SURREALISMO Y SURREALISTAS EN GRECIA

 

 

 

 Una vez escogido el título lo primero será preguntarnos si, efectivamente, existe agua en Marte; es decir, si esa impetuosa, fecunda y perturbadora corriente de pensamiento de la primera mitad del ya pasado siglo XX, el surrealismo, logró abrir nuevos cauces en la hidrografía cultural griega. Para seguir adelante, parece obvio que la respuesta debe ser afirmativa. Ahora bien, segunda pregunta: ¿ante qué estamos? ¿mustios regatos, torrentes de verano, ríos navegables? De todo hay  en el vergel.

 

Sin temor a equivocarse uno en demasía, el desembarco de la bullanguera marinería surrealista en playas griegas puede consignarse en el haber de los años 30. Otra cosa es atribuir de manera específica a uno de ellos el acta de nacimiento o, mejor dicho, de adopción de la alborotada criatura: la fecha precisa dependerá del criterio que adoptemos, pues las candidaturas son varias.

 

 

 Si lo que nos fascina es el prestigio que confieren las dataciones más antiguas, la pesquisa filológica pone a nuestro alcance un antecedente casi en el que inaugura la serie, 1931. Hay que decir, no obstante, sin que ello suponga demérito de las primicias, que se trata de un artículo aparecido en una revista, de intención básicamente informativa y que no tuvo continuidad ni, que sepamos, repercusión en el desarrollo posterior de los hechos estéticos.

 

  

En cambio, si tendemos a creer que, al igual que en Francia, también en Grecia fue el surrealismo un movimiento de carácter esencialmente grupal, más allá del Apapado A de Breton y de la ineludible individualidad de las obras, entonces sería lícito considerar 1938 como hito fundacional, ya que en febrero de ese año vio la luz un volumen coral con textos de nueve autores extranjeros vinculados, de alguna forma, al movimiento, en versiones debidas a siete traductores griegos, la mayoría de ellos con obra ya publicada o en prensa. El libro se llamaba Surrealismo, I y dejaba percibir, con bastante claridad, una doble intención: presentarse como conjunto animado por ideas comunes y, a tenor de la numeración incluida en el título, dejar abierto el camino a una segunda entrega. Sin embargo, no la hubo.

 

 Ese vacío probablemente se debiera a razones coyunturales que escapan a nuestro conocimiento, pero aunque discutible no es descabellado pensar que la causa de fondo se halle, tal vez, en que el surrealismo nunca llegó a cuajar en Grecia en cuanto corriente colectiva. Por regla general, los escritores, poetas mayoritariamente, que han realizado incursiones en el terreno surrealista o adyacentes a él lo han hecho de manera circunstancial, sin asumir compromiso más profundo que el de una cierta simpatía. Pero es de todos conocido que no hay regla sin excepción, de modo que no cunda el pánico: la casa está habitada. )Inquilinos ocasionales? Sí, unos cuantos, pero también, y sobre todo, dos caseros entusiastas que reivindican a voces su condición de surrealistas, con profusión de cohetería, sin límites ni limitaciones. Plural mínimo para considerarlos movimiento, mas con una obra que dista mucho de ser testimonial. Helos aquí, pues: Andreas Embirikos y Nikos Engonópulos, el Cirio y el Metodio del surrealismo en Grecia.

 

En consecuencia, nuestra tercera opción de puntapié inicial hemos de situarla en 1935, año de irrupción, más que de aparición del surrealismo en las letras griegas, en que se edita Altos hornos (Υψικάμιvoς) de Andreas Embirikos, un libro desconcertante y radical de poemas en prosa.

