PAUL ÉLUARD Y LA REVOLUCIÓN DEL AMOR

por Horacio Félix Herrera

 

 

Iluminación poética, iluminación del amor
Para los surrealistas, las experiencias de la poesía, del amor, de los sueños, de la búsqueda de la libertad, eran revolucionarias por excelencia; no bastaba transformar el mundo, había que ir más allá, transfigurarlo por medio del ejercicio libre de la voluntad creadora.
Y de todas estas experiencias, quizás la más sagrada era la sublimación del sentimiento amoroso, relámpago, misterio, intuición poética. Decía André Breton, “Independientemente del profundo deseo de acción revolucionaria que todos teníamos, todos los temas de exaltación característicos del surrealismo convergían en aquel momento en el amor… Los más hermosos poemas de Éluard, Desnos y Basson publicados en aquella época, son poemas de amor. Esta concepción del amor, exaltada en nosotros al máximo, poseía una naturaleza capaz de hacer saltar todas las barreras… los surrealistas, considerados en su conjunto, estuvieron de acuerdo teóricamente -y líricamente- en reconocer que en el amor electivo residía el más alto objetivo humano e incluso era el que trascendía por encima de los demás…”
El mundo poético de Paul Éluard, dice Aldo Pellegrini en su Antología de la poesía surrealista, “expresa un cúmulo de sueños flotando entre los extremos del amor y de la soledad. La única realidad a la que reconoce validez es el amor. Todo lo existente le parece al poeta como una realidad degradada de la que sólo nos salva el amor. Así dice en “Prohibición de saber”: “El amor está en el mundo para olvidar el mundo”. El amor en Éluard no deja de ser ante todo acto físico, “vida inmediata”, según la expresión del poeta, pero desde allí lo eleva a un significado metafísico, donde se lo concibe como único contacto del yo con el mundo del no-yo, con la totalidad del Universo. Fuera del amor, al hombre sólo lo espera la angustia de la soledad y el desamparo de un mundo hostil”. 

Paul Éluard proclamaba su ideal de “una mujer natural, liberada de sus mil fantasmas y a salvo de las lesiones que infligen a las mujeres las restricciones sociales y la fantasía de los hombres”. Y Raúl Gustavo Aguirre, después de citar estas líneas, agregaba que por eso se ha escrito que después de Éluard ya no es posible amar como antes de él, y que toda su obra es un inmenso y continuo canto de amor; por la mujer, por los hombres que esperan justicia, por la vida y la belleza de la vida en la libertad de su propio movimiento.
María Teresa León y Rafael Alberti, en su prólogo a una antología de Éluard, dicen que “Enlazándose al paso de las imágenes, sensaciones, ideas y sentimientos está el amor. Su deseo de ayudar a los otros hombres con su poesía y su amor de hombre aparecen y se retiran en una ondulación de mar tranquilo de belleza”.
Para el crítico Marcel Raymond, se trata de una “Poesía metafísica, porque hace del amor un drama cósmico, en la resolución del cual todo el Universo se interesa; tiene lugar en las tinieblas abismales tendidas todas hacia una confusión deslumbradora”.

El barco ebrio 

Paul Éluard sitúa el amor en el territorio de la transgresión: “Yo como un barco ebrio iba por el agua prohibida”. ¿El barco ebrio de Rimbaud, el desarreglo de todos los sentidos? La transgresión es la fuerza impulsiva de ese sentimiento que canta el poeta, el amor electivo entre dos personas libres que ejercen sus derechos de amantes ante (o contra) la sociedad. Pero no podríamos hablar aquí de desarreglo, sino de goce pacífico y pleno de los sentidos.
La mujer amada no deja de ser la hechicera, la maga, Casandra, Medea, Circe o Calipso, a quienes consultan los peregrinos de tantas travesías: “Ella predice el porvenir. Y mi tarea es verificarlo”.

