FIGURAS DEL DESENCANTO

 

Por Jesús Martín-Barbero
Ilustraciones de Giovanni Clavijo

Jesús Martín-Barbero (Ávila, España). Es doctor en filosofía de la Universidad de Lovaina e hizo un posdoctorado en antropología y semiótica en París. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Comunicación masiva: discurso y poder (1978), De los medios a las mediaciones (1987 y 1998), Televisión y melodrama (1992), Pre-textos: conversaciones sobre la comunicación y sus contextos (1995), Mapas nocturnos (1998), Los ejercicios del ver (2000) y Oficio de cartógrafo (2002).

 

 

«Lo que estamos viendo no es simplemente otro trazado del mapa cultural —el movimiento de unas pocas fronteras en disputa, el dibujo de algunos pintorescos lagos de montaña— sino una alteración de los principios mismos del mapeado. No se trata de que no tengamos más convenciones de interpretación, tenemos más que nunca, pero construidas para acomodar una situación que al mismo tiempo es fluida, plural, descentrada. Las cuestiones no son ni tan estables ni tan consensuales y no parece que vayan a serlo pronto. El problema más interesante no es cómo arreglar este enredo sino qué significa todo este fermento».

Cliford Geertz

 

    

Jesús Martín-Barbero, uno de los más importantes teóricos de la comunicación y la cultura en Iberoamerica, regresa a las páginas de Número —y a Colombia— con este texto en el que reflexiona sobre los relatos del desencanto y los cambios en las formas de acceso al conocimiento, para llegar a radicales transformaciones en las prácticas, el sentido y el ejercicio del trabajo.

 

    

¿no habrá documentos de barbarie que constituyen documentos de cultura?

 

    

    El lugar de la cultura en la sociedad cambia cuando la mediación tecnológica de la comunicación deja de ser meramente instrumental para espesarse, densificarse y convertirse en estructural, pues la tecnología remite hoy no sólo a la novedad de unos aparatos sino a nuevos modos de percepción y de lenguaje, a nuevas sensibilidades y escrituras. Lo que la trama comunicativa de la revolución tecnológica introduce en nuestras sociedades no es tanto una cantidad inusitada de nuevas máquinas sino un nuevo modo de relación entre los procesos simbólicos —que constituyen lo cultural— y las formas de producción y distribución de los bienes y servicios. Escribe Manuel Castells en su última obra, La era de la información: «Lo que ha cambiado no es el tipo de actividades en que participa la humanidad, lo que ha cambiado es su capacidad tecnológica de utilizar como fuerza productiva directa lo que distingue a nuestra especie como rareza biológica, eso es, su capacidad de profesar símbolos»1. La «sociedad de la información» no es sólo aquella en la que la materia prima más costosa es el conocimiento sino también aquella en la que el desarrollo económico, social y político, se hallan estrechamente ligados a la innovación, que es el nuevo nombre de la creatividad sociocultural.
    Pero frente a esa constatación sociológica se acumulan los relatos del desencanto, que ven en la cultura no el espacio de la producción y la creatividad sino el escenario de la degradación más profunda de lo humano, erosionado justamente por aquellas mutaciones tecnológicas que llevarían a su extremo el fracaso de la creencia secular en el progreso moral y político, esto es, en el paso natural del cultivo de la inteligencia a un comportamiento social constructivo. ¿Adónde nos llevan hoy esos relatos del desencanto? ¿Puede su lúcido pesimismo ayudarnos a afrontar las contradicciones que la globalización envuelve, o sus argumentos son la legitimación de un nihilismo escapista? Ya T.S. Eliot en sus Notas para la definición de la cultura (1948) concluía diciendo «Ha dejado de ser posible hallar consuelo en el pesimismo profético»2. Para los que vivimos el desencantamiento del mundo sin que ello nos convierta automáticamente en seres desencantados, hay una frase de Benjamin que nos sigue desafiando e iluminando: «Todo documento de cultura es también un documento de barbarie». Un buen ejemplo de ello se halla en el dictamen de barbarie que Adorno, Steiner y Kundera han proferido sobre uno de los más expresivos modeladores culturales de estos tiempos: el rock, que para Adorno no es más que «un pretexto para la barbarie y los intereses de la industria cultural»3, para G. Steiner una nueva esfera sonora identificada con «un martilleo estridente, un estrépito interminable que, con su espacio envolvente, ataca la vieja autoridad del orden verbal»4, y para M. Kundera el rock es «el aullido extático en que quiere el siglo olvidarse de sí mismo (...) La imagen acústica del éxtasis ha pasado a ser el decorado cotidiano de nuestro hastío»5.
    Leyendo esos tres textos me pregunto si la idea de W. Benjamin no sería reversible: en estos oscuros tiempos, ¿no habrá documentos de barbarie que constituyen documentos de cultura, y en un sentido bien preciso, documentos por los que atraviesan movimientos que minan y subvierten, desde sus bajos fondos, la cultura con que nuestras sociedades se resguardan del sinsentido? Así, más que al éxtasis, el aullido del rock remitiría a la rabia y la desazón de unas generaciones que han encontrado en esa música el único idioma en el cual expresar su rechazo a una sociedad hipócritamente empeñada en esconder sus miedos y zozobras. Lo que habla —o mejor grita— en esos documentos es la profunda desubicación que sufren actualmente los saberes escolar-letrados y la des-figuración de las condiciones y el sentido del trabajo. Ahí remiten algunas de las figuras en que se dibujan las más hondas razones del desencanto intelectual.

