1975-1984
---- Juan Chow
(a Griselda Patricia, estos oficios que brotaron del castigado
bloque de Los falsos)
1
La entrada
2
Encuentro con la ciudad
3
Media ciudad ha muerto y
ya lo sabe el mar
4
Pero claro que gimen las furias
en sus huecos al ver entrar al hombre con su ramo de tinta
5
Fosfeno
6
Apariciones
7
Pues poseer un paraíso es
exponerse a la codicia pública
8
Dieta con pesadumbre
II Las crías
9
Reflexiones de un dios acabado
10
El buitre recobrado
11
Leyenda
12
Crónica de la fealdad
13
La madre del mal es otra y
el hijo no es el mal
14
Las crías y los lamentos
15
Cortes de vientres
16
La bestia
17
Pascuas en casa de locos
18
Sinfonía del horror
19
Rondábamos en la noche
como muertos
20
Lamentación con juicio
privado y una esperanza
21
Último recado
22
Las abaniqueras
23
Itinerario sobre la bestia
24
R.D. en París
25 El alba plovdiviana en el Juicio de Maldoror
V
Tálamos
26 Lamentos de
novias y cinemas
27
Ojos hembras en
la calcomanía cotidiana
28
Copla encornada
29
Los faunos en el
bar
30
Pureza de la
lujuria
31
Aborto
32
Salmo inscrito en
el espejo de un motel
33
Abril caía por el
muro a todas horas
34
Jazz/hembra
–teletipo-
35
Bar El Faisán (hembriaguez)
36
Las hijas de las euménides
37
Elegía inconclusa
o la muerte de Marat
VI
Al alba
38
Al alba
39
Indecisión del texto
40
En defensa de Georgette Vallejo
41
Una cita
42 ¡Los clásicos..!
43
Óleo timbreal
44
Petrismo cubano
45
Epigrama de un asesinado a su novia también asesinada
46 Crías y
memoria de Jezabel
47
Tanta muerte y no poder nada contra el amor
Vosotros que entráis, dejad toda
desesperación.
To enter heaven, travel hell...
Atisbamos los ruidos de la casona en pampa;
el enorme candado colgando de lo inútil;
alguna tea humeando su recuerdo de llamas,
calamares que chillan en el eco casero
heridos por el acné sobre la mortandad
de piojos; miasma del siglo XX.
Ninguna voz humana atraviesa esas ropas.
Enfermiza la sangre no viene a ese salón.
Allí habita Seol,
¡pobre Seol!
En el dolor del hombre a un alto precio
con Hamlet se
le vio: entraban en la casona
y emprendían la lucha, hallaban la salamandra
en su desexo esbelto; la polilla chascando
en el colchón donde sobre la mortandad
añadían las moscas
su zumbido social.
Intentaron destruir tanto terror, refrenar
ese pie que ya venía
desde el coro de bichos resurrectos.
Pero nada aclararon del conflicto,
menos de los espectros que supieron
que el pozo hacia el infierno
sólo tiene
un camino de mugre
que da al Cielo.
1976
La ciudad ha sido descubierta.
Por largo rato hasta uno mismo la perdía
de vista. Porque
una ciudad no es sólo
la ciudad. Es ella con todos sus castigos.
El pecado imparcial.
Si falta infierno ya falta la ciudad.
El mal ha sido detectado:
pensiones áridas;
musgos en las alacenas;
nosotros mismos rehusando el ejercicio fácil
de una literatura alambrada de pelos rotos.
La alta chimenea sobre el infaltable puente;
la costumbre con su carga de sopas frías;
la máscara bajo el alero donde el papalote
establece su cucharita de rencor.
Mosqueada moira
a solas con su cadáver
enfilado, en
marcha eterna hacia un destino
de hule, inllegable a menos que en las barras
fedras y
codornices amarren sus suicidios,
los enfosen por siempre junto a gatos, inciensos,
hímenes abobados
y pastillas de cármenes
en llamas.
De tal manera se perdía de vista.
Pero los abultados ojos la cogieron,
y allí estaba, con humo, la ciudad.
La ciudad achatada, exorcisada de
transeúntes, aflojada en el mundo.
Encontramos dormidos los mendigos
en las carnicerías de las baldosas
respirando el apremiante peso de la muerte
que reengancha su catedral en la plazeta,
abruma,
aplasta con su ciudad
el mundo de los vivos.
1977
y ya lo sabe el mar
Señales en el cielo. Pecas en las mejillas
y las almas. Pezuña de la medusa
en retirada. Un faro.
Un claxon.
Definitivamente nada podrá
frenar el Juicio.
(Tal vez Griselda tomando
fotografías
al invierno, pero el terror de
un cielo negro
la extermina.)
¡Media ciudad ha muerto sobre
media ciudad!
1977
Pero
claro que gimen
las furias en sus huecos
al ver
entrar al hombre
con su
ramo de tinta
Sudorosas en el trabajo de agujerear
las almas, ensimismadas furias rojas
embellecían la grosera pupila de una
promesa envuelta en las rotas visiones
del extraño que torna con pasos
transeúntes asustando al hogar.
En la banqueta solitaria
el hombre abandonado de los días
avanzó por el hilo de la tumba.
El as saltó su
ruta, y hasta
el alma más limpia (su más severo
cielo), fue el preámbulo,
lo que estuvo atrozmente establecido
entre un reino de astillas y derrotas.
Quizá una esposa –antigua como el grito-,
equivocó la hazaña y lo citó en el tiempo.
Pero estaban las furias
muequeando contra
el sí; estaban
en los afiladeros de las albas
que solas, fieras
y enrojecidas en
las largas tinieblas fueron el braserío.
El alegre braserío de un terreno aterido
donde sólo la huella puesta entre las comillas
delataba al ajeno Thiresias
que volvía.
Delataba los pasos del extraño llegando
cuando las niñas eran preñadas en los catres,
engatusadas con el dolor que caía a los pies
del cifrador de mitos que entra al aposento
con un rostro de niño en medio de su cara,
en busca de una tuerta esperanza sin madre
que allí tuvo que estar
abierta y
a desfé.
Fosfeno
La angustia entró en su guante, moribunda.
El frío con harapos que llega por detrás,
en su caballo helado, quísola poseer...
...y me acuerdo de todo como si fuera así:
como si el viento fuera un idioma lejano
que va olvidando frases en los laboratorios
hasta que surge un monje horrendo como
sapo, y el llano se derrumba en su
inmensa tarea de soportar el odio de aquella
menopausia en que se rueda el ángel
por las alcantarillas y el tubo del dentífrico
orinara la Vida.
Apariciones
I
El ácido chirriar de un espíritu
asceta cargando con sus huesos en
el inútil diálogo de tumbas,
pasará delante de nosotros
como delante de
nadie conocido.
Entonces callaremos preguntando.
Oiremos el más hondo chirrido
de sus garras, el palpitante eco de
un corazón torcido
imitando la pena del Océano:
(El grito enorme del cadáver que flota
mojado para siempre,
húmedo en su
ataúd de conchas: héroe
desperdigado por el mal y no
aceptado por el bien.)
El ácido chirriar se oirá apenas
en la queja maligna del judío que
descansó en océanos y calles con sus
entorpecidos pies de traidor de esponja
negando a las esfinges
allá al fondo,
donde la nieve nace, imperturbable.
Y quedarán la horca y el suicida:
el mecate pintoresco mordiendo
al árbol como un pájaro,
o apretando el cuello como un lazo.
Todo extramor y falso como mujer
del prójimo.
II
arriba. Y allí abajo, honda es la nieve, dueña
de su blancura sospechosa.
La antigua huella del pie de yeso
memorizada sólo
gracias al miedo humano,
no se ha encontrado.
Ni el inmenso Cero
que Diógenes vetusto
y su sucia pandilla iban buscando.
La tribu arma una fe contra su fe.
Tal vez hallaran la piedra de la entrada.
O estando adentro tal vez hallaran,
de espalda a la advertida,
la piedra de salida.
Una única piedra para salir y entrar.
Un Olimpo de dioses enyesados en los
museos fríos donde las ocho cuencas imitaron
el talento terrible de las lágrimas
a los genios del barro moribundo.
sacando ojos y metiendo fuego;
del hogar que arde en su rojo
retrato acuchillando hogueras.
