UN FINAL NO FELIZ

Por Samir Amin

Especialista en economía política, nacido en Egipto en 1930 y educado en la Sorbona. Fue uno de los más importantes intelectuales de la Teoría de la Dependencia y es un activo militante. "El desarrollo desigual", "Espectros del capitalismo", "La desconexión" y "Clase y Nación" son algunos de sus libros. Actualmente dirige dos centros de investigaciones en Senegal. La nota fue publicada en un informe especial de fin de milenio en  Al-Ahram Weekly N° 462 del 30 de diciembre de 1999.

 

LA BELLE ÉPOQUE

El siglo XX se clausuró en una atmósfera asombrosamente parecida a la que reinaba en su nacimiento: la "belle époque" (y que fue realmente bella, por lo menos para el capital). Los burgueses de la Tríada, que ya había sido constituida (las potencias europeas, los Estados Unidos y el Japón) cantaban himnos a la Gloria de su definitivo triunfo. Las clases trabajadoras del centro ya no eran "las clases peligrosas" que habían sido durante el siglo XIX y los otros pueblos del mundo eran conminados a aceptar la "misión civilizadora" de Occidente.

La "belle époque" coronó un siglo de radicales transformaciones globales, durante los cuales la primera revolución industrial y la concomitante constitución de los modernos estado-naciones burgueses emergieron desde la región Noroccidental de Europa —el lugar de su nacimiento- para conquistar el resto del continente, los Estados Unidos y Japón. Las antiguas periferias de la etapa mercantilista —Latinoamérica y la India Británica y Holandesa- quedaron excluidas de esta revolución dual, mientras que los antiguos estados de Asia (China, el imperio Otomano, Persia) iban siendo integrados paulatinamente como periferias dentro de la nueva globalización. El triunfo de los centros del capital globalizado se manifestó en una explosión demográfica, que llevó a la población europea de ser el 23 % de la población global en 1800 al 36 % en 1900. La concentración de la revolución industrial en la Tríada generó simultáneamente una polarización de la riqueza en una escala que la humanidad jamás había visto en toda su historia precedente. En las vísperas de la revolución industrial, la brecha en la productividad social del trabajo para el 80 % de la población total del planeta jamás había excedido de una relación de 2 a 1. Hacia 1900 esta relación se había convertido en 20 a 1.

La globalización celebrada ya en 1900 como el "fin de la historia" fue, a pesar de todo. un hecho reciente, llevado a cabo progresivamente durante la segunda mitad del siglo XIX, después de la apertura de China y del Imperio Otomano (1840), la represión de los Cipayos en la India (1857) y, finalmente, la división de África (comenzada en 1885). Esta primera globalización, lejos de acelerar el proceso de acumulación de capital, trajo de hecho una crisis estructural entre 1873 y 1896; casi exactamente un siglo después, está ocurriendo lo mismo. La crisis, sin embargo, fue acompañada por una nueva revolución industrial (electricidad, petróleo, automóviles, el aeroplano), la cual, se esperaba, transformaría la especie humana; mucho de lo mismo se dice hoy acerca de la electrónica. Paralelamente, comenzaron a constituirse los primeros oligopolios industriales y financieros, las corporaciones transnacionales de entonces. La globalización financiera parecía establecerse definitivamente en la forma del patrón oro-esterlina y se hablaba de la internacionalización de las transacciones hechas posible por las nuevas bolsas, con tanto entusiasmo como hoy se habla de la globalización financiera. Julio Verne enviaba a su héroe (inglés, por supuesto) alrededor del mundo en 80 días: la "aldea global", para él, era ya una realidad.

La economía política del siglo XIX estaba dominada por los grandes clásicos (Adam Smith, Ricardo, y luego la devastadora crítica de Marx). El triunfo de la globalización liberal del fin del siglo trajo a primer plano a una nueva generación, movida por el deseo de probar que el capitalismo era "insuperable" porque expresaba las demandas de una racionalidad eterna, transhistórica. Walras —una figura central en esta nueva generación, que fue redescubierto (no por coincidencia) por algunos economistas contemporáneos- hizo todo lo que pudo para probar que los mercados se autorregulaban. Nunca lo logró, de la misma manera que los economistas neoclásicos de hoy no han logrado probar la misma cosa.

La ideología liberal triunfante redujo la sociedad a una colección de individualidades y, a través de esta reducción, sostenía que el equilibrio producido por el mercado así como constituye el óptimo social, garantiza la estabilidad y la democracia. Todo estaba dispuesto para sustituir una teoría del capitalismo imaginario por el análisis de las contradicciones del capitalismo real. La versión vulgar de este pensamiento social economicista encontraría su expresión en el manual de Briton Alfred Marshall, la Biblia de la economía de aquel tiempo.