 

    

1. DESUBICACIÓN DE LOS SABERES
    La «crisis de identidad» del conocimiento en una sociedad de la información se halla ligada estructuralmente a la sociedad de mercado, pues es de éste de donde proviene la dinámica de fondo a la que responden el valor y el modo actual de producción y circulación del conocimiento.

DESCENTRAMIENTO Y DISEMINACIÓN
    Desde una perspectiva histórica encontramos que el conocimiento está pasando a ocupar el lugar que tuvieron, primero la fuerza muscular humana y después las máquinas. Lo que introduce dos cambios estratégicos: el descentramiento y la deslocalización / diseminación de los saberes6. En el estrato más profundo de la actual revolución tecnológica lo que encontramos es una mutación en los modos de circulación del saber, que fue siempre una fuente clave de poder, y hasta hace poco había conservado el doble carácter de ser a la vez centralizado territorialmente, controlado a través de determinados dispositivos técnicos y asociado a muy especiales figuras sociales. De ahí que las transformaciones en los modos como circula el saber constituyan una de las más profundas mutaciones que una sociedad puede sufrir. De ahí que sea disperso y fragmentado cómo el saber escapa de los lugares sagrados que antes lo contenían y legitimaban, y de las figuras sociales que lo detentaban y administraban. Cada día más estudiantes testimonian una simultánea y desconcertante experiencia: la de reconocer lo bien que el maestro se sabe su lección, y al mismo tiempo el desfase de esos saberes-lectivos por relación con los saberes-mosaico que —sobre biología o física, filosofía o geografía— circulan por fuera de la escuela7. Y frente a un alumnado cuyo medio ambiente comunicativo lo «empapa» cotidianamente de esos saberes-mosaico que, en forma de información, circulan por la sociedad, la escuela como institución tiende mayoritariamente a atrincherarse en su propio discurso, puesto que cualquier otro tipo de discurso es resentido como un atentado a su autoridad.
    Examinemos esos dos cambios claves. Descentramiento significa que el saber se sale de los libros y de la escuela, entendiendo por escuela cualquier sistema educativo desde la primaria hasta la universidad. El saber se sale ante todo del que ha sido su eje durante los últimos cinco siglos: el libro. Un proceso que no había tenido casi cambios desde la invención de la imprenta sufre hoy una mutación de fondo, especialmente con la aparición del texto electrónico. Que no viene a remplazar al libro sino a descentrar la cultura occidental de su eje letrado, a relevar al libro de su centralidad ordenadora de los saberes, centralidad impuesta no sólo a la escritura y la lectura sino al modelo entero del aprendizaje por lineariedad y secuencialidad, implicadas en el movimiento de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo que aquéllas estatuyen8. Es sólo puesto en perspectiva histórica que ese cambio puede dejar de alimentar el sesgo apocalíptico con que la escuela, los maestros, y muchos adultos, miran la empatía de los adolescentes con los medios audiovisuales, los videojuegos y el computador. Estamos ante un descentramiento culturalmente desconcertante, pero cuyo desconcierto es disfrazado por buena parte del mundo escolar moralistamente, esto es, echándole la culpa a la televisión de que los adolescentes no lean. Actitud que no nos ayuda en nada a entender la complejidad de los cambios en los lenguajes, las escrituras y las narrativas. Que es lo que verdaderamente está en la base de que los adolescentes no lean en el sentido en que los profesores siguen entendiendo el leer, o sea únicamente libros. Si fuera