. Que se lleven sus matanzas a otra parte,

que no me dejan ver la telenovela

 

 

(Medios de comunicación, violencia y terrorismo)

 

Carlos Monsiváis

 

 

Antes del 11 de septiembre y la invasión a Irak, el término globalización describe de manera más bien borrosa o abstracta, el control estadounidense de los extraordinarios cambios tecnológicos y, de manera concomitante, el proceso de eliminación de las alternativas políticas y culturales.

Ahora, tras la emergencia de opciones surgidas de la defensa de los derechos humanos, todavía no muy firmes pero en modo alguno irrelevantes, la globalización se ha vuelto también un término abierto que refiere la simultaneidad de experiencias, actitudes, informaciones y modas, pero ya no la homogeneidad de reacciones y acciones. Lo iniciado en Seattle y Milán se amplía y vigoriza por los movimientos antibélicos.

A los medios de comunicación se les ha considerado el vocero más importante o influyente del modelo único de la globalización. Al irse clarificando la existencia de alternativas ­la primera, las coincidencias críticas­ conviene revisar el papel de los medios y la noción fatalista que los ampara: seamos apocalípticos o seamos integrados, los medios son lo irrefutable, lo que inutiliza a las protestas y devasta la diversidad. El fatalismo organiza sus lugares comunes a modo de santuarios de las ponencias, los artículos y los intercambios de puntos de vista. En estas notas uso como punto de partida la primera entronización del determinismo de los medios: el carácter de "Universidad de las nuevas generaciones".

 

I

"Te aseguro que entre gente de la misma edad los delincuentes han visto diez veces más horas-televisión que los aspirantes a la santidad"

Desde mediados de la década de 1960: los medios (la televisión, el cine, la Internet, los juegos de video) son objeto de una acusación severísima: someten a sus espectadores, en especial a los niños, al bombardeo de imágenes-shock que constituyen su formación esencial. Antes de concluir la escuela primaria, los niños mexicanos han visto ocho mil asesinatos y cien mil acciones violentas (La Jornada, 3 de julio de 2001), lo que conduce a alegatos como el del profesor Felipe Neri Rivero: "¿Cómo negarles o reprocharles a los niños que jueguen a guerritas, luchitas, a ser los superhéroes de la televisión, a policías y ladrones o nuevos Rambos, si las calles, los mercados, las escuelas y sus propios hogares están infestados de armas y violencia en todos los órdenes?" (en Anuario Educativo Mexicano: Visión retrospectiva, UPN/La Jornada, 2002).

Si la televisión como la pedagogía última de la sociedad, el determinismo es la ideología que la explica. ¿Quién discrepa del You're what you see, del "Eres lo que contemplas, porque cuando no piensas con imágenes te vuelves inarticulado". De acuerdo con esta lógica sin escapatorias, los egresados de la primaria retienen varios axiomas: a) el que ve televisión compulsivamente (casi todos) extravía su sentido de la ética porque, por ejemplo, los únicos policías honestos a su disposición visual mueren en los primeros cinco minutos del episodio; b) el dilema profundo del Homo Videns oscila entre la condición de víctima y la de victimario. Nadie prefiere la primera y pocos la segunda, con lo que el Homo Videns carece orgánicamente de identidad; c) toda representación de la violencia corroe los sistemas valorativos tradicionales.

El espectador, o todavía más, la espectadora, viven estupefactos porque ­según Marshall McLuhan, profeta de otra era­ la televisión potencia la simultaneidad, la síntesis y la inmersión participativa, y todo ello con independencia de su mensaje. Así, ante las imágenes de violencia tanto la síntesis disponible como la inmersión participativa son de índole didáctica ("Si el lenguaje de la violencia es natural, el que yo no lo posea me coloca en desventaja"). Pero con todo y alejamiento del mensaje, la creencia da un vuelco radical el 11 de septiembre con las imágenes de las Twin Towers, repetidas obsesivamente y convertidas con rapidez en el símbolo del tránsito de una sociedad confiada a una recelosa y muy inquisitorial. Ante el terrorismo y los bombardeos a las sociedades que han sido las primeras en padecer sus efectos, ¿tiene sentido preguntarse cuántas horas de programas violentos ven los niños? Si la violencia es uno de los grandes lenguajes internacionales, ¿cómo ocultar este conocimiento? Sostener que sólo a la mayoría de edad se comprende lo prohibido y lo indeseable es otra de las técnicas para infantilizar la educación. Desde el 11 de septiembre al insistir en el terrorismo, lo que en materia de formación de las personas y las sociedades, reclasifica la violencia.

