Por ciudad estelar entendemos la Vía Láctea, de la cual forma parte nuestro Sol y que no es sino, como han revelado el estudio de las radiaciones hertzianas, una galaxia del tipo espiral normal con un diámetro aproximado de 100.000 años luz, con un grosor, en el núcleo de 20 000 años-luz y que acoge en su interior un número de estrellas próximo a los 200.000 millones. Unas estrellas se hallan aisladas en el espacio, como la nuestra, pero otras están alojadas en sistemas estelares múltiples que pueden tener dos o más componentes (caso de Sirius, Rigel y Polaris).

A simple vista por la noche, podemos distinguir en el firmamento nuestra galaxia. Una buena forma de tener noción de la misma se consigue dirigiendo nuestra atención al gran trazo blanquecino que forman las nubes de estrellas de nuestra galaxia, en especial a las regiones ocupadas por las constelaciones Sagitario, Escorpión y Ofiuco en el hemisferio norte, en verano. De hecho durante julio y agosto la Vía Láctea nos enseña sus grandes contrastes en el firmamento. En esta zona observaremos como la bóveda del cielo es cruzada de horizonte a horizonte por una franja blanquecina de gran grosor. Esta franja representa la zona más densa de nuestra galaxia, la Vía Láctea, las regiones más próximas al núcleo. Por el contrario, en invierno, la Vía Láctea es poco perceptible debido a que estamos mirando en sentido opuesto, hacia fuera. Lo contrario sucede en el hemisferio sur.

Si observamos lentamente con unos prismáticos las zonas más densas de la Vía Láctea, el espectáculo es magnífico. Resulta totalmente imposible contar las estrellas visibles, tanto por su elevado número como por hacerse progresivamente imperceptibles a medida que se ven las más débiles. Sus diferencias de brillo denotan un extraordinario efecto de relieve que puede ser sólo aparente pero que, en todo caso, ofrece una manifiesta sensación de profundidad. Entre las estrellas aisladas surgen conglomerados o cúmulos abiertos, que son formaciones físicas de estrellas cuyo nacimiento fue común, y nubes de polvo y gas, brillantes y amorfas, las primeras distribuidas como nebulosidades y las segundas, oscuras, ofreciendo la apariencia de “agujeros”.

Pero si excluimos, las galaxias, las nebulosas y los cúmulos, casi todos los cuerpos que vemos en el cielo forman parte de la Vía Láctea.

Dentro de nuestra galaxia y como punto de referencia para nosotros se encuentra el Sol. El Sol no es más que una estrella ordinaria, una enana amarilla, que en absoluto destaca entre las que llenan la Vía Láctea. Es, por lo tanto, una estrella como las demás, sin diferencia física alguna con los pequeños puntos que vemos en el firmamento por la noche. En todo caso, su diferenciación viene dada por las distancias: mientras la luz del Sol emplea 8 minutos en llegar a la Tierra, la de la estrella más próxima, emplea 4,3 años, lo que es causa de que, siendo la más próxima, la percibamos en forma de un pequeñísimo punto.

Asimismo nuestra estrella, configura el núcleo de lo que denominamos como Sistema Solar que dentro de la Vía Láctea se halla en una zona intermedia entre los brazos exteriores y el centro galáctico, aproximadamente a unos 33.000 años-luz. Asimismo toda la familia solar gira alrededor de dicho centro transcurriendo 255 millones de años para describir una rotación.

 

La Vía Láctea

 

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