un tecnólogo o un tecnócrata, nos sonaría a puro bluff lo que ha afirmado ese gran historiador de la lectura y la escritura en Occidente que es Roger Chartier: que la revolución que introduce el texto electrónico no es comparable con la de la imprenta, que lo que hizo fue poner a circular textos ya existentes —lo que Gutenberg buscaba era la difusión de la Biblia—, pues con lo que debe asociarse es con la mutación que introdujo la aparición del alfabeto. Y es que hasta las etapas de formación de la inteligencia en el niño se replantean hoy al poner en cuestión la visión secuencial que conservó la propuesta de Piaget: los psicólogos constructivistas develan hoy en los niños y adolescentes inferencias cognitivas —«saltos en la secuencia»— que replantean tanto la unicidad atribuida a la inteligencia como a su proceso de formación. Yo estaba en París a finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando se introdujo en la enseñanza primaria la matemática de conjuntos. Y al constatar que niños de primaria aprendían y resolvían problemas de logaritmos que maestros ya mayores enseñaban en los últimos de secundaria, hubo varios suicidios de maestros que sintieron que ese salto dejaba sin sentido su trabajo: ¿cómo era posible que niños de primaria pudieran siquiera plantearse ese tipo de inferencias lógicas?
    Segundo, deslocalización / destemporalización: los saberes escapan de los lugares y los tiempos legitimados socialmente para la distribución y aprendizaje del saber. Desde los faraones hasta los señores feudales, «la morada de los sabios» o estaba cerca del palacio / castillo o se comunicaban entre ellos secretamente. Y también el tiempo de aprender se hallaba acotado a una edad, lo que facilitaba su inscripción en un lugar y su control vital. No es que el lugar escolar vaya a desaparecer, pero las condiciones de existencia de ese lugar se están transformando radicalmente no sólo porque ahora tiene que convivir con un montón de saberes-sin-lugar-propio, sino porque el aprendizaje se ha desligado de la edad y ahora se ha tornado continuo, esto es, a lo largo de la vida. Los miles de ancianos que estudian en la universidad a distancia hoy en Europa son la prueba más clara del desanclaje que viven los saberes tanto en su contenido como en sus formas.
    La des-localización implica la diseminación del conocimiento, esto es, el emborronamiento de las fronteras que lo separaban del saber común. No se trata sólo de la intensa divulgación científica que ofrecen los medios masivos sino de la devaluación creciente de la barrera que alzó el positivismo entre la ciencia y la información, pues ciertamente no son lo mismo pero ya no son tampoco lo opuesto en todos los sentidos. La diseminación nombra el movimiento de difuminación tanto de las fronteras entre las disciplinas del saber académico como entre ese saber y los otros, que ni proceden únicamente de la academia ni se imparten en ella ya exclusivamente. Una pista clave para evaluar esto es la trazada por el sociólogo alemán Ulrik Beck9 cuando liga a la expansión ilimitada del conocimiento especializado el paso de los peligros que conllevaba la modernización industrial a los riesgos que entraña la sociedad actual. No hay salida del mundo del riesgo con base en puros conocimientos especializados, y más bien sucede al revés: a mayor cantidad de conocimiento especializado, mayores riesgos para el conjunto de la humanidad desde la biología ambiental a la genética. La única salida se halla en la articulación de conocimientos especializados con aquellos otros conocimientos que provienen de la experiencia social10 y las memorias colectivas.

 

    