 

 En relación con el centro francés, que a esas alturas ya había producido dos manifiestos, variada obra, agrias polémicas y un buen número de tormentosas crisis y expulsiones, el brote surrealista en las faldas de la acrópolis puede parecer tardío. Lo cual no significa que el terreno estuviese convenientemente abonado y dispuesto a recibir estas granadas reventonas germinadas al calor del ello freudiano. El contexto ideológico no era precisamente propicio , menos aún en un momento de clara regresión política (finiquito de la república, restauración monárquica y, poco después, a partir de agosto del ´36, dictadura filonazi de Metaxás), de manera que la acogida se movió entre el silencio, la indignación y la mofa. No corrió mejor suerte - quizá peor- Nikos Engonópulos al estrenarse, en 1938, con Prohibido hablar al conductor ( Μηv oμιλείτε εις τov oδηγόv). La época sólo servía duras. Las más o menos maduras comenzarían, lentamente, a llegar con el final de la guerra y lo que podríamos llamar Areconocimiento@ hacia finales de los cincuenta - aunque hoy mismo la actitud de los lectores ante los escritos de uno y otro no suele tener medias tintas: adhesión fervorosa o indiferencia hostil; en el medio, un gran páramo por el que no transita nadie.

 

Y ahora , dos palabras sobre los personajes principales.

 

 

Andreas Embirikos. Nació con el siglo, en 1901. Su estancia en París durante el período 1926-1931 fue determinante para el desarrollo global de su vida, pues allí se empapó en las dos fuentes que, en adelante, le nutrirían estética y profesionalmente: surrealismo y psicoanálisis. La combinación de ambas vertientes en cierto modo se resuelve en un tema central y recurrente: la liberación del sexo de todo sentimiento de culpabilidad. No fue un autor con demasiadas prisas por publicar, en parte por los problemas de receptividad social que su obra podía generar - de hecho, un elevado porcentaje de sus escritos se ha editado tras su muerte, acaecida en 1975, y algunos aún siguen esperando turno para la imprenta. Además de su producción poética, en verso o prosa, Embirikos destaca por sus condiciones de estupendo narrador. El texto que presentamos, O rei Kong,  aunque data de 1964, fue publicado en libro (Οκτάvα) sólo en 1980.

 

 

 

   Nikos Engonópulos, seis años menor que Embirikos, solía destacar su faceta de artista plástico por encima de la literaria. En efecto, además de colaborar regularmente con el teatro como escenógrafo y diseñador del vestuario, cuenta con una profusa obra pictórica, llegando a representar a Grecia en la Bienal de Venecia de 1954. Como apuntamos de pasada, su aparición en las letras le acarreó más palos que aplausos, pero su suerte comenzó a cambiar en los duros años de la ocupación alemana. Su poema Bolívar, en principio copiado y distribuido a mano, a pesar de no tener nada de panfleto ni de composición de circunstancias, se convirtió en un símbolo de la resistencia, éxito que en lo inmediato le ocasionó serios inconvenientes (permaneció oculto varios meses en casa de Embirikos ante el riesgo cierto de ser detenido por los ocupantes) pero que, a medio y largo plazo, contribuyó de forma decisiva a que se percibiese su escritura, y en general la surrealista, con ojos menos cargados de prejuicios. Hasta qué punto el ambiente se fue tornando más receptivo lo demuestran los dos premios nacionales de poesía que recibió, en 1958 y y1979. Murió en Atenas, en 1985. Los dos breves textos que se incluyen en estas páginas provienen ambos de su primer libro, el ya citado Prohibido hablar al conductor, de 1938.

 

 

Nikos Engonópulos

 

POLIXENA

 

Espectros aulladores y brisas de cemento armado me trajeron ayer, al filo de la medianoche, en mitad del cielo un sol de justicia, el mensaje de Dante Gabriel Rossetti, de Isidore Ducasse y de Panaguís Kutalianós*. (Grande fue mi amargura! Hasta aquel instante había creído en las visiones proféticas de los torneros, aguardaba todavía los oráculos de los vesánicos jinetes, codiciaba las intervenciones metafísicas de las estatuas. Sólo la idea de mi cadáver era capaz de serenarme. Y ella, mi única alegría, las trenzas de sus cabellos, la punta de sus dedos que me incliné y besé con devoción. Si aún no era más que un niño cuando corría como un loco a cada puesta de sol para robar los espantajos abandonados en los campos antes de que cayera la noche. Y sin embargo se me escurrió, podría decir, entre los dedos, como si nunca hubiera sido nada más que una ilusión, un engaño, un vulgarísimo martillo. Apenas si se encontró un espejo en el sitio que ocupaba. Al encorvarme para mirar aquella luna, no vi otra cosa sino dos pedruscos muy pequeños: uno se llamaba Polixena, el otro, Polixena también.

