En busca del tiempo perdido...

                                         


                                                      

                                    
Marcel Proust


Después del almuerzo, cuando no iba a vagar solo por Venecia, subía a mi cuarto para retirar unos cuadernos en los cuales tomaría notas relativas a un trabajo que estaba escribiendo sobre Ruskin. En las bruscas sacudidas de los recodos de la pared que embutían sus ángulos, sentía las restricciones ordenadas por el mar, la parsimonia del suelo. Y al bajar para reunirme con mi madre, que me esperaba, a esa hora en que era tan agradable gozar del sol muy cerca; en la oscuridad conservada por los postigos cerrados, aquí, de arriba a abajo de la escalera de mármol de la que no se sabía más que en una pintura del Renacimiento si estaba plantada en un palacio o en una galera, la misma frescura y el mismo sentimiento del esplendor del exterior, estaban dados gracias al velo que se movía delante de las ventanas permanentemente abiertas y por las cuales en una corriente incesante de aire la sombra tibia y el sol verdoso corrían como sobre una superficie flotante y evocaban la vecindad móvil, la iluminación, la tornasolada inestabilidad del agua.

De En busca del tiempo perdido, 6, La fugitiva, de Marcel Proust (1871-1922)


                                               Carpaccio - El León de San Marcos (1516), detalle



 

 

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