De público en público anduvieron
las ocho cuencas de los cuatro cadáveres
sobre tremendas caderas sostenidos.
En la oscuridad rodante con Diógenes
vetusto y su legión de fósforos que alumbran,
anduvieron las ocho cuencas
señalando:
su barbarie sin hueso que la tolere
al paso de los años;
las manos de ceniza que empuñaron
las armas contra el nácar;
el bajo polvorín de las pistolas
desenfundadas groseramente por
extranjeros síntomas de sangre;
el hombre yerto como un
dios asesino, víctima amortajado
de esas imágenes ladronas de la obra;
el gin y sus advertencias con el tiempo;
y las greñas del ahorcado emblanquecidas por
la nieve.
1977
Pues poseer un paraíso es
exponerse a la codicia pública
Porque el propósito de los demonios
no es eliminar el paraíso
sino gobernarlo,
indemnizar su fuego,
su voluntad de llamas,
hasta que Dios
se pudra en el exilio
sin comprenderlo.
1977
Y me han
dolido dos cuchillos
de esta mesa en todo el paladar.
César
Vallejo
La gordura es esclavitud.
La primera carne no pudo averiguarlo;
la última lo supo ya muy tarde.
En el fondo de la cocina yacían las cadenas.
Los obesos entraron en puntillas.
Les siguieron las olas de las plazas.
Con los nervios en punta retornaron las olas.
Flacas de venir solas retornaron
porque cuando chocaron en el muro,
en la mesa de sopas hallaron al Ventrudo,
al ay grasoso,
y lo dejaron con su peso,
lo abandonaron donde, apoyados al pozo,
los flacos (la falsa servidumbre
libre de grasa)
en el porrón del rey vieron cómo
los hijos, la parentela réinica,
jerárquica en el soperío,
ardía de gordez.
¡Oh siglos
de flacos desolados!
Entre el varillero de los paraguas
y la incesante anemia de un cielo
emparedado, fue flaco el dedo de la ninfa,
la que corrió con sangre de nariz al lecho,
a los camastros de los dioses anchos.
Ahora salen los revendedores. Se
abaniquean en los cuellos donde sobre
el litro de cuero y la embodada servilleta
corre la alegre grasa denunciando:
que están abiertos los restaurantes,
los playones hartándose de arena,
mostazas pendencieras, dátiles y maníes.
Pero esos alimentos no engordaron
jamás a los pensantes. Entonces los meseros
aguardaron la tarde.
Buscaron en el pozo.
Ya vendrían las llamas hasta el fondo,
para llenar de huesos los ropajes.
Y en los ardidos cuartos de los gordos,
los retardados padres,
en las sartenes
en los cuarterones,
se estarían en pie buscando al hijo.
Pero el hambre encebado no estará.
Estará la libertad desértica,
su húmero cantando:
¡Sólo
la muerte libra de la grasa!
II Las crías
Si tuviera que vérmelas de nuevo
con la creación de un monstruo,
esta vez no sería
Satanás.
(No se puede ser dos veces torpe
sobre la tierra.)
¡Ese monstruo está lleno de derrota!
Ni este gran aguacero que cruje en la ciudad,
ni estas fuentes
con tronos de concreto,
apagarán el llanto de Abbadón
en el árbol prohibido que regó.
el tallo sin cría. Sus ojos ven a
del polvillo. Los
dos mutantes en el flash del Origen
la manzana,
ni se inmutaron.
con sus hielos los mutantes; entonces
suelta los
buitres.
Todo lo ahorcaría con sus bestias; todo
lo mataría cortándolo con sus navajas,
odiándolo con sus odios,
¡buitres de oro con vellos del Olimpo!
Picos contra mutantes que creyeron
ver en su auxilio a un héroe en las olas,
sin atisbar a la mujer de Ulises
hilando la mortaja.
Pero vieron después sobre las
rocas (en la sequedad del Cáucaso
rugiente) al buitre que se va.
Pero también, al buitre que se viene.
Pues iban y venían en
intermitentes trancazos,
cuando a las cuencas del
esqueleto en frío,
opusieron las cuencas del
esqueleto en llamas.
Hoy el salón se ensucia; moscas enfurecidas
vendrán a ver actuar;
cadáveres de pianistas
y horrendos cigarrillos quedarán; quedará
la suciedad del día agarrándose al árbol
arrugando el martirio de la escena;
hoy actúa Odiseo
en el salón;
las hembras desgreñadas con sus blusas
abiertas van a los aposentos;
pero Ulises no
llega; se tarda espiando al Cid;
espiándolo en las cervecerías de los pueblos,
entre kótex de
musa y cisne con hedor.
Hécate fluye;
llegan los mástiles, los restos de la proa,
el cansancio del héroe
que muere.
su furia bajo la luna;
y si el fenicio
ha muerto dónde está su reloj,
su pelo, su navaja,
su alma. Viste la rabia de Hécate en el mar;
o las fotografías de los dioses acuchillando
hormigas; los refugiados de Van Gogh
telefoneando hallazgos; la paridez de Sara
en la ceniza mal dispuesta en la colocación
del parto, alejándose de los reídores
comediantes del cine;
no
vayas a la cima, le decían;
torna a
tu mediodía en la tormenta;
a tu
vejez en brama inaccesible.
Viste la anciana subiendo la montaña;
el rostro del insolente que detendría
el sol; la antigua mortandad de alacranes
velludos rodeando la ilusión;
rojedades de
clítoris y dioses;
inexplicables áridos barullos.
El salón está lleno de serpientes; el ángel
arma el catre para el acto
como se arman las piezas de un revólver;
pero Ulises no
llega; se ha quedado en
los bares con las puercas de Troya; fotografiando
el parto irrefutable; el áspid de la aurora
en la mugre del ojo; el hueco de la boca
desdentada puliendo su reloj.
Viste la anciana postrada en el peñasco;
el rostro de la sangre brotando por la grieta;
la puerta estéril urdiendo su milagro;
la ranura soltando su vergüenza;
sin poder enmentirlos,
engañarlos con
su metáfora de virgen mal cumplida.
Crónica de la fealdad
a Claudia Gordillo
I
La chica de la esquina corre donde la madre
a interrogar al pie de los gruesos anteojos
por qué se llaga el río cuando pasa la nave.
De tal manera que uno no puede andar
conforme con la sangre. Pero la madre
sabe consolarla al menos a su edad.
Asegura que no,
que si la nave pasa
le abre un risa al río, no una herida.
de picos amarillos de las garzas, la hez
flotante y el ¡buuu!
batiendo caños y
memorias, alejaron al duende del raudal
para instalarlo a expensas de otro hogar.
De uno ajeno donde el toro soplado
que muere en el zarzal, es nota nada más:
puro folklore en calles agrietadas donde
la huella humana se condena a resistir
al día una camisa en soles pegajosa.
El par de gruesos lentes vuelven a espiar la
hija: la carita
azarosa al filo del escaño, es
hórrida; su regordeta mano es espantosa.
¡Que no crezca esta noche! ¡Que se ate su
fealdad hasta mañana cuando el ángel
de fuego se magulle!
De lejos es mejor.
Cae la explicación de madre inútil.
Hay que huir de esa orilla accidentada
donde la tierna edad moja su monstruo.
Irse lejos del río, al charquito colmado
por la menuda piedra que lo enmunda.
Que esa pequeña piedra conmoverá
un océano al caer con su pequeño peso,
su ingenua novedad. Entonces el guijarro
es importante, y detenerse un rato
es una audacia, o es risa detenida que
hace crujir la infancia de la arpía.
La arpía que
fue cifrada por el duende
en el adulterado óvulo que exageró
tiniebla en el embrión, ya conocía el frío
del cigoto, la soledad del hígado maleado
al reventar el bolso fofo de la fortuna.
Pero ahora es imagen nada más.
Crónica sobre piedras suburbanas.
Y donde se abren las comiderías
como puertos, aparece la nave.
El resto de terror busca a la madre.
Frente al rostro de la mujer, un gran
fragmento de feto se detiene.
¿Habrá alguna esperanza tras los lentes
ante esa erinnia
ingenuamente hablando?
IV
En el embarcadero de San Carlos he
dejado la nave;
la sombra de Claudia ha
bajado conmigo. Algún fantasma sabe
que es inútil, pues ni esa compañía
aminoró el presagio de la niña.