 

OSIRIS

 

   Ayer por la noche a hora tardía, por esos arrabales de ahí arriba, fieros y sanguinarios albaneses, en número de siete, despanzurraron sin piedad, en su propia cama, al amante cinocéfalo de la olvidada Hippólita. Los abominables malhechores penetraron en la alcoba del abyecto crimen sin que nadie se apercibiera. Tras entonar dos desconocidos - al menos para mí- himnos a las abubillas, acompañados de flauta travesera, depositaron con sumo cuidado bajo un vaso continente de ligera disolución de cola de pescado en minúscula cantidad de nitroglicerina, un papel. El antedicho era una hoja de vulgarísimo papel de cartas, sobre el cual se habían escrito estas palabras: Columna Dorada. Acto seguido, los asesinos se retiraron sin que tampoco ahora fuesen estorbados. El amante cinocéfalo - llamémosle así, puesto que su nombre, Isidoro, nos es desconocido- salió mucho más tarde de la trágica habitación. Portaba anteojos y un impermeable ceniciento.

·        Campeón de halterofilia entre 1882 y 1892, se convirtió en una especie de héroe popular 

 

 

Andreas Embirikos

 

O REI KONG

A  Giorgo Makrí

 

   Como non lograba concilia-lo sono, deambulaba por París. Alí vivía naqueles anos (entre o 1920 e 1930), cando, no ámbito da música, inauguraban en Europa os Negros o seu reinado da noite.

   Como non durmía, ruaba pola cidade; daquela tamén eu exultaba extasiado por Picasso, embebido - (que digo! - bautismalmente imbuído no escintilante fulgor espiritual de André Breton.

Non durmía e ruaba por París. Estaba anoxado aquela noite por non ter atopado a compaña que procuraba.

Xa había moito que se apagara o fragor do día e aínda paseaba eu polo macadán, sen intención de volver á casa, que o apartamento ulía a pechado e aló dentro facía calor, unha intensa calor, abafante e poeirenta.

Camiñaba respirando fondamente, sen rumbo fixo, repetindo unha e outra vez, coma un esconxuro, as palabras de André Breton: "Lâchez tout, partez sur les routes ...", e abrigaba no peito a esperanza de que, por fin, o azar había de endereita-la miña marcha cara a unha estimulante aventura; e alampaba na miña mente a turbadora presencia de André Breton.


   Finalmente os meus pasos guiáronme dun xeito case maquinal dende Montparnase ata as rúas de Montmartre (alí, na rue Fontaine, residía Breton) e, infinitamente anoxado, como xa antes referín, continuei a miña camiñada errante polas calellas que circundan a Place Blanche e aquel ámbito de luces de neón multicolores que recibe o nome de Place Pigalle.

   Por riba de min, no ceo, convulsionábanse os luceiros, e era a noite máxica, acugulada de estrelas fugaces, de astros, do gozo do Universo.

   Erguíanse ó meu redor as casas - reliquias dos tempos de Hausmann e doutras épocas pasadas: construccións do tempo de Baudelaire, de Paul Verlaine, de Jules Laforgue e de Rimbaud. Entre elas, ben o sabe Deus, aínda hoxe en día deambulan errantes, nimbadas de luminosa auréola e cheas de vida, as almas destes poetas.

   "Lâchez tout, partez sur les routes ..." dicía e repetía eu no meu vagar. E aliviaba así o meu fastío e angustia.

   "Lâchez tout, partez sur les routes ..." e das esquinas das ruelas, e das portadas dos patios das vellas construccións chegaban murmurios de finxida paixón: "Venez faire l´amour, cheri ... Pour un moment ... Pour toute la nuit ... Pour une branlette ... Pour une sucette ... Laissez-moi faire et vous verrez les anges ... Venez, monsieur ... Venez! ..."

   "Lâchez tout, partez sur les routes ..." dicía eu para min conforme avanzaba, en tanto aquí e aló, o capote curto dobrado e coidadosamente botado ó ombreiro, discorrían pousóns os municipais; tamén, de cando en vez, as cadeas do cambio a cantaruxar nun silandeiro free wheel, discorría parsimoniosa no medio da noite, a cabalo das súas máquinas, a sempiterna parella dos agents-cyclistes xurados de París. E figurábaseme que en calquera momento, súbito e fulxente coma unha coitelada, no centro mesmo da noite, había sentir a brincar dun peito envolto en camisa escura ou en branca chambra, un grito vehemente:

 

Mort, mort aux vaches!"