Las promesas del liberalismo globalizado, tal como alardeaban entonces, parecieron ser verdad por un instante, durante la "belle époque". Después de 1896, el crecimiento volvió a comenzar sobre las nuevas bases de la segunda revolución industrial, los oligopolios y la globalización financiera. Este "emergente de la crisis" fue suficiente no sólo para convencer a los ideólogos orgánicos del capitalismo —los nuevos economistas— sino para sacudir al desconcertado movimiento obrero. Los partidos socialistas comenzaron a deslizarse de sus posiciones reformistas a ambiciones aún más modestas: ser simples asociados en la administración del sistema. El cambio fue muy similar al que ha generado el discurso de Tony Blair y Gerhard Schröder, un siglo después. Las elites modernistas de la periferia también creyeron entonces que nada podía ser imaginado fuera de la lógica dominante del capitalismo.

El triunfo de la "belle époque" duró menos de dos décadas. Unos pocos dinosaurios (todavía jóvenes en ese entonces, ¡Lenin, por ejemplo!) predijeron su derrumbe, pero nadie los escuchó. El liberalismo —esto es, la unilateral dominación del capital— no reduciría la intensidad de las contradicciones de todo tipo que el sistema llevaba en sí mismo. Por el contrario, agravó su agudeza. Detrás de las movilizaciones de los partidos obreros y de los sindicatos en la causa de la absurda utopía capitalista, acechaba el sordo fragor de un movimiento social fragmentado, desconcertado pero siempre al borde de explotar y cristalizar alrededor de la invención de nuevas alternativas. Unos pocos intelectuales bolcheviques usaron el veneno de su sarcasmo respecto al leninizado discurso de la "economía política rentística", como ellos describían el pensamiento único de su tiempo. La globalización liberal sólo podía engendrar la militarización del sistema en la relación entre las potencias imperialistas de la época, que sólo podía aparejar una guerra que, en sus formas frías y calientes, duró 30 años —desde 1914 hasta 1945— Detrás de la aparente calma de la "belle époque" era posible discernir el alzamiento de luchas sociales y violentos conflictos nacionales e internacionales. En China, la primera generación de críticos del proyecto de modernización burgués fue abriendo una huella; esta crítica, todavía en un estadio de balbuceo en India, en el Imperio Otomano, en el mundo árabe y en América Latina finalmente conquistaría a los tres continentes y dominaría a las tres cuartas partes del siglo XX.

Tres cuartas partes de nuestro siglo están, por consiguiente, marcadas por la influencia de proyectos más o menos radicales diseñados para recuperar o transformar las periferias, proyectos hechos posible por el quiebre de la utopía de la globalización liberal propia de la "belle époque" Nuestro siglo, llegando a su fin, ha sido, por consiguiente, el siglo de una serie de conflictos masivos entre las fuerzas dominantes del capitalismo oligopólico globalizado y los estados que lo sostienen, por un lado, y los pueblos y las clases dominadas que rechazan esta dictadura, por el otro.

LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS (1914-1945)

Entre 1914 y 1945 el escenario fue ocupado, simultáneamente, por la "guerra de los treinta años" entre Estados Unidos y Alemania para ver quién heredaría la difunta hegemonía británica, y por los intentos de "recuperar", por otros medios, la hegemonía descripta como la construcción del socialismo en la Unión Soviética.

En los centros capitalistas, tanto triunfadores como derrotados en la guerra de 1914-1918 intentaban persistentemente —contra todas las adversidades— restaurar la utopía del liberalismo globalizado. Presenciamos, por lo tanto, un retorno al patrón oro; el orden colonial fue mantenido a través de la violencia; la administración económica fue nuevamente liberalizada. El resultado pareció ser positivo durante un breve tiempo, y los años 20 presenciaron un renovado crecimiento, derivado del dinamismo norteamericano y el establecimiento de nuevas formas de organización de la línea de producción (parodiadas tan brillantemente por Charles Chaplin en Tiempos Modernos). Sin embargo, éstas sólo encontrarían una fructífera base para su generalización después de la Segunda Guerra Mundial. Pero la restauración fue frágil, y ya en 1929 los pilotes financieros —el segmento más globalizado del sistema— colapsaron. La siguiente década, hasta la guerra, fue una pesadilla. Las grandes potencias reaccionaron ante la recesión como lo harían posteriormente en las décadas de 1980 y 90, con políticas sistemáticamente deflacionistas que sirvieron solamente para agravar la crisis, creando una espiral declinante caracterizada por el desempleo masivo — todo ello de manera mucho más trágica para sus víctimas, ya que las redes de seguridad social creadas por el estado de bienestar todavía no existían. La globalización liberal no pudo resistir la crisis; el sistema monetario basado en el oro fue abandonado. Las potencias imperialistas se reagruparon en el marco de los imperios coloniales y de las zonas de influencia protegidas: fuentes de conflicto que llevarían a la Segunda Guerra Mundial.