 

"Si no fuera por la tele, los malhechores no se hubieran enterado de la existencia del delito"

Foto: Raúl Ramírez Martínez

Se insiste: los niños ven televisión en cuanto pueden y cuánto pueden, con o sin vigilancia de los padres o de las madres solteras, y los medios electrónicos los enfrentan al detalle de los hechos de sangre. "Se les educa para la violencia, esa hija bastarda de la televisión". Tal creencia, nunca muy segura de sí misma, se aletarga en la energía declamatoria: "¡Fuera la violencia de la pantalla chica!" y se opone a la exhibición de cadáveres.

De tarde en tarde, desde los altos niveles burocráticos o desde las organizaciones de la derecha, se promueven en toda América Latina las prohibiciones y los intentos de prohibiciones.

En México, en 1993, el grupo Mujer de Blanco, dirigido por César y Maribel Coll, organiza una manifestación frente a la filial de Televisa en Guadalajara. En el clímax, los participantes destruyen a martillazos tres aparatos de televisión porque "difunden el hedonismo y la violencia". En 1997, a solicitud del presidente de México Ernesto Zedillo, se cancelan dos series diarias de muchísimo éxito que dan noticia estrepitosa de la delincuencia y los brotes de violencia (Fuera de la ley en Televisa y Ciudad desnuda en Televisión Azteca). El Presidente insiste: "Los programas son perniciosos para la niñez y fomentan el delito". Con esto, Zedillo se añade a la interminable lista de políticos, educadores, clérigos y abogados integristas habilitados de madres de familia que responsabilizan a los medios electrónicos de la promoción de la ilegalidad. Si los niños y los jóvenes son muy maleables, la televisión los habitúa a la "normalidad" de la violencia y por eso ­continúa el sermón­ exhibir actos fuera de la ley es habituarlos a la transgresión de la ley. Las empresas apenas se defienden ("Cumplimos un deber informativo"), se acata la exigencia presidencial, se suspenden los programas y, luego de una brevísima tregua, la nota roja reaparece destacadamente en los noticieros, recuperada por la demanda insaciable.

Desde que Jehová intranquilizó a los primeros lectores del Génesis al informar del homicidio sin atenuantes de Abel, la atención morbosa a los delitos corresponde a la "salud mental". No sólo se exorciza el crimen ubicándolo como el suceso remoto en la pantalla de televisión, eliminable a golpes de zapping; también, al incorporarlos al flujo del espectáculo, se banalizan los hechos de sangre. De suyo, el morbo es una "técnica de control" de la violencia, y si el chisme incorpora la intimidad ajena el culto de la nota roja aleja la desgracia al acecho. "Tan no estoy muerto que contemplo a estos policías explicar cómo hallaron el cadáver". (Al respecto, es previsible que no se tome en cuenta un genuino despliegue de la barbarie: las corridas de toros, presentadas tristemente como "arte".) Como sea, suprimir estas series o sus equivalentes no disminuye en lo mínimo la frecuencia del delito. ¿Qué se ha conseguido al prohibir en las estaciones de radio los corridos mariguaneros? La promoción del narco no se localiza en versos que nunca lo son al lado de melodías banales, sino en la circulación del dinero, en la dotación de empleos marginales, en el canje de sensaciones y dinero por el tiempo acortado de vida.

 

"Pero el cadáver ay, siguió muriendo"

Además de lo precisado por Borges ("La censura es la madre de la metáfora"), las prohibiciones se extinguen en el homenaje involuntario a lo prohibido, y algunas moralejas nacen muertas, por ejemplo: "Si no se habla del delito o si se triplican las penas, no hay incentivos para la criminalidad". En rigor, el debate apenas se esboza así se multipliquen las menciones "escalofriantes" y los sermones pro castidad visual. Esto radicaliza la autoridad pedagógica atribuida a los medios.

Con todo, el cine sí es una gran influencia en materia de la escenificación de la violencia y de los estilos para ejercerla. El narcotráfico y la delincuencia organizada han contraído con el cine una deuda estilística enorme, y bastan las imágenes y los reportajes disponibles sobre los asaltos y la contrarréplica policiaca para cerciorarse de cuánto aprende el hampa de la gestualidad fílmica. Lo sepan o no, tanto los apóstoles del desorden como los guardianes del orden (papeles intercambiables) extraen del cine la memoria de las actitudes y la clonación de los ademanes y el lenguaje corporal. En el imaginario de un sector, alguien los filma al momento de actuar, transforma sus rasgos y los sustituye desventajosamente con los de Robert de Niro, John Travolta, Al Pacino y Benicio del Toro.

