La comunicación social en la era de la globalización

Javier del Rey Morató*


Hay personas, y yo soy una de ellas, que piensan
que la cosa más práctica e importante en el
hombre es su punto de vista acerca del universo.
Gilbert Keith Chesterton

Introducción

La dificultad de hablar de la cultura política es anterior a esta categoría, y tiene su origen en la dificultad de alcanzar un consenso en torno a qué cosa sea la cultura. Moles nos recuerda que hay unas doscientas cincuenta definiciones de cultura (MOLES: 1967), lo cual da cuenta de los problemas que plantea el intento de alcanzar de manera unívoca el concepto anunciado en el título del artículo.

Como lo que nos interesa es decir algo sobre la cultura política, zanjaremos la cuestión de qué cosa sea la cultura partiendo del enfoque psicosocial: la cultura es la capacidad humana, en constante evolución, de interpretar y cambiar el entorno, adaptándose a él, en una praxis constitutiva de nuevos modos de realidad.

Los ciudadanos entramos en contacto con la cultura fundamentalmente por dos vías: la educación y el flujo de mensajes que nos llegan desde los medios de comunicación social. En la época humanista, los estudios proponían un esquema del universo de las ideas y de los conocimientos, que luego el individuo volvía a encontrar en el mundo adulto. Pero eso ha dejado de ser así, y hoy no existe una relación directa entre ellos (MOLES: 1967, 31), sobre todo desde la irrupción de la televisión.

La cultura, la despensa y la política

Bell reconoce que la cultura se ha convertido en el componente más dinámico de nuestra civilización, en un impulso en el que la idea del cambio y de la novedad llevaron a la búsqueda de lo nuevo. Bell escribe que la idea de una o varias elites que conducen la vanguardia indica que el arte y la cultura modernos nunca se permitirían servir como reflejos de una estructura social subyacente -como afirmaría el marxismo-, sino que iniciarán la marcha hacia algo nuevo. Y esa idea misma de avanzada, una vez que se ha visto legitimada, sirve para institucionalizar la primacía de la cultura en los campos de las costumbres, de la moral y, en última instancia, también de la política.

Si Marx observaba que el modo de producción condicionaba el resto de las dimensiones de una sociedad, y la cultura, como ideología, reflejaba una subestructura y no podía ser autónoma, Belll encuentra sorprendente lo que pasaba en los Estados Unidos: la radical separación entre la estructura social -el orden técnico-económico- y la cultura. Si la estructura social seguía regida por un principio económico definido en términos de eficiencia y racionalidad funcional, la cultura se había vuelto pródiga, promiscua, dominada por un humor anti-racional, anti-intelectual, en el que el yo empezaba a ser considerado la piedra de toque de los juicios culturales, y el efecto sobre el yo era la medida del valor estético de la experiencia.

La estructura del carácter heredada del siglo XIX, con su exaltación de la autodisciplina, la gratificación postergada y las restricciones, seguía respondiendo a las exigencias de la estructura tecno-económica, pero chocaba violentamente con la cultura, donde aquellos valores burgueses empezaban a rechazarse, paradójicamente, en parte por la acción del mismo sistema económico capitalista y su incitación al consumo y a la vida hedonista.

El hedonismo se había convertido en la justificación cultural, si no moral, del capitalismo. Y en el "ethos" liberal que ahora prevalece, el impulso modernista, con su justificación ideológica de la satisfacción del impulso como modelo de conducta, se ha convertido en el modelo de la ¿imago? cultural. Aquí reside la contradicción cultural del capitalismo. En esto ha terminado el doble vínculo de la modernidad (Bell: 1977, 33).

En la cultura política de los Estados Unidos el problema es hasta qué punto la democracia es compatible con el imperio (Bell: 173), y en la cultura política de los países de América Latina el problema es hasta qué punto es compatible la democracia con el fracaso político y económico. Si en la era preindustrial el recurso fundamental era la tierra, y en la era industrial era la maquinaria, en la era postindustrial son los conocimientos los que aparecen como el recurso capaz de cambiar el orden de las cosas.

En la sociedad de la información, el manejo y la interpretación de la información es un recurso inestimable, y sólo puede impulsarse desde una educación planteada en términos prospectivos, y no anclada en la legitimidad de unos contenidos impuesta y legislada por el pasado: la educación tiene que estar orientada desde una imagen del futuro que se quiere conquistar, para impulsar el presente en función de ese objetivo.

La cultura política, un concepto de múltiples dimensiones

La sociología política entiende que la cultura política es un concepto de múltiples dimensiones (Pye: 1974, 323), amplio, híbrido, mestizo, que incluye aspectos tan variados como las actividades, creencias, ideales políticos y sentimientos que ordenan y dan significado a un proceso político, y que suministran las normas fundamentales que rigen el comportamiento del sistema político.