Las sociedades occidentales reaccionaron de modo diferente ante la catástrofe. Algunas se hundieron en el fascismo, eligiendo la guerra como un modo de redistribución del mazo en una escala global (Alemania, Italia, Japón). Los Estados Unidos y Francia fueron la excepción, que a través del New Deal de Roosevelt y el Frente Popular en Francia lanzaron otra opción: la de una administración del mercado a través de una activa intervención estatal, sostenida por las clases trabajadoras. Sin embargo, estas fórmulas actuaron tímidamente y sólo se expresaron en su totalidad después de 1945.

En las periferias, el colapso de los mitos de la "belle époque" desencadenó una radicalización antiimperialista. Algunos de los países de América Latina, aprovechando su independencia, inventaron el populismo nacionalista en una variedad de formas: el de México instaurado por la revolución campesina de 1910-20; el Peronismo en la Argentina de los 40. En Oriente, el Kemalismo turco fue su equivalente, mientras que China entraba en una guerra civil entre los modernizadores burgueses, engendrados por la revolución de 1911 —el Kuo Min Tang—, y los comunistas. En otras partes, el yugo de la dominación colonial impuso un retraso de varias décadas hasta la cristalización de proyectos nacional-populistas similares.

Aislada, la Unión Soviética buscó inventar una nueva trayectoria. Durante los años 20 esperó en vano la globalización de la revolución. Forzada a replegarse sobre sus propias fuerzas, la serie de Planes Quinquenales de Stalin buscaba recuperar el tiempo perdido. Lenin ya había definido este curso como "poder soviético mas electrificación". Notemos que esta referencia está en relación con la nueva revolución industrial —electricidad, no carbón y acero—. Pero la electricidad (de hecho, principalmente el carbón y el acero) prevalecería sobre el poder de los Soviets, vaciando su significado.

La acumulación planificada centralmente fue administrada por un estado despótico no obstante el populismo social que caracterizaba estas políticas. Pero entonces, ni la unidad de Alemania ni la modernización de Japón habían sido obra de los demócratas. El sistema soviético fue eficiente mientras los objetivos fueran simples: acelerar la acumulación extensiva (la industrialización del país) y construir una fuerza militar que fuera capaz de enfrentar el desafío del adversario capitalista, primero venciendo a la Alemania nazi, luego poniendo fin al monopolio norteamericano del arma nuclear y misiles balísticos durante los 60 y 70.

LA POSGUERRA —DEL DESPEGUE (1945-1970) A LA CRISIS (1970-HOY)

La Segunda Guerra Mundial inauguró una nueva fase en el sistema mundial. El despegue del período de posguerra (1945-1975) se basó en la complementariedad de los tres proyectos sociales de la época: a) en Occidente, el proyecto del estado de bienestar de las socialdemocracias, basó su acción en la eficiencia de los interdependientes sistemas productivos nacionales; b) el "proyecto Bandung" de construcción nacional burgués en las periferias del sistema (de ideología desarrollista); c) finalmente, el proyecto soviético de "capitalismo sin capitalistas", relativamente autónomo del sistema dominante mundial. La doble derrota del fascismo y del viejo colonialismo había creado, por cierto, una coyuntura que permitió a las clases populares, las víctimas de la expansión capitalista, a imponer las formas de la regulación y acumulación del capital, a las cuales el capital mismo fue forzado a ajustarse, y las cuales fueron la raíz de este despegue.

La consecuente crisis (que comenzó entre 1968 y 1975) fue una crisis de erosión, después del colapso de los sistemas sobre los cuales se había asentado el despegue previo. Este período, que aún no ha llegado a un callejón, no es, por consiguiente, el establecimiento de un nuevo orden mundial, como a menudo se sostiene, sino un caos, que no ha sido derrotado ni mucho menos. Las políticas implementadas bajo estas condiciones no constituyen un estrategia positiva para la expansión del capital, sino que simplemente buscan administrar la crisis del capital. No han tenido éxito, porque el proyecto "espontáneo" producido por la inmediata dominación del capital, en ausencia de todo marco impuesto por fuerzas sociales por medio de coherentes y eficaces reacciones, es simplemente una utopía: la administración mundial por medio de lo que es llamado "el mercado"; es decir, los intereses inmediatos y a corto plazo de las fuerzas dominantes del capital.