¿En qué momento se le confiere a la violencia el papel de Deus ex machina, de sinónimo fatal del destino urbano? En espacios sobrepoblados se congregan las devastaciones económicas, la creencia en el desplome de las instituciones de justicia, el contagio atmosférico del narcotráfico y el apogeo de la delincuencia organizada y la descomposición policiaca. Si, según diversas estadísticas, en América Latina 90% de los delitos quedan impunes, esto se debe de acuerdo con la derecha al abandono de los principios morales (versión de la derecha). O, presento otra versión: se debe a las lecciones del capitalismo salvaje. En efecto, a esta devastación la impulsa la parálisis de un sistema ético, pero las explicaciones generales dejan de lado asuntos básicos. Ni los principios santificados por la derecha han regido nunca en la práctica ni es posible olvidar que un grupo de creyentes compulsivos, junto al de los empresarios, es el del narco. Pagan con largueza misas, bautizos, primeras comuniones, casamientos, entierros y confirmaciones, patrocinan la construcción de seminarios, visitan al nuncio papal (luego de asesinar a un obispo) y le refieren sus problemas de conciencia, organizan lo que la prensa llama narcotours a Tierra Santa, se confiesan para renovar sus deudas de conciencia. Por lo menos no desertan de su fe.

¿Tendría sentido alegar que en materia de ilegalidad y violencia la forma o incluso la indiferencia moral, no son el fondo? Hasta ahora, a la explosión demográfica del delito la defienden la impunidad y su cortejo de supersticiones, la metamorfosis implacable de la policía y los vaivenes de la desesperación económica.

II

La violencia urbana:

"Iba para mi casa cuando un señor muy atento me avisó que me estaba asaltando en ese instante"

Escena de Blown Away

En diversas ciudades del continente ­las estadounidenses desde luego­ cunden visiones de la distopía, la utopía negativa, donde la violencia urbana cerca y frena las libertades a la disposición. "Si no te proteges, desapareces y si dedicas tiempo a protegerte pasas de vivir a sobrevivir". Megalópolis es ya sinónimo de las formas de la degradación impuestas por los hacinamientos urbanos, sobre todo en un orden económico donde amengua el trabajo formal, sustituido por la automatización, y donde la violencia aumenta al ritmo de la desaparición de los controles internos de las personas. Como sea, en el lenguaje cotidiano la justicia parece ser la mezcla de aplazamientos, impunidades y distribución siempre inequitativa de la ley.

No se puede exagerar o minimizar el papel de la violencia urbana, ni su obligada presencia en las películas, las series televisivas y la insistencia noticiosa. La violencia ha recompuesto, y con vandalismo, el mapa de la ciudad transitable, y ha puesto de relieve la desintegración del tejido social. Allí está en las noticias y en la ficción, y su furia empobrece las soluciones al punto de que la Cero Tolerancia y la mano dura no intimidan en demasía.

Ante la violencia, la televisión es un confesor fallido y un maestro hipócrita. La violencia se interioriza en los habitantes de la urbe, no tanto porque cada uno intente desquitarse de la realidad, sino por la energía consumida en la espera de lo irreparable que la ciudad impone. Esto no es únicamente psicológico, desde luego. En la medida de las posibilidades y de las posesiones, cada persona aguarda la violencia con el diluvio de cerraduras en las puertas, los dispositivos de seguridad en los automóviles, las armas en la casa, las ganas de disponer de los servicios de una compañía de seguridad privada (tres mil 600 en México), los gadgets innumerables de protección personal a manera de indulgencias medievales, el simple miedo físico a los grupos o los individuos con los que uno se tropieza en horas inconvenientes (se reduce el tiempo de las horas convenientes). Y si los modelos apocalípticos anteriores han sido Nueva York y Los Ángeles, ahora cada ciudad dispone de un espacio privilegiado de terror: la ciudad misma, la interminable vivencia de la angustia.