Me maldijo su mano regordeta.
Por eso no sabré si conquisté
o perdí.
Junio
1983
Río San
Juan
La
madre del mal es otra
y el hijo no es el mal
Quiso ser entendido este mentón
pero fueron tenaces los minutos.
La parturienta bulla de cera sobre
los pisos delató al mosquerío:
las tristes moscas petrificadas volviendo
desde los muros traían al bandido.
Polvorientos adioses
se asaron
en los dedos al urdir los talones
de la huesa que pare.
Madre ay del
verdugo: la encarnada
sin gloria que abandonó estos huesos.
Literata a destiempo, la sangre de la
clienta le volvía a su pillo. Contra el
colmo desierto del semen vapuleado,
siempre que se le huía el cielo hasta los
pies, se olvidaba del precio y las alcobas.
Así llegó el bandido hasta el río de madres,
hasta las huellas locas de las hembras que
intermitentemente naufragaban
de una mesa
a otra mesa,
abandonando en ni una sus pestañas
y despidiendo en todas sus tragedias.
Supo la una y supo la otra
pero no fue
entendido su mentón;
quizás cayó buscando en los picheles
o lo heriría el aire del error.
Porque fueron tenaces,
incontinentes, rojos los minutos,
para que mar ni polvo
en el viaje del feto
pudieran absolver
la pobre bestia
que sube la picota.
Vástagos en sus acordeones los novios se
oprimían sosteniendo camelias; disparatando
ases mal
urdían las cuencas del fantasma;
trashogueros aliñaban maletas en el hogar
que al fuego sólo arrimó la queja.
Los ojos van tras la campiña; la rama seca
arde en su privado hueserío
donde se mueve
aún la idea
arrepentida del durazno.
Quebrantahuesos cariacontecidos rompen
los arcos, exterminan medusas in fraganti
sobre el pecho del fauno empoquecido.
Y cuando la colmena delata la picota, el
tronco negro con un siglo de otoño,
entonces Sarah Bernhardt atraviesa la escena.
Ella canta un alcohol que agrieta troyas;
de muerte natural muere su muerte.
Sólo los novios andan en sus puestos, y el
dios aguado
en su reloj de sangre les detuvo
sus muecas en los
patios, en el Castillo
inaugurado sin su cadáver harto de los pisos,
aburridísimo de sus corredores
y los colgantes fetos de las fieras.
Otros hicieron el resguardo de muros
derrumbados, asaltaron el sello de las
vírgenes, engatusaron a las doncellas.
¿Pero por qué el ardido invierno de las
ratas... por qué las moiras
desoyen los
lamentos de las ápteras viudas del otoño?
Acuoso anda el reloj llameando en cráteras.
Telefonéanse thiresias
en las tumbas:
¿a qué hora vendrá el alba?
¿a qué hora vendrá el alba?
Era un duelo de rocas y preguntas.
Una calle sangrando por el árbol.
Tras la campiña está la Vida Real,
como una herida abierta a la crítica
de los libreros, un fénix
removido
del parapeto de las cenizas.
Allí el moho de la tendida feria de
los cisnes prendió su engranizada
rockonola. El
pianista corrió a cerrar
las conchas. Sarah-Bernhardt murió,
ya no hay función.
Los apostadores de hortensias en los
cines, en los bares se hicieron enemigos.
Las crías que accidentaron bodas contra
paredes, deshilaron un sueño de novias
extinguidas. Y las camelias y los acordeones,
el dios aguado
huyendo por las grietas,
sosteniendo un corazón de vino en la vaciada
cuenca del Error, encontraron los novios
moribundos, vástagos en sus tentaciones
y acuchillando crías en las noches.
a
Ana Ilce Gómez
Son pretextos los nacimientos, poeta;
ruidos de voces familiares huían por
el cordón umbilical de la hermana o la hija
bajo el tubo de luz a la hora de los cortes.
Cortes de luz en el chirrido de la navaja:
la castración del feto claro y diminuto de
la pequeña bestia surgiendo por asalto.
Toda una urbe dirigiendo su diligencia
de rotas caravanas al lugar de los hechos,
a los vientres encintas.
Entonces cortes de cintas
tijerean las crías:
el heroísmo de las cuchillas en el umbilical
corte de los errores salta las camas, las chinches
y los cielos, y uno no debe nacer sin ver el mar;
lo único importante hasta la fecha;
madre
dijo que no demoraría,
que el mar vendría al vernos tan a solas,
que es incierto el acto de nacer
pues si uno no ve el mar eso es mortaja,
escándalo desde el útero
o filo para la torta en la algarabía de
los cuñados que aún no ven que
el rostro retorna sin el rostro.
Un caos deprimente para la hembra:
la infeliz engañada por la razón
llorando su escarabajo frente
al reproche de los parientes.
Pues fueron los nacimientos
pretextos y bullarangas,
y nosotros excrías celebrándolos.
Este hotel es terrible.
No es el dolor un pie que pisa los peldaños.
Es la atascada bestia de la ciudad que ronca
dura en los ascensores.
¡Ah!, la inmóvil bandeja, su oro muerto;
el pelo triste del príncipe acabado; el puñal
agotado de la torre; Deinhard
Lila en el
minibar; Sherry la
Ina sobre la alfombra;
el opaco Plym Gin
de los desamorados:
todo un encargo de ron acontecido como
un río extraviado se mueve en el hotel.
El tipo bebe y nadie lo sostiene; lo entiende
así su abrigo desplomado, el sillón sin un
hueso que libre de la muerte,
que levante la nuca por la fuerza.
Nadie sabe de nada y el cielo ya no puede.
Gentes de otras regiones hablan de otros
licores. Todo es
menos.
Por eso desear nada es indecencia.
Hay que desear al musgo cuanto pronto
que ya quiebran los párpados al pecho.
Son piezas estas almas, muestras cultas
de hollín en los museos, seres sin un
ambiente destinado, tragadores de
salchichones sin moscas que les perturben
su soledad de hielo reunido.
La mano sin anillo vacila en el cerrojo:
allí han de estar las sábanas largando sus
adioses, sus
sémenes vacíos.
Lo mejor es el musgo, el fraterno
divieso de sus crías, su mugre compartida.
Porque la sangre ordena su desierto
y quedarse sin muerte es indecencia,
pues no hay dios
que soporte esa derrota.
como la bestia.
Berlín Occidental, junio 1982
Hotel
Schweizerhof
¿Viste el palacio blanco de
los
locos del Arte? R.D.
Diciembre es el encubridor de los cuchillos.
Barba de días habita en el lavabo.
El despelado corazón vuelve
la vista a los cubiertos.
Antes de dirigir los pasos al hogar de los locos
habría que buscar una amable cantina.
Se rasga el cielo en el portón. Apretujadas
en los rostros que no han amado el crimen
avanzan las erinnias.
Cede el mundo alumbrado
de fieros infiernitos. Ya es diciembre.
Y quizá a estas horas esto fuera mentira.
La demencia hunde un pelo al tubo
del lavabo. Los adundados cráneos
de los dioses
quieren huir de las rocas.
¿A los corredores de las polillas huirían acaso?
¿Encontrarían el agujero con el pie retirado
hacia un rincón del sueño
donde se aplastan cruces?
Lo cierto es que no quieren encontrar
al mendigo. Podría ser el ángel y no hay
necesidad de su presencia. Él va a quedarse
en su cantina amable, de seguro ignorante
e ignorado, o esperará tal vez que no
lo vean con una mano muerta en el oficio.
Pero pobre su afán. Peor su labor.
El cielo de los juicios públicos lo
ha visto.
Lo ha perdido en su ángel
por un ala de más,
y lo ha olvidado vano devorando los quicios,
a punto de aceptar,
en el simulacro de su
niñez, lo que a su mortaja individual es caro:
que hay un
diciembre blanco
sobre un diciembre negro
en el mirar torcido de los locos.
Andar con esta canción en los zapatos,
doliéndome los pies, andar pesado;
y el pecado de no poder tocar un piano,
de no haber incubado la Tragedia
en el hielo de Kafka encadenado
como un río de fuego retorcido,
al poste del infierno;
y en el horno oficial de los bellacos
un trébol se desarma inadvertido
de sus porqués
en riña.
Morir con cada vida de la Muerte.
