino, peinan el mar de la Tranquilidad. Echado con elegancia, tan solo es nerviosa la cola, que barre unas estrellas.
Ese gato, príncipe del silencio, debe poseer todos los arcanos. Dueño de las tinieblas, ahora impera también sobre la Luna. Y subyuga con el talante digno y grave de los filósofos, pero a diferencias de ellos, el gato no busca, sino que sabe. ¡Ah, si quisiera compartir conmigo los secretos del amor, del ser y del no ser, del tiempo que huye, de la Poesía!.
Pero ese gato, el único, está esencialmente remoto, y sólo una magia antigua podría intentar el viaje.
Debo conformarme con la imagen perfecta, emperador lunar. Se alza, igual que un alma, transita sin ruido el muro delgado, y se pierde en el misterio denso de unas ramas.
Queda la noche solitaria. Quedan las horas indecisas. Quedo yo ignorante y queda sin gobierno la Luna.
Queda la esperanza de otra medianoche.

                                                                                  Febrero de 2005


* * * 

                                                               

 

 

 

 

 

 

 

"Gato en bolsita roja", ilustración de Ileana Gómez Gavinoser

                          OSOFETE

                                                                              A Maricruz Molina


Ahora ya no recuerdo bien quien le puso ese nombre, ni porqué. Fue mi gato de los siete años. Osofete carecía de títulos de nobleza felina. Ni angora, ni siamés. Era un barcino común y simpático, y un pelaje distinguido, gris con tonalidades azules. Lo trajeron de chiquito a casa, y una vecina supersticiosa lo pasó en cruz encima de unos carbones encendidos, “para que sea fiel a la casa”. Precaución inútil, porque los gatos nunca se van si reciben un buen trato y comida.
Para un chico enfermo y ensimismado como yo, Osofete fue casi el mejor amigo y desde ya el gato más importante del mundo.
Conocía el joven felino todos los hábitos y sonidos de la casa. Apoltronado en el patio, bastaba que mi madre golpease ligeramente el cuchillo sobre la tabla de picar carne, para que Osofete adoptase una alegre alerta. La comida era inminente.
Cierta vez, por casualidad cayeron unas arvejas al piso. Osofete las hizo rodar con la patita, y, no sé cómo, se las ingeniaba para que salten. A partir de entonces, yo echaba arvejas todos los días al piso, y él correspondía jugando graciosamente una hora completa al menos.
Con el misterio de la noche, Osofete exploraba los techos y jardines vecinos, y yo me imaginaba que tan eminente gato debía de realizar hazañas extraordina- rias. Alguna vez amaneció lastimado; de tanto en tanto se ausentaba dos o tres días. Y yodo esto, aunque me alarmaba, también era la confirmación de sus luchas valerosas y de lejanas aventuras, como un Cid de la felina estirpe.
Mi madre también estaba orgullosa con un gato tan inteligente, y le perdonaba mil diabluras, como el enredo de los ovillos del tejido, el afilarse las uñas en las patas de un mueble, o el romper un jarroncito. Más enojada estuvo cierto día en que compró jamón, lo dejó un momento sobre la mesa, y al regresar com- probó que alguien había devorado la golosina.
Mi padre lo acariciaba al regresar del trabajo y soportaba que trepase a la escalera de mano cuando andaba pintando. Un pariente desabrido con los animales era el único enemigo de Osofete.
Pero el gatito estuvo con nosotros no mucho tiempo. Una mañana mi madre lo encontró muerto (envenenado, tal vez) en la huerta, y todavía me apena recordar su figura rígida, y el pelo gris mojado de rocío. Ese día estuve inapetente.

Con seguridad soy el último que lo recuerda. Si es cierto que se vive en una memoria afectuosa, entonces Osofete aún late, misteriosamente. Si detrás de la muerte hay un vacío del tamaño del Universo, entonces Osofete morirá
del todo conmigo. Pero si hay un Cielo, entonces a Dios le pido un lugarcito para este animal, que completará humildemente el elenco de los seres queridos, necesarios para sentirme yo mismo. Y entonces tal vez todos comprenderemos por fin los datos de una realidad enigmática (la casa, el barrio, mis padres, mi hermano recién nacido y mi propia persona) que para una pequeña alma de gato habrán sido los interrogantes de su eterno presente, tal como para nosotros el pasado se nos deslíe y es opaco ese futuro numeroso donde habita la esperanza.

                                                                                           10-03-01




Rubén A. Luna nació en 1948 en San Nicolás de los Arroyos, Provincia de Buenos Aires. Reside en Vicente López. Ha escrito cuentos, ensayos y poesías.

.


 

fijando vértigos 2007 ® Todos los derechos reservados

 
Hosted by www.Geocities.ws

1