Rubén A. Luna


EL MENSAJERO

Reviso el texto, lo firmo, pongo el papel en el sobre, y algo dominante
 y antiguo me obliga a una pausa.
Pienso entonces que soy oficiante de un rito que subsiste, casi tratando
 de justificarse a veces, o con desafiante orgullo otras. Un rito laico y
 sin embargo espiritualizado.
El rito epistolar.
Pienso en Carlos Fuentes, que dijo de él que era el género literario más
 loable, y único para transmitir el alma.
Pienso en aquellos cursos de arte epistolar, cuando escribir bien era
 blasón de nobleza.
Pienso en los buzones rojos, cargados de ideas, saludos, noticias, penas
 y alegrías, todo eso atesorado en sobres frágiles y aventureros.
Pienso —y por qué no— en las cartas triviales, esas que traen facturas
 y avisos y folletos.
Pienso en la caligrafía, que yo nunca dominé. ¿Habrá hoy alguna escuela
 de caligrafía, ese arte ceremonioso y delicado?
Pienso en los sellos postales y en la pasión de la filatelia, que no se
 entiende del todo.
Pienso en los filatelistas; en Felipe La Renotière von Ferrary, que dedicó
 su vida y su cuantiosa fortuna a coleccionar rectángulos de papel,
 diminutos.
Pienso con irreparable asombro que algunos de esos papelitos cuestan
 más que una casa.
Pienso que confiar una carta al correo es poner en juego la esperanza y
 la inquietud.
Pienso en la emoción de recibir una carta personal.
Pienso, y me es grato, en aquella carta que escribí a una niña. en plena
 era electrónica, para que recibiese al menos una carta personal en su vida.
Pienso en las cartas de Séneca a Lucilio, en las Cartas Marruecas de José
 Cadalso, y en aquella carta que Beethoven escribió (y no llegó a enviar)
 a su Amada Inmortal.
Pienso en las Cartas doctrinales de Pablo de Tarso. Dios sabrá si hicieron
 bien o mal.
Pienso en el e-mail, flor evanescente de la informática. ¡La informática!
 que puede parecernos enemiga cuando nada sabemos de ella; que cuando
 sabemos un poco nos parece merecedora de la aquiescencia práctica, de
 una fría admiración, y de una latente y compleja desconfianza. Y no sé
 decir que nos parece cuando se sabe mucho de ella, porque yo sé poco.
Pienso en los carteros, en los tantísimos caminos que habrán hollado con
 su carga sagrada.
Pienso en aquel cartero ruso, que bajo la nevada y sintiéndose morir, salvó
 la saca postal de ser cubierta por el manto blanco, colgándola de unas
 ramas.
Pienso en el juramento de honestidad de los carteros.
. . . . . . . . .

En todo esto pienso, y me siento un poco abrumado.
La esperanza en que no muera el arte postal, la carta de persona a persona,
 de un alma a otra, se eleva casi como una plegaria.

Cierro la carta. Adhiero la estampilla. Esta tarde la pondré en el correo.

Tal vez, por virtud de lo maravilloso, algún día sean los ángeles los portadores
 de las noticias, y entonces el mensajero importará más que el mensaje.

Pero entretanto, lector, que recibas buenas cartas.

                                                                   a Adriana R. de Cappello

                                                                                      julio 2007

 
 

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