En la historia moderna, las etapas de reproducción basadas en sistemas estables de acumulación han sido sucedidas por momentos de caos. En la primera de estas fases, como en el despegue de la posguerra, la sucesión de eventos daba la impresión de una cierta monotonía, porque las relaciones sociales e internacionales que estructuraron su arquitectura eran estables. Por consiguiente, estas relaciones eran reproducidas a través del funcionamiento de una dinámica dentro del sistema. En estas fases, los sujetos históricos activos, definidos y precisos, son claramente visibles (clases sociales activas, estados, partidos políticos y organizaciones sociales dominantes). Sus prácticas surgen sólidas, y sus reacciones son predecibles bajo casi todas las circunstancias; las ideologías que las motivan se benefician de una aparentemente incontrovertible legitimidad. En esos momentos, las coyunturas pueden cambiar, pero las estructuras permanecen estables. Las predicciones son entonces posibles, incluso fáciles. El peligro aparece cuando extrapolamos demasiado lejos estas predicciones, como si las estructuras en cuestión fuesen eternas y marcaran "el fin de la historia". El análisis de las contradicciones que horadan estas estructuras es entonces reemplazado por lo que los posmodernistas con acierto llaman "los grandes relatos", los cuales proponen una visión lineal del movimiento, guiada por su "inevitabilidad", o por las "leyes de la historia". Los sujetos de la historia desaparecen, dejando el espacio a una supuestamente objetiva lógica estructural.

Pero las contradicciones sobre las que estamos hablando hacen su trabajo calladamente, y un día las estructuras "estables" colapsan. La historia, entonces, entra en una fase que puede ser descripta como "transicional", pero que es vivida como una transición hacia lo desconocido, y durante la cual los nuevos sujetos históricos van cristalizando lentamente. Estos sujetos inauguran nuevas prácticas, procediendo por tanteos, y legitimizándolos a través de nuevos discursos ideológicos, a menudo confusos en el principio. Solamente cuando los procesos de cambio cualitativo han madurado suficientemente aparecen nuevas relaciones sociales, definiendo los sistemas "postransaccionales".

El despegue de posguerra permitió masivas transformaciones económicas, políticas y sociales en todas las regiones del mundo. Estas transformaciones fueron el producto de regulaciones sociales impuestas al capital por la clase obrera y los sectores populares y no, como la ideología liberal diría, por la lógica de la expansión del mercado. Pero estas transformaciones fueron tan grandes que definieron un nuevo marco para los desafíos a los que se enfrentan los pueblos de la tierra en los umbrales del siglo XXI.

Por un largo tiempo —desde la revolución industrial en el principio del siglo XIX y los años 30 (en cuanto se refiere a la Unión Soviética), y los años 50 (en relación al Tercer Mundo)— el contraste entre el centro y las periferias del sistema mundial moderno fue casi un sinónimo de la oposición entre países industrializados y no industrializados. Las rebeliones en las periferias —tanto si ellas eran revoluciones socialistas (Rusia, China) como movimiento de liberación nacional— modificaron esta antigua forma de polarización comprometiendo a sus sociedades en el proceso de modernización. Gradualmente, el eje alrededor del cual el sistema capitalista mundial se fue reorganizando, y que definiría las formas futuras de polarización, se constituyó sobre la base de "cinco nuevos monopolios", que benefició a los países de la Tríada dominante: el control de la tecnología; flujo financiero global (a través de bancos, empresas de seguros y fondos de pensión del centro); acceso a los recursos naturales del planeta; medios y comunicaciones; y armas de destrucción masiva.

Tomados en conjunto, estos cinco monopolios definen el marco dentro del cual la ley del valor globalizado se expresa a sí misma. La ley del valor es a duras penas la expresión de una "pura" racionalidad económica que pueda ser separada de su marco social y político; más bien, ella es la expresión condensada de la totalidad de estas circunstancias, las cuales anulan la magnitud de la industrialización en las periferias, devalúan el trabajo productivo incorporado a estos productos y sobrevalúa el supuesto valor agregado atribuido a las actividades a través de las cual los nuevos monopolios operan en beneficio de los centros. En consecuencia, ellos producen una nueva jerarquía en la distribución del ingreso a escala mundial, más desigual que nunca, generando una subordinación de las industrias periféricas, y reduciéndolas al status de trabajo a destajo. La polarización encuentra aquí su nueva base, una base que dictará su forma futura.