En el París del siglo XIX, Walter Benjamin distingue al flanneur, al que toma la calle como su morada, con esas cuatro paredes de la curiosidad y la vitalidad. En la megalópolis de fines del siglo XX, un sustituto del flanneur es la Víctima en Potencia, que hace de la desconfianza su instrumento del conocimiento y del recelo su bitácora, y a la que los medios confirman en su encierro y sus recelos. "El náufrago tembloroso anticipa el trabajo de la brújula", escriben Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la ilustración. Los contextos violentos obligan a teatralizar y generalizar las experiencias desagradables o trágicas, aíslan doblemente en las casas, devienen el estado de sitio de los ricos rodeados de guaruras (esos ángeles de la guarda de las previsiones sombrías) y de los pobres cercados por sus experiencias inevitables ("Si me roban otra vez la quincena no vuelvo a dar limosnas. Así que ya sabes, Diosito"), modifican la intuición hasta volverla depósito de miedos ancestrales, se aterran ante la propia sombra porque no se sabe si el inconsciente va armado y, por último, enarbolan una tesis persuasiva: la ciudad, el antiguo campo de las sensaciones de libertad, es progresivamente de los Otros y es cada vez más el reino del Otro y de lo Otro, aquello que dejó de pertenecernos cuando aceptamos por lo pronto asilarnos en el miedo, ya al tanto de que en las urbes el por lo pronto eterniza sus plazos.

En cualquier lugar del mundo sólo tiene conclusiones optimistas en materia de violencia urbana el que, tranquilizado por las declaraciones ante cámaras de los funcionarios, deja abierta la puerta de su casa.

 

III

El terrorismo y los medios

El terrorismo, una de las manifestaciones más trágicas de la irracionalidad, expresa el odio radicado en las causas secuestradas por el fanatismo o por la ebriedad de poder. Un terrorista es un convencido: su libertad exige el derramamiento de sangre.

Una bomba en un café, en un supermercado, en un edificio de gobierno, en un complejo habitacional. Mía es la venganza, dijo el Señor. El terrorista, con o sin estas palabras pero con esta actitud, se siente un oficiante ultraterreno. Ofrenda su vida, que retornará como relámpago al triunfo de los suyos, acepta la fusión de sus miembros destrozados con los de sus enemigos. No duda, porque el adoctrinamiento encauza lo ya asumido: la pertenencia a la estirpe vencida, la condición de cadáver social, y la certeza implacable: lo único que reanima la existencia es el terror de los enemigos. A la monstruosidad moral del terrorista la explican su dolor político y su agravio metafísico: me han despojado de sentido, humillan a mi pueblo y a mis reivindicaciones sociales, es apenas justo que despoje a los que pueda de la posibilidad de burlarse de mi desgracia y la de los míos.

Los terroristas de Estado se ciñen a una lógica opuesta y complementaria. Tampoco creen en las leyes, ni les corresponde hacerlo si desprecian las legislaciones lentas y mezquinas, tan necesitadas de legajos. Quieren extirpar la cizaña y en su idioma visceral el florecimiento del trigo ampara el asesinato selectivo, compartido no sólo por el enemigo sino ­con frecuencia­ sus familiares, amigos, los vecinos. Unos y otros terroristas coinciden en un credo: no se matan seres humanos sino enemigos de la causa, los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas (tomo prestado una brillante consigna de Arturo Montiel, gobernador del Estado de México). Sin humanidad adjudicable, las víctimas de los terroristas o de los terroristas de Estado pagan la conversión psicológica del crimen en autoindulgencia.

 

* * *

El modelo clásico de terrorista (clásico porque domina el imaginario occidental hasta la Segunda Guerra Mundial) o es el radical desolado que asesina a los personajes que reprimen y le cierran el paso a las ideas liberadoras, o es el grupo de conspiradores de Los demonios o Los poseídos de Dostoeivsky. En Los demonios, el angustiado Stefan Trofimovich se permite la ilusión extrema: sus palabras serán profecías, y de allí el discurso agónico donde exalta su ideario, al margen de los daños y los males que arrastre:

 

La ley general de la existencia humana se reduce a que el hombre pueda siempre venerar lo inmensamente grande. Si privamos a los hombres de lo infinitamente grande, se truncará su vida, y morirán sumidos en la desesperación. Lo inmenso y lo infinito le son tan indispensables al hombre como el minúsculo planeta en que habita. Amigos míos, amigos todos: ¡Viva la Magna Idea! ¡La eterna e inmensa Idea! Todo hombre, sea cual fuere, necesita inclinarse ante lo que representa la Magna Idea. Hasta el más necio de los seres humanos precisa de algo grande, Petrushka... ¡Oh, de qué buena gana volvería a verlos a todos! ¡Ellos ignoran, ignoran, que también en ellos se encierra la misma Idea Magna y Eterna!