Vivir con cada muerte de la Vida.
Confundirme de lecho como un ebrio.
Acostarme al final con una muerta.
Voy, sueño que voy por una calle;
en la ciudad de París anda la Cegua;
anda mi rostro herido en un espejo;
anda la delincuencia agazapada
de la noche vestida de vampira,
o vampira vestida
con la noche.
Llegan los últimos flautistas;
tipos ajenos preguntan por el Cid:
¿dónde
se hundió el olor de los caballos?,
¿quién
dejó su fantasma en un hotel?,
o ¿quién se marchó
dejando su cadáver?
Las calaveras gimen con sus flautas;
el más huesudo canto arde en la esquina
con el hedor que Kafka trasmitiera;
cualquiera puede ser poeta en esta esquina,
mas no cualquiera puede ser esquina
en este poeta;
y la cosecha infunde sus cangrejos
en la deuda nocturna de los faros.
¿Pero aquí? Nunca sé quién anda aquí.
(Los asesinos suelen irse pronto.)
Los quebradores de copas los han visto.
Los hurtadores de metáforas los niegan.
Pero se arremolinan los gemidos
y se sumergen calaveras blancas;
occisos disfrazados de porteros
con periódicos rojos en las manos
abren el agitado Paraíso,
el estallido de la Carne,
el castigado bloque de Los falsos,
los mares de otros
maremotos nuestros.
La ciudad se maquilla de silencio;
el horror se levanta como un árbol
y un recuerdo frutal cae podrido.
Escucho como si andan las pisadas
temerosas de mí como yo de ellas.
Tal vez en la taberna juegan póquer,
quizá fuman hachís o quizá duermen
(creo que en la taberna jamás duermen),
o apuestan a la muerte los gendarmes
cuando todo es absurdo en esta vida,
cuando tomar cerveza es lo que cuenta
y devorar cannabis
lo que vale.
¿Pero allí cómo voy?,
¿con qué manía?,
¿con cuál cuerpo terrible me les uno?,
¿podré morirme?,
¿después podré vivirme?,
(tengo miedo),
(en los corredores ellos
tienen miedo),
(alguien teme esta noche
como un tipo, cuyo insomnio
tenaz
extingue al Tiempo).
El caballo del crimen como un himno
da vueltas al país del cementerio;
andan arañas grandes en las plazas;
criminales en fríos omnibuses;
postales congeladas y vendettas.
Tal vez en la taberna juegan póquer;
algún asesinato habrá ocurrido;
algo, ¡por Zeus!,
cualquier cosa
para poder entrar con un pretexto
porque en las calles gimen los espectros
y yo no aguanto más mi propio miedo.
1975
Rondábamos en la noche
como muertos
a Santiago Molina
Sé de poetas que se trocaron momias
en las barras; allí quedaban como los
calendarios que se ficharon, pero que
luego las muchachas –incluso las más
ilusionadas- los iban olvidando
poco a poco.
Son como esos inhóspitos rincones
de retratos. Casas deshabitadas por
la risa, violín acre y murado,
bah
reseco.
No es ése el caso nuestro ni siquiera.
Simplemento lo miento por misterio.
¿Qué les pasó? ¿Por qué ya no hacen
ruido? Quizá el
orgullo, la medalla sonora
de ese mito, el clan
clan de oro que he
leído en la torre (torre sin Marx, poeta:
pararrayos de nadie), municipio de pianos
vampirescos rondando las comedias
de los muertos, quizá esa cosa de imbécil
brillantez se quedó viuda; o alguien llenó
de lodo la cubeta: el campanario encinta
de un orgasmo (el más hondo de todos
los orgasmos), y entonces ya no se oye.
Ya no suena el orgullo en las cucharas.
Todo se hizo maldito en ese bar.
pasado de sus besos. Mañana
se nos hizo
ya muy tarde como un disco rayado en la
memoria, fonógrafo de antiguas vanidades,
el último argumento de los viudos, la rapidez
de un trago entre comillas por el horror de
equivocar la letra apurando sofías y leonoras
antes que choque el alba en los sepulcros,
antes que el mar inunde las cantinas
y Cronos ruede
puerco al aserrín.
Pero tomemos en cuenta que mentimos.
Nosotros, ¿qué sabemos?
De Joyce y de
Gardel yo no sé nada. Tampoco entiendo de
ostras infernales, ni qué serán los cráneos,
ni los fetos... A mí me lo contaron los panteones
y los propios suicidas en sus cartas.
Hay cuestiones demasiado absurdas que contar:
leyenda
que contar a la orilla de la mar;
burdeles que naufragaron en la arena;
un tango ya cansado de girar;
la pérdida de un trago con el codo
y aquellos dos fantasmas allí al lado
hablando de Allan Poe
pero absurdos.
Lamentación con juicio
privado y una esperanza
Ha muerto el mar.
El único que sabe
que hoy he muerto
ha sido desahuciado
esta mañana.
Albas erectas tiradas
en los pasillos
de los edificios públicos
al borde de los olimpos,
el cadáver que tengo por vecino
ha adquirido una cruel eternidad.
No cesa de roncar.
a Erick Blandón
Esta vez el rostro en las portadas,
la dentadura de la calavera cerrada
como el mar, no logran delatar el
siniestro de la sirena, la hacedora
de hermosos encierros miserables.
Posiblemente el edificio de su humor,
el ancho enredo de sus pobres obras,
nada dirían de la santa oscura.
Imaginábase el Jordán:
calles anónimas,
rameras y compinches.
O íbase a la Gúdula,
la Gúdula que
la guiaba al sitio donde las almas
se vuelven a sus pellejos.
Pero nada nos cuentan las portadas,
porque el amargavinos,
el antiguo temor
de encontrar los camastros condenados,
la obligaba a mirar tras los visillos
los ojos desorbitados de la Fiera.
Hecho que los periódicos ignoran.
La Fiera que la
esperaba por las tardes
cuando todos los huéspedes partían.
¡Y cómo la abandonaban sin sospechar!
Tenía que subir a arrullar al demonio,
al ángel que la llamaba rascando con
sus pezuñas. ¡Y tenía que hacerlo
antes que regresaran!
Nadie quedó en
el cuarto. Los huéspedes creyeron que
se había marchado, que no pudo
aguantar el hastío francés.
-He leído con tristeza que Sofía La Loca
se suicidó en París.
a Sonia Cano
Cuando Mónica entró por Port au Prince
supo del precio hiriente de las abaniqueras,
sordas bajo los amos, al amparo de las
luces inéditas en las placentas.
Y fue la mortandad de vanos trenes,
inútiles relámpagos en las tabaquerías,
en una ilíada
de moscas asesinas,
de rockonolas hondas
bajo los catres
en viajes con mujeres y pezuñas
por la cuita de Dios
y su escondrijo:
El asco de la rata cerca del disco
y el hielo en riña contra las moiras; el
holocausto de negras de cráneos
caderados; la trenza de la quirina en
el puerto de la entendedera,
y el mimo
del aire sobre las calaveras.
En una noche vil ella prepara el té:
cumple su abismo. Su propio abismo pobre
en el azulejo, en soledad pisado cuando
cruza la araña para caer al biombo.
que Gioconda
ríe porque Mónica calla.
¡Ven y ríen!
Porque Mónica ríe sin reír.
Su risa sin costumbre rueda sobre
las camas cicatrizando rictus.
Mónica sin saberlo hace reír su boca.
Ella como Gioconda
pone su boca y ríe.
¡Ella la pone!
¿A quién encerrará en sus dientes?
¿A quién ha de parir su vientre
que eleva al otro tiempo en vilo?
Entonces ¿dónde la ronda?
¡En el puerto de Nadie!
Y sin poder
burlar a los gigantes; pues cuando los
cigarrillos se encendían agrietando la
noche, contra la noche cruenta las miró:
iban desnudas, descalzas y desnudas.
Inexistentes pero hechizantes en los bordes
del gin. De eso no hay duda.
Ni el asco de la rata cerca del disco,
ni el aserrín de oro de los burdeles,
lo pudieron prever.
Vio la verdad, el hielo de la comedia, el
tufo de las mojarras en la ciudad culpable,
la Tercera Gran Guerra del hambre contra
los trusts, la
fosa común de las prostitutas
afuera de los cines, el odio de sus pieles
en los flagelos, y la danza macabra de
Port au
Prince amenizando
el frío de la suicida,
el rencor de la mujerzuela,
promiscua misma,
animala.