 

   Uns poucos farois, acó e aló, iluminaban tenuemente a entrada dunha canella á que, máis adiante, o anuncio dun cabaré subterráneo cunha excepcional orquestra de negros confería  viva luz; de súpeto chegou ós meus oídos, mentres discorría por diante dun cine pechado había horas, o fraseo,  apaixonado e cadencioso, dun saxofón e unha voz masculina - a modulación típica da voz dun negro- que cantaba:

 

I´am singing the blues of the world,

just singing a song

just singing a song.

 

   Tratábase dunha voz marabillosa - lixeiramente quebrada -, que parecía agromar da alma mesma do universo. Instintivamente fiquei quedo, á espreita, ó tempo que observaba con asombro o póster que exhibía o cine contiguo.

   O colorido panel publicitario representaba un xigantesco gorila, moito máis corpudo que as altas árbores que figuraban ó seu redor. Na súa man esquerda a fabulosa besta sostiña unha pequena muller, unha mulleriña diminuta e aterrorizada, que collía sen esforzo na súa pouta e á que fitaba con tenrura. Unha tira de papel, pegada oblicuamente sobre o cartel, proclamaba con grandes letras vermellas: "(A vindeira semana!" e, ó seu carón, uns inmensos caracteres negros impresos no alto do panel anunciaban o título da película:

 

KING-KONG

 

   Aquel cántico de saudades seguía a soar. Á fin oíronse no soto aplausos e aclamacións. De seguido, súbita coma unha tormenta que se vai  inchando e por fin estrala e chega ó paroxismo, unha música inflamada, vivísima, máis ardente có mesmo harmatán, estourou no medio da noite. E era a súa letra voz inarticulada, brado alasante de bestas en rabiosa cópula.

   Os negros executaban agora unha danza con timbais, címbalos e sistros, unha danza que se sentía claramente dende a rúa e que arramplaba con todo, transportando ó lugar onde eu ficaba o coribántico estro da África máis fonda, as súas vibracións palpitantes e vivas, os seus frenéticos e orxiásticos latexos.

   Entón acaeceu, e prolongouse longo tempo, algo inaudito. Dende o mundo exterior escoaba nas miñas entrañas, inmenso río, o ritmo do cabaré subterráneo, o todopoderoso ritmo das cavernas da Creación, tiránico caudillo da existencia, soberano dos instintos vitais; escoaba rebordante, encrechado, estrondoso, aquel ritmo cargado dunha fascinación estraña.

   E de socate todo o meu fastío, toda a miña melancolía disipouse. Sentía agora unha infinita felicidade: xa non era eu un simple individuo senón todo un pobo edénico. Un poderoso sismo conmovíame radicalmente e, de repente, figuróuseme  que alí mesmo, diante de min, o asfalto da rúa fendía e abrollaba desde as entrañas da terra, desde as entrañas mesmas da creación, cal impetuoso e cálido manancial, o mesto e branco humor espermático do universo en contracción.

   A música, o cántico e a frenética danza continuaban. A rúa dilatábase interminable, franca, todo un santuario do tantán. As palabras que proferían os negros agromaban dos seus beizos coma unha fervenza. Xa non lembro senón o ton das voces, o seu timbre e o reloucado fervor co que expresaban a súa paixón, que provocaba que todo o ámbito circundante se axitara convulso, como lugar de sacro misterio. Mais o sentido e a intención daquel canto permaneceron indelebles na miña memoria, como sempre permanecen, aínda que non lembrémo-los seus termos exactos, o sentido dun oráculo, dun sinalado poema ou do rito da consagración, nomeadamente cando un ou outro abranguen o fulgor das ás dos arcanxos ou, clangor de celestes armas, o fragor dos raios.