La cultura política incluye aspectos objetivos? las instituciones, sus funciones, y la información sobre ellas-, y aspectos subjetivos, esto es, la dimensión psicológica de la política, que incluye variables tan relevantes como las siguientes: el sentimiento de pertenencia; la demanda identitaria; las mociones ante el nosotros colectivo y los símbolos que lo enuncian y actualizan: bandera, himno, anagrama del partido, el líder; la necesidad de protección ante los riesgos, de origen endógeno o exógeno, que pueden amenazar a la sociedad.

El concepto de cultura política responde a una pretensión: integrar los hallazgos de la psicología con los recursos de la sociología, y los conceptos y categorías de la ciencia política, toda vez que la complejidad del campo fenomenológico abordado no consiente la aproximación en términos de una sola disciplina, y exige una coalición transdisciplinar, capaz de desentrañar su complejidad.

Probablemente ninguna otra actividad social incide sobre una gama tan amplia de emociones como la política (PYE: 1974, 327), y la cultura que se forma en torno a esa actividad es un producto de los medios de comunicación, que actúan sobre un sujeto cuya mente ha sido conformada por el entorno cultural: las instituciones políticas y las aulas.

Los medios y los periodistas, constructores semánticos de insumos y productos

Conceptuar la vida política como sistema, ofrece más ventajas que inconvenientes, sobre todo si entendemos la vida política como un sistema abierto, y consideramos los tipos de intercambios que ese sistema mantiene con su ambiente, y la manera en la que los miembros del sistema responden a ese intercambio. La cultura política sería el repertorio de informaciones, conocimientos, hábitos perceptivos y orientaciones psicológicas que rigen las relaciones entre sistema y ambiente.

La cultura política puede entenderse como sistema de conducta, con sus input y sus output, abierto a las influencias del ambiente, en el que pueden observarse respuestas, generadas por los miembros del sistema, que pretenden regular o controlar la tensión que procede de fuentes ambientales como internas, y en el que se produce el feedback. Una cultura propia de un sistema político abierto no se parecerá a una cultura de un sistema político cerrado, diferencia que no necesita de más explicación si pensamos en la cultura norteamericana, francesa o italiana, y en la cultura cubana, libia o china.

El sistema abierto puede reducir la entropía, a través del tráfico de insumos (apoyos y demandas) y productos (políticas públicas), en tanto que el sistema cerrado la embalsa, la acumula y la convierte en pretexto para la legitimación de la represión.

¿Cómo se comunica la tensión procedente del ambiente al sistema político? En la cultura política de la moderna democracia, las relaciones entre el ambiente y el sistema político adquieren la forma de insumos, y atraviesan los límites del sistema político a través de los medios de comunicación.

El periodista contribuye a conseguir la homeostasis social, aunque la cuestión de si su trabajo forma parte del control social o de la cultura compartida sea discutible, entre otras cosas porque buena parte de lo que pasa por cultura compartida puede interpretarse como control social de los comportamientos.

La cultura y los medios de comunicación

La teoría de la cultura de masas -escribe Habermas- estudia los fenómenos de la integración social de la conciencia a través de los modernos medios
de comunicación de masas. El filósofo recuerda el análisis escéptico de Adorno ante la cultura de masas, que contrasta con las esperanzas de Benjamin, sobre la supuesta fuerza emancipatoria de la cultura de masas. Habermas afirma que el análisis de Adorno es insuficiente, porque no tiene en cuenta el carácter radicalmente ambivalente del control social ejercido a través de los medios de comunicación de masas.

Habermas escribe que los medios de comunicación de masas constituyen reforzadores técnicos de la comunicación lingüística, que salvan distancias en el tiempo y en el espacio y multiplican las posibilidades de comunicación, que adensan la red de acción comunicativa, pero sin desenganchar las orientaciones de acción de los plexos del mundo de la vida. Ciertamente que la formidable ampliación del potencial de comunicación está, por ahora, neutralizada por formas de organización que aseguran flujos de comunicación en una sola dirección y no flujos de comunicación reversibles(Habermas: I, 473).

El filósofo alemán recuerda el análisis de Horkheimer y Adorno: los flujos de comunicación sustituyen a las estructuras de comunicación que antes habían hecho posible el debate público. Los medios electrónicos ?el cine, la radio y la televisión-, se presentan como un aparato que penetra y se adueña por entero del lenguaje comunicativo cotidiano, con dos consecuencias: transmutan los contenidos auténticos de la cultura moderna en estereotipos neutralizados y "aseptizados" de una cultura de masas; una vez depurada de todos sus momentos subversivos y trascendentes, integran la cultura en un sistema omnicomprensivo de controles sociales encasquetado a los individuos, que en parte refuerza y en parte sustituye a los debilitados controles internos.

Habermas escribe que los medios de comunicación liberan a los procesos de comunicación de la perspectiva provinciana que suponen los contextos limitados en el espacio y en el tiempo, y hacen surgir espacios de opinión pública, implantando la simultaneidad abstracta de una red virtualmente siempre presente de contenidos de comunicación muy alejados en el tiempo y en el espacio, y poniendo los mensajes a disposición de contextos multiplicados.