 

Foto: Fortune

Shatov, Kirilov, Stovroguin, personajes iluminados por su indistinción entre el bien y el mal, adoptan los métodos cruentos de los hacendados y policías zaristas, convencidos de que a los tibios Dios los arrojará de su boca. A los "puros", a los Justos en el sentido que le otorga al término Albert Camus, todo se les perdona por su condición de portadores de la Idea Magna y Eterna, no intuida siquiera por los necios y los ignorantes. Los terroristas adaptan el sentido mesiánico de los caudillos, bestial casi por necesidad, y lo convierten en el goce de la destrucción que es el ejercicio del mando a su alcance. En Bajo las miradas de Occidente (Under Western Eyes), de Joseph Conrad, el terrorista, Haldin, interviene en el atentado a un ministro y lanza una bomba:

 

Este segundo proyectil hirió al ministro presidente en la espalda mientras estaba inclinado sobre su moribundo criado, y cayendo luego entre los pies de aquel, reventó con terrífica violencia, derribándolo muerto, rematando al herido y reduciendo a menudas astillas el trineo, todo ello en un abrir y cerrar de ojos. Con un clamoreo de horror la multitud se dispersó huyendo en todas direcciones, excepto los que cayeron muertos o moribundos muy cerca del ministro, y algunos otros que heridos de muerte se desplomaron a corta distancia.

 

Haldin se presenta en la casa del estudiante Razumov, el antihéroe de la novela, y le confía su credo:

 

Usted me supone un terrorista, un destructor de lo existente... Yo y los míos hemos hecho el sacrificio de nuestras vidas; pero, así y todo, necesito escapar, si es posible. No es mi vida la que me importa salvar, sino el poder seguir trabajando por el triunfo de nuestros ideales. No quiero vivir ocioso. ¡Oh!, no. Desengáñese usted, Razumov. Los hombres de mi temple son raros...

 

* * *

El terrorista literario suele ser articulado y febril, y desborda tesis que exhortan a los seres humanos a despertar del sueño de iniquidad. En 1914, en Sarajevo, Gavrilo Princip asesina al archiduque y precipita la Gran Guerra. Desde ese momento viene a menos el terrorista de las pesadillas tremolantes y aparece en la literatura y la realidad el desesperado por antonomasia, el que ajusta a su causa (rápidamente deformada y vuelta oficio de guerra) el significado de su vida. Pero este terrorismo queda en las sombras o halla explicaciones o justificaciones al surgir los terrorismos de Estado, los de Hitler y Stalin en primer lugar, que masifican el desprecio a la vida humana, y hacen de los campos de concentración los reinos del calcinamiento de la especie. Y los dictadores por así decirlo menores, refrendan dentro de sus posibilidades las lecciones del exterminio. Recuérdese al generalísimo Trujillo en República Dominicana, los Somoza en Nicaragua, el Khmer Rouge en Camboya, el genocidio en Indonesia, el exterminio de las minorías en Asia y África, Idi Amin que colecciona en el refrigerador las cabezas de sus enemigos, Pinochet. Esto para no hablar del terrorismo económico y los millones de asesinados por el hambre.

Del sótano del desprecio a la vida humana, emergen las criaturas de la teratología del poder a cualquier precio, en primer término del poder para extirpar vidas humanas. El cine ennoblece a unos cuantos confiriéndoles una psicología inteligible. Recuérdese Odd Man Out, la obra maestra de Carol Reed, con James Mason en el rol del terrorista irlandés acosado, o más recientemente Juego de lágrimas (The Crying Game), de Neil Jordan.

Pero los hechos son siempre menos literarios y más ominosos que sus recreaciones artísticas, y El día del chacal o cualquiera de las numerosas novelas y películas sobre el terrorismo son, en su falsificación de los hechos, su torpeza y desmesura, más exactas que los intentos de acentuar la complejidad de los caracteres. ¿A qué trasfondo profético responde Carlos o Illich Ramírez, el multiasesino venezolano que aún se da el lujo de proclamarse revolucionario? Sólo es producto del ansia homicida recubierta de frases dogmáticas. El terrorismo, sea de Estado, de grupo o de particulares, no admite y ya ni siquiera pretende justificación alguna.

 

IV

Terrorismo de secta y terrorismo de Estado

Foto: Adriana Lestido

En América Latina la demostración más abyecta de terrorismo a nombre de la justicia social ha sido Sendero Luminoso en Perú. El Presidente Gonzalo o Abimael Guzmán, criminal que se declaró "la cuarta espada del marxismo", ordenó el asesinato de campesinos, de líderes sociales, de médicos, de todo el que se interpusiera en su ruta de "pureza". Para explicarlo se habla de la crueldad y el racismo de los terratenientes peruanos y la insania del ejército. Esto, muy cierto, no justifica en lo mínimo una sola acción de Sendero Luminoso, como nada le concede la razón a otro ejemplo demoledor, ETA en el País Vasco.