La muchacha de las botas de lana no
conoce Madrid. Conoce el cielo atravesado
por aviones desde la ventanilla de otro avión.
Su vecino la observa con un pesar de sábanas
mentidas. Desde
la ventanilla gruesa se ha
asomado, y no ha encontrado pájaros arriba.
Y uno sigue atravesando el cielo de Madrid
en un avión, tal vez buscando un rostro.
Enfrente, el buitre de la soledad aruña nubes.
Nos ha ganado con su pezuña el ángel. Vuela
sacando sangre al aire. Sacando sangre en lo
alto a algo que el ojo de la chica no comprende,
y que al cielo no interesa comprender.
Abajo está la tierra donde lo cotidiano
abruma como reloj: féretros acabaditos
de llenar; cielos ocultos bajo las blusas;
Europa cansada y asexual.
Arriba al cielo no interesa nada. Porque
por más que uno pase enfurecido el aire
de Madrid sin tocar muebles,
no encontraremos pájaros de hielo. Y uno
va réprobo viendo las piedras blancas
que nadie lanza. Uno teme por ellas
y el mismo Dios
las odia.
Pero la chica sigue frente a la ventanilla
viendo pasar bajo ella el agua del suicidio
antes del aire helado que nunca conociera.
El aire de Madrid
que suelta humo.
Porque el cielo que ya nada pedía
al padre muerto, tampoco estaba helado;
hervía en nieve.
No ocurrió igual en una esquina de La Habana,
a una hora de Hemingway, en El Floridita
terrible lleno de ángeles. Ni fue como en el
Coliseo romano lleno de gatos y
celos de
Bernini en las plazoletas.
a un costado de Miramar.
El cielo europeo es otra cosa. Allí
las chicas no salen de las madres,
sino de los ascensores;
como el hielo que no despide el clima
sino el alma.
¡Ay!,
es el gran coro de las nubes:
¡patricias
y
griseldas!
Un vino blanco en la negrura del abismo.
El pobre Puerto Rico y su aeropuerto
de San Juan; la románica loba y la
papa maldita en la plaza Navona;
la iraníe cubierta con una túnica
para salvarnos de la tragedia, porque
ella oculta su belleza
antes que su fealdad.
Adentro sigue la niña temiendo afuera
el pico ganchudo del buitre contra su vidrio.
Pero arriba es el cielo como Condena.
Madrid/Irán, marzo 1984
IV Últimos encuentros con
Lautréamont
No dejaré memorias.
Lautréamont
y la sangre tostaba empecinada las
apretadas garras de Satán.
También en el otoño Isidore Ducasse
halló el exilio: allí están los pintores
temerosos, los bebedores de cognac
lejos del mundo.
Los bebedores nicaragüenses en esas épocas,
esas noches morían en París, y su exilio miraron
y se miraron también como Ducasse.
Pero el inca no
supo; el inca que llegó a París
no lo sabía.
Entonces leí a Maldoror.
-¡cuéntelo!, ¡cuéntelo!
Ellos rodeando la botella me lo exigían:
por aquí pasó un Darío
todo roto y embriagado
Y lo miraban pasar al genio.
Casi llorando con ojos y con lágrimas
creían verlo sentarse en la barra y
hablar pierrótico,
lejos ya de una niñez
que supo absurda y que cantó sin fe.
El monstruo bello pisó las callejuelas.
Las parcas
retrocedieron estampando pezuñas.
Les hubiera gustado verlo ciego en el hielo,
o devorado por las ratas en las fosas comunes.
Porque él buscaba la belleza. Quizás en
las ojeras de los ascensoristas grises, acaso
en los lavabos de los restaurantes fríos.
En el aeropuerto de Orly,
desde un ventanal,
creyó mirarla. O en el aire, desde un avión,
en la lechosa tiniebla. Pero París fue un ojo
del abismo. Él no pudo llegar hasta el Hilton
Orly esa
tarde neutral.
Mas si hubiera seguido sus terrores
yendo a sangre traviesa, si no muere
buscándola en la nieve,
aunque nunca encontrara a la vampira
que la brama de un dios
hace tardar,
hoy concluiría en Plovdiv su tragedia,
en el alba de Plovdiv
y su campana
que ha desatado el día.
Maldoror:
Hasta
aquí me han seguido con sus golpes.
(La vela cruje herida en la mesa del Juicio.)
Con un
golpe de tiniebla han quebrado
las
copas; con un manotazo negro
derribaron
el vino. Yo que vivo en el mal,
muero
en el mal.
Testigo:
¿Pero
qué pasa?
¿Por
qué no chilla el aire de vidrios rotos?
¿Cómo
es que sigue el vino dentro las copas?
¿Quién
ha sacado de su tumba al alba
alborotando
de palomas las avenidas?
Las
parcas:
¿Pero
qué pasa?
¿Es que
no encadenamos los campanarios?
¿Por
qué la garra que nos daría
el
triunfo, no hierve repentina
de
sangre vil?
Testigo:
Él, que desafió al mal dentro del mal,
ve aún
con vida que Plovdiv,
una
ciudad echada del Averno,
amanece
de pie.
Las
bestias no pueden mentir.
Nos ha
vencido el cielo.
Casa de Alphonse de
Lamartine
otoño de
Plovdiv/Bulgaria 1984
V Tálamos
Viejas entradas a cine se fueron con
las novias. No olvidaron ninguna debajo
de los cofres. Ni aun aquéllas que se
necesitaban en los lechos. Ni las que
se entretuvieron en los atrios más puros.
Ni las disfrazadas de ostras, serias
como la vida. Ni las que dentro de sí
consigo aguardaron impotentes que
se malearan los relojes para que
murieran las moscas. Las que intentaron
cruzar el otro cerco donde la virginidad
se aturde como una lámpara que a
veces en las playas va acumulando
orines, y una larga mirada de niebla
empedernida, síes
acorralados en
hoteles, obsequios íntimos
que apenan a las novias.
Viejas entradas a cine se fueron
con las novias.
Martín
Fierro se quedó sin novia
Myo Cid
sin novia
La novia es como una jugada de póquer
bien peinada, un zapatazo en el tablado
dado al golpe del blues,
que se gane o se
pierda en una apuesta de caballos.
Pero boletos de cine nunca volverán con ellas.
Sin embargo, es de aquélla que os hablo;
la última, ni antes ni después.
Porque a la última su propio origen
le negó la edad. Hurgó en su calavera
para buscarse bien; se buscó en el olvido
y tropezó; nunca supo con qué
o contra quién.
Y así se fue sin irse en los cinemas,
preguntando por el precio de un cuchillo,
manoseada y deudal se fue diciendo:
no beberán en boda
ni fumarán en boda
Y hoy la vemos aquí:
Ella es la que no se aprendió ni una
canción de amor en Montparnasse,
sino la que encontró
su pasado esperándola
como una lanza.
calcomanía cotidiana
Ella abría los ojos hacia el mar;
ojos monstruosos bajo el filo terrestre
de las arrancadas cejas; perlas atravesando
las begonias en su ultrajado altar.
El ardor de la cafeína llameaba en las
canicas del rostro femenino; rostro suelto en
el trepidante mundo, confiando no en su
belleza -¡tan extraña!-,
sino en el hecho
rotundo de ser un rostro de mujer.
El sarcófago guardó su corazón,
mas no sus ojos. Ajeno el mar los lleva,
quién
besara sus labios luminosos,
su acero rojo rayando el exterior.
Copla
encornada
Traicionándolas a todas
se libraron de todas,
y la que pudo servir de nada
hoy los ocupa de todo.
Y fueron muchas; montones
en las noches; mudantes en
sus alcobas volcaban sus
villanías; sonaban como
lloviznas; cruzaban el
solitario tubo de los adioses
hacia sus hartas ojeras,
hacia la despermisada sábana
del hombre fiado.
Y lo amantes,
los que buscaron asirse de
lo ridículo para salvar
su oreja,
son los deudores,
los inconfiables,
los que supieron
que viejas deudas de amoríos viejos
las van pagando los amores nuevos.
Sin otra tumba que el licor,
recordando sus cuentas con el tiempo,
sus cuentas con la mujer,
salen perdiendo.