NUEVAS FIGURAS DE RAZÓN
    Un segundo plano de cambios a los que estamos asistiendo es la aparición de nuevas figuras de razón11 que replantea al racionalismo de la primera modernidad. No hay una sola racionalidad desde la que sean pensables las dimensiones de la mutación civilizatoria que atravesamos. Uno de los más claros avances apunta hoy a la creciente conciencia de la complejidad12, de la multiplicidad de razones que se entrecruzan cuando hablamos hoy de conocimiento. Esbozo un mapa: desde Platón, y durante siglos, la imagen fue identificada con la proyección subjetiva y con la apariencia, lo que la convertía en obstáculo estructural del conocimiento. Ligada al mundo del engaño la imagen fue, de un lado, asimilada a instrumento de manipulación, de persuasión religiosa o política, y de otro, expulsada del campo del conocimiento y confinada al campo del arte. Hoy día nuevas formas de concebir y producir el conocimiento liberan a la imagen de su estatuto de «obstáculo epistemológico» para recuperarla como ingrediente clave de la nueva relación entre simulación y experimentación científica.
    La revaloración cognitiva de la imagen pasa paradójicamente por la crisis de la representación que examinó Michael Foucault en Las palabras y las cosas. El análisis se inicia con la lectura de un cuadro de Velázquez, Las meninas, lectura que nos propone como pista el que «la relación del lenguaje a la pintura es infinita. No porque la palabra sea imperfecta sino porque son irreductibles la una a la otra. Lo que se ve no se aloja, no cabe jamás, en lo que se dice»13. El fin de la metafísica da la vuelta al cuadro: el espejo en que al fondo de la escena se mira el rey, al que el pintor mira, se pierde en la irrealidad de la representación. Y en su lugar emerge el hombre vida-trabajo-lenguaje, trama significante a partir de la que se tejen las figuras y los discursos (las imágenes y las palabras), y aparece la eficacia operatoria de los modelos.
    Es justamente en el cruce de los dos dispositivos señalados por Foucault —economía discursiva y operatividad lógica— donde se sitúa la nueva discursividad constitutiva de la visibilidad y la nueva identidad lógico-numérica de la imagen. Estamos ante la emergencia de otra figura de la razón que exige pensar la imagen desde su nueva configuración sociotécnica: el computador no es un instrumento con el que se producen objetos, sino un nuevo tipo de tecnicidad que posibilita el procesamiento de informaciones, cuya materia prima son abstracciones y símbolos, inaugurando una nueva aleación de cerebro e información que sustituye a la del cuerpo con la máquina de la modernidad industrial. Esta nueva figura de razón rehace las relaciones entre el orden de lo discursivo (la lógica) y de lo visible (la forma), de la inteligibilidad y la sensibilidad. El nuevo estatuto cognitivo de la imagen se produce a partir de su informatización —de su inscripción en el orden de lo numerizable—, pero eso no borra ni las muy diferentes figuraciones, ni los efectos estéticos o eróticos de la imagen.
    El proceso que ahí llega entrelaza un doble movimiento. Uno, el que prosigue y radicaliza el proyecto de la ciencia moderna —Galileo, Newton— de traducir / sustituir el mundo cualitativo de las percepciones sensibles por la cuantificación y la abstracción lógico-numérica; y dos, el que reincorpora al proceso científico el valor informativo de lo sensible y lo visible. Un nuevo modo de conocer abre la investigación a la intervención constituyente de la imagen en el proceso del saber: arrancándose a la sospecha racionalista, la imagen se percibe como posibilidad de experimentación / simulación que potencia la velocidad del cálculo y permite inéditos juegos de interfaz, esto es, de arquitecturas de lenguajes. Virilio denomina «logística visual»14 a la remoción que las imágenes informáticas hacen de los límites y funciones maniqueamente asignados a la discursividad y la visibilidad, a la dimensión operatoria (control, cálculo y previsibilidad), a la potencia interactiva (juegos de interfaz) y a la eficacia metafórica (traslación del dato cuantitativo a una forma perceptible: visual, sonora, táctil). La visibilidad de la imagen deviene legibilidad 15, permitiéndole constituirse en mediación discursiva de la fluidez (flujo) de la información y del poder virtual de lo mental.

 

    

2. DESFIGURACIÓN DE LAS CONDICIONES DE TRABAJO
Y LA IDENTIDAD DEL TRABAJADOR

    El trabajo se identificó, durante la primera modernidad —la industrial—, con la capacidad de ejecución de tareas fijadas de antemano y delimitadas de una vez para toda la vida, esto es, con pocos cambios a lo largo del día y de la vida. En la tardomodernidad que configuran la era de la información y la sociedad de mercado se ponen en marcha profundos cambios en el sentido del trabajo y la identidad social del trabajador. 16