Durante el "período de Bandung" (1955-1975), los estados del Tercer Mundo habían comenzado a implementar políticas de desarrollo autocentrado intentando reducir la polarización global . Esto implicó sistemas de regulación nacional así como la permanente y colectiva (Norte-Sur) negociación de sistemas regulatorios internacionales (el papel de la CNUCED fue particularmente importante a este respecto). Esto también apuntaba a reducir las "reservas de trabajo de baja productividad", transfiriéndolas a actividades modernas de más alta productividad (aún cuando ellas "no fueran competitivas" en los mercados mundiales abiertos. El resultado del éxito desigual (no el fracaso, en contrario a lo que comúnmente se cree) de estas políticas ha sido la producción de un Tercer Mundo contemporáneo ahora firmemente comprometido con la revolución industrial.

El resultado desigual de una industrialización impuesta al capital dominante por fuerzas sociales engendradas por los triunfos de la liberación nacional nos permite diferenciar hoy las fronteras de las periferias que han sido capaces de construir sistemas productivos nacionales con industrias potencialmente competitivas en el marco del capitalismo globalizado, de las periferias marginadas que no han tenido el mismo éxito. El criterio diferencial que separan las periferias activas de aquellas que han sido marginadas no es solamente el de la competitividad en la producción industrial: es también político.

Las autoridades políticas en las periferias activas —y, detrás de ellas, de toda la sociedad (esto no excluye las contradicciones dentro mismo de cada sociedad)— tienen un proyecto y una estrategia de implementación. Esto parece ser claramente el caso de China, Corea y, en un grado menor, el de ciertos países del sudeste asiático, India y algunos países de América Latina. Estos proyectos nacionales se enfrentan con los del imperialismo globalmente dominante; el resultado de esta confrontación configurará el mundo del mañana.

Por el otro lado, las periferias marginadas ni tienen un proyecto (aún cuando hayan retóricas, como las del Islam político, que pretendan lo contrario) ni su propia estrategia. En este caso, los círculos imperialistas "piensan por ellos" y toman la iniciativa aisladamente, elaborando "proyectos" de los Estados Unidos e Israel, o proyectos europeos vagamente mediterráneos). Ningún proyecto local ofrece una oposición; estos países son, por lo tanto, sujetos pasivos de la globalización.

Este rápido vistazo sobre la economía política de las transformaciones en el sistema capitalista global del siglo XX debe ser completado con un recuerdo de la abrumadora revolución demográfica que ha tenido lugar, al mismo tiempo, en la periferia del sistema, y que ha llevado a las poblaciones de Asia (excluidos el Japón y la Unión Soviética), África, América Latina y el Caribe de contar con el 68 % de la población global en 1900 al 81 % de hoy.

El tercer socio en el sistema de posguerra, formado por los países del "socialismo actualmente existente", ha abandonado la escena histórica. La mera existencia del sistema soviético, sus éxitos en la industrialización extensiva y su logros militares fueron uno de los principales motores de todas esas grandiosas transformaciones del siglo XX. Sin el "peligro" que el contramodelo comunista representaba, la social democracia occidental jamás hubiera sido capaz de imponer el estado de bienestar. La existencia del sistema soviético y la coexistencia que, adicionalmente, imponía a los Estados Unidos reforzó el margen de autonomía disponible a la burguesía del Sur.

El sistema soviético, sin embargo, no administró el paso a un nuevo estado de acumulación intensiva; por lo tanto, perdió la nueva revolución industrial (la de las computadoras) con la que el siglo XX llega a su fin. Las razones de este fracaso son complejas; aún así, la tendencia antidemocrática del poder soviético esta en el centro del análisis. Esta tendencia fue, finalmente, incapaz de internalizar la exigencia fundamental de progreso hacia el socialismo, representada por la intensificación de una democratización capaz de trascender el marco definido y limitado por el capitalismo histórico. El socialismo será democrático o no existirá: ésta es la lección de esta primera experiencia de ruptura con el capitalismo.

El pensamiento social y la economía dominante, las teorías sociológicas y políticas que legitimizaban las prácticas del estado de bienestar nacionalmente autocentrado en Occidente, del sistema soviético en el Este y del populismo en el Sur, así como la globalización regulada y negociada que acompañaba este proceso, estaban ampliamente inspiradas en Marx y Keynes. Este último produjo sus críticas al liberalismo del mercado en los años 30, pero esto no fue entendido en ese momento. Las relaciones entre las fuerzas sociales, sesgadas a favor del capital en esa época, necesariamente dieron alas al prejuicio de la utopía liberal —como nuevamente es el caso hoy— Las nuevas relaciones sociales del período de posguerra, más favorables al trabajo, inspirarían las prácticas del estado de bienestar, relegando a los liberales a insignificantes posiciones. La figura de Marx, por supuesto, dominó el discurso del "socialismo actualmente existente". Pero las dos figuras preponderantes del siglo XX gradualmente perdieron su cualidad de creadores de críticas fundamentales, convirtiéndose en mentores de la legitimación de las prácticas del poder estatal. En ambos casos, por ello, podemos observar un desplazamiento hacia la simplificación y el dogmatismo.

