(Loja, 1918)
Autor de: "Comida de Locos" (relatos), "Dioses,
Semidioses y Astronautas", novela que obtuvo el premio
"José María Lequerica" y "La Escoba de la
Bruja", novela.
Ha obtenido el premio "Eugenio Espejo" por su labor
cultural y es Director Nacional del Diario La Hora.
Ha sido por tres ocasiones Diputado al Congreso Nacional y
visitador General de la Administración en el Gobierno de Carlos
Julio Arosemena.
El testamento
Tenía los pies helados, mientras su cuerpo se quemaba en
ese fuego lento, sin llamas, cuyo resplandor, sin
embargo, lograba ver por momentos, cada vez que abría
los pesados párpados. Los diablos entraban y salían
formando pequeños grupos para observarlo y decir algo
respecto de él. Estaban vestidos como para salir de
fiesta, con las caras pintadas y fumaban, y hablaban con
naturalidad como si nada estuviera ocurriendo, como si a
él no le pasase nada, o como si el asunto no fuera de
importancia. Y no se decidían a actuar, a tomar una
decisión. Simplemente, se movían y saltaban, gozosos de
ver que sus pies permanecían colgados por entre las
nubes pálidas. No le permitían rezar ni invocar a Dios,
porque cada vez que pretendía llamarlo se olvidaba de su
nombre y decía "dio" o "día" o
"diablo" o alguna otra palabra absurda que nada
tenía que ver con el Creador. Blasfemaba en vez de
invocarlo. Y era entonces cuando se reían y se burlaban
de él formando una especie de coro con voces atipladas,
diciéndole: "Viejo cabrón, ¿cuándo te
mueres?". Él les contestaba:
"¡Cállense bellacos!", pero sin la menor
intención de hacerlo, pues solamente lo pensaba. Pero
sus pensamientos se convertían en palabras que le
salían de la boca con un vómito espeso y amarillo que
le mojaba el pecho y olía a infiernos. Entonces lo
dejaban descansar y se alejaban por eternidades,
quedándose él tan solo y abandonado que los llamaba a
gritos para que volviesen. Mas ellos ya estaban danzando
en el salón con el radio a todo volumen y no lo
escuchaban y dejaban que se siguiera consumiendo en ese
fuego cada vez más ardiente, sin cubrirle los pies que
él tenía conciencia de que eran muy blancos y que se
estarían haciendo más transparentes y más hinchados al
congelarse, con las venas varicosas, más azules o más
moradas o negras por la gangrena.
Y la sed lo devoraba, pero no tomaba nada de la gran
paila, porque él sabía muy bien que no era agua, sino
un líquido nauseabundo donde moraban sabandijas y
serpientes venenosas que le sacaban la lengua cada vez
que extendía trabajosamente el cuello para ver el
contenido del recipiente que a veces cambiaba de forma
para engañarlo y se convertía en su bacinilla, pero
enorme y fétida, con los excrementos flotantes en una
orina sanguinolenta.
Y no comprendía cómo era posible que de sus poros no
brotase sudor alguno, un sudor frío que le hubiera
aliviado del sufrimiento de tener que soportar ese calor
imposible, igual al de las profundidades de las cavernas
llenas de escorpiones que ahora le picaban las piernas,
le andaban por la espalda o se le metían en los pulmones
perforándoselos y haciéndole toser.
Entre tanto su mujer croaba, movía las grandes nalgas
cuyo color rojizo recordaba vagamente y gesticulaba, pero
a ella no quería pedirle ayuda porque estaba dentro de
todo eso. Confabulaba infamemente, abusaba de su
impotencia y quería que le mataran, puesto que él
había logrado escucharla, gracias a su oído que se
había afinado tanto, que podía percibirlo todo a
través de las paredes y desde arriba, desde la
inmensidad del espacio, en donde solía flotar con los
pies balanceándose como los de un ahorcado, solitarios
en medio del cosmos y cansados, pies de caminante.
Oía lo que decía de él el doctor con su voz gangosa y
pausada, de sucia importancia (limpiándose los lentes
indispensables para darse tono, viéndolos al trasluz y
examinando sus cristales como si fueran raras piezas
arqueológicas, que luego llevaría hasta su boca para
echarles vaho y volverlos a limpiar delicadamente), que
su agonía iba a prolongarse y que ya poco o nada quedaba
por hacer, pues a un octogenario recién operado de la
próstata, con un corazón debilitado, solo podía darle
vida artificial mediante sueros y oxígeno, hasta que se
extinguiese consumido por las llamas infernales que
pronto vería surgir, pues ahora se daba perfecta cuenta
de que se hallaba ante las puertas del Averno, que por
alguna razón no se abrían de una vez por todas, y a
ello se debía ese calor insufrible.