Los medios y el horizonte de las comunicaciones posibles

Esos espacios públicos creados por los medios de comunicación social jerarquizan el horizonte de comunicaciones posibles, a la vez que eliminan sus barreras, aspectos ambos que son indisociables, y en ello radica la ambivalencia de su potencial. Los medios canalizan de forma unilateral los flujos de comunicación en una red centralizada, del centro a la periferia, de arriba abajo, y pueden reforzar la eficacia de los controles sociales.

Pero ese potencial de control es siempre precario, pues las propias estructuras de la comunicación encierran la posibilidad de un potencial de emancipación: los medios pueden acaparar y condensar de forma simultánea los procesos de entendimiento, pero el flujo de información que transmiten no consigue blindarse contra la posibilidad de que los actores lo cuestionen.

Si bien sabemos que las investigaciones sobre audiencia y la influencia de la comunicación apoyan la línea argumental impulsada por la crítica de la cultura -Adorno, entre otros-, Habermas nos recuerda las siguientes contradicciones:

El filósofo habla de la ambivalencia del potencial de influencia de los medios de comunicación social, en un mundo en el que se manifiestan nuevos problemas y nuevas demandas. La capacidad de protesta social sobrevive al clásico conflicto de clases, y surge ahora en otras líneas de conflicto, que se desvían de los patrones típicos de los conflictos originados en torno a la distribución: ya no se originan en los ámbitos de la reproducción material ni se canalizan a través de partidos, o sindicatos, ni admiten solución con recompensas de tipo económico. Los nuevos conflictos guardan relación con la defensa y restauración de las formas de vida amenazadas o con la implantación de nuevas formas de vida, y no se desencadenan en torno a problemas de distribución, sino en torno a cuestiones relativas a la gramática de las formas de la vida (Habermas: II, 556).

Esos conflictos expresan un cambio de valores, un cambio de temas, un alejamiento de la vieja política, centrada en torno a cuestiones de seguridad económica y social, de seguridad interna y de seguridad militar, y una orientación hacia una nueva política, lo cual equivale a decir que estamos ante una nueva sensibilidad, y una nueva cultura política: sus asuntos son la calidad de vida, la igualdad de derechos, la autorrealización individual, la participación y los derechos humanos.

Si la vieja política es defendida por empresarios, trabajadores y clase media empleada en la industria y en el comercio, la llamada nueva política tiene su mercado en la nueva clase media, en la generación joven y en los universitarios.

Algunas preguntas sobre la cultura de los ciudadanos

Una cultura política es el patrón de actitudes individuales y de orientación psicológica que los ciudadanos tienen para con los miembros de su sistema político. Es la dimensión psicológica del sistema político (Almond y Powell: 1972, 50), y responde a dos imperativos: el de integración, y el de construir una identidad colectiva, noción mítica, pero no por ello menos necesaria para el grupo humano y para la estabilidad del sistema.

El concepto de cultura política permite poner en relación la teoría psicológica con el funcionamiento de la totalidad del sistema político (Pye: 1974, 328), y consiste en las creencias, valores y capacidades que son comunes a la totalidad de la población, y también a las tendencias especiales, modelos y patrones que sólo pueden encontrarse en sectores particulares de la sociedad. Estos autores hacen suyo el esquema parsoniano de las tres orientaciones psicológicas en las que pueden estar instalados los ciudadanos ante las instituciones y los actores que están o aspiran a estar al frente de ellas: cognitiva (información), afectiva (sentimientos) y evaluativa (valores). Las tres dimensiones están interrelacionadas y pueden combinarse de diversas maneras en un mismo individuo.

Harold Lasswell, autor del célebre modelo de la comunicación ¿quién dice qué, a quién, por qué medio, con qué efectos[1]-, propone que el ciudadano se plantee su propia situación como receptor de los mensajes mediáticos, contestando a estas cinco preguntas: (1) ¿Cuál es mi especialización principal? (2) ¿Qué tipo de personalidad es el mío? (3) ¿Cuáles son mis lealtades y preferencias en cuanto a programas políticos y actitudes colectivas? (4) ¿Qué relación guardan la especialización, la clase y la personalidad con la distribución de valores tales como el respeto, seguridad y renta en mi ciudad, en mi región, en mi nación, en mi continente, en mi mundo? (5) ¿Qué cambios ha registrado mi posición en el curso de mi vida, y cuáles son sus probables modificaciones antes de mi muerte? (LASSWELL: 1974,22)

Pero preguntas más relevantes que esas, para definir la cultura política de un individuo, son, a nuestro parecer, las que agrupamos en el cuadro siguiente.

Cuestionario sobre la cultura política de los ciudadanos

¿Qué interés manifiesto por la política?

¿Qué aprecio más en los mensajes de los líderes: la información, los valores, o los sentimientos?

¿Qué orientación pretende disparar en mí tal o cual candidato en una campaña electoral, y en qué orientación me instalo cuando voy a un mitin del candidato al que pienso votar?

¿Qué orientación preside mi relación con la nación, con el partido, con el líder, con la izquierda, con la derecha, y con el presidente de la nación?