El pensamiento social crítico se corrió entonces por un tiempo —los años 60 y 70— hacia las periferias del sistema. Allí las prácticas de populismo nacional —una versión empobrecida del sovietismo— accionó una brillante explosión en la crítica al "socialismo actualmente existente". En el centro de estas críticas había una nueva conciencia de la polarización producida por la expansión global del capital, la cual había sido subestimada, sino pura y simplemente ignorada, durante un siglo y medio. Esta crítica —del capitalismo actualmente existente, del pensamiento social que legitimaba su expansión, y de la crítica teórica y práctica socialista de ambos— estaba en el origen de la deslumbrante entrada de la periferia en el pensamiento moderno. Ahí había una rica y variada crítica, que sería un error reducir a la "teoría de la dependencia", ya que este pensamiento social reabrió los debates fundamentales sobre el socialismo y la transición hacia él. Pero también sobre el marxismo y el materialismo histórico, entendido como una superación de los límites del eurocentrismo que dominaba en el pensamiento moderno. Innegablemente inspirado en un momento por la irrupción maoísta, también inició la crítica tanto del sovietismo como de la nueva globalización que aparecía en el horizonte.

LA CRISIS DEL "FIN DE SIGLO"

Este período del siglo XX está terminado. Comenzando en 1968-71, el colapso de los tres modelos de posguerra de acumulación regulada abrió una crisis estructural del sistema muy similar a la del final del siglo XIX. Las tasas de crecimiento e inversión cayeron precipitadamente a la mitad de sus niveles previos; el desempleo remontó vuelo; la pauperización se intensificó El coeficiente usado para medir la desigualdad en el mundo capitalista (1 a 20 en 1900; 1 a 30 en 1954-58; 1 a 60 al fin del impulso de la posguerra) creció abruptamente; el 20 % más rico de la humanidad aumentó su participación en el producto global de 60 a 80 % durante las dos últimas décadas del siglo —la globalización ha sido afortunada para algunos—. Para la vasta mayoría —notablemente, para los pueblos del Sur, sometidos a políticas unilaterales de ajuste estructural, y para aquellos del Este, atorados en dramáticas involuciones— ha sido un desastre.

Pero esta crisis estructural, como sus predecesoras, está acompañada por una tercera revolución tecnológica, que altera profundamente los modos de organización laboral, quitando eficacia a las viejas formas de organización, y lucha obrera y popular, y quitándoles por consiguiente su legitimidad. El movimiento social fragmentado no ha encontrado todavía una fuerte fórmula de cristalización, capaz de enfrentar los desafíos propuestos; pero ha realizado destacados avances en direcciones que enriquecen su impacto: la poderosa entrada de las mujeres en la vida social, así como una nueva conciencia de la destrucción del medio ambiente en una escala que, por primera vez en la historia, amenaza al planeta entero.

La administración de la crisis, basada en una brutal reversión de las relaciones de poder a favor del capital, ha permitido imponer nuevamente las recetas liberales. Marx y Keynes han sido borrados del pensamiento social, los "teóricos" de la "economía pura" han reemplazado el análisis del mundo real por el de un capitalismo imaginario. Pero el éxito temporario de este utopía altamente reaccionaria es simplemente el síntoma de una declinación —la magia ocupa el lugar del pensamiento crítico— que testimonia el hecho de que el capitalismo está objetivamente listo para ser trascendido.

La administración de la crisis ha entrado ya en la fase del colapso. Las crisis en el sudeste asiático y Corea eran predecibles. Durante los años 80 estos países, así como China, lograron beneficiarse con la crisis mundial a través de una colosal inserción en el comercio mundial (basados en las "ventajas competitivas" de su mano de obra barata), atrayendo inversiones extranjeras pero permaneciendo en los costados de la globalización financiera, e inscribiendo sus proyectos de desarrollo en una estrategia nacionalmente controlada (en los casos de China y Corea, no en los de los otros países del sudeste asiático). En los años 90, Corea y el sudeste asiático se abrió a la globalización financiera, mientras que China e India comenzaron a evolucionar en la misma dirección.