1977
Allí está la mujer rondando el parque. Una
lluvia agresiva azota los tejados.
El aire ha descubierto que es de carne
el espíritu que ronda.
Eso es inexplicable. Porque ya no podremos
ser divinos ni dioses
todavía.
Desde la porcelana transparente
acierta un ojo a apoderarse de los pechos.
Tiembla el vellocino de nervios tras la
blusa. Un toque de corazón hirviendo
en venas se levanta precoz de la cantera:
el pezón en el aire contra el ojo.
¡El ojo del extraño el
pezón muerde!
La hembra ha de ser hija del invierno. El
dios invernal rasguña los ventanales como
hielo, como témpano contra la
hiperestesia de la ciudad.
Hay un caos de amor en los tranvías, en
los parqueos donde ronda un alma.
Una trampa mundial dentro de la mujer.
El acabado perfecto de la Vida Real,
donde es humana la tristeza, donde es
ineludible el fracaso de los testigos.
Los testigos empeñados en atraparla.
El pariente atraparla bajo las duchas
y el ojo del extraño en la porcelana.
Atraparla de cualquier forma.
Arrancarla a la madre.
Porque ella tiene madre y sabe errar.
Allí está inconcebible en la posesión.
No es hija de la lluvia sino de hombres.
Lo afirman los faroles que
le alumbran los pies.
Lo reafirma la encuesta del ojo en el pezón:
ronda la desnudez una
mujer mejor que la mujer
La Habana, julio
1984
Dígasele que no.
Que no salte.
Todavía la ventana en los muros rojos,
el corazón huyendo por los muros rojos
y los muros cansados de ser rojos,
no están prestos. No, que no salte
la niña pues no hay pito de policía
que anuncie su fracaso en el asfalto,
o su triunfo crinado, pues quién sabe
si el viejo vagabundo que duerme en la
banqueta la está viendo,
y la ama
profundamente desde el ojo de un garrobo
que vigila la zona, y el garrobo la ve
también, y quizá hasta la ama, o hasta
el muro rojo por donde el feto se resbala
del nuevo Hitler no nacido, o el Jesús...
Pero no importa el nombre, ni el asco
contenido en el pañal, sino el dolor,
la preñez por fuego desollante,
el viejo escándalo de la sangre.
Pero no, aún no:
pues quién sabe si nadie estará viéndola.
o je t´aime beaucoup filigranado en el
vacío, cayendo al margen del ladrillo,
atenazando la moneda,
recogiendo la suerte.
Pero a la niña del hotel, a la caída
como un dado, así para perder la apuesta,
démosle esta alegría, este poema
elaborado en los sarcófagos,
ilustrando la nada.
No obstante la mortaja, démoselo,
...porque nunca se pierde totalmente.
A veces surge un brillo en el final.
Entonces todo se abre. Brinca el ojo,
atrapa el sitio; la miel abre su boca
y el diente sigiloso o el camastro
navegan por sus muslos al encuentro
de filmes encogidos; muerden sábanas
muertas y amarillas: y se ve la traición;
saltan goznes de odio; entra el puñal
y en pampa el corazón llora en su puerta;
aúlla lo más íntimo: ¡el sarcófago!
Mas la cabanga corta las uvas del ladrón
y se interrumpe al fin. ¡Ay! la música ocre
de un corazón de niebla cayendo por
el muro. Tal vez un ay
por todo; pero a la
que no fue amada aquella noche,
a la que fue olvidada por el filme,
dígasele que no...
Se oye una rockonola
en la trastienda;
una araña en el cofre abre la noche;
ningún paisaje sale de la tela;
se oye un crimen al fondo de mi copa;
y en el crimen,
un místico despecho.
aposento, fuese fiel y única al héroe,
no es cuestión de asombrarse a cada
línea; pues fiel o no, ella, hermosa como
Evelin tras
el papel menospreciado
trazando a Lope bajo el fogonazo de
Port au
Prince al mediodía, imitando al
Greco, trazándola morba a ella, la aparecida
entre sonámbulos imbéciles y cuchicheos
de sirvientas, destejiendo el Poema después
de largo y tosco tiempo de tejerlo, infiel
al salmo y perdidosa en el salmista que hoy,
Oh,
Evelin, acusa a Homero de falsario.
Abril caía por el
muro a todas horas
-Jovania Zepeda Sirias, en el sur-
These
fragments I have
shored against my ruins.
T.S.Eliot
¡Hoy ya no! Pues el pasado liquida todo
ardor: el hastío infernal dentro del hielo
pudriéndose a deshoras crudamente. Y
lo que fue amorío y laberinto, ahora
arruga y telaraña está, de pie, frente al
reloj sin sol. No
obstante el asco seco
de las parcas, esto que queda sin quedar
¡tálamo nuestro
es!
Jazz/hembra
-teletipo-
¿Qué se fizieron?
Todas ellas, ay, casadas.
Y nosotros
galanes, solteros
y añorándolas.
arrugan ilusiones,
descastillan barajas,
desdiosan su labor.
No logran entender a las reinas
del
jazz: las que se
poseyeron
en sus fosas, en
el revoltijo de los
huesos airantes y azules; y en viajes
con comparsas, ebrias se hundían
en los nightclubs
gringos; y morían
en la madrugada para retornar
al jazz la nueva noche.
leopardo y de la que fumaba,
no sabemos; de Ethel,
Ida Cox,
Victoria,
Ma Rainey, nada
se ha detectado todavía.
Pero con Bessie
ha sido diferente.
Dicen que fue la emperatriz
del blues;
que cohabitó con Zeus
en el mar;
que indómita en los catres pero
llameando por Héctor
o Quirón,
en el espacio alzada como
una tea inútil
se despidió en el jazz.
Las nereidas
dicen y desdicen.
Pero nosotros confirmamos;
en la visión del monstruo
sobre la tortuga gris,
aseveramos,
que ni Lenca,
ni Esther (la
de Balzac),
fueron tan pillas y fieles
como Bessie.
Hotel Marichal/Tegucigalpa 1977
Bar El Faisán
-hembriaguez-
¿Y este cigarro qué hace entre mis dientes?
¿Por qué los dioses vigilantes lo permiten?
He sido desahuciado y está firme
la cruz de los capítulos humanos.
¡Abbadón,
Abbadón!, ¿qué infeliz
circunstancia te hizo encarnar en mí
cuando Yocasta
estuvo a punto de ser
mía, en este bar de pajarraco cruel,
supercostoso, que no logré pagar?
Estelí, 1981
Las
hijas de las euménides
precisar el retraso de la mujer. Se quedaron
helados en las banquetas, frente a los
desmemoriados hidrantes de la ciudad.
Sospecharon sofías,
detestaron leonoras,
atisbaron sirenas
sobre la cal.
Las sirenas llorantes
que en el reseco mar
no levantaron el índice contra ninguno,
nacieron por el oficio seco de nacer,
sin importarles el odio de los extraños
cuando las descubrían bajo los velos:
doncellas irreductibles ante los sueños,
fueron inatrapables como las moscas;
ellas hicieron cita con un amor esquinero
unos minutos,
pues no alcanzaron en las
bodas ni en el pastel terrible de los noviazgos.
Y hasta los hermanastros las repudiaron como
intentándolas suprimir; pero volvían a nacer
para colmar las plazas de la ciudad.
Los galanes las detenían inútilmente. Las
miraron que se iban olvidando tarjetas
para que los incautos las recogieran.
Todas marcharon frías sobre las trampas,
hacia la telaraña de los exilios. Si una quedó...
¿es que quedó doblando las campanas?,
¿derrotando al horror con un pezón?,
¿retrasando la sangre que venía?
Todo un siglo de dudas. Siglo de revisión.
Hasta que registraron los fósiles mojados,
y en las avenidas repletas reconocieron
que en las marchas ellas
se saben vistas,
nos conocen víctimas.
Esto se pudo comprobar.
Elegía
inconclusa o
la
muerte de Marat
Cándida
tiene un nuevo amante
y tres
poetas están de duelo.
Ezra Pound
Ayer,
Cándida, murió Marat.
