Proyectos de modernidad en América Latina
 

Jesús Martín-Barbero*

El debate sobre la modernidad nos concierne, porque a su modo habla de nuestras crisis, contiene a América Latina: la “resistencia” de sus tradiciones y la contemporaneidad de sus “atrasos”, las contradicciones de su modernización y las ambigüedades de su desarrollo, lo temprano de su modernismo y lo tardío y heterogéneo de su modernidad.

 

 

 

La idea del paso lineal de las tradiciones a la modernidad es sustituida por la afirmación de que la modernidad se define por la diversidad y multiplicación de las alternativas, la capacidad de asociar pasado y porvenir. Hay un cambio total de perspectiva: se consideraba que el mundo moderno estaba unificado mientras la sociedad tradicional estaba fragmentada; hoy por el contrario la modernización parece llevarnos de lo homogéneo a lo heterogéneo.

Alain Touraine


Abstraer la modernización de su contexto de origen no es sino un reconocimiento de que los procesos que la conforman han perdido su centro para desplegarse por el mundo al ritmo de formación de los capitales, la internacionalización de los mercados, la difusión de los conocimientos y las tecnologías, la globalización de los medios de comunicación masiva, la extensión de la enseñanza escolarizada, la vertiginosa circulación de las modas y la universalización de ciertos patrones de consumo.

Joaquín J. Brunner

 

Aunque nuestra crisis parecería estar más ligada a la deuda —y por lo tanto a las contradicciones de la modernización que diseñan empresarios y políticos— que a la duda sobre la modernidad que padecen intelectuales, filósofos y científicos en Europa y Estados Unidos, las crisis se entrelazan y sus discursos se complementan. Pensar la deuda nos está exigiendo entonces hacernos cargo de la duda, única forma de pensar para nuestros países un proyecto en el que la modernización económica y tecnológica no imposibilite o suplante la modernidad política y cultural. Pues de eso, de la escisión entre razón y liberación, de la transformación de la racionalidad ilustrada en “arsenal instrumental del poder y la dominación”1 tenemos en América Latina una larga experiencia. Mucho antes de que los de Frankfurt tematizaran el concepto de “razón instrumental” nuestros países tuvieron la experiencia de la instrumentalización, de una modernización cuya racionalidad, al presentarse como incompatible con la razón histórica de estos países, legitimó la voracidad del capital y la implantación de una economía que tornó irracional toda diferencia que no fuera incorporable al “desarrollo”, esto es recuperable por la lógica instrumental.

          El debate a la modernidad nos concierne, porque a su modo —al replantear aquel sentido del progreso que hizo imposible percibir la pluralidad y discontinuidad de temporalidades que atraviesan nuestra modernidad, la larga duración de estratos profundos de la memoria colectiva “sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido social que la propia aceleración modernizadora comporta”—2 habla de nuestras crisis, contiene a América Latina: la “resistencia” de sus tradiciones y la contemporaneidad de sus “atrasos”, las contradicciones de su modernización y las ambigüedades de su desarrollo, lo temprano de su modernismo y lo tardío y heterogéneo de su modernidad. Ese debate se ha constituido además en escenario del reencuentro de las ciencias sociales con la reflexión filosófica y de ésta con la experiencia cotidiana: esa que tanto o más que la crisis de los paradigmas nos está exigiendo cambiar no sólo los esquemas sino las preguntas. 

NUESTRO MALESTAR EN LA MODERNIDAD 

A Latinoamérica —orilla geográfica ubicada en el borde desvalido, no garantizado de los pactos hegemónicos— le sirve el cuestionamiento postmoderno a las jerarquías centradas de la razón universal. La postmodernidad desorganiza y reorganiza la procesualidad de las fases: tradición y modernidad dejan de contraponerse bajo el signo del antagonismo entre lo viejo (repetición) y lo nuevo (transformación). Según esto la modernidad no vino aquí a sustituir la tradición sino a entremezclarse con ella en una revoltura de signos que juntan atraso y avance, oralidad y telecomunicación, folclor e industria, mito e ideología, rito y simulacro.

Nelly Richard

Modernidad plural o mejor modernidades: he ahí un enunciado que introduce en el debate una torsión irresistible, una dislocación inaceptable incluso para los más radicales de los postmodernos. Pues pensar la crisis de la modernidad desde Latinoamérica tiene como condición primera el arrancarnos a aquella lógica según la cual nuestras sociedades son irremediablemente exteriores al proceso de la modernidad y su modernidad sólo puede ser deformación y degradación de la verdadera. Romper esa lógica implica preguntar si la incapacidad de reconocerse en las alteridades que la resisten desde dentro no forma parte de la crisis que atraviesan los países del centro. Y sólo pensable desde la periferia en cuanto quiebre del proyecto de universalidad, en cuanto diferencia que no puede ser disuelta ni expulsada, que es lo que especifica más profundamente la heterogeneidad de América Latina: su modo descentrado, desviado de inclusión en y de apropiación de la modernidad. Pensar la crisis traduce así para nosotros la tarea de dar cuenta de nuestro particular malestar en/con la modernidad.3 Ese que no es pensable ni desde el inacabamiento del proyecto moderno que reflexiona Habermas, pues ahí la herencia ilustrada es restringida a lo que tiene de emancipadora dejando fuera lo que en ese proyecto racionaliza el dominio y su expansión; ni desde el reconocimiento que de la diferencia hace la reflexión postmoderna pues en ella la diversidad tiende a confundirse con la fragmentación, que es lo contrario de la interacción en que se teje y sostiene la pluralidad.

          El malestar con la modernidad remite a las “optimizadas imágenes” que del proceso modernizador europeo han construido los latinoamericanos, y cuyo origen se halla en la tendencia a definir la diferencia latinoamericana en términos del “desplazamiento paródico” de un modelo europeo configurado por un alto grado de pureza y homogeneidad, esto es como “efecto de la parodia de una plenitud”.4 En la superación de esas imágenes va a jugar un papel decisivo la nueva visión que del proceso modernizador están elaborando los historiadores europeos, y según la cual la modernidad no fue tampoco en Europa un proceso unitario, integrado y coherente sino híbrido y disparejo, que se produce en “el espacio comprendido entre un pasado clásico todavía usable, un presente técnico todavía indeterminado y un futuro político todavía imprevisible. O dicho de otra manera en la intersección entre un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y un movimiento obrero semiemergente o semiinsurgente”.5 Lo que nos coloca ante la necesidad de “entender la sinuosa modernidad latinoamericana repensando los modernismos como intentos de intervenir en el cruce de un orden dominante semioligárquico, una economía capitalista semiindustrializada y movimientos sociales semitransformadores”.6 La modernidad no es entonces el lineal e ineluctable resultado en la cultura de la modernización socioeconómica sino el entretejido de múltiples temporalidades y mediaciones sociales, técnicas, políticas y culturales.7 Y los modelos populista y desarrollista, no pueden seguirse erigiendo sobre la pretendidamente irreconciliable oposición entre tradición y modernidad, ya sea por la vía de una modernización entendida como definitiva “superación del atraso” o por la del “retorno a las raíces” que convertiría a la modernidad en mero simulacro.8

En América Latina el proceso de modernización estuvo ligado en sus comienzos, años 20-50, a la adecuación de las economías de los países latinoamericanos a las exigencias del mercado mundial, adecuación que a su vez se produce mediante la sustitución de importaciones sólo posible en base a la organización de mercados nacionales. El concepto de modernización que sostiene el proyecto de construcción de naciones modernas9 en los años 30 articula un movimiento económico —entrada de las economías nacionales a formar parte del mercado internacional— a un proyecto claramente político: constituirlas en naciones mediante la creación de una cultura nacional,10 cuyo nuevo sujeto social serán las masas urbanas, ya que esas masas son el contenido de lo nacional.11 La visibilidad de las masas urbanas reside en la presión de sus demandas: lo que ha sido privilegio de unas minorías en el plano del hábitat o de la educación, de la salud o la diversión, es ahora reclamado como derecho de las mayorías, de todos y cualquiera. Y no es posible hacer efectivo ese derecho al trabajo, a la salud o a la educación sin masificarlos, esto es sin hacer estallar la vieja configuración estamentaria de la sociedad y del Estado. Masificar es en ese momento darle acceso social a las masas, responder a sus demandas. Y es justamente a esas nuevas demandas sociales a las que tratará de dar forma y sentido el proyecto nacional-popular12 de Cárdenas en México, de Getulio Vargas en Brasil y de Perón en Argentina. La idea que orienta en Latinoamérica el segundo proyecto moderno, años 60-70, es la de desarrollo.13 Si la idea de modernización vehiculaba un proyecto eminentemente político, la de desarrollo plasmará sobre todo un proyecto económico: la de un crecimiento a cuyo servicio estarán las reformas del Estado y de la sociedad. A finales de los años 50 el proyecto populista ha hecho crisis: la radicalidad de las demandas sociales exigía su transformación en uno revolucionario y al no poder seguir vivo sin radicalizarse el populismo agota su propuesta. En su reemplazo aparece otra, la desarrollista, aquélla según la cual si estos países son pobres no es por falta de justicia social sino porque no producen. Para poder repartir —justicia— hay primero que producir. Lo que coloca a la democracia política en situación subsidiaria por relación al crecimiento económico.14 El desarrollismo nos dirá que ya está bien de reformas sociales y lo que necesitamos es pasar de una concepción política a una visión técnica de los problemas y las soluciones.

          El proceso más vasto y denso de modernización en América Latina va a tener lugar a partir de los años cincuenta y sesenta, y se hallará vinculado decisivamente al desarrollo de las industrias culturales. Son los años de la diversificación y afianzamiento del crecimiento económico, la consolidación de la expansión urbana, la ampliación sin precedentes de la matrícula escolar y la reducción del analfabetismo. Y junto a ello, acompañando y moldeando ese desarrollo, se producirá la expansión de los medios masivos y la conformación del mercado cultural. Según J. J. Brunner es sólo a partir de ese cruce de procesos que puede hablarse de modernidad en estos países. Pues más que como experiencia intelectual ligada a los principios de la ilustración15 la modernidad en América Latina se realiza en el descentramiento de las fuentes de producción de la cultura desde la comunidad a los “aparatos” especializados, en la sustitución de las formas de vida elaboradas y transmitidas tradicionalmente por estilos de vida conformados desde el consumo, en la secularización e internacionalización de los mundos simbólicos, en la fragmentación de las comunidades y su conversión en públicos segmentados por el mercado. Procesos todos ellos que si en algunos aspectos arrancan desde el comienzo del siglo no alcanzarán su visibilidad verdaderamente social sino cuando la educación se vuelve masiva llevando la disciplina escolar a la mayoría de la población, y cuando la cultura logra su diferenciación y autonomización de los otros órdenes sociales a través de la profesionalización general de los productores y la segmentación de los consumidores. Y ello sucede, a su vez, cuando el Estado no puede ya ordenar ni movilizar el campo cultural debiendo limitarse a asegurar la autonomía del campo, la libertad de sus actores y las oportunidades de acceso a los diversos grupos sociales dejándole al mercado la coordinación y dinamización de ese campo. La modernidad entre nosotros acaba siendo “una experiencia compartida de las diferencias pero dentro de una matriz común proporcionada por la escolarización, la comunicación televisiva, el consumo continuo de información y la necesidad de vivir conectado en la ciudad de los signos”.16

          De esa modernidad no parecen haberse enterado ni hecho cargo las políticas culturales ocupadas en buscar raíces y conservar autenticidades, o en denunciar la decadencia del arte y la confusión cultural. Y no es extraño, pues la experiencia de modernidad a la que se incorporan las mayorías latinoamericanas se halla tan alejada de las preocupaciones “conservadoras” de los tradicionalistas como de los experimentalismos de las vanguardias. Postmoderna a su modo, esa modernidad se realiza efectuando fuertes desplazamientos sobre los compartimentos y exclusiones que durante más de un siglo instituyeron aquellos, generando hibridaciones entre lo autóctono y lo extranjero, lo popular y lo culto, lo tradicional y lo moderno. Categorías y demarcaciones todas ellas que se han vuelto incapaces de dar cuenta de la trama que dinamiza el mundo cultural, del movimiento de integración y diferenciación que viven nuestras sociedades;  

La modernización reubica el arte y el folclor, el saber académico y la cultura industrializada, bajo condiciones relativamente semejantes. El trabajo del artista y del artesano se aproximan cuando cada uno experimenta que el orden simbólico específico en que se nutría es redefinido por la lógica del mercado. Cada vez pueden sustraerse menos a la información y a la iconografía modernas, al desencantamiento de sus mundos autocentrados y al reencantamiento que propicia la espectacularización de los medios.17 

Las experiencias culturales han dejado de corresponder lineal y excluyentemente a los ámbitos y repertorios de las etnias o las clases sociales. Hay un tradicionalismo de las elites letradas que nada tiene que ver con el de los sectores populares y un modernismo en el que “se encuentran” —convocadas por los gustos que moldean las industrias culturales— buena parte de las clases altas y medias con la mayoría de las clases populares.

Pensar la modernidad en América Latina, y especialmente su crisis, nos está exigiendo pensar juntos la innovación y la resistencia, la continuidad y las rupturas, el desfase en el ritmo de las diferentes dimensiones del cambio y la contradicción no sólo entre distintos ámbitos sino entre diversos planos de un mismo ámbito, contradicciones en la economía o la cultura. Hablar de seudo modernidad u oponer modernidad a modernización en estos países nos está impidiendo comprender la especificidad de los procesos y la peculiaridad de los ritmos en que se produce la modernidad de estos pueblos, que acaban así vistos como meros reproductores y deformadores de la modernidad-modelo que otros, los países del centro elaboraron. No será extraño entonces que ante las demarcaciones trazadas por las disciplinas o las posiciones académicas y políticas sean intelectuales, escritores no adscribibles a esas demarcaciones, los que mejor perciban las hibridaciones de que está hecha nuestra modernidad. Un ejemplo de esa nueva percepción se halla en la reflexión del colombiano F. Cruz Kronfly

En nuestras barriadas populares urbanas tenemos camadas enteras de jóvenes, incluso adultos cuyas cabezas dan cabida a la magia y a la hechicería, a las culpas cristianas y a su intolerancia piadosa, lo mismo que al mesianismo y el dogma estrecho e hirsuto, a utópicos sueños de igualdad y libertad, indiscutibles y legítimos, así como a sensaciones de vacío, ausencia de ideologías totalizadoras, fragmentación de la vida y tiranía de la imagen fugaz y el sonido musical como lenguaje único de fondo.18 

LA HÍBRIDA MULTICULTURALIDAD LATINOAMERICANA

La cuestión cultural emerge hoy como clave insoslayable de comprensión de las involuciones que sufre el desarrollo en los países del llamado Tercer Mundo y de lo mentiroso de las pasividades atribuidas a las colectividades por los salvadores de turno. Cuestión crucial, pues o las construcciones identitarias son asumidas como dimensiones constitutivas de los modelos y procesos del desarrollo de los pueblos o las identidades culturales tenderán a atrincherarse colocándose en una posición de antimodernidad a ultranza, con el consiguiente reflotamiento de los particularismos, los fundamentalismos étnicos y raciales. Pues si lo que constituye la fuerza del desarrollo es la capacidad de las sociedades de actuar sobre sí mismas y de modificar el curso de los acontecimientos y los procesos, la forma globalizada que hoy asume la modernización choca y exacerba las identidades generando tendencias fundamentalistas frente a las cuales es necesaria una nueva conciencia de identidad cultural “no estática ni dogmática, que asuma su continua transformación y su historicidad como parte de la construcción de una modernidad sustantiva”,19 esto es de una nueva concepción de modernidad que supere su identificación con la racionalidad puramente instrumental a la vez que revalorice su impulso hacia la universalidad como contrapeso a los particularismos y los guetos culturales.

Hasta no hace muchos años el mapa cultural de nuestros países era el de miles de comunidades culturalmente homogéneas, fuertemente homogéneas pero aisladas, dispersas, casi incomunicadas entre sí y muy débilmente vinculadas a la nación. Hoy el mapa es otro: América Latina vive un desplazamiento del peso poblacional del campo a la ciudad que no es meramente cuantitativo —en menos de cuarenta años el 70% que antes habitaba el campo está hoy en ciudades— sino el indicio de la aparición de una trama cultural urbana heterogénea, esto es formada por una densa multiculturalidad que es heterogeneidad de formas de vivir y de pensar, de estructuras del sentir y de narrar, pero muy fuertemente comunicada, al menos en el sentido de la exposición de cada cultura a todas las demás. Se trata de una multiculturalidad que desafía nuestras nociones de cultura y de nación, los marcos de referencia y comprensión forjados sobre la base de identidades nítidas, de arraigos fuertes y deslindes claros. Pues nuestros países son hoy el ambiguo y opaco escenario de algo no representable ni desde la diferencia excluyente y excluida de lo étnico-autóctono, ni desde la inclusión uniformante y disolvente de lo moderno.20

También hasta hace poco creíamos saber con certeza de qué estábamos hablando cuando nombrábamos dicotómicamente lo tradicional y lo moderno, pues mientras la antropología tenia su cargo las culturas primitivas, la sociología se encargaba de las modernas. Lo que implicó dos opuestas ideas de cultura: si para los antropólogos cultura es todo, pues en el magma primordial que habitan los primitivos tan cultura es el hacha como el mito, la maloca como las relaciones de parentesco, el repertorio de las plantas medicinales o el de las danzas rituales; para los sociólogos por el contrario, cultura es sólo un especial tipo de actividades y de objetos, de productos y prácticas, casi todos pertenecientes al canon de las artes y las letras. Pero en la tardo-modernidad que ahora habitamos, la separación que instauraba aquella doble idea de cultura se ve emborronada, de una parte por el movimiento creciente de especialización comunicativa de lo cultural, ahora “organizado en un sistema de máquinas productoras de bienes simbólicos que son transmitidos a sus públicos consumidores”:21 es lo que hace la escuela con sus alumnos, la prensa con sus lectores, la televisión con sus audiencias y hasta las iglesia con sus fieles. Al mismo tiempo la cultura vive otro movimiento radicalmente opuesto: se trata de un movimiento de antropologización, mediante el cual la vida social toda deviene, se convierte en cultura. Hoy son sujeto/objeto de cultura tanto el arte como la salud, el trabajo como la violencia, y también hay cultura política, y del narcotráfico, cultura organizacional y cultura urbana, juvenil, de género, profesional, audiovisual, científica, tecnológica, etcétera.

Algo parecido nos pasa con la dicotomía entre lo rural y lo urbano, pues lo urbano era lo contrario de lo rural. Hoy esa dicotomía se está viendo disuelta no sólo en el discurso del análisis sino en la experiencia social misma por los procesos de desterritorialización e hibridaciones que ella atraviesa. Lo urbano no se identifica ya hoy únicamente con lo que atañe a la ciudad22 sino que permea con mayor o menor intensidad el mundo campesino pues urbano es el movimiento que inserta lo local en lo global, ya sea por la acción de la economía o de los medios masivos de comunicación. Aun las culturas más fuertemente locales atraviesan cambios que afectan a los modos de experimentar la pertenencia al territorio y las formas de vivir la identidad. Se trata de los mismos movimientos que desplazan las antiguas fronteras entre lo tradicional y lo moderno, lo popular y lo masivo, lo local y lo global. Esos cambios y movimientos resultan hoy cruciales para comprender cómo sobreviven, se deshacen y recrean las comunidades tradicionales, las nacionales y las urbanas.

 Vigencia y reconfiguraciones en las comunidades tradicionales

 Al disecar la imagen del indígena aparece el rostro del mestizo, pues los indios de las fotografías no sólo nos miran como ciegos también están mudos. Aunque vivimos rodeados de imaginería prehispánica nuestra cultura no tiene oídos para lenguas aborígenes.(..) Nos hemos ido acostumbrando a que nos paseen por una galería de curiosidades, y cada vez nos divertimos más observando desde nuestra cámara oscura platónica las sombras que proyecta el pensamiento occidental en las paredes del museo.

Roger Bartra

Al hablar de comunidades tradicionales en América Latina nos estamos refiriendo normalmente a las culturas prehispánicas de los pueblos indígenas, pero esa denominación abarca también histórica y antropológicamente a las culturas negras y las campesinas. Las culturas indígenas fueron vistas durante siglos, y especialmente en la mirada de los indigenistas, como “el hecho natural de este continente, el reino de lo sin historia, el punto de partida inmóvil desde el que se mide la modernidad”.23 En los años setenta esa mirada parecía haber sido superada por una concepción no lineal del tiempo y del desarrollo, pero hoy nos encontramos, de un lado, con que el proceso de globalización está reflotando y agudizando una mentalidad desarrollista para la cual modernidad y tradición vuelven a aparecer como irreconciliables, hasta el punto de que para poder mirar al futuro hay que dejar de mirar al pasado. De otro lado, el discurso postmoderno idealiza la diferencia indígena como mundo intocable, dotado de una autenticidad y verdad intrínseca que lo separa del resto y lo encierra sobre sí mismo. Mientras, otro discurso “post” hace de la hibridación la categoría que nos permitiría nombrar una indolora desaparición de los conflictos que subyacen a la resistencia cultural.

          Pero es sólo en la dinámica histórica como lo indígena puede ser comprendido en su complejidad cultural: tanto en su diversidad temporal —lo indígena que vive en ciertas etnias nómadas de las selvas amazónicas, lo indígena conquistado y colonizado, los diversos modos y calados de su modernización— como en los movimientos y formas de mestizaje e hibridaciones: desde lo prehispánico recreado —el valor social del trabajo, la virtual ausencia de la noción de individuo, la profunda unidad entre hombre y naturaleza, la reprocidad expandida— hasta las figuras que hoy componen la trama de modernidad y discontinuidades culturales, de memorias e imaginarios que revuelven lo indígena con lo rural y el folclor con lo popular urbano, lo masivo.

          Los pueblos indígenas renuevan día a día sus modos de afirmación cultural y política. Son los prejuicios de un etnocentrismo solapado, que permea con frecuencia incluso el discurso antropológico, los que nos incapacitan para percibir los diversos sentidos del desarrollo en esas comunidades étnicas. El cambio en las identidades pasa eminentemente por los procesos de apropiación que se materializan especialmente en los cambios que presentan las fiestas o las artesanías, y a través de los cuales las comunidades se apropian de una economía que les agrede o de una jurisprudencia que les estandariza para seguir trazando puentes entre sus memorias y sus utopías. Así lo demuestran la diversificación y desarrollo de la producción artesanal en una abierta interacción con el diseño moderno y hasta con ciertas lógicas de las industrias culturales,24 el desarrollo de un derecho consuetudinario indígena cada día más abiertamente reconocido por la normatividad nacional e internacional,25 la existencia creciente de emisoras de radio y televisión programadas y gestionadas por las propias comunidades,26 y hasta la palabra del comandante Marcos haciendo circular por la transterritorialidad de Internet los derechos del movimiento indígena zapatista a una utopía que no se quiere sólo alternativa en lo local sino reconfiguración del sentido de los movimientos actuales de democratización en México.27

La actual reconfiguración de esas culturas —indígenas, campesinas, negras— responde no sólo a la evolución de los dispositivos de dominación que entraña la globalización, sino también a un efecto derivado de ésta: la intensificación de la comunicación e interacción de esas comunidades con las otras culturas de cada país y del mundo. Desde dentro de las comunidades esos procesos de comunicación son percibidos a la vez como otra forma de amenaza a la supervivencia de sus culturas —la larga y densa experiencia de las trampas a través de las cuales han sido dominadas carga de recelo cualquier exposición al otro— pero al mismo tiempo la comunicación es vivida como una posibilidad de romper la exclusión, como experiencia de interacción que si comporta riesgos también abre nuevas figuras de futuro. Ello está posibilitando que la dinámica de las propias comunidades tradicionales desborde los marcos de comprensión elaborados por los folcloristas: hay en esas comunidades menos complacencia nostálgica con las tradiciones y una mayor conciencia de la indispensable reelaboración simbólica que exige la construcción del futuro.

Las culturas tradicionales cobran hoy, para la sociedades modernas de estos países, una vigencia estratégica en la medida en que nos ayudan a enfrentar el trasplante puramente mecánico de culturas, al mismo tiempo que, en su diversidad, ellas representan un reto fundamental a la pretendida universalidad deshistorizada de la modernización y su presión homogenizadora. Pero para eso necesitamos —especialmente en el trazado de políticas culturales que en lugar de conservarlas, de mantenerlas en conserva, estimule en esas culturas su propia capacidad de desarrollarse y recrearse— comprender en profundidad todo lo que en esas comunidades nos reta descolocando y subvirtiendo nuestro hegemónico sentido del tiempo. Un tiempo absorbido por un presente autista, que pretende bastarse a sí mismo. Lo que sólo puede provenir del debilitamiento del pasado, de la conciencia histórica, que es el tiempo fabricado por los medios y últimamente reforzado por las velocidades cibernéticas. Y sin pasado, o con un pasado separado de la memoria, convertido en cita —un adorno con el colorear el presente siguiendo con las modas de la nostalgia—, nuestras sociedades se hunden en un presente sin fondo y sin horizonte. Para enfrentar esa inercia que nos arroja a un futuro convertido en mera repetición, la lúcida y desconcertante concepción de tiempo que nos propuso W. Benjamin puede ser decisiva. Pues en ella el pasado está abierto ya que no todo en él ha sido realizado. Y es que el pasado no está configurado sólo por los hechos, es decir por “lo ya hecho” sino también por lo que queda por hacer, por virtualidades a realizar, por semillas dispersas que en su época no encontraron el terreno adecuado. Hay un futuro olvidado en el pasado que es necesario rescatar, redimir y movilizar. Lo que implica que el presente sea entendido por W. Benjamin como el “tiempo-ahora”:28 la chispa que conecta el pasado con el futuro, que es todo lo contrario de nuestra pasajera y aletargada actualidad. El presente es ese ahora desde el que es posible des-atar el pasado amarrado por la seudo continuidad de la historia y desde él construir futuro. Frente al historicismo que cree posible resucitar la tradición, W Benjamin piensa la tradición como una herencia, pero no acumulable ni patrimonial sino radicalmente ambigua en su valor y en permanente disputa por su apropiación, reinterpretada y reinterpretable, atravesada y sacudida por los cambios y en conflicto permanente con las inercias de cada época. La memoria que se hace cargo de la tradición no es la que nos traslada a un tiempo inmóvil sino la que hace presente un pasado que nos desestabiliza.

 Avatares de las comunidades nacionales 

Podría narrarse la historia de América Latina como una continua y recíproca ocupación de terreno. No hay demarcación estable reconocida por todos. Ninguna frontera física y ningún límite social otorgan seguridad. Así nace y se interioriza, de generación en generación, un miedo ancestral al invasor, al otro, al diferente, venga de arriba o de abajo.

          Norbert Lechner

Pese a las abundantes discusiones, la identidad nacional no está en riesgo. Es una identidad cambiante, enriquecida de continuo con el habla de los marginales, las aportaciones de los mass-media, las renovaciones académicas, las discusiones ideológicsa, la americanización y la resistencia a la ampliación de la miseria, y que se debilita al reducirse la capacidad de los centros de enseñanza y al institucionalizarse la resignación ante la ausencia de estímulos culturales.

 Carlos Monsiváis

Allí donde el orden colectivo es precario a la vez que idealizado como algo preconstituido ontológicamente y no construido política y cotidianamente, la pluralidad es percibida como disgregación y ruptura del orden, la diferencia es asociada a la rebelión y la heterogeneidad es sentida como fuente de contaminación y deformación de las purezas culturales. De ahí la tendencia a hacer del Estado-nación la figura que contrarreste en forma vertical y centralista las debilidades societales y las fuerzas de la dispersión. Definido por los populismos en términos de lo telúrico y lo racial, de lo auténtico y lo ancestral, lo nacional ha significado la permanente sustitución del pueblo por el Estado y el protagonismo de éste en detrimento de la sociedad civil.29 La preservación de la identidad nacional se confunde con la preservación del Estado, y la defensa de los “intereses nacionales” puesta por encima de las demandas sociales acabará justificando —como lo hizo en los años setenta la “doctrina de la seguridad nacional”— la suspensión/supresión de la democracia. Los países de América Latina tienen una larga experiencia de esa inversión de sentido mediante la cual la identidad nacional es puesta al servicio de un chauvinismo que racionaliza y oculta la crisis del Estado-nación como sujeto capaz de hacer real aquella unidad que articularía las demandas y representaría los diversos intereses que cobija su idea. Crisis disfrazada por los populismos y los desarrollismos pero operante en la medida en que las naciones se hicieron no asumiendo las diferencias sino subordinándolas a un Estado que más que integrar lo que supo fue centralizar.

          La historia de los despojos y exclusiones que han marcado la formación y desarrollo de los Estados-nación en Latinoamérica tiene en la cultura uno de sus ámbitos menos estudiados por las ciencias sociales. Ha sido a partir de mediados de los años ochenta cuando los llamados “estudios culturales” han comenzado a investigar las relaciones entre nación y narración,30 esto es los relatos fundacionales de lo nacional. Así como desde las sucesivas constituciones, también desde los “parnasos y museos fundacionales los letrados pretendieron darle cuerpo de letra a un sentimiento, construir un imaginario de nación” en el que lo que ha estado en juego es “el discurso de la memoria que se realiza desde el poder”, un poder que se constituye en “la violencia misma de la representación que configura una nación blanca y masculina, en el mejor de los casos mestiza”.31 Fuera de esa nación representada quedarán los indígenas, los negros, las mujeres, todos aquellos cuya diferencia dificultaba y erosionaba la construcción de un sujeto nacional homogéneo. De ahí todo lo que las representaciones fundacionales tuvieron de simulacro: de representación sin realidad representada, de imágenes deformadas y espejos deformantes en las que las mayorías no podían reconocerse. El olvido que excluye y la representación que mutila están en el origen mismo de las narraciones que fundaron estas naciones.

          Ahora bien, constituidas en naciones al ritmo de su transformación en “países modernos”, no es extraño que una de las dimensiones más contradictorias de la modernidad latinoamericana se halle en los proyectos de y los desajustes con lo nacional. Desde los años veinte en que lo nacional se propone como síntesis de la particularidad cultural y la generalidad política, que “transforma la multiplicidad de deseos de las diversas culturas en un único deseo de participar (formar parte) del sentimiento nacional”,32 a los cincuenta en que el nacionalismo se transmuta en populismos y desarrollismos que consagran el protagonismo del Estado en detrimento de la sociedad civil, un protagonismo que es racionalizado como modernizador tanto en la ideología de las izquierdas como en la política de las derechas, hasta los ochenta en que la afirmación de la modernidad, al identificarse con la sustitución del Estado por el mercado como agente constructor de hegemonía, acabará convirtiéndose en profunda devaluación de lo nacional.33

          Lo que desde el proyecto moderno ha estado minando, vaciando de significación, la relación Estado/nación en América Latina ha sido la imposibilidad de pensar lo nacional por fuera de la unidad centralizada que impone lo estatal. Como dice Norbert Lechner, en la cita introductoria, al no haber frontera física capaz de otorgar seguridad, los latinoamericanos hemos ido interiorizando un miedo ancestral al otro, al diferente, venga de arriba o de abajo. Ese miedo se expresa aun en la tendencia, generalizada entre los políticos, a percibir la diferencia como disgregación y ruptura del orden, y entre los intelectuales a ver en la heterogeneidad una fuente de contaminación y deformación de las purezas culturales. El autoritarismo no sería entonces en nuestros países una tendencia perversa de sus militares o sus políticos sino una respuesta a la precariedad del orden social, a la debilidad de la sociedad civil y a la complejidad de mestizajes que contiene. Hasta hace bien poco la idea de lo nacional era incompatible, tanto para la derecha como la izquierda, con la de diferencia: el pueblo era uno e indivisible, la sociedad un sujeto sin texturas ni articulaciones internas y el debate político-cultural se movía entre esencias nacionales e identidades de clase.34

          Carlos Monsiváis nos obliga constantemente a desplazar la mirada sobre la configuración de lo nacional, para otearla desde lo popular en su carácter de sujeto y actor en la construcción de una nación que creían haber construido solos los políticos y los intelectuales. De parte del populacho la nación “ha implicado la voluntad de asimilar y rehacer las ‘concesiones’ transformándolas en vida cotidiana, la voluntad de adaptar el esfuerzo secularizador de los liberales a las necesidades de la superstición y el hacinamiento, el gusto con que el fervor guadalupano utiliza las nuevas conquistas tecnológicas. Una cosa por la otra: la Nación arrogante no aceptó a los parias y ellos la hicieron suya a trasmano”.35 Pero el pueblo de que habla Monsiváis es el que va de las soldaderas de la revolución a las masas urbanas de hoy, y lo que ahí se trata de comprender es ante todo la capacidad popular de convertir en identidad lo que viene tanto de sus memorias como de las expropiaciones que hacen de las culturas modernas. Lo nacional no enfrentado a lo internacional sino rehecho permanentemente en su mezcla de realidades y mitologías, computadoras y cultura oral, televisión y corridos. Una identidad que tiene menos de contenido que de método para interiorizar lo que viene de “fuera” sin graves lesiones en lo psíquico, lo cultural o lo moral. Lo que, produciendo no poco desconcierto y hasta secándolo, le ha permitido a Monsiváis afirmar:

El mexicano no es ya un problema existencial o cultural, y pese a las abundantes discusiones, la identidad nacional no está en riesgo. Es una identidad cambiante, enriquecida de continuo con el habla de los marginales, las aportaciones de los massmedia, las renovaciones académicas, las discusiones ideológicas, la americanización y la resistencia a la ampliación de la miseria.36 

El contradictorio movimiento de globalización y fragmentación de la cultura, lo es a la vez de mundialización y revitalización de lo local. De manera que la devaluación de lo nacional no proviene únicamente de la desterritorialización que efectúan los circuitos de la interconexión global de la economía y la cultura-mundo sino de la erosión interna que produce la liberación de las diferencias, especialmente de las regionales y las generacionales. Mirada desde la cultura planetaria, la nacional aparece provinciana y cargada de lastres estatalistas. Mirada desde la diversidad de las culturas locales, la nacional es identificada con la homogenización centralista y el acartonamiento oficialista. Lo nacional en la cultura termina siendo un ámbito rebasado en ambas direcciones replanteando así el sentido de las fronteras. Qué sentido guardan las fronteras geográficas en un mundo en el que los satélites pueden “fotografiar” la riqueza del subsuelo y en el que la información que pesa en las decisiones económicas circula por redes informales. Claro que sigue habiendo fronteras, pero ¿no son quizá hoy más insalvables que las nacionales las “viejas” fronteras de clase y de raza, y las nuevas fronteras tecnológicas y generacionales? Lo que no implica que lo nacional no conserve vigencia como mediación histórica de la memoria larga de los pueblos, esa precisamente que hace posible la comunicación entre generaciones. Pero a condición de que esa vigencia no se confunda con la intolerancia que hoy rebrota en ciertos nacionalismos y particularismos potenciados quizá por la disolución de fronteras que vive especialmente el mundo occidental. 

Las nuevas comunas urbanas                                               

Nuestro pensamiento nos ata todavía al pasado, al mundo tal como existía en la época de nuestra infancia y juventud. Nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo. Debemos entonces reubicar el futuro. Para construir una cultura en la que el pasado sea útil y no coactivo, debemos ubicar el futuro entre nosotros, como algo que está aquí, listo para que lo ayudemos y protejamos antes de que nazca, porque de lo contrario seria demasiado tarde”.

                                   Margaret Mead

 

 

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* Catedrático-investigador del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente

1. A. Quijano, Modernidad, identidad y utopía en América Latina, Lima, Sociedad & Política, 1989, p. 53.

2. G. Marramao, “Metapolítica: más allá de los esquemas binarios”, en Razón, ética y política, Barcelona, Anthropos, 1988, p. 60.

3. J. J. Brunner, Los debates sobre la modernidad y el futuro de América Latina, Santiago, FLACSO, 1986, p. 37 y ss. Del mismo autor: “Existe o no la modernidad en América Latina”, Punto de vista, Buenos Aires, núm. 31, 1987.

4. J. Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, FCE, l989; E. Lander (ed.), Modernidad y universalismo, Caracas, Nueva Sociedad, l99l.

5. P. Anderson, “Modernidad y revolución”, en El debate de la postmodernidad, Buenos Aires, Punto Sur, 1989, p. 105.

6. N. García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo, 1990, p. 80.

7. R. Ortiz, A moderna tradiçao brasileira, São Paulo, Brasiliense, 1988.

8. R. Schwarz, “As ideias fora do lugar”, en Ao vencedor as batatas-Forma literaria e proceso social, São Paulo, Duas cidadedes, 1988, p. 24.

9. J. Franco, La cultura moderna en América Latina, México, Grijalbo, 1985.

10. C. Monsiváis, “Notas sobre el Estado, la cultura nacional y las culturas populares”, Cuadernos políticos, México, núm. 30, 1984.

11. J. Martín-Barbero, “Modernidad y massmadiación en América Latina”, Tercera Parte de De los medios a las mediaciones, México, G. Gili, 1987, pp. 164-203.

12. J. C. Portantiero, “Lo nacional-popular y la alternativa democrática en A. L.”, en América Latina 80, Lima, Desco, 1981.

13. C. Mendes, en El mito del desarrollo, Barcelona, Kairos, 1980 pp. 133 y ss.

14. E. Faletto, “Estilos alternativos de desarrollo y opciones políticas”, en América Latina: desarrollo y perspectivas democráticas, San José, FLACSO, 1982, pp. 119 y ss.

15. J. J. Brunner, “Existe o no la modernidad en América Latina”, Punto de vista, núm. 31, pp. 3 y ss. Ver también J. J. Brunner, C. Catalán y A. Barrios, Chile: transformaciones culturales y conflictos de la modernidad, Santiago, FLACSO, 1989.

16. J. J. Brunner, Tradicionalismo y modernidad en la cultura latinoamericana, Santiago, FLACSO, 1990, p. 38.

17. N. García Canclini, op. cit., p. 18.

18. F. Cruz Kronfly, La sombrilla planetaria, Bogotá, Ariel, 1994, p. 60.

19. F. Calderón, et. al., Esa esquiva modernidad: desarrollo, ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe, Caracas, Nueva Sociedad, 1996, p. 34. Son claves en esa línea los aportes de A. Touraine, Critique de la modernité, París Fayard, 1992.

20. R. Bayardo y M. Lacarrieu (comp.), Globalización e identidad cultural, BuenosAires, Ciccus, 1997; C. Mendes (coord.), Cultural Pluralism, Identity and Globalization, Rio de Janeiro, UNESCO/ISSC/EDUACAM, 1996.

21. J. J. Brunner, Cartografías de la modernidad, Santiago, Dolmen, 1996, p. 134.

22. O. Monguin, Vers la trisiéme ville?, París, Hachette, 1995, pp. 43 y ss.

23. M. Lauer, Crítica de la artesanía: plástica y sociedad en los andes peruanos, Lima, Desco, 1982, pp. 112 y ss.; ver también J. M. Valenzuela (coord.), Decadencia y auge de las identidades, Tijuana, El Colef, 1992.

24. N. García Canclini, Las cultura populares en el capitalismo, México, Nueva Imagen, 1982, p. 104; del mismo autor: “Las identidades como espectáculo multimedia”, en Consumidores y ciudadanos, México, Grijalbo, 1995, pp. 107 y ss.; ver también: A. G. Quintero Rivera, Salsa, sabor y control, México, Siglo XXI, 1998.

25. Una buena muestra de esa jurisprudencia: E. Sánchez Botero, Justicia y pueblos indígenas de Colombia, Bogotá, Universidad Nacional/Unijus, 1998.

26. R. M. Alfaro y otros, Redes solidarias, culturas y multimedialidad, Quito, Ocic-AL/Uclap, 1998.

27. S. Rojo Arias, “La historia, la memoria y la identidad en los comunicados del EZLN”, Debate feminista, México, número especial, 1996.
 

 

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