Atraído por los altos niveles de crecimiento de la región, afluyó el excedente del capital extranjero flotante, produciendo no un crecimiento acelerado sino inflación en los precios de los bienes muebles e inversiones inmobiliarias. Como había sido predicho, la burbuja financiera estalló sólo unos años más tarde. Las reacciones políticas a esta crisis masiva han sido nuevas en varios aspectos —diferentes de aquellas provocadas por la crisis mexicana, por ejemplo— Los Estados Unidos, con el Japón siguiéndole cercanamente, intentaron sacar ventaja de la crisis coreana para desmantelar el sistema productivo del país (¡bajo el falaz pretexto de que está controlado oligopólicamente!) y para subordinarlo a la estrategia de los oligopolios norteamericanos y japoneses. Las potencias regionales intentaron resistir poniendo en duda la cuestión de su propia inserción dentro de la globalización financiera (con el restablecimiento del control de cambios en Malasia), o —en China e India— removiendo su participación de la lista de sus prioridades.

Este colapso de la parte financiera de la globalización forzó al G7 a encarar una nueva estrategia, provocando una crisis en el pensamiento liberal. Es a la luz de esta crisis que debemos examinar el perfil del contraataque lanzado por el G7. De la noche a la mañana, cambió su melodía: el término regulación, prohibido hasta entonces, reapareció en las resoluciones del grupo. ¡Se hizo necesario "regular el flujo financiero internacional"! El principal economista del Banco Mundial, Stiglitz, sugirió un debate dirigido a definir un nuevo "consenso post Washington".

LA EMBESTIDA DE LA HEGEMONIA AMERICANA. EL SIGLO XXI NO SERA AMERICANO

En esta caótica coyuntura, los Estados Unidos tomaron la ofensiva una vez más para reestablecer su hegemonía global y organizar el sistema mundial en sus dimensiones económicas, políticas y militares de acuerdo a esta hegemonía. ¿Ha comenzado la declinación de los Estados Unidos? ¿O ha comenzado una restauración que convertiría al siglo XXI en americano?

Si examinamos la dimensión económica en el estrecho sentido del término, medida en líneas generales en términos de Producto Bruto Interno per cápita, y las tendencias estructurales de la balanza comercial, concluiríamos que la hegemonía americana, tan aplastante en 1945, retrocedió muy tempranamente en los años 60 y 70 con el brillante resurgimiento de Europa y Japón. Los europeos crecieron continuamente, en términos familiares: la Unión Europea es la primera fuerza económica y comercial en una escala mundial, etc. La afirmación es, sin embargo, apresurada, ya que, si es cierto que existe un mercado europeo único, e inclusive que emerge una moneda única, no puede decirse lo mismo de "una" economía europea (por lo menos, no aún). No existe un "sistema productivo europeo"; tal sistema productivo, por el contrario, existe en el caso de los Estados Unidos. Las economías establecidas en Europa a través de la constitución de la burguesía histórica en los estados más relevantes, y la formación, dentro de este marco, de sistemas productivos nacionales autocentrados (aún cuando estos sean abierto, incluso agresivamente abiertos), han permanecido más o menos iguales. No existen empresas transnacionales europeas: hay transnacionales británicas, alemanas o francesas. La interpenetración del capital no es más densa en las relaciones intereuropeas que en las relaciones bilaterales entre cada nación europea y los Estados Unidos y Japón. Si los sistemas productivos de Europa han sido erosionados y, por consiguiente, debilitados por la "interdependencia globalizada" a un grado tal que las políticas nacionales han perdido una buena parte de su eficiencia, es precisamente en beneficio de la globalización y las fuerzas que la dominan, no de la "integración europea" que no existe todavía.

La hegemonía de los Estados Unidos descansa, sin embargo, en un segundo pilar: su poder militar. Sistemáticamente construido a partir de 1945, cubre la totalidad del planeta, que ha sido parcelado en regiones, cada una de las cuales está bajo el pertinente comando militar yanqui. Este hegemonismo había sido forzado a aceptar la coexistencia pacífica impuesta por la fuerza militar soviética. Ahora que se ha dado vuelta esta página, los Estados Unidos continúan la ofensiva para reforzar su dominación global, que Henry Kissinger resumió en una memorable y arrogante frase: "La globalización es otra palabra para la dominación de los Estados Unidos" Esta estrategia global norteamericana tiene cinco metas:

1) neutralizar y subordinar a los otros socios de la Tríada (Europa y Japón), minimizando su capacidad para actuar fuera de la órbita de los EE.UU.;
2) establecer un control militar sobre la OTAN "latinoamericanizando" los fragmentos del antiguo mundo soviético;
3) ejercer una incontrastable influencia en el Medio Este, especialmente sobre sus recursos petroleros;
4) desmantelar China, asegurar la subordinación de las otras grandes naciones (India, Brasil), y prevenir la constitución de bloques regionales potencialmente capaces de negociar los términos de la globalización;
5) marginalizar las regiones del Sur que no representan intereses estratégicos.

El instrumento privilegiado de esta hegemonía es, por consiguiente, militar, como las altas jerarquías de los EE.UU. nunca se cansan de repetir hasta la náusea. Esta hegemonía, que garantiza a su vez la hegemonía de la Tríada sobre el sistema mundial, exige, por consiguiente, que los aliados de EE.UU. acepten navegar en su velorio. Gran Bretaña, Alemania y Japón no ofrecen ninguna resistencia (ni siquiera cultural). Pero esto significa que los discursos con los que los políticos europeos lloran a sus audiencias —respecto a la potencia económica de Europa— carece de significado real. Poniéndose ella misma exclusivamente en el terreno de las querellas mercantiles, Europa, que no tiene proyecto político o social propio, ha perdido la carrera antes de comenzarla. Washington sabe muy bien esto.

El principal instrumento al servicio de la estrategia elegida por Washington es la OTAN, lo que explica por qué ha sobrevivido al colapso del adversario que constituía la razón de ser de la organización. La OTAN todavía habla hoy en el nombre de la "comunidad internacional", expresando así su desprecio por los principios democráticos que gobiernan la mencionada comunidad a través de la ONU. Sin embargo la OTAN actúa solamente al servicio de los objetivos de Washington —ni más ni menos— como muestra la historia de la pasada década, desde la Guerra del Golfo hasta Kosovo,.

La estrategia empleada por la Tríada bajo la dirección de los EE.UU. tiene el objetivo de construir un mundo unipolar organizado sobre la base de dos principios complementarios: la dictadura unilateral del capital de las transnacionales dominantes y el despliegue del imperio militar norteamericano, al cual todas las naciones deben ser compelidas a someterse. Ningún otro proyecto puede ser tolerado dentro de esta perspectiva, ni siquiera el proyecto europeo de los aliados subalternos de la OTAN, y especialmente ningún proyecto que conlleve algún grado de autonomía, como el de China, el cual debe ser quebrado por la fuerza, si fuese necesario.

Esta visión de un mundo unipolar está siendo crecientemente enfrentada por la de una globalización multipolar, la única estrategia que permitiría a las distintas regiones del mundo alcanzar un desarrollo social aceptable y, por consiguiente, fomentar la democratización social y la reducción de los motivos de conflicto. La estrategia hegemónica de los EE.UU. y sus aliados de la OTAN es hoy el principal enemigo del progreso social, de la democracia y de la paz.

El siglo XXI no será el "siglo de América" Será un siglo de vastos conflictos, y la aparición de luchas sociales que cuestionen la desproporcionada ambición de Washington y el capital.

La crisis está exacerbando las contradicciones dentro del bloque de las clases dominantes. Estos conflictos tomarán una creciente y aguda dimensión internacional y, por ello, pondrá a los estados y a los grupos de estados unos contra otros. Uno puede ya discernir el primero de los indicios de un conflicto entre los EE.UU., Japón, y su fiel aliado australiano, de un lado, y China y los otros países asiáticos, en el otro. Tampoco es difícil de avistar el renacimiento de un conflicto entre los EE.UU. y Rusia, si este último país logra desembarazarse de la espiral en la que Boris Yeltsin lo arrastró. Y si la izquierda europea pudiera liberarse a sí misma de su sumisión al doble dictado del capital y de Washington, sería posible imaginar que la nueva estrategia europea sería articulada con la de Rusia, China, India y el Tercer Mundo en general, en la perspectiva de un esfuerzo por una necesaria construcción multipolar. Si esto no ocurre, el proyecto europeo propio desaparecerá.

La cuestión central consiste entonces en cómo serán articulados los conflictos y las luchas sociales (es importante diferenciarlos). ¿Cuál triunfará? ¿Las luchas sociales serán subordinadas, encuadradas por los conflictos y, por ello, dominadas por las potencias hegemónicas, e incluso instrumentalizadas en beneficio de esas potencias? ¿O las luchas sociales, por el contrario, conquistarán su autonomía y forzaran a las potencias principales a aceptar sus exigencias?

Por supuesto, yo no me imagino que los conflictos y las luchas del siglo XXI van a producir una réplica del siglo XX. La historia no se repite de acuerdo a un modelo cíclico. Las sociedades de hoy están enfrentadas a nuevos desafíos en todos los niveles. Pero precisamente porque las contradicciones inmanentes del capitalismo son más agudas al final del siglo que lo que fueron en el principio, y porque los medios de destrucción son también mucho más grandes, las alternativas para el siglo XXI, más que nunca antes, son "socialismo o barbarie".

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