La Cultura: Definición, Conceptos y Síntesis
Interdisciplinaria
Pedro O. Vega
El
concepto de la cultura es uno profundo, muy rico en significado y vivencias. La
tarea de definir la palabra cultura
es una complicada y se atiene a que no se le haga justicia a todos los matices
que esta envuelve. De todos modos, uno tiene que hablar de la cultura para
evaluarla, criticarla y reformarla y antes de hacerlo, hay que definirla.
Presento
dos definiciones de lo que es la cultura y luego trataré de sintetizarlas en lo
que llamaré un patrón o matriz que sirva de crisol a lo que creo que debe de
ser una cultura saludable. Presento estas dos definiciones porque una enfatiza
el aspecto conceptual, semántico y sociológico de lo que es la cultura,
mientras que la otra definición incorpora el aspecto espiritual y trascendental
del ser humano. Empiezo.
La
cultura es un sistema simbólico de valores, creencias y actitudes el cual es
aprendido y compartido — un sistema que forja e influye a su vez las
percepciones y el comportamiento de los seres humanos que viven bajo ella.
La
cultura es entonces un esquema mental abstracto, un cianotipo que nos guía y
determina, muchas veces sin darnos cuenta, nuestra interpretación de la
realidad circundante.
La
cultura es algo aprendido. El ser
humano no viene al mundo con la cultura cinselada en su mente. A este proceso
de aprendizaje de la cultura se le denomina inculturación.
La
cultura es algo compartido por los
miembros de una sociedad. No existe
una cultura de uno, una cultura de un
solo ser humano, de un solitario.
La
cultura forma un agregado colectivo que forma a su vez un patrón, un modelo. Una
sociedad humana vive y piensa de una manera similar, en patrones definidos.
La
cultura es algo construido mutuamente por todos sus partícipes, en un
proceso dinámico e incesante de interacción social.
La
cultura es algo simbólico ya que sus
elementos constitutivos, la lengua y el pensamiento, se basan en símbolos y
significados simbólicos.
La
cultura es algo arbitrario, no está
basada en alguna ley natural extrínseco
a los seres humanos. Se puede decir que que la cultura es algo cuya existencia
se debe al antojo de la sociedad en
cuestión. Digamos por ejemplo, en la definición y el estándar de lo que es bello o estético.
La
cultura es algo internalizado,
habitual, dado por sentado, natural.
Cabe
decir también que la cultura no es solamente un conjunto de lo que una sociedad
dada considere bello, hermoso y natural. Es también el conjunto de sus
prejuicios, de sus defectos y de los elementos nocivos que amenazan la
viabilidad de su sociedad matriz.
Esta
última aclaración la introduje yo a la definición porque me parece muy
importante. Como la sique humana, la cultura — la sique colectiva de la
sociedad — tiene su lado oscuro, negativo y destructivo al cual hay que traer a
la luz, criticar y reformar.
Entiendo
que estoy introduciendo un elemento a la discusión que atenúa en algo el
concepto de la arbitrariedad de la
cultura. Encuentro de que puede haber algo que no me guste de una cultura y
para ello brindo un juicio moral y externo sobre ella. En el mundo de hoy, más
que nunca, es necesario hacer estos juicios.
No
creo ni abogo porque la arbitrariedad pueda o deba ser extirpada por completo
del patrón cultural. Para que un sistema sea verdaderamente dinámico tiene que existir un elemento
de arbitrariedad dentro de este. Suprímase la arbitrariedad de la cultura y lo
que se extirpa es la habilidad y el espacio de una sociedad para crecer y
reformarse. En fin, suprímase el factor de arbitrariedad de una cultura y lo
que se está logrando es anular y suprimir la libertad básica e individual de los seres humanos que constituyen
la sociedad y dan vida a la cultura. Se suprime la capacidad del ser humano de
actuar moralmente.
Considero
que la arbitrariedad inherente al quehacer cultural es el elemento central al
que hay que encauzar constructivamente para el ordenamiento de una verdadera
sociedad humanista y saludable. Esto se hace a través de la educación, en el
comienzo del proceso de inculturación y a través de las distintas etapas del
crecimiento humano, desde la niñez hasta la madurez. Es cada momento se tienen
que educar valores verdaderamente humanos que a su vez encaucen natural y
espontáneamente la cultura y la sociedad y se ejerciten individualmente en una libertad, definida no como la habilidad
o capacidad descontrolada de hacer lo que uno guste, sino como el ejercicio moral de discriminar y escoger lo correcto para uno mismo y para nuestro
prójimo, sin suprimir a su vez, la
libertad de nuestro prójimo a escoger por sí mismo.