La mujer mítica, trasunto de los tres reinos de Natura: “Se peina, sus cabellos en sus manos son más dulces que un pájaro”. “Pero yo vi los ojos más hermosos del mundo,/ Dioses de plata que tenían zafiros en sus manos,/ Dioses completamente, pájaros en la tierra/ Y en el agua, los vi”. Los amantes, que se funden con los elementos primordiales, y trascienden toda dimensión: “Hice un fuego... Un fuego para ser su amigo”. “Y el aire tiene un rostro, un rostro enamorado,/ Un rostro amado, el tuyo.” “Somos cuerpo con cuerpo somos tierra con tierra/ Nacemos dondequiera y no tenemos límites.” “Eres el agua desviada de sus abismos/ Eres la tierra que echa raíces/ Y sobre la cual todo se asienta”. Incluso las coordenadas del tiempo se borran, y se vive “En una larga y profunda noche de mi edad”, donde se pierde todo centro: “En todas las camas en las que se duerme/ El cielo dormita bajo todos los cuerpos”. 
Ese cielo habitado por los amantes, porque el amor (como el arte y la libertad) trae la elevación de los sentidos y de las conciencias, el ansia de conocer y trascender, de plenitud. En el vuelo amoroso, pueden visitarnos las Musas y dejarnos sumidos en un estado de encantamiento: “Canto la alegría de cantarte,/ La gran alegría de tenerte o no tenerte,/ El candor de esperarte, la inocencia de conocerte,/ Oh tú que suprimes el olvido, la esperanza y la ignorancia,/ Que suprimes la ausencia y me das al mundo,/ Canto para cantarte, te quiero para cantar/ El misterio en que el amor me crea y se libera”.
Reminiscencias del mito platónico del Andrógino, cuando Éluard escribe: “El amor es el hombre inacabado”, es el “amante del amor” en busca de la completud de nuestro ser original. Pero toda unión humana es, por definición, imperfecta, y el amor tanto es dicha como desdicha. En el conocido poema “Apenas desfigurada”, el poeta dice: “Adiós tristeza/ Buenos días tristeza/ Tú estás inscrita en las líneas del techo/ Tú estás inscrita en los ojos que amo/ Tú no eres del todo la miseria/ Porque los labios más pobres te denuncian/ Por una sonrisa/ Buenos días tristeza/ Amor de los cuerpos complacientes/ Poder del amor/ En donde la amabilidad surge/ Como un
 monstruo sin cuerpo/ Cabeza turbada/ Tristeza bello rostro”. 
El “amor de los cuerpos complacientes”, el “poder del amor”, no evita la “tristeza bello rostro”, que se inscribe, indeleble, en la médula del amor. ¿Por qué esas nubes en el cielo de la limpidez? Porque el amor es, ante todo, deseo de apropiación del amado; devorar su cuerpo y su conciencia, y como esto nunca es posible del todo -hay algo del cuerpo que se nos escapa, la mente es selva impenetrable, reino de la libertad- el amante siente celos, incapacidad de atrapar lo inasible: la intimidad del ser amado. ¿En qué piensa, en verdad, el otro? 
Ese fondo inasible del otro se personifica en el Minotauro, y quisiéramos el hilo de Ariadna para llegar a ese centro, matar el monstruo. Y al no poder incorporarlo, anhelamos lo opuesto, hacernos nosotros mismos la persona amada, irrumpir en su vida, en su historia, en lo que la rodea, sus circunstancias y su memoria. Si no podemos comulgar con su cuerpo y su sangre, nosotros mismos nos haremos hostias para entrar en su ser como Jonás en la ballena. ¡Poderoso deseo de fusión!

Eros taumaturgo
En la taumaturgia del erotismo, el intercambio, la comunión con el mundo se hace más íntima. Así,“Ella vive de un mundo deslumbrado”, y “Guarda la noche en sus vestidos./ El amor ha descubierto la noche/ En sus senos impalpables”. “Brillante de amor, fascinabas al ignorante universo.” “Oigo vibrar tu voz en todos los ruidos del mundo.” Y puede inscribirse en el éter: “Y el aire tiene un rostro, un rostro amado,/ Un rostro enamorado, el tuyo”; y en las constelaciones: 
“Un nuevo astro de amor se levanta en todas partes, oculto...” Para finalmente, con las primeras luces, exclamar: “Al alba te amo tengo toda la noche en las venas/ Toda la noche te he contemplado”.
Se enfoca a la otra persona con las lentes de aumento del amor, esas antenas tan sutiles, y el amado crece y crece hasta tener la presencia de varios mundos, hasta eclipsar cualquier astro, y convertido en una constelación, su luz nos encandila, nos ciega 
para cualquier otra visión. Reconocemos en él su parte del todo, y lo volvemos todo; el amor, es así, experiencia poética.
El amor es esa energía que viene desde adentro, como la primavera de la entraña de la tierra, y nos renueva día tras día, nos sitúa en el ciclo de la naturaleza. El poema “Habla de la fuerza del amor”, nos dice: “La claridad está siempre por extinguirse/ La vida puede siempre llegar a ser basura/ Pero la primavera renace y no la olvida”. Se renace con el amor, hasta el punto de olvidar lo anterior: “Y si no sé ya todo lo que he vivido/ Es porque tus ojos no me miraron siempre”. La capacidad que tiene el amor-sentido, recibido- de cambiar nuestra vida de manera radical: “Ella es tan dulce que ha transformado mi corazón”. Y así, transformados, vemos las cosas con otros ojos: “Todo era digno de ser amado”. Fusión amorosa de la que los místicos nos han dejado tantos testimonios, como estos versos de San Juan de la Cruz: ”Oh noche que juntaste/ Amado con Amada,/Amada en el Amado transformada”. 
El deseo amoroso que se perfecciona con la donación, con la entrega de sí mismo y de cuanto se tiene: “Y le di todo aquello que el día me hubo dado”, y, en sentido contrario, se recibe todo, o se lo toma, del ser amado: “Viví con el perfume de su ardor”. “He cerrado los ojos en mí, estoy en ti.” Se posee y se es poseído, los amantes se reconocen, hasta el punto que “Del abanico de su boca, del reflejo de sus ojos,/ Sólo yo puedo hablar”.
En el amor se puede apreciar, más que en cualquier otra situación humana, esa dialéctica entre necesidad y libertad que nos constituye como personas; hay azar y hay aceptación: “Si esto volviera a comenzar, volvería a encontrarte/ Sin haberte buscado”. ¿En qué interviene el azar cuando se “encuentra sin inclinarse el camino del amor”?