   Si, a música, o cántico e a danza continuaban. Tal era a conmoción que me dominaba que, malia a miña intención de precipitarme ata o cabaré para participar tamén eu do delirio dos danzantes, durante uns instantes non fun quen de moverme. Un enorme nó atoábame a gorxa, coma se desde a miña alma quixera remontar un sotelo, e fiquei alí inmóbil, atónito fronte á entrada do garito subterráneo, á beira do cine, ollando ó xigantesco gorila do cartel, ollando ((oh Kenia! (Ruanda-Burundi!(Uganda! (Zuloandia!) ó rei negro.

   Entón volveu acontecer algo incrible. Aínda se sentían as voces do cabaré cando, derrubando sen nengunha dificultade o edificio do cine, asomou pola porta, entre terroríficos urros, o gran simio, o gorila, o rei Kong, como se respondese, en calidade de gran irmán, ás voces dos negros, Mesías que acudira dos soutos do Edén, a vara do sexo a vibrar en plena erección abaneando no aire, inefable o vigor da súa purpúrea cabeza.

   Era dun tamaño inimaxinable -coma edificio de sete alturas, construucción de titáns. Inmensa rocha a súa testa, xigantesco baobab as súas patas; o seu peito, ancho e peludo, un mesto mar dos Sargazos. Coa destra batía intermitentemente no chan, e o simple aceno movía e removía cascallos, cimento e trabes, respectando tan só o cabaré dos negros. E era o enxordecedor  estrépito de xeena, o definitivo estourido do Armagedón. E (marabilla das marabillas) na súa pouta esquerda, liberada así do argumento da película e das ataduras da nosa escravitude cotiá, portaba unha fermosísima muller, moi branca e moi loura, unha muller de proporcións normais que, sen embargo, semellaba na súa xigantesca palma unha mulleriña  diminuta, coma unha boneca ou coma o xoguete dun meniño. Os dentes e a face do fabuloso gorila expresaban unha fereza despiadada, mais os seus ollos estaban cheos de tenrura; e o gran simio, proferindo arrebatados urros segundo alancaba entre os cascallos, tiña conta de que non lle caera ó chan a mulleriña e quebrara as costas.

   O espectáculo resultaba perturbador. Non ben asomou Kong, os raros viandantes espalláronse aterrorizados, emitindo ventosidades, evacuando incontinentes posuidos por un sacro pavor, uns aquí outros aló, lonxe do triunfal gorila; entre o seu número 5 meretrices, 2 tratantes de brancas, nictóvagos varios; tamén, pedaleando con toda a forza das súas pernas, emprendían rápida fuxida nas súas brunidas bicicletas, a alma a saírlles pola boca, os dous alíxeros agent-cyclistes, mesmo na súa retirada emparellados.

   Tan só eu ficaba no meu sitio, atónito e convulso como corda tensada ata o límite, coa certeza do advento dunha gran nova. Un gran entusiasmo veu ocupar na miña alma o lugar do tedio e do fastío. Un tremor sacro axitábame, ficaba a  miña alma en arroubado éxtase. Soltouse finalmente o nó da miña gorxa e o que ía ser sotelo tornouse agora en alarido; observando ó xigante negro avanzar ante min polo macadán, o paso pousado e hierático, fitando á branca muller nas súas poutas, segundo o vía avanzar, digo, triunfante e voluptuoso, sacudín o meu marasmo e precipiteime tralo soberano que bradaba con  vehemencia conforme se afastaba cara ó fondo da rúa. E en tanto do garito subterráneo ascendían os ritmos e as voces da xungla, confundidos coa cadencia do verbo divino ((Tantán!... (Aleluia!... (Tantán!... (Aleluia!... (Tantán!... (Gong-gong!...), abalanceime tras da fera inflamado coma unha selva, exultante de xúbilo, berrando con toda a forza dos meus pulmóns; e coma se batese na miña alma un gran gong, exclamei estentóreo:

   "(Ave, Mesías ((Aleluia!... (Aleluia!...), Ave Adán redivivo! ((Tantán!... (Tantán!...) (Ave, Falo e Embigo da Terra! ((Tantán!... (Gong!...(Gong!...) (Ave, oh gran talento do Universo! (Ave, oh ave, liberador -Aleluia!- (King-Kong!".

 

Glifada, Agosto de 1964.

    

 

volver

 

Hosted by www.Geocities.ws

1