A lo largo del siglo XX lo más frecuente en América Latina es el terrorismo de Estado: desapariciones, campañas de amedrentamiento, asesinatos sin investigaciones mínimas, golpizas, bombas, destrucción de maquinarias, ametrallamiento de edificios, presos políticos, mutilaciones de presos, cárceles clandestinas... En Perú, Colombia (nación sometida al horror múltiple del narcotráfico, la guerrilla, los paramilitares y el ejército), Argentina, Uruguay, Cuba, República Dominicana, Haití, Centroamérica (Guatemala y El Salvador especialmente), Bolivia, México, el terrorismo de Estado ha querido en diversas etapas representar al poder con torturas y asesinatos, ha pretendido inhibir el mínimo desarrollo democrático. Terrorismo es todo rechazo salvaje de la aplicación de las leyes.

La irracionalidad monstruosa se atiende apenas en los medios. En cada país por las "razones de la seguridad nacional" y por el "respeto al espectador", se omiten o se quieren omitir las informaciones esenciales, los cadáveres mutilados, los heridos graves, la consternación del vecindario afectado. En los noticieros no se buscan explicaciones. No hay tiempo o el espectador ya está al tanto o un acto terrorista es una entidad autosuficiente, que tiene que ver con el mal casi en abstracto.

Como tema de suspenso, de intriga, de difusión de atmósferas de la tecnología de punta, el terrorismo es una veta inagotable. Si se quiere ser preciso, podría hablarse más que del género del terrorismo de la teoría de la conspiración. Cientos de filmes y de series de televisión se apegan al mismo esquema: en la conjura contra el mundo libre, el bien se extravía y está a punto de ser derrotado pero en el minuto final vence en medio de una serie de revelaciones estrepitosas. Esta teoría de la conjura, sin embargo, antes del 11 de septiembre culpaba indistintamente a los árabes, los radicales de ultraizquierda o de ultraderecha, la CIA, el FBI, la Casa Blanca misma. Esto se modifica a raíz de las tesis sobre el "Eje del mal".

El centro del tratamiento del terrorismo en la industria del espectáculo ha sido la teoría de la conjura, sustentada en la visión idolátrica de la tecnología. Se necesitó el sacudimiento de Irak para desazolvar la comprensión del terrorismo, ya no más el misterio que está al final de las intrigas y que se traslada de la industria a los espectadores. (En el género, el motivo último de los atentados parece ser el goce de la conspiración.) Ahora ya resulta imposible o muy patético sujetar las visiones del terrorismo a criterios mercadológicos, pero han sido décadas de posponer las explicaciones de un fenómeno límite. Y por eso los mensajes de los gobernantes estadounidenses parecen siempre extraídos de una película sólo requerida de Tom Cruise. Véase la muy reciente declaración del presidente George Bush: "Sólo es cuestión de tiempo para que las fuerzas militares encabezadas por Washington encuentren en Irak armas prohibidas de destrucción masiva. Las encontraremos. No les quepa la menor duda". Sí, en el siguiente capítulo de Los expedientes X.

 

V

Los linchamientos y los medios

El 31 de agosto de 1996, en Tatahuicapan, municipio de Playa Vicente, Veracruz, en la zona limítrofe con Oaxaca, un "juicio popular" determina la inmolación de Rodolfo Soler Hernández, de 28 años de edad, acusado de la violación y el asesinato de la señora Ana Borromeo, de 46 años, que lavaba ropa en el río. Soler Hernández huye a Paso del Águila, Oaxaca, donde se le captura, alertada la población por las campanas de la iglesia. (Según una versión, lo atrapan mientras se baña.) Los captores de Soler se niegan a entregarlo a las autoridades, afirmados en sus tradiciones: "A los asesinos se les debe quitar la vida. Son las leyes aceptadas por todos". El esposo de la señora Borromeo explicó la sentencia: "Respetamos lo que el pueblo decidiera. Nosotros como familia no somos tampoco jueces. Si el pueblo decide que se linche, que se linche; si el pueblo decide que se mande a presidio, que se mande a presidio. Por eso estamos recabando todas las firmas. Nos dijeron que quieren un acta, que se elabore un acta donde vayan plasmadas las firmas del pueblo".