Y él sin poderles decir que hagan algo, que llamen al
confesor para que lo auxilie e impida que lo arrastren
por esa puerta, la Gran Puerta. Que tengan piedad de él,
cuya muerte esperaban ansiosos, hablando siempre del
testamento con su yerno que gritaba furioso, acusándole
de viejo fanático y miserable y cuya indignación ponía
histéricos a todos, especialmente al abogado, que
afirmaba a gritos que el documento no tenía validez
legal, porque podía probarse que los curas se lo
arrancaron en artículo mortis, aprovechándose villana y
osadamente del cretino del testador y que enjuiciaría a
toda la comunidad barbona y ventruda, ya que sólo un
milagro podía hacer reaccionar al viejo estúpido, para
obligarle a revocar las disposiciones testamentarias
conforme a derecho, aunque el médico no daba esperanza
alguna.
Cuando eso que no eran arañas, sino sombras de brujas
encaramadas en el tumbado, se movían, se arrastraban,
proyectándose a la pálida luz de la lámpara
(aparecían furtivamente con sus grandes patas peludas,
se detenían para mirarlo, movían la cabeza y luego se
cobijaban en la oscuridad) estaban a punto de lanzarse
sobre él, entró su mujer que era un loro -rara avis in
terris- que ella había comprado para atormentar a su
gato llamado Congo, con el que se había retratado
teniéndole en los brazos para mentir a sus amigos que
era un pequeño tigre que cazó en un inexistente e
imposible safari africano, y al que ella odiaba y hacía
picar con el loro, entró y se plantó junto a la cama
para mirar su agonía sonriéndole con el pico siniestro
y moviendo la emplumada cola de lindos colores para que
se la acaricie el joven Patricio -su amante de turno- de
quien ella afirmaba que era un pariente pobre, al que
tenía que proteger para que culminase su carrera, aunque
él sabía muy bien que no era más que un truhán que le
bebía el whisky que la vieja a él le mezquinaba y que
también le fumaba sus cigarrillos, a los que tenía que
esconder tras la maceta donde crecía la gran enredadera
cuyos tentáculos ahora le iban apretando el cuello,
asfixiándolo con calculada lentitud, como si obedecieran
al ritmo del tango que salía de la radio a danzar a los
pies de su cama, con un ser cuadrúpedo y bicéfalo que
formaba dos cuerpos y uno a la vez, contorneándose y
uniendo las horribles bocas de las que salía la canción
que él trataba de recordar porque se la sabía de
memoria, pues era la que su mujer cantaba todos los días
a la hora en que el paisaje se hundía suavemente en un
cielo sin esperanzas, gris y sucio, angustiado.
Su mujer, con una garra de uñas pintadas de rojo, le
tocó la frente y como la garra estaba fría como un
témpano, sintió un gran alivio por unos instantes que
hubiera querido se prolongasen eternamente, aunque el
miedo, más fuerte aún que la necesidad de sentir ese
momentáneo placer, lo impulsaba a tratar de defenderse
metiendo la cabeza calva entre las sábanas. Pero ella,
con una voz insinuante, maliciosamente amable, le
susurró al oído: "Cambia el testamento, querido,
Dios te ha de recompensar".
Era la primera vez que escuchaba la palabra Dios y
sintió una gran ansiedad, porque le parecía que Él
podía estar cercano, dispuesto a cambiar su terrible
designio, deseoso de salvarlo de la condenación eterna y
con un tremendo esfuerzo quería decirle sí a su mujer,
moviendo la cabeza de arriba abajo; mas, con
desesperación sentía que ésta se movía de derecha a
izquierda en signo negativo, sin que él pudiese
controlarla, ni detener ese absurdo balanceo convulsivo e
insistente. Su mujer dio un grito y arrancado el
crucifijo de la cabecera de su lecho, comenzó a llorar y
a apartarse de él, luego de haberle quitado para siempre
la protección Divina, dejándolo inerme, alejado del
Salvador y en medio de demonios danzantes.
Además, lo acusaba con la mirada (sólo con la mirada
llena de rencor), de viejo curuchupa, mendaz y fetichista
que pretendía tener cercano el rostro del Señor para
justificar así sus puercos vicios, sus crueldades y
avaricia.
¡Oh pecador!, dueño de esa casa maldita donde nunca
hubo más que rencor, lascivia y amor incestuoso entre
ella (la adúltera), que lo traicionaba con el joven
Patricio y con su yerno, con el diputado con nombre de
pájaro, con aquel capitán de bigotillo negro y caderas
de mujer, con el abogado joven número uno y el joven
número dos, abogado, que ahora estaba empeñado en
modificar su testamento. Mucho de todo esto ocurrió
antes, quizá veinte años antes del infierno presente e
intangible, al que se estaba acercando poco a poco,
navegado como en un mar oscuro donde los allí presentes
halaban una cuerda cuyo lazo iba apretando su cuello
lenta, pausadamente, produciéndole un dolor insoportable
en la garganta y en el pecho, mientras sus pies flotaban
más fríos que nunca en el espacio.