Corazón del dolor
Y así como en la poesía mística el enamorado, el loco de Dios, padece tormentos por Su ausencia, de la misma manera, el poeta amante sufre de nostalgias: “Mi memoria/ Está aún nublada por tu llegada/ Y por tu partida.
El tiempo se sirve de palabras, como el amor”. La unión conlleva el alejamiento momentáneo: “Cerraba los ojos/ Y como las hojas en la tarde/ Se perdía en el horizonte.” O cierto desasosiego del amante que vela al dormido: “Ella cantaba los minutos sin dormirse”, “Su prisionero ha huido- para dormir./ No está muerto, duerme”; o del que se despierta y tantea el lecho vacío: “Pero por qué no estás tú para despertarme”. Algo queda de su presencia, el misterioso vestigio de la ausencia: “Te he atrapado y después, ebrio de lágrimas,/ Por todas partes beso el espacio por ti abandonado”.
Y la separación definitiva -por más que los amantes hayan intentado cubrirse: “Oh castillo de mi amor alrededor de mi amor”-; el fin de la pasión: “Anunciar que la noche del amor toca el día”, “Y tu amor se parece a mi deseo perdido”; entonces: “Todo se deforma y pierde/ Todo se quiebra y desaparece”. “Si os digo: he abandonado todo/ Es que mi cuerpo ya no la posee”. Las cenizas del luto caen sobre la cabeza del amante, que se lamenta: “Ha de ser tu mano ese recuerdo relampagueando al sol/ Tu mano desdeñosa del agua de las caricias/ Tu mano desdeñosa de mi confianza de mi sosiego/ Tu mano que no sabrá nunca alejarme de ti”. Descubrir, asombrado y dolorido: “Estoy mucho más vivo que mi amor y mi desesperación”. Penoso sobrevivir a la muerte del amor: “En un rincón..../ Esperan los peces de la angustia”. En la ruptura, hay despecho: “Yo no seré libre sino en otros brazos”. El fracaso amoroso da paso a una vivencia del vacío y del absurdo, como en ese domingo por la tarde donde “Se enlazaban los dominios abovedados de una aurora gris en un país gris, sin pasión, tímido,/ Se enlazaban los cielos implacables, los mares prohibidos, las tierras estériles,/.../ Se aureolaban las apariencias, los días sin final, días sin luz, las noches absurdas”.
A veces, la senectud del amor, “La muerte sin consecuencias”; los amantes deberán
atravesar juntos la vejez, bajar de la mano los peldaños fatigados de la muerte. Poco antes de callar, el poeta del amor todavía canta: “Estoy sobre la tierra ¿estaría/ Si tú
no estuvieras en ella?// Sobre la hierba de tu vida/ Donde acuesto mis huesos viejos// Donde termino.”
Paul Éluard celebró los misterios de la atracción de los cuerpos y de las almas: el deseo de posesión, los celos, la entrega de sí mismo, la exaltación, la alegría y la tristeza, la decepción, la comunión y la transfiguración. El amor y el odio. El amor electivo entre dos personas, donde se fusionan el sexo, el lenguaje de los cuerpos, la imaginación, la comunión de las conciencias. El amor humano, metáfora del erotismo o atracción universal. La intuición de que el amor sublime es siempre una fuerza impulsiva, una transgresión. La modernidad occidental ha recorrido así el camino ríspido que va del precepto de San Agustín: ama y haz lo que quieras, a la revolución del amor de los surrealistas.
 


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