Foto: Robert Capa

Los linchamientos son una costumbre de barbarie hoy multiplicada por la certidumbre de la inexistencia del aparato de justicia. En México y en varios países latinoamericanos cada año se produce la cuota de seres destruidos minuciosamente por multitudes revanchistas, y la de los individuos no muy numerosos que salvan su vida. Lo peculiar en el caso de Tatahuicapan es la presencia de una cámara, que, como expresa el video, ni perturba ni intimida a los presentes. La mitad del pueblo se retira, los otros ­con una muchedumbre de niños adjunta­ se queda.

El único detenido por el crimen es Sergio Madrigal Gómez, el poseedor de la sola cámara de video en el pueblo. En su descargo, alega que lo contrata "alguien de una comisión de derechos humanos"; en el video se escucha a Madrigal incitar a la gente: "¿Qué tipo de justicia quieren?". El video, de unos 40 minutos de duración, pasa a manos de las autoridades. Lo más llamativo de las imágenes es el aire perceptible de fatiga o indiferencia, lo propio de un día de calma rutinaria con niños y campesinos en pos del pintoresquismo o tal vez convencidos de que asisten en vivo a una serie de horror. La agonía dura cerca de diez minutos, con todo y fuego que se apaga y se activa ("¡Échenle más!"). Atado a un árbol, inconsciente, Soler Hernández es para quienes lo contemplan, ya no un ser humano si alguna vez así lo percibieron. Es un despojo, un montón de carne incinerable. Al final el aullido de dolor del moribundo es la única nota, así sea agónica, de humanidad.

Es por lo menos desconcertante la actitud de los que, casi con indolencia observan la escena. ¿Qué importa la hoguera? Son pueblo justiciero no criminales y ­es obvio­, su acción les parece esencialmente virtuosa, al negarse al vacío de justicia en la zona. En Tatahuicapan el linchamiento se describe como la transformación anímica de la comunidad súbitamente poderosa gracias al certificado de licitud del videotape.

Las autoridades distribuyen el video a las televisoras. Las de Veracruz lo transmiten menos de un minuto. Televisa y Televisión Azteca pasan cerca de minuto y medio, lo que suponen asimilable por el público. (No les falta razón, me llevó un tiempo enorme atreverme al video completo, y sé que la experiencia es irrepetible.) Y no hay al respecto demasiadas hipótesis en lo tocante a la respuesta del pueblo a la grabación. Tal vez se trate de un reflejo condicionado en cualquier parte del mundo: la cámara representa no a la Historia, un concepto privatizado por la política y hecho a un lado por la mercadotecnia, ni a la constancia de la justicia popular por terrible que sea, sino a la televisión misma y su capacidad de regalar ese minuto en que millones se fijan en la imagen de una persona, rescatándola del hacinamiento.

Otro suceso similar es la matanza de un grupo de campesinos cerca del poblado de Aguas Blancas, Guerrero en 1992. Los campesinos se dirigen a una manifestación y la policía municipal los detiene y procede a su ejecución minuciosa. Una cámara de video capta la escena, que tiempo después transmite Ricardo Rocha en Televisa. Tampoco estos asesinos se molestan al verse registrados por la cámara. Para ellos, supongo, la cámara es parte de la naturaleza, una forma de inmunidad. Probablemente se les informó que el video no sería visto por nadie, pero la ausencia de recelo me certifica la confianza en las imágenes, algo ­supongo­ ligado a la costumbre de los espectadores que llevan tiempo elevando el umbral de lo soportable, y habituados a escenas antes simplemente intolerables. Hoy ­ésta parece ser la moraleja­ el espectador ya sabe más, conoce de efectos especiales y he visto cómo se fabrican las secuencias espeluznantes y voluntaria o involuntariamente, traslada a la realidad esa confianza en la calidad de los trucos ópticos. ¡Ah, la muerte como un "efecto especial"! Por lo demás, y consúltense los registros de atrocidades del siglo XX, los verdugos no le han hurtado a las cámaras de fotografía o de cine la exhibición de su poder sobre la vida y el dolor ajenos. Allí están, por ejemplo, la foto del mutilado vivo en China, la del vietnamita en el momento de recibir un tiro en el cerebro y, sobre todo, las imágenes de las maquinarias del campo de concentración nazi levantando como basura las pilas de cadáveres.

Del lado opuesto están los testimonios electrónicos contra los grandes agravios, el primero de ellos por sus resonancias inmediatas de la golpiza brutal grabada por George Holiday de Rodney King en Los Ángeles. Otros videos importantes, de acuerdo con la lista de Jesse Drew ("Activismo en los medios y democracia radical") son los surgidos en Bosnia, China, Rumania, la selva amazónica, los territorios de los nativo americanos, Palestina, Haití y Tibet. En Irak, las guerrillas del Kurdistán, en su desafío a Sadam Husein, constituyeron su propio sistema de televisión con tecnología elemental.