¿Soy sujeto u objeto de la comunicación política, dueño y señor de mi cultura política es decir, ciudadano, o recipiendario pasivo de una cultura política elaborada a mis espaldas y a mis expensas, es decir, súbdito de la comunicación y siervo de las estrategias de comunicación decididas por otros?

¿Cuántas horas dedico al día al periódico, a la radio, a la televisión?

¿Cuáles son mis hábitos de exposición a los medios de comunicación, qué busco en ellos, y qué orientación psicológica predomina en mi relación con los productos que me ofrecen? En otras palabras: ¿busco información, formación, entretenimiento, cultura? En definitiva: ¿compromiso o evasión, implicación o fuga, enriquecimiento o naufragio?

¿Considero que el pago de los impuestos es algo revolucionario, símbolo y expresión de la solidaridad para con mi sociedad, o me afilio a la evasión fiscal?

Si soy creyente, ¿qué actitud tengo hacia el no creyente, o hacia el que pertenece a otra religión? Si no soy creyente, ¿qué actitud tengo hacia los creyentes, y hacia las instituciones religiosas?

¿En qué términos percibo al otro, al diferente, que pertenece al país que está al otro lado de la frontera, o que trabaja en mi país como inmigrante?

¿Qué componentes del mundo de la vida (Habermas), qué convicciones del mundo teóricamente aproblemáticas estoy dispuesto a admitir como problemáticas: el Estado nacional en el que vivo, la legitimidad de las instituciones, el nacionalismo como referente de mi identidad?

Con las respuestas a esas 11 preguntas, ¿puedo definir mi cultura política como la de un individuo de mente abierta o, por el contrario, como la cultura política típica de un individuo de mente cerrada? ¿Está orientada y condicionada por el pasado, o está orientada hacia el futuro, e impulsada por él?

Una respuesta a estas cuestiones puede aclarar el confuso mapa cognitivo en el que vive el nacionalista, y puede darle a individuos y grupos el método para actuar sobre su cultura política, modificándola, perfeccionándola, enderezando todo lo que en ella está torcido, y asumiendo su destino.

Los guiones y las culturas políticas

El análisis transaccional afirma que los sucesos dramáticos que ocurren en la existencia de un individuo, los roles que aprende y representa, son determinados por un guión. Un guión psicológico es la continua programación que una persona hace de su propio drama, en el que se dispone lo que la persona va a hacer con su vida y cómo lo va a hacer.

Y los guiones culturales son las normas dramáticas aceptadas que surgen en una sociedad, que son determinadas por suposiciones expresas o tácitas, aceptadas por la mayoría de los ciudadanos. Los guiones culturales reflejan lo que se suele llamar el carácter nacional, y Berne afirma que un mismo drama puede repetirse a través de varias generaciones, que interpretarían el mismo guión cultural.

Un guión puede contener temas de sufrimiento, persecución e infortunio (los judíos), y pueden contener temas de creación de imperios (los romanos, los británicos, los españoles, los norteamericanos).

En una cultura suele haber guiones más frecuentados que otros, y cuando una masa crítica de ciudadanos persigue asuntos diferentes a los tradicionalmente aceptados por su cultura, el estilo dramático de la cultura empieza a cambiar. En el seno de un Estado existe la subcultura de la izquierda y de la derecha, subculturas religiosas, o subculturas de la ciudad y del campo.

Una investigación sobre la cultura política rioplatense podrá preguntarse cuál es el guión de los empresarios, cuál el de la clase política y, en esta categoría, cuál el de los peronistas, preguntas, todas ellas, que arrojarían una información inestimable sobre la grave crisis que padece Argentina, que no es económica, política o social, aunque tenga dimensiones económicas, políticas y sociales.

Muchas veces acontece que urge percibir como problemático lo que hasta ahora ha conseguido sobrevivir como aproblemático, exento de la discusión, blindado contra la crítica, instalado en una suerte de santoral laico: los modos y maneras de hacer política, la propia estructura estatal en la que se hace política, y la ideología que legitima ese quehacer: el nacionalismo.

El conocimiento del guión de la subcultura de la izquierda latinoamericana, que vio en la URSS, y en la Cuba de Castro, el paradigma de la sociedad ideal, cuya conquista merecía todo tipo de sufrimientos, dejará al descubierto su pobreza conceptual para modificar un estado de cosas sin duda alguna deficitario.

El conocimiento del guión de la subcultura de la derecha latinoamericana no saldrá mejor parado, sobre todo si lo confrontamos con el guión de la cultura wasp -blancos, anglosajones, protestantes-, que se impuso en las antiguas colonias del Imperio Británico, con un éxito que contrasta con el fracaso de la cultura política latinoamericana.

La cultura política latinoamericana ante el desafío del nuevo milenio

Paz decía que no ha habido pensamiento crítico en nuestra lengua, y que bailamos fuera de compás. Paz se remonta al proceso de la independencia para buscar las causas del problema latinoamericano, y dice que aquel comienzo fue una pura negación, una ruptura y una desintegración.

Y Uslar relata la manera de proceder de los próceres de aquellas repúblicas, que actuaron a la manera española: de una manera quijotesca y casi mágica dejaron de lado la realidad para crear de la nada las más perfectas instituciones políticas que había imaginado la ideología racionalista. No hubo ninguna coherencia entre instituciones y realidad cultural y social.
El resultado fue el fracaso de las Repúblicas de la primera hora y el surgimiento de la única institución autóctona que la América Latina ha producido en su agitada historia: ¿el caudillismo rural? (Uslar Pietri: 1981, 240).

El venezolano recuerda que la primera constitución hispanoamericana, que se promulga en Venezuela en 1811, le hace decir a Bolívar que aquellas instituciones sin respaldo en la realidad son repúblicas aéreas. Afirma que se trata del nominalismo hispanoamericano, que consiste en creer que el nombre de la cosa es la cosa, y que proclamar la república es la república, y que decretar la igualdad es la igualdad. Uslar recuerda que la división de Europa entre Reforma y Contrarreforma se refleja en América: unos crearon el capitalismo, el racionalismo y la democracia, y otros se mantuvieron fieles a la herencia medieval del absolutismo, a la economía señorial y servil, y al predominio del dogma religioso (Uslar Pietri: 1974, 16). Cuando Carlos II celebra un Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid, Descartes escribe en La Haya el Discurso del Método, en Londres se fundan la Royal Society y el Banco de Inglaterra, y Newton desarrolla la física. A la hora en que nacía el capitalismo, se formó un país para la inquisición, la cruzada y la salvación del alma (Uslar Pietri: 1974, 102).

Paz coincide en ese diagnóstico: somos hijos de la Contrarreforma. En México la ortodoxia católica adoptó la forma filosófica del neotomismo, un pensamiento a la defensiva frente a la modernidad naciente, y más apologético que crítico (Paz: 1986, 152). El escritor recuerda que en el siglo XVII la sociedad mexicana era más rica y próspera que la norteamericana, situación que se prolongó hasta la primera mitad del XVIII. México era superior a Boston, y Puebla era superior a Filadelfia. Pero en menos de medio siglo todo cambió. En las pequeñas comunidades religiosas de Nueva Inglaterra -escribe- ya estaba en germen el futuro, es decir, la democracia política, el capitalismo y el desarrollo económico y social. México se independizó de España, y cambió sus leyes, pero no sus mentes, no sus realidades sociales, económicas y culturales.

En 1820 Estados Unidos tenía un PIB de 12 mil millones de dólares. En 1900, el PIB había subido a 313 mil millones, y hoy alcanza a más de 10 billones, es decir, casi mil veces el de 1920 .

Paz añade que el gran número de constituciones que se han dado en aquellas repúblicas revela la fe de los latinoamericanos en las abstracciones jurídicas y políticas, herencia secularizada de la teología virreinal (Paz: 1990, 162). La independencia cambió nuestro régimen político -escribe- pero no nuestras sociedades. Ese estatuto aéreo de aquellas repúblicas se manifiesta en la confesión que hace Uslar: en la Universidad Central de Venezuela no existe una cátedra de lengua, historia y cultura del Brasil, pero sí una cátedra de esperanto (Uslar Pietri:1988, 192).

La cultura política nacionalista en América Latina

La historia del siglo XX no fue la historia de la lucha de clases sino la de los nacionalismos combatientes (Paz: 1986: 67). La cultura política nacionalista en los países de América Latina, como en los de Asia y los de África, es un fenómeno de importación, de origen europeo. Se suele decir que una nación es un grupo de personas unidas por un error común acerca de sus antepasados, y un disgusto común por sus vecinos (Deutsch: 1971, 11), malentendido que fundó no pocas construcciones políticas notables, pero que pertenece al pasado.

Como fenómeno de masas que es el nacionalismo ha sido útil para integrar sociedades menores en un Estado común, y para que los individuos puedan identificarse con símbolos comunes, sentir una gratificación al considerarse miembros de un grupo tan egregio como improbable, y participar de una comunidad de comunicación, cuyos mensajes se privilegian sobre los mensajes que comparte el grupo vecino.

Aspecto relevante de la cultura política latinoamericana es la democracia, pero la caída de los regímenes militares, en los años ochenta, no puede llamarse democratización. Abolir las dictaduras militares e instaurar elecciones libres no justifican por sí solos que podamos hablar de democracia: las desigualdades sociales aumentan, los derechos humanos se violan con frecuencia, y la conciencia de ciudadanía está ausente en la mayor parte de los países del continente (Touraine: 1994: 389).

Desde una perspectiva cuantitativa -y sólo desde ésta-, podemos suponer que es un éxito mantener una veintena de repúblicas inverosímiles, una veintena de ejércitos simbólicos -inútiles, inservibles-, una veintena de bancos nacionales -emiten monedas que nadie reconoce al otro lado de la frontera-, una veintena de deudas nacionales -nadie sabe cómo se van a pagar-, una veintena de escaños en la ONU, una veintena de ministros de asuntos exteriores, y un impresionante despliegue de dos mil o tres mil embajadas en el mundo, y otros tantos consulados.

Ante esa inmensa presencia internacional, China debe sentirse seriamente acomplejada: poco más de un centenar de embajadas, un solo ejército, y un solo escaño en la ONU.

El nacionalismo es mal consejero y peor guía, y genera graves escotomas cognitivos, zonas de la realidad que, simplemente, no se ven. Como toda ideología, concede a sus creyentes una triple despensa: intelectual, práctica y moral (Revel: 1989, 144). La despensa intelectual ayuda a retener sólo los hechos favorables, o a inventarlos, y a negar otros, impidiendo que sean conocidos. La despensa práctica proporciona recursos para restarle valor a los fracasos, mediante explicaciones que los excusan o los minimizan. Y la despensa moral suministra recursos axiológicos, valorativos, para atribuir moralidad, bondad y legitimidad a determinados actos, comportamientos e instituciones, que encuentran justificación en función de un fin -en este caso, el fin nacionalista-, considerado incuestionablemente valioso. La triple despensa funciona a tiempo completo para que no se vea otra cosa que la incuestionable y sacrosanta soberanía nacional de la república de tal y cual.

La política económica, que era la principal herramienta de gestión del largo plazo, y el principal instrumento de cohesión entre los colectivos identitarios, experimentó un cambio notable, por la disociación creciente entre el sistema económico y el sistema político (Verón, 1998, 229). La economía se hizo más autónoma, se distanció de lo político, y lo político quedó reducido a un ámbito estrecho, que en el caso de algunos Estados nacionales es poco más que una realidad municipal.

Y no tiene el menor interés hablar de la crisis de la identidad nacional, o lamentar la pérdida de la misma, pues ¿qué importancia tiene la esencia nacional -esencia que sólo existe en la mente enfermiza del nacionalista-, frente a Microsoft, CNN, Time Warner, America On Line o Sony, por no decir, los EEUU?

Como decía Moles, antes el individuo veía reflejada y reproducida en la realidad la enseñanza que recibía en las aulas, y ahora las aulas se han quedado antiguas, sobre todo cuando alguno de sus contenidos han envejecido de manera acelerada: hoy todo pasa por los medios de comunicación. Y en la era de la información la propiedad más relevante ya no se mide en kilómetros cuadrados: hablamos de las radiofrecuencias, del espacio electromagnético -por el que circula la información-, que está disponible en millones de ordenadores personales, teléfonos móviles, y emisoras de radio y de televisión. En los Estados Unidos la industria audiovisual ocupa el segundo lugar en los ingresos por exportaciones, y da trabajo a un millón trescientas mil personas (García Canclini: 2002, 58). ¿Cuál es el poder de un Estado latinoamericano en el mercado globalizado de la comunicación?

El nacionalismo supone un estado mental que concede a los mensajes, recuerdos e imágenes nacionales, un status preferido en la comunicación, y un peso mayor en la toma de decisiones (Deutsch: 1981, 352), lo cual supone un desastre cognoscitivo y cultural, como el que padecía aquel profesor de "Literatura Nacional" que no conseguía terminar con dignidad el curso académico, ante la dificultad de tener que explicar a autores que en ninguna otra parte del mundo se tomarían en serio, y cuyo único mérito conocido era haber nacido "en el suelo patrio".

O el que lastraba la tarea de aquel profesor de Historia Nacional y Americana que estuvo todo el curso explicando lo que había sucedido en una pequeña aldea entre 1811 y 1820. Nada importante había acontecido -eso era lo de menos-, y el curso se saldó con una ignorancia completa de la Historia Americana, y con un argumento inapelable del profesor: no hubo tiempo para más. Son ejemplos de la devastación que una cultura política puede producir en la cultura de los ciudadanos de un país.

Esa sentimentalización de las diferencias locales, que en la época moderna ha adoptado la forma de nacionalidad y nacionalismo (Lasswell: 1976, 194), está en peligro de convertirse en una trampa cognoscitiva en tiempos de paz, y en una trampa mortal en el evento de una guerra, razón por la cual ha crecido el sentimiento de que el nacionalismo está dejando de ser legítimo (Deutsch: 1981, 362).

La búsqueda de la identidad, un pasatiempo de sociólogos desocupados

Las estructuras políticas, las constituciones, no son sino formas de la cultura, y no es posible trasplantar y adaptar formas políticas e instituciones estatales de una cultura a otra, porque la realidad subyacente termina por imponerse y adulterar la forma y el resultado del injerto (Uslar Pietri: 1981, 271).

El venezolano reconoce que la América Latina no ha creado una filosofía o un pensamiento original, y tampoco ha creado una ideología nueva o una escuela de pensamiento. Martí advertía ese aspecto deficitario alarmante de la cultura latinoamericana, tan propensa a impulsar injertos improvisados: se entiende que las formas de Gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales, que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas, que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena? escribe el cubano, y concluye afirmando que la colonia continuó viviendo en la república (Martí: 1971: 121).

¿Cuáles son las ideas absolutas que, en este tercer milenio, han de ponerse en formas relativas, para ser viables, para no caer por un yerro de forma? Se nos ocurren las siguientes: soberanía, identidad, nación, nacionalidad y nacionalismo, con sus acompañantes, historia nacional?, literatura nacional, o cualquier otra realidad que reciba esa adjetivación. Pedir su extinción sería una pura desmesura, y adolecería de lo mismo que criticamos -la falta de realidad de la propuesta-, pero advertir que todas ellas, para ser viables, han de ponerse en formas relativas, no es una insensatez.

En un viaje que el autor de este artículo realizó a alguna de aquellas "repúblicas aéreas" se topó con un nacionalista, hondamente preocupado por los riesgos que se cernían sobre la esencia de su nación, y sobre su identidad colectiva.

La famosa búsqueda de la identidad es un pasatiempo intelectual, a veces también un negocio de sociólogos desocupados (Paz:1990, 55), y el filósofo Gustavo Bueno denuncia esa búsqueda, pues la identidad cultural es sólo un mito, un fetiche, y en la estrecha mentalidad que lo mantiene se entiende que dejar que se destruyan o que se contaminen tales esencias sería algo equivalente a un sacrilegio, constituiría la aniquilación irreversible de una realidad esencial que, por serlo, se presenta como incondicionalmente valiosa en el concierto de los seres, y digna de ser conservada a toda costa y en toda su pureza (Bueno: 1996, 158).

El extraño pacto de los conjurados

De lo dicho hasta aquí se colige que una actuación sobre la cultura política supone un esfuerzo mancomunado, en el que los medios no son la principal instancia. Lo primero es el consenso sobre el cambio necesario. Lo segundo es la iniciativa política, desde las aulas, y desde un esfuerzo impulsado por el futuro, en una actitud prospectiva y abierta a los nuevos ámbitos que exige la globalización.

Un poema de Borges, probablemente el último que escribió (Borges: 1985, 97), relata una conspiración urdida en algún lugar de Suiza, a finales del siglo XIII, y sus primeros versos dicen así:

En el centro de Europa están conspirando. El hecho data de 1291. Se trata de hombres de diversas estirpes, Que profesan diversas religiones y hablan en diversos idiomas. Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.

Aquellos conjurados levantan una torre de razón y de firme fe, diríamos que se dejan de pamplinas, adoptan el sentido común, y consideran que las diversas religiones y los diversos idiomas no son un obstáculo para el acuerdo y la asociación.

Aquellos conjurados deciden algo sorprendente, insólito, de duraderas consecuencias: toman la extraña resolución de ser razonables.

Hace veintiocho años, después de ciento sesenta y tres años de desgracias y de exclusiones -el siglo XIX español empezó en 1812, y terminó una noche de febrero de 1981-, los conjurados se reunieron en Madrid, y tomaron la extraña decisión de ser razonables. Aquello se llamó la transición, y nos toca el inocultable honor de haber trabajado en aquel momento histórico para el presidente Adolfo Suárez.

Las transiciones no son trasplantables, pero siempre se puede tomar nota de la cultura política que las impulsó: la cultura del pacto y de las concesiones mutuas (Berlín: 1992, 35 y ss.), una cultura política pragmática, orientada hacia los problemas y no hacia la ideología, abierta al cambio, que renuncia a la clausura nacionalista, y hace una importante cesión de soberanía -la política exterior, la economía, la prerrogativa de acuñar moneda propia, la defensa-, a favor de instituciones supranacionales.

En el último cuarto del siglo XX España cerró un largo período histórico iniciado en 1492. La novedad es que España cambió de cultura política. Aquel cambio político de los años setenta se vio acompañado de revistas como Cambio 16, y periódicos como El País y Diario 16, que propiciaron una nueva comunicación, coadyuvando a la creación de una cultura política diferente, abierta, encandilada por el cambio, que rompía con el pasado, y apostaba por la tolerancia, por el pluralismo, por el desafío del futuro y por la modernidad.

Sabemos que la cultura política que conviene a la democracia es la cultura cívica (Almond y Verba: 1963: 17), y ella sólo puede triunfar cuando prospera una orientación cognitiva hacia las instituciones, las políticas públicas y los protagonistas que las impulsan desde las instituciones. El orden tecno-económico o estructura social, el orden político y la cultura tienen que converger, impulsando una nueva cultura política, que incorpore a los latinoamericanos a la historia, para ser sujetos y no objetos de la política internacional.

Si en la España de finales del siglo XX prosperó esa torre de razón y de firme fe, esa insólita decisión de ser razonables, no vemos por qué no puede prosperar en los países latinoamericanos.

Se trata de desterrar la desafortunada oposición, inventada por José Enrique Rodó, entre Ariel (América Latina) y Calibán (Estados Unidos), como ideología y coartada para ocultar lo que no es sino un fracaso de la cultura política nativa. Rodó habló de manera impropia de Grecia, y de la resurrección de cierto espíritu griego, sin reparar en que Grecia tuvo también una economía, y una fuerza militar, y una política del mar, y un orden social riguroso, que formaron las bases sobre las que pudo desempeñar su papel histórico. Anclado en el mundo de las bellas palabras, Rodó no se dio cuenta de que era suicida renunciar o ignorar a favor de otros el mundo de las realidades (Uslar Pietri: 1974, 193). Una vez más, un festín de palabras sin ninguna realidad, puro nominalismo latinoamericano.

Final

Es un hecho inocultable que, aunque algunos productos de la cultura latinoamericana son admirados en todo el mundo, su cultura política es un fracaso, y su situación económica y social es un espanto. Aunque toda generalización tiene sus riesgos, puede afirmarse que la veintena de Estados surgidos en el siglo XIX, con su endeble economía, con su escasa o nula investigación, con la cultura política cantonalista y clientelista, con sus fuerzas armadas inverosímiles, ya estaban en el pasado cuando nacieron: en aquellos días, al otro lado del mapa, existían los Estados Unidos, la construcción política más novedosa de la modernidad.

Y hoy, en plena era de la globalización, esos Estados están algo más en la antigüedad de lo que estaban en 1950. En aquellos años Leopoldo Zea escribió que los americanos, tanto los de origen sajón como los de origen latino, tienen la idea de encontrarse al margen de la historia, fuera de la historia. Pero si los primeros asimilaron el espíritu de la cultura occidental, y se convirtieron en impulsores de la misma, los latinoamericanos quedaron marginados: su cultura, la de la Contrareforma, había sido puesta en crisis por la modernidad.

¿Cuál fue la estrategia ante esa marginación? Imponer en los países latinoamericanos las instituciones y expresiones de la cultura occidental, operación con la que se pretendía obtener también el espíritu que las había originado. Pero invertían los términos, y confundían causas con efectos: adoptaron primero los frutos de la cultura moderna, suponiendo que su con su adopción se obtendría a la larga el espíritu que los había originado (Zea, 1957, 19), creencia mágica, en la que parecía bastar la adopción de una constitución como la americana para creer que la sociedad se desarrollaría según las mismas pautas culturales, patrones políticos y comportamientos éticos que la sociedad americana. Paz coincide en este análisis: nuestros pueblos escogieron la democracia porque les pareció que era la vía hacia la modernidad. La verdad es lo contrario: la democracia es el resultado de la modernidad, no el camino hacia ella (Paz: 1986, 119).

Y no es que no haya que adoptar una constitución como la americana, sino que no hay que confundir la relación de causalidad, y la dirección de esa causalidad: entre los norteamericanos, la constitución es efecto, y no causa, de una cultura política, y en América Latina el plagio no consigue impulsar una nueva condición.

También España, arrinconada por el triunfo incuestionable de las sociedades de la Reforma, quedaba fuera de la historia, esa historia identificada con el espíritu occidental, generado por las sociedades de la Reforma. España cerró ese período de quinientos años y, tardíamente, entró en la Modernidad.

No es improbable que lo considerado políticamente incorrecto por la generación actual -abandono de las soberanías nacionales, cambios de fronteras, sea en el territorio, sea en las aulas, en los medios de comunicación y en las mentes-, pueda convertirse en un imperativo urgente en un momento ulterior, en el que la evolución de la cultura política permita asumir lo que entonces parecerá obvio: los tímidos pasos de iniciativas hacia la integración son pasos de tortuga, y no consiguen alcanzar a la liebre de la economía y de la globalización.

Hay que decir que los problemas que dice tener una sociedad no siempre coinciden con los problemas que aquejan a esa sociedad. Y en el repertorio de asuntos consagrados como aproblemáticos puede haber alguno que merezca el estatuto y la percepción de problemático. Pero, ¿qué pasa cuando los que tienen que definir el problema, son el problema? La pregunta es una interpelación y un desafío a las elites latinoamericanas, a los hombres de la política, de la comunicación y del pensamiento.

En el poema antedicho Borges dice que los cantones suizos son ahora veintidós, y que mañana serán todo el planeta. Y añade: acaso lo que digo no sea verdadero; ojalá que sea profético.

Bibliografía

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Nota:

[1] Harold Lasswell acuñó la tabla categorial de la comunicación, ¿Who says what to whom in what channel with what effect?, en un seminario dirigido por Paul Lazarsfeld, en 1939-1940.


Autor:

Javier del Rey Morató*
Nacido en Montevideo, Uruguay, reside en España. Licenciado en Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra y Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor en la Complutense, en la Universidad de Piura(Perú) y en la de San Simón(Bolivia). Conferencista y autor de numerosos artículos y libros, entre ellos, "La Comunicación Política", EUDEMA, Madrid, 1989, Democracia y Posmodernidad, Complutense, Madrid, 1996; Los juegos de los políticos, Tecnos, Madrid, 1997; y El naufragio del periodismo en la era de la televisión, Fragua, Madrid, 1998.

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