UNA FLEXIBILIDAD TRAMPOSA
    Las condiciones comienzan a erosionar el sentido moderno del trabajo17 y del trabajador cuando a mediados de los años setenta se cierra el ciclo de los «30 gloriosos años:1945-1975» que siguen al fin de la segunda guerra mundial y, con la crisis del petróleo, hacen su aparición los primeros dos movimientos: el aumento en la terciarización del empleo y de su precariedad. De una sociedad industrial, salarial, manual, conflictual pero solidaria y negociadora se comienza a pasar a otra terciarizada, informatizada y menos conflictual pero fracturada, dual, desregulada y excluyente. De explotado pero incluido en el sistema, un buen sector de trabajadores pasa a ser llanamente excluido. Desciende drásticamente el número de trabajadores en los ámbitos de la gran industria tradicional —minería, acerías, metalmecánica, agrícola, etc.—, se acrecientan los puestos de trabajo en los campos de la educación, la salud, la seguridad, el comercio, y se abren o potencian otros campos: la informática, la asesoría, la investigación, la gestión. Sólo que los empleos creados en los últimos cuatro campos no pasan a ser ocupados por los desocupados de las industrias tradicionales, ya que se trata de nuevos oficios.
    La muy ambigua —o mejor, tramposa— palabra con la que, desde el ámbito de la gestión empresarial, se denomina a estos cambios, la flexibilidad laboral, junta y confunde dos aspectos radicalmente diferentes del cambio. Uno, eminentemente positivo en principio aunque muy recortado en la práctica: el paso de un trabajo caracterizado por la ejecución mecánica de tareas repetitivas al de un trabajo con un claro componente de iniciativa de la parte del trabajador, que desplaza el ejercicio de la predominancia de la mano a la del cerebro: nuevos modos del hacer que exigen un saber-hacer y el despliegue de destrezas con un mayor componente mental. La trampa que el uso de la palabra flexibilidad encierra al ser identificada únicamente con esa dimensión positiva es lo que oculta; en primer lugar, que esa capacidad de iniciativa, de innovación y creatividad en el trabajo es férreamente controlada por la lógica de la rentabilidad empresarial, que la supedita en todo momento a su «evaluación de los resultados»; y en segundo término, que la flexibilidad incluye otro componente radicalmente negativo: la precarización del empleo tanto en términos de la duración del contrato de trabajo como en las prestaciones salariales en salud, pensión, educación, vacaciones, etc. La flexibilidad se convierte así en el dispositivo de enganche del trabajo en las nuevas figuras de empresa. Pues, de un lado, al trabajador o empleado no se le permite la creatividad, no se le deja libre para que haga lo que quiera y de veras invente, sino sólo para que tenga la posibilidad de competir mejor con sus propios compañeros de trabajo; y de otro, la competitividad es elevada al rango de condición primera de existencia de las propias empresas.
    El resultado ya palpable de esos cambios es la mengua o desaparición del vínculo societal —espacial y temporal— entre el trabajador y la empresa, afectando profundamente la estabilidad psíquica del trabajador: se acabó la posibilidad de hacer proyectos de vida18. La crisis de identidad del trabajador tiene una de sus figuras más expresivas en ese paso del sujeto ejecutor de tareas trazadas por otros a la del individuo abocado a una permanente reconversión de sí mismo, obligado a tener iniciativa, a innovar, justo en un momento en el cual no solamente el mundo del trabajo sino la sociedad en su conjunto hace del individuo un sujeto inseguro, lleno de incertidumbre, con tendencias muy fuertes a la depresión, al estrés afectivo y mental. Al dejar de ser un ámbito clave de comunicación social, del reconocimiento social de sí mismo, el trabajo pierde también su capacidad de ser un lugar central de significación del vivir personal, del sentido de la vida.

 

   