 

V

La guerra y la destrucción de las reglas

En su nuevo libro, Recording the pain of others, Susan Sontag pregunta: "¿Cuál es la evidencia de que ha disminuido el impacto de las fotografías, y de que nuestra cultura neutraliza la fuerza moral de las imágenes de atrocidades?". En mi respuesta de lector, evoco lo visto y escuchado profusamente desde el inicio de la invasión de Irak. Ha sido genuina la reacción ante las imágenes de las víctimas civiles, en especial las de los niños muertos o mutilados. Las tomas televisivas (más numerosas de lo que supone el control estadounidense) y el número amplísimo de fotos comprometen a la ciudadanía global. El padre aferrado a su hija sin pies estremece y cancela al instante cualquier técnica de distanciamiento.

Un diario nacional publicó una de estas fotos en primera plana. Un sector se sintió agraviado y lamentó los ultrajes a su "buen gusto". El periódico recibió muchas cartas de protesta: "¿Cómo se atrevían a perturbar la paz hogareña, tan armada sobre la reticencia y la supresión de lo molesto?".

Al examinar Three Guineas, el ensayo de Virgina Woolf sobre los testimonios gráficos de la guerra civil española, Sontag se acerca a la creencia de Woolf: la respuesta conmovida a esas fotos unirá inevitablemente a los hombres de buena voluntad.

 

No afligirse por estas imágenes, no retroceder alarmado ante ellas, no esforzarse por abolir lo que provoca esta destrucción ­éstas para Woolf, serían las reacciones de un monstruo moral. Y, lo que también está diciendo, no somos monstruos, somos miembros de la clase educada. Fracasó nuestra imaginación, nuestra empatía: fracasamos al no sostener esta realidad en nuestra mente.

 

¿Quiénes integran el "nosotros" de Virginia Woolf?, se pregunta Sontag. En el caso de las imágenes de Irak los afligidos y alarmados por lo que son y por lo que simbolizan (en ese orden), conocemos muy bien nuestros límites: las protestas y las movilizaciones no perturban el sueño de Rumsfeld, Condoleeza Rice, Bush, Colin Powell, Richard Perle; no modifican un solo discurso de Blair o de Aznar; no alteran el Nuevo Orden Mundial. Pero existen y no dan señas de desvanecerse, y al verterse en comentarios, reflexiones, actitudes y movilizaciones convierten en la prioridad internacional a la defensa de los derechos humanos, causa que ya incluye los derechos económicos y la igualdad ante la ley. Ante esto ¿a quién persuaden los teóricos que pretenden encapsular los acontecimientos en el reality show donde el fin de la historia no dispone del rating suficiente como para ser incluido en el horario Triple A?

Ser la vanguardia de la hiperrealidad a través de interpretaciones delirantes al servicio de la religión del espectáculo tiene un costo: el ridículo. Los bombardeos de Bagdad no obtuvieron el hechizo mediático profetizado por videntes como Jean Baudrillard. La invasión de Irak no fue el show de los medios coronado por las muchedumbres jubilosas que aplaudían la liberación (incluso se necesitó montar el derrumbe de la estatua de Sadam Husein), y el diluvio de luces sobre Bagdad no condujo a la repetición de la guerra mediática de 1991. El determinismo ante la televisión se quebranta ante la emergencia de la ciudadanía global, en gran medida todavía un proyecto, sujeta a los vaivenes de las frustraciones y resignaciones, pero ya provista del gran espacio de contienda de Internet, y de la posibilidad crecientemente aprovechada de ir construyendo en cadena ­los blogs, las movilizaciones en pos de firmas que son las manifestaciones por acumulación­ las versiones distintas de lo que ocurre, de interpretación sustentada en los alcances de la resistencia ética y moral.

El centro de las manipulaciones del autoritarismo y el totalitarismo es llevar a las personas a no distinguir entre la realidad y la ficción. Lo que se dice, se promete y se vive resultan lo mismo porque la falta de alternativas borra los matices y los distingos, y genera un campo unificado en donde la impotencia es la gran sensación igualadora. Todo da lo mismo o parece dar lo mismo, mientras no afecte lo personal y lo familiar. Pero el fatalismo existe hasta que las alternativas no se producen, y en buena medida el crecimiento desmesurado del público, la ciudadanía global y su defensa de los derechos humanos y la ecología, y las posibilidades de Internet atenúan drásticamente los poderