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Víctor Montoya

Víctor Montoya (La Paz, Bolivia, 1958). Escritor, periodista cultural y pedagogo. En 1976, como consecuencia de sus actividades políticas, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en el campo de concentración de Viacha, escribió su libro de testimonio "Huelga y represión", hasta que en 1977, tras ser liberado de la prisión por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Sucia.

Egresado del Instituto Normal Superior de Estocolmo, en cuya Institución Pedagógica cursó estudios de especialización. Coordinó proyectos culturales en una biblioteca municipal, dirigió Talleres de Literatura y ejerció la docencia durante varios años.

Ha publicado: "Huelga y represión" (1979), "Días y noches de angustia" (1982), "Cuentos Violentos" (1991), "El laberinto del pecado" (1993), "El eco de la conciencia" (1994), "Antología del cuento latinoamericano en Suecia" (1995), "Palabra encendida" (1996), "Cuentos de la mina" (2000), "Entre tumbas y pesadillas" (2002), "Fugas y socavones" (2002) y "Literatura Infantil: Lenguaje y Fantasía" (2003).

Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN Club Internacional. Dirigió las revistas literarias "PuertAbierta" y "Contraluz". Su obra mereció premios y becas literarias. Tienes cuentos traducios y publicados en antologías internacionales. Actualmente escribe para diversas publicaciones en América Latina, Estados Unidos y Europa.

 


El Tío en el sueño

 

Los amigos me han preguntado el porqué me dejo dominar con el Tío*, un ser que tiene más atributos de demonio que actitudes de buen tipo. Yo, siempre que puedo, me hago el desentendido y les contestó con un simple “no sé”, aunque lo cierto es que este personaje, cuya vida está rodeada de fabulaciones, es un fetiche de alto vuelo, pues asume una postura profana ante lo sagrado y es un espíritu capaz de alojarse en el cuerpo de cualquiera. Pero algo más, del Tío aprendí que mis grandezas y miserias pueden convivir en matrimonio, y que la vida es tan corta y el oficio de vivirla es tan difícil, que uno se muere antes de aprender a vivirla como Dios manda.

Sin embargo, a pesar de profesarle respeto y rendirle culto, no estoy libre de sus bromas ni del susto que me causa mientras menos me lo espero. Así me pasó la otra noche, cuando al término de una conversación amena, acompañada con comidas y bebidas típicas de la tierra andina, me quedé a dormir en la casa de mis padres.

Pasada la media noche, en el remanso del sueño, me vi ingresando a la mina. Era la última quincena del mes de febrero, mes del diablo, y los trabajadores de la sección Lagunas, en su afán de cumplir con los rigores de una antigua tradición minera, se aprestaban a ch’allarle a la Pachamama, rociándole aguardiente y ofrendándole hojas de coca, en señal de gratitud por sus dádivas y bondades.

En el sueño me vi chango, de no más de diez años de edad. Estaba disfrazado de minero y cargaba una bolsa de yute en la espalda; tenía guardatojo, overol y botas de goma. Lo raro es que, a pesar de vivir desde hace años en Suecia, no he logrado liberarme de la presencia omnipotente del Tío ni de las escenas trágicas que contemplé en los centros mineros, donde las discriminaciones sociales y raciales, entre los pocos que tenían mucho y los muchos que tenían poco, estaban marcadas desde la cuna hasta la tumba. ¡Pucha, caray! Eran pobres, los pobres mineros.

Volviendo otra vez al sueño, les cuento que cuando los trabajadores empezaron la ceremonia, ch’allándole a la Pachamama y rindiéndole culto al Tío, a quien, por esas trampitas que nos tiende el sueño, no lo podía ver porque estaba en un paraje oscuro, se escucharon ruidos fuertes a lo lejos, como ecos que nacían en las entrañas del cerro.

Los trabajadores, murmurando entre dientes, mascaban coca y pitaban cigarrillos, mientras yo arrojaba puñados de la hoja sagrada en derredor y rociaba aguardiente entre las rocas.

Al poco rato, los trabajadores, como arrebatados por una fuerza indómita, fueron desapareciendo de la galería uno a uno, llevándose la luz de sus lámparas y dejándome solo en la impenetrable oscuridad. Me entró el pánico y las lágrimas asomaron a mis ojos. Me moví de un lado a otro, tanteando con los pies y las manos, pero donde daba un paso, no encontraba más que rocas erigidas como muros. Así que, sin encontrar salida alguna y con los pantalones mojados por el miedo, decidí sentarme en el mismo lugar, a la espera de que alguien diera con mi paradero.

Pasó un tiempo, mucho tiempo, no sé precisar cuánto, hasta que de pronto, tan-tan-tan, escuché un ruido que parecía acercarse desde el fondo de la mina. Ahí nomás se hizo el silencio y el Tío apareció plantado a mis espaldas, iluminándome con la luz de sus ojos y pidiéndome coca y alcohol.

No alcancé a mirarlo entero, pero me incorporé en un santiamén. No supe qué hacer ni qué decir. Se me estremeció el cuerpo de sólo escuchar su voz, casi semejante al rebuzno de un asno. Me cubrí la cara con las manos y rompí a llorar como guagua destetada.

El Tío, que lucía su traje de Lucifer, se encendió como lámpara, iluminando la galería de tope a tope. Su aspecto era tremendo, como el de los monstruos que son bellos siendo feos. Lo miré por entre los dedos de la mano y, para mi asombro, comprobé que estaba hecho de roca y de fuego. En eso apareció un minero. No sé de dónde salió, pero tendió un aguayo delante del Tío, ofreciéndole coca, cigarrillos y alcohol.

El Tío vació la botella de un sorbo, se metió un puñado de hojas de coca en la boca y encendió el cigarrillo con el cigarrillo del minero. Después, sin gestos ni palabras, se retiró a paso lento, mientras una tos seca golpeaba en el aire y la gotera de la galería caía tic-tic-tic sobre la roca.

“¡Tío, gramputa! ¡Me has asustado!...”, me dije por dentro, sin parar de llorar a moco tendido, con el alma todavía mordida por el miedo.

Cuando desperté del sueño, con el cuerpo empapado en sudor y los ojos navegando en lágrimas, tuve la extraña sensación de que el Tío, quien me asustó queriendo sin quererlo, se instaló en mi vida desde el primer día en que lo vi en la mina de Siglo XX, sentado en su trono cual soberano de las tinieblas y dueño absoluto de las riquezas minerales. Y, aunque tenía ganas de maldecir mi suerte por haberlo conocido y por haberlo traído a Suecia, me quedé callado en siete lenguas y traté de mantener la calma, pues sabía que el Tío, con o sin mi consentimiento, estaba dispuesto a seguirme de cerca, muy de cerca, en las buenas y en las malas, hasta la hora de mi muerte.

* Dios y diablo. Los mineros lo veneran y le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, alcohol, cigarrillos y otros.

 


 


El niño que nos habita

 

"Desde adentro, desde adentro / Desde el fondo de un abismo / Viene corriendo a mi encuentro / Un niño que soy yo mismo...". Esta poesía de Oscar Alfaro es un auténtico "Viaje al pasado", a esa infancia que es una joya que debemos guardar celosamente y no perderla nunca, pues ese niño que habita en nuestro fuero interno, manteniéndose latente y negándose a morir, se manifiesta de manera espontánea cuando la lógica del razonamiento adulto es vencida por la fuerza del subconsciente, donde gobierna ese niño que constituye el cimiento sobre el cual edificamos nuestra personalidad. No en vano el sabio proverbio inglés advierte: "El niño es el padre del hombre".

Por eso mismo, me llaman la atención los versos de añoranza de Pablo Neruda, quien, con su mirada de infancia, irremediablemente perdida, dice: "...Y a veces recordamos / al que vivió en nosotros/ y le pedimos algo, tal vez que nos recuerde/ que sepa por lo menos que fuimos él / que hablamos con su lengua / pero desde las horas consumidas / aquél nos mira y no nos reconoce...". Es decir, El niño perdido de Pablo Neruda, además de causarme angustia, me provoca una rara sensación de algo que no quisiera experimentar en carne propia, pues lo que yo quiero, sin vacilar un instante, es que mi niño me acompañe hasta la muerte, y no porque tenga miedo a hacerme viejo, ni llevar a cuestas el peso de la experiencia y la apariencia física, sino, sencillamente, porque así me siento entero, con el anverso y el reverso de mi vida y de mi tiempo.

Ser viejo en lo físico no es lo mismo que ser viejo en lo psíquico. Einstein, por ejemplo, tenía el pelo blanco, pero era un niño por dentro; era sabio, pero tenía el corazón y la imaginación de un genio de quince años, aunque a la edad de los 25 se situó en la fila de los titanes del pensamiento humano, como Copérnico o Newton, tras haber descubierto la relatividad del tiempo, de nuestro tiempo. Por lo tanto, debo constatar que no soy el único adulto que posee alma de niño, sino un adulto más en quien perdura el peso de la infancia, con una pureza similar a la leche de la bondad humana.

Si todavía no se pusieron a pensar, valga recordarles que las obras de los poetas, músicos, pintores y científicos, nacen del juego de ese niño eterno que se esconde dentro de ellos; de ese niño que nunca pierde la capacidad de entusiasmarse, preguntarse o maravillarse. De no estar presente ese niño juguetón en cada artista, en cada uno de nosotros, sería más grave la vida y menos llevadera la existencia. Por suerte, la fantasía de un niño se prolonga hasta la edad adulta, aunque éste no lo reconozca por temor a perder su autoridad de adulto.

Sigmund Freud, en su estudio sobre el poeta y la fantasía, se preguntaba: "¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética?". Sin duda, la preocupación favorita e intensa del niño es el juego, actividad lúdica a través de la cual se conduce como un poeta, creándose un mundo propio o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. "El poeta hace lo mismo que el niño que juega -dice el padre del psicoanálisis-: crea un mundo fantástico y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad". Incluso el hombre que cree haber dejado de ser niño y haber dejado de jugar, no hace más que prescindir de todo apoyo en objetos reales y, en lugar de jugar, fantasea. Hace castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños diurnos, aunque a veces se avergüenza y oculta sus fantasías a los demás. Con todo, si el poeta, al igual que el niño, es un hombre que sueña despierto, entonces la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustituto de los juegos infantiles, así como los instintos insatisfechos son la fuerza impulsora de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfecha.

Sin la fantasía no seríamos lo que somos ni tendríamos lo que tenemos. Gracias al poder de la fantasía, incubada desde la infancia y desde la noche de los tiempos, se han creado los instrumentos de los que la humanidad dispone en la actualidad. Sin la fantasía no hubiera existido un Leonardo de Vinci ni un Julio Verne, ese científico apresurado que, en su vida y en su obra, fue un niño-viejo, como lo fue Jonathan Swift en los Viajes de Gulliver, J.R.R.Tolkien en la fantástica epopeya sobre El señor de los anillos y Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas. También Michael Ende -otro de mis escritores favoritos- reivindicó la infancia como la etapa más noble del ser humano, una etapa mágica en la que todo es posible, incluso escribir la Historia interminable, una larga correría por la fantasía, sin saber luego cómo salir de ella para retornar a la realidad externa, donde muchos viven atrapados entre las redes de un mundo lógico y enteramente racional. Él mismo, con su aspecto de científico bueno y la pipa en los labios, manifestó: "Desde la escuela han hecho sentirme diferente, éste es un mundo en el que no se ama a los soñadores. Pero, por otra parte, nunca creí que los otros fueran como se comportaban. Siempre he pensado que en el fondo, los otros son como yo, sólo que no lo saben". Otro niño-viejo fue James M. Barrie, el periodista escocés y aspirante a escritor, quien creó un personaje universal llamado Peter Pan, el niño eterno que se negó a crecer.

Sin embargo, así como los adultos se empeñan en hacerse mayores y en esconder el Peter Pan que los habita, yo me empeñé en estrangular al niño que llevo en mi interior, sin entender que él también tenía derecho a vivir como el adulto que intentó desalojarlo. Pero fue una misión imposible, porque el niño que me habita se armó de coraje y, al igual que Peter Pan -el pequeño héroe que podía volar como un pájaro y resistir los embates del temible capitán Hook-, decidió enfrentarse a mi ser adulto y defender el lugar que le corresponde en mi vida.

Desde entonces me ha sido más fácil identificarme con los personajes del maravilloso mundo de la literatura infantil, con Pulgarcito de Charles Perrault, El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, Nalle Puh de Alan Alexander Milne y Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren, cuyas aventuras de desobediencia y desacato a la autoridad de los adultos me fascinan de manera especial, puesto que la picardía del Lazarillo de Tormes, la ternura de Mary Poppins y las aventuras de Peter Pan, son elementos integrantes de la fantasía tanto de los niños como de los adultos, así éstos últimos se nieguen a reconocerlo porque han olvidado su infancia o porque se hacen de ella una idea casi artificial, como cuando se niega obstinadamente la conocida frase de Nietzsche: "En aquel hombre hay oculto un niño que quiere jugar".

Ya dije que, por mucho tiempo, negué al niño que habita en mí. Es decir, había domesticado y reprimido mi fantasía, había supeditado mi mundo interior al exterior, hasta que un día, por esos azares que no se pueden contar, lo fantástico encontró la manera de vengarse y de emerger, como ese actor frustrado que por mucho tiempo permaneció maniatado en las catacumbas del subconsciente. De ese desfogue nació el escritor que me tomó la delantera, consciente de que uno de los grandes filones de la literatura es la historia protagonizada por los niños insatisfechos, quienes buscan refugio en la fantasía para escapar de una realidad insoportable, hostil o, simple y llanamente, aburrida. Quizás por eso, los niños de mis cuentos suelen ser imaginativos y solitarios, que a veces hablan poco y lloran sus penas en secreto, niños que viven una doble vida: la cotidiana y la de su propio mundo fantástico.

 

© 2002 Víctor Montoya

 

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