Entonces,
es propio reconocer que el proceso de inculturación nunca se acaba, porque el proceso paralelo de valorización
humanista de la cultura es necesariamente incesante para que el imperativo
humanista se actualice constantemente en la sociedad y cultura dada. Solamente
así el ser humano individual, quien es el fin último del quehacer cultural,
pueda escoger libremente lo Bueno y rechazar lo Malo.
Por
supuesto, los valores humanistas que hay que aplicar a la cultura han sido tema
de discusión general, al menos desde la alborada de la Era de la Razón. Dos
corrientes compiten desde ese entonces por la lealtad de los impulsores del
arte, la literatura, la filosofía, en fin, de las humanidades todas: los que
abogan por un patrón cultural secular, agnóstico, y relativista, versus los que abogan por un patrón
cultural teísta, trascendental y católico — católico no primeramente en su
sentido religioso, más bien, en su sentido de universalista, multidisciplinario, que respete tanto el dato
científico como al ser humano, sin reducir a este último a mera materia
inteligente.
El
lado secularista de esta tendencia unificativa entre el conocimiento y la cultura,
le llama el científico Edward Osborne Wilson consilience (en castellano, ajuntar)
y se define como el entrelazamiento de hechos y teorías interdisciplinariamente
y la formación de un sistema simple y coherente de conocimiento y
entendimiento, es decir, de una epistemología
unificada. Esta gran unificación que se asemeja a la que se
busca en la alta física cuántica, también tiene una consecuencia radical: que
las divisiones que usualmente se encuentran en diversos textos académicos y que
en la práctica se ejercitan a través de la especialización; que estas
divisiones categóricas que se aplican cotidianamente para distinguir entre la
naturaleza y la sociedad, la materia y la mente, la biología y la cultura, las
ciencias y las humanidades, las artes y las ciencias sociales son tan obsoletas
como la antigua división que los astrólogos de antaño hacían entre el espacio
sublunar y supralunar.
Tenemos
que reconocer que 300 años de crecimiento científico ha derivado en una
civilización, una cultura cuasiglobal en la cual el ser humano se ha sentido
cada vez más alienado de la naturaleza, alienado el uno del otro, y alienado de
sus creaciones tecnológicas. El proceso católico de consilience, de entrelazamiento interdisciplinario, no funcionará
si no tiene toma en cuenta la dimensión trascendental del hombre y su carácter
irreducible. No nos debe sorprender entonces que sean los pensadores católicos
— aquí sí, tanto en su significado religioso como seglar — los que se hayan
dado cuenta de esta atomización
cultural e individual del ser humano de nuestro siglo. Desde ese punto de
vista, la alienación del hombre hacia Dios es la raiz de los demás
enajenamientos. La restauración de Dios y del destino trascendental del hombre
a su lugar adecuado es lo que restaurará a su vez la simbiosis que debe de
existir entre el hombre y su cultura, entre los hombres y la naturaleza, entre
los hombres entre sí, y entre el hombre y sus creaciones tecnológicas.
Aquí
nos enfrentamos a una paradoja: para adoptar un entrelazamiento verdadero entre
las diversas disciplinas del conocimiento, encontramos que tenemos que hacer
primero un acto de fe. Como mínimo,
este debe de ser un acto de fe en un Dios Creador y Justo, que recompensa
nuestras acciones de acuerdo a si avanzan o no el bien humano. Este acto de fe
requiere de una suspensión del juicio propio, a favor del experimento de la fe
y de la observación de sus resultados sobre la cultura humana.
Llegamos
entonces a nuestra síntesis, en la cual la observación sociológica y la
penetración milenaria de la teología católica se entrelazan, respetuosa cada
cual de las ventajas y límites de cada disciplina, en una definición
interdisciplinaria sobre el concepto, los medios, y los fines de una cultura
humanista. Esta correctiva católica nos lleva a definir la cultura de manera
afirmativa y no meramente neutral como un sistema
simbólico de valores humanos tenidos en común, de creencias y actitudes
solidarias, el cual es aprendido dentro de una familia y comunidad civil o
religiosa y compartido por los miembros de esa sociedad, para que dentro de
ella el hombre afine y desarrolle sus innumerables cualidades espirituales y
corporales; procure someter el mundo material responsablemente con su
conocimiento y trabajo; haga más humana la vida social, tanto en la familia
como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e
instituciones; y que finalmente, a través del tiempo exprese, comunique y
conserve en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que
sirvan de provecho a muchos, e incluso a toda la humanidad.