NUEVAS FIGURAS DE PROFESIONAL
    Y cambian también las figuras del ejercicio profesional, cambio de formas en las que lo desfigurado es el fondo, como lo atestiguan los grupos / proyecto, los «círculos de calidad», en los que cada individuo es puesto a competir con otros individuos dentro de un grupo-proyecto, y cada grupo compite con otros grupos, no sólo fuera sino aun dentro de la misma empresa. En la estructura profesional de la empresa «tradicional» no había dos equipos haciendo lo mismo en situaciones que permitieran evaluar permanentemente cuál de ellos es el más competitivo. Ahora podemos afirmar que la libertad de hacer, la inventiva y la creatividad son incentivadas y a la vez puestas a prueba permanentemente bajo el baremo de la competitividad. Y en condiciones de competitividad cada vez más fuerte, la creatividad se transforma, se traduce en fragmentación no sólo del oficio sino de las comunidades de oficio. El nuevo capitalismo19 no puede funcionar con sindicatos fuertes, a los que vuelve no solamente innecesarios sino imposibles. ¿Por qué? Porque la verdadera iniciativa ahora otorgada al individuo consiste en responsabilizarlo en cuanto tal de las actividades que antes asumía la empresa: desde la formación o adquisición de competencias y destrezas hasta de la duración del contrato de trabajo. Al ser puesto a competir con sus propios colegas y perder la seguridad del trabajo indefinido en la empresa, el sentimiento de pertenencia a un gremio, de solidaridad colectiva, sufre una mengua inevitable.
    Resulta bien significativo que en español competencia nos sirva para hablar a la vez de los saberes/destrezas, y también de la lucha a muerte entre las empresas. Hoy esa con-fusión es aún más significativa, pues sus ingredientes nunca estuvieron tan inextricablemente mezclados. De la nueva enseñanza por competencias se empieza a hablar en la academia justo en el mismo momento en que la empresa ha hecho estallar el oficio de administrador o de ingeniero industrial para transformarlo en un número determinado de actividades desempeñables por competencias individuales. En la actual sociedad de mercado la nueva empresa, organizada por las competencias de los grupos-proyecto, hace imposible el largo tiempo, tanto el de la pertenencia a una colectividad empresarial como el de la carrera profesional, dejando sin sentido a la empresa como comunidad y a la carrera profesional como temporalidad individual. En Sillicon Valley, que no es nuestra sociedad pero constituye la punta de lanza de los cambios en este campo, el promedio de contratación de profesionales es de ocho meses, y aunque no sea nuestra realidad, ya lo están viendo como modelo no pocas de las transnacionales ubicadas en nuestros países, pues el nivel salarial tiene que ver cada vez menos con los años de trabajo en la empresa. Amigos en Colombia, en España y Francia, que llevan muchos años en la compañía, son desalojados rápidamente de su empleo por jovencitos que acaban de entrar a trabajar ganando el doble que ellos. El valor del trabajo se divorcia así también del largo plazo y el largo tiempo de la solidaridad, para ligarse a una creatividad y una flexibilidad uncidas a la férrea lógica de la competitividad.

 

    

NOTAS

1. M. Castells, La era de la información, Vol. 2, Madrid, Alianza, 1999, p.49.
2. T.S. Eliot, Notas para la definición de la cultura, Barcelona, Bruguera, 1984 (primera edición en inglés, 1948).
3. Th. Adorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1980, p. 414.
4. G. Steiner, op. cit., pp. 118 y 121
5. M. Kundera, Los testamentos traicionados, Barcelona, Tusquets, 1994, pp. 247 y 249.
6. J. Martín-Barbero, «Heredando el futuro», Nómadas, 5, Bogotá, 1997.
7. R. Chartier, Las revoluciones de la cultura escrita, Barcelona, Gedisa, 2000.
8. J. Meyrowitz, No Sense of Place. The Impact of Electronic Media on Social Behavior, Nueva York, Oxford University Press, 1985.
9. U. Beck, La sociedad del riesgo, Barcelona, Paidós, 1998.
10. B. de Sousa Santos, Crítica da razão indolente.
Contra o despedício da experiencia, São Paulo, Cortez, 2000.
11. G. Chartron, Pour une nouvelle economie du savoir, Presses Universitaires de Rennes, 1994; A. Renaud, «L’image: de l’économie informationelle à la pensée visuelle», Reseaux Nº 74, París, 1995, pp.14 y ss.
12. E. Morin, Les sept savoir necessaires a l’education du futur, París, Seuil, 1999.
13. M. Foucault, Les mots et les choses, París, Gallimard, 1966, p.25.
14. P. Virilio, La máquina de visión, Madrid, Cátedra, 1989, p.81.
15. G. Lascaut y otros, Voir, entendre, UGE-10/18, París,1976; J.L. Carrascosa, Quimeras del conocimiento. Mitos y realidades de la inteligencia artificial, Madrid, Fundesco, 1992.
16. C. Dubar, La crise des identités: interprétation d’une mutation, Paris, PUF, 2000
17. Dos libros claves a ese respecto: R. Sennett, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (ver reseña en esta edición, p. 83), Rio de Janeiro, Record, 1999; U. Beck, Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización, Barcelona, Paidós, 2000.
18. A. Giddes, Modernidad e identidad del yo, Barcelona, Península, 1997; Z. Bauman, O malestar da pos-moderniade, Rio de Janeiro, Zahar, 1999.
19. P. Drucker, La sociedad poscapitalista, Buenos Aires, Sudamericana, 1999; Guadalajara, diciembre del 2002.

 

 

Hosted by www.Geocities.ws

1