Lo vimos padecer de frío en la noche ocre
y somnífera; luchando contra el áspero
súbito remolineo de las horas; abordando
un autobús a golpe de minuto; yendo como
fantasma en abortado Hamlet
ante el
Tintoreto en Roma; víctima de vendedores
de libros y botellas de licor.
Domingo en la noche para emborracharse.
Pero el que encendía un cigarrillo en su
metáfora, ha muerto. Su elegía no existe.
Apenas un telegrama, en la mesa forzada,
urdió su tilde.
Esa noche dijo bah y
se acordó de un rostro y un poema.
Su pobre noche
poco vino y mucho llanto,
en su jubón quemado, típico de la muerte,
lo sabía. Pero entre los mortales no se supo.
Si escribía o leía aquel papel dormido,
es un enigma. Acaso se comprenda.
Un mínimo error en la nota o el trazo
acabaría con la Obra. Al fango
le son muchos pocos astros. Muchos
para morir y sospechar que en una
lata de sardina puede podrirse el cielo.
Ha muerto, inverosímil, el testigo
frustrado de lo suyo. Si tú olvidaste.
Si te fugaste de esa prisión, mujer,
aquél ha muerto en la pared
cuando tú apenas te perdías
y él escribía el epigrama:
Ayer,
Cándida, murió Marat.
¿Tu
esposo lo sabrá?
1977
¡Mieux dit: nous t´avisons,
Rhéteur!
Saint-John Perse
Ávidos por atrapar al héroe,
furiosos con el defensor de la princesa,
desde niños levantamos un acta
de todo lo mirado.
Ocupados en mirar apenas sí percibimos
el olor a catre y concha con vinagre
para el trago íntimo, resuelto
y despiernante de los enamorados.
Anhelando el retorno de los dioses
y de los pordioseros poetas de Orán,
hoy leemos,
aniquilada entre el miasma
y la cena culta de los comentadores
en público: La
peste.
Hallamos al autor, huraño como
un delincuente, odiando a los
pinacotequeros estudiosos de
Carlomagno, enqueridados
con el arduo Cid
a través de
una tela opaca como una pantalla
de enigmas y cangrejos.
Más que nunca hoy:
las arañas tejiendo y destejiendo
para infectar a Ulises.
con su lumbre, cuando afirma
su rostro la sentencia,
un eunuco se apresta a
zurcir la mortaja, a
confundir el cielo con el
miasma, con el pretexto
de calmar el mar.
Furiosos con el defensor de la princesa,
levantando el acta de todo lo mirado,
averiguamos que una ostra dentro de
la pecera de vidrio de Notre Dame fue
chibchas
y siones cayeron
pisoteados en la mugre del dios.
Omitimos el fraude por lo tan sucio:
una ostra lavada, sucia secretamente
como una esponja. Y los poetas de Orán
entran al bar Sena
en el 76, llevan
boinas polvosas y estuches de
pinceles como policías secretos,
detectives del verso, áridos inspectores.
En un sótano de New
York, José Martí,
luego de simular un paraíso
con la
obsequiosa Carmencita,
en el Madison
Square
Garden de los valses de
Strauss
(hoy, muy a nuestro pesar, cueva
de boxeadores y ladrones),
escribe su famoso poema a la Sevilla,
canto que no antiDante
supuestamente
Dos Ríos,
cara
Lutecia del cubano, Carmen:
la de
los pies marxistas.
Porque Seol
mandó sus uñas a París,
murió Camus. La peste lo mató.
Pero en Orán, la ostra histórica fue
revelada con su muerte como
una cinta fotográfica, un
negativo del diluvio, un
a través de saxofón.
Lo que nos resguardó de la mayor
humillación:
Mi
pluma lo vengó.
Indecisión del texto
I
Huellas enanillantes de licores puestos
en asteriscos en mesas de cantinas;
la cabeza de Juan
el Bautista
monstruosamente mirando el chorro
de sangre en el mantel hilado; el pisco
con ginger-ale
en la bandeja.
Cosa de deshilar a una vedette en el banquete
frío del pescado atestado de lechugas inciertas
en hoteles lejanos; platillos con cigarrillos
en la Taberna Zela, con juglares en trance
que naufragaron siempre llamando poesía
a un cráneo inédito sobre los polvasales
de Comala. O el
fino Federico llamado
Lorca de la noche que se
puso íntima
y vio la silueta de Dante cruzar abstracta
hacia los callejones del exilio; y el arte
que no lo salva; ...porque a la postre
quizá nunca lo salvara.
Tal vez lo deja infiel, póstumo todo,
elaborado en la ebriedad de
unas calles peludas de terror.
Podría Dante exterminar su Obra. Pero
Virgilio, pero Portinari
y todo lo que se
hizo humo en esa noche resucita como
un animal que surge de la tierra entre
el apocalipsis de los neones y viejas fechas
periodísticas carcomidas como trofeos.
Podría; pero no sucede.
Y puesto que hay humasal ascendiendo
los aires que se derrumban bajo el alto
peso del aliento alcohólico, puesto que
la Eneida fue
escrita por Virgilio (el que
guió sospechosamente a Dante hasta la
Belleza que, en el Poema, fue encontrada,
pero que nosotros no encontramos), en el
aceite feroz de una ciudad enorme recordaremos
el asesinato de los Kennedy y el frío de las
novelas del patético Kafka, al margen de las
pupilas de los espectadores que se tocan,
que ven la Obra;
miran atónitos que ellos son el tema:
Dos vasos de cerveza en una mesa
y una terrible sed de conspirar
contra el infierno escrito.
octubre 1977
abandonaron París; cuando el Palais-Royal
cerró sus puertas, y el crispido de la leña
en el horno se desmorona, chasca y se torna
carbón; cuando esto, aquello y todo lo demás
pasó; y pasó la cigarra con alas de revólver;
y la fiebre pasó...
...fue en abril.
En la ligne du nord
número siete, no lejos
del sifilítico barón de los poetas malditos,
bajo una lluvia tenue, alta, profetizada, en el
panteón célebre de Montparnasse
sombrío,
soportando el chiquero de biógrafos maldados,
allí descansa el genio,
entre su enorme exilio y el hueso de su pan,
de nuevo solo, para siempre solo.
En la Comédie-Francaise,
en el capote
hundido del Café Regencia,
bajo el llanto
escabroso de la Guerra Civil. Apretado
a los puentes. Allí donde la cal del sueño
se hizo fuego, donde el hombre observó,
halló en sus jueves
a los larreas, mores,
lejards, oyarzunes que picoteaban
en su puerta el timbre de la celebridad.
Los que saldaron sueldos en la sangre
española. Los que airados, despectivos,
repetían: Esa mujer...,su
mujerzuela.
Los que afirmaron perdonarle deudas,
a César, el
ingrato.
Cosas repugnantes.
abandonaron París, vi a Vallejo
platicando con Vicente Huidobro en
un café. Lo vi muriendo en una clínica
barata, de pie, contra la muerte;
asesinado por los doctores,
sufriendo sin ofender.
y el recuerdo de una pianista cabalgando.
Vi a Georgette Vallejo bajo la lluvia tenue
de París, todavía golpeada por el macabro
hedor de los chiqueros, dirigiendo sus pasos
a la tumba por la ligne
du nord número siete,
sin odio a la
risita del Perú.
No lejos de los cerdos legendarios.
Cerca de Baudelaire
que le sonríe.
1977
Las flores de mis días
siempre estarán
marchitas
si la sangre del
tirano
está en sus
venas.
Rigoberto
López Pérez
he aquí que ni ella se lo cree.
las charlas revela que el ajusticiamiento
es introcable; y prosigue entre el mambo
ya afligido por ella, Casandra,
la Caída.
Alas desconcertadas se clavan en el techo.
De una época a otra se extravió la langosta,
y un periodista venido desde todas partes
alcanzó con un rayo esta visión:
el humo
de la pólvora es poema,
la pistola pura poesía.
¡Ay, Casandra,
ya anciana al borde
del contexto! De nuevo los atridas
avistan la langosta. Un milenio
engripado del Moro se descuelga.
asilan en los lechos, y he aquí
la cita, en la Piedad
frenante:
Y el
hierro afila y pagará el esposo
el
crimen de traerme, con su vida.
Y Casandra no
miente.
¿De qué le sirve a Agamenón
entonces
arrebatar de Príamo
las espadas,
enmurallar a Troya
con el fuego
si ha de tornar al diente de su loba?
Así acaban los reyes en las líneas.
Fuera del texto caen a balazos.
Hotel Plaza, Matagalpa/1983
¡Los clásicos..!
Fue necesario abrir el paraguas en una lluvia de edición
antigua.
viudo que un diletante de las ojivas de Notre Dame enciende en
su cigarro.
Jean-Paul Sartre con su pipa
junto a Cortázar en una
portada de revista inglesa: -pues jugábamos al póquer,
Carmen
-explicaba el aprendiz de pintor en su taller mortuorio
que se
nubla-, cuando
te hice el amor. Y de la Revolución
cubana,
en París, las meretrices creían que era fotonovela,
pues algo sucede
cuando llueve en
algún barrio latino, como un súbito fósforo en una
metáfora dentro
de una valija, y dentro vese la cabeza roja de una
serpiente como la
herida de un clavel en su torreón. Y es
que el Quijote
prepara la armadura a escondidas del lector de la Biblia, que de luz habla
de Moisés y de
gris dice de Söar, soñándose en su
cubeta paterna junto
a Cleopatra, pues no
desearás la mujer de tu prójimo, pero María del cuerpo
y María del alma se acuerdan de su Acapulco –nave al garete-, en que un
millón de Maldorores
cruzan, como garduños, tinieblas y mercados.
de los centauros
que fuman opio en Indochina; el asna de
Balaam sabrálo
y también acudirá a la cita de los ratones que
descomponen el reloj del Cid,
mintiéndonos eternamente en la hora precisa en que el
orgasmo y el violín
debieron acompasar la riña de los muslos en la catástrofe
de los camastros.
La hora exacta del crimen en el rapsodio que Homero dejó olvidado en el
hotel y el aprendiz de ciego (que escribe este soneto de
no sabía cuántos
versos en la hora en que lo corregía, porque el paraguas
se inclinó
y Mariola
abortó un no sé qué de ángel mentiroso) lo encontró como
un vómito en el tapete junto a una cuenta pendiente. ¡Por Marx!, una
cuenta que tuve que pagar toda mi sangre. Y nunca supe si Virgilio
supo que los
proletarios no poseen patria, por lo tanto se vive sin la vida
en la Palabra que el Pequeño
Larousse escenifica, y que Leonel Rugama
1975
(tema de Jericó)
a
Mario Cajina Vega
retratos todavía, ¡estos retratos!
Mismos que se despiden de sus moldes
en las conversaciones de las tardes
de té y las canastas. Las blancas ancianas
en sus poltronas despidiendo a Jonás
que no partió hacia Nínive
a cumplir
el mandato, sino, en las cinematecas
de New York se
apretó contra la
multitudinaria colección de momias,
y cayendo por entre las butacas fue
pisoteado por los pies de Cristina de Suecia
que para entonces emuló a Ninoshka
y fue la mujer de
dos caras: la Greta Garbo
arrastrándose con todo y su vejez
a la edad de Karonte,
empacada para
el infierno, viendo el muro de atrás
carcomido por las hormigas en el Studio
Sonoro, entre
la década de los ´20 y la
decadente argucia de los ´30, de donde
se alzarían, como las últimas copas
de la farsa, máximo intento de materializar
al fantasma, de empedrar el hilo de la idea,
acosar al pasado, la Brigitte
Bardot, la
Bergman,
Ava, Loren, Lollo y Christie,
en un siglo de golpes subterráneos, de
callejones con cascaduras de cazuelas
en oídos lejanos, de monjes fornicarios
arrastrando sus penas, las aguas del pecado
que con temor oímos en los lechos,
amarrados a una hembra.
Y el hotelero subiendo la escalera con un
cansancio póstumo, pareciera de blanco,
de lento y acabado, la momia de la época.
Hoy, en el bar San
Paulo, Av 33,
recuerdo la última fotografía de Cassius
Clay en el Madison Square Garden y su
multitud, el ritual perdido de una bailarina
antigua, una taza de té con un trago de ron.
podrir el pastel de los minutos como moscas;
y mientras Jorge Negrete levanta la cabanga
a la altura del Cid
(su Cid: el bebedor de
naipes y boleros, viéndolas), y el funerario
ron, memorioso y tranquilo, atisba a la
que pasan, saludan y se van;
¡estos retratos, poeta!
¿Dime tú algo
más, quién fue ese
amante que
burló al bueno de Lot
y quedó
sepultado bajo el arco
caído y la
ceniza?
Carlos Martínez Rivas
-Pero volví los ojos para atrapar al dios;
un cauce abrió la puerta de la pared cerrada
y salió el manantial como un toro de piedra;
se abrió el muelle del mar: de una ola rocosa
se desprendió el hocico, y vi a la virgen alta,
sibilina o maestra encendiendo la Sierra;
austera y obligada, sobre la peña de Gomorra
y Sión,
burlándose de los ángeles,
llamándolos
feos y sodomitas, serviles de ladrón, bizcos
idóneos, desde la cumbre de la ciudad de
piedra en el desierto, en el yermo antillano
que mana fuego y miel;
no en la polvosa Piura
sin forasteros,
ni en Macondo destartalado
por los telégrafos en los diluvios áridos...
Y como en un libro borroso se busca algún
pasaje, algo inaudito como lo mago, así
buscamos al autor: Y
su mujer volviendo a
ver atrás,
se convirtió en estatua de sal.
Y volviéndose, y nada le pasó.
...no estaba el dios.
Sus ángeles partieron
sin discursos, torpes por los insultos y
las pedradas, veloces y temerosos; mientras
la hembra, alta y vuelta de espalda,
a la ciudad volvía por lo perdido.
Y hacia Söar
los pobres alienados se
marcharon, llenos de sed, de sexo y de
vejez, sin entender aún el gran engaño
del dios
condenador, y la palabrería inicua
de sus ángeles
en rueda, vencidos por la
mujer en una riña de rocas habaneras.
a Heliette Ehlers
En otros países podríamos crecer
al margen de la muerte.
En Nicaragua no.
No en Nicaragua.
Fernando Gordillo
Miraste amor, esta mañana,
que no pasaron los jeepones..
Que no hubo llanto en la ciudad,
ni hambre, duelo ni
temor.
Miraste amor, esta mañana,
que por fin hubo paz en el país.
Será que terminó la tiranía.
Que al fin ya somos libres.
O es que nos mataron a todos en la noche
y hoy soñamos que
aún seguimos vivos,
¡en Nicaragua, amor,
en Nicaragua!
1978
¿Por qué están las erinnias
en los quicios de
las tabernas?
Hijas de ojos abismales se
besan en las esquinas. Nos llega el coro
de las cangrejas
trenzadas a altas horas.
En el cajón del piano cangrejas
destrozadas
pasan por el
ajenjo como por un revólver.
Sólo que nadie salva -excepto uno- ese
amparo de teclas añadido a la noche. El
ruido llega en la sangre de las niñas
perdidas, pero la memoria encoge
su terror en la cama:
y no poder dormir
y no poder dormir
De nuevo ese falso ir tras las pestañas
de las tinieblas. Bajo la sábana como
bajo la fosa, las hijas en sus oficios
sepultan los corazones, clavan el pico
rojo en el pecho quebrado.
Estamos sin esfinge
frente a la mayor
que llama, como un anuncio,
igual que sus hermanas.
Frente a la reyerta de la ciudad
en la noche de San Salvador,
aruñando la sábana
ella escarba buscando
el hueso de la luz.
La ciudad sabe su sino,
la suerte de la madre bajo
los cascos de las bestias,
atolillada por un ejército
de tal manera
que nadie pueda decir:
¡Ésta
fue Jezabel!
Hotel Alameda, San Salvador
uno de diciembre de 1984
Pero ¿dónde recuerdo los gritos que congelan
las pezuñas del ángel
siniestro como dios?
Está afeado el Olimpo. Con los hombres
convertidos en troncos el alba viene
ardiendo desde el anochecer.
se amontonan como brasa en los lechos.
Las erinnias en
los tabiques
adivinan lo peor.
Una pareja tiembla en la alcoba vecina
incomprensible al caos que mancha
la ciudad.
Se oye el canto del mar cercado por el gallo.
Puerto Cabezas
septiembre 1984
En esta web de la comunicación y la cultura desde el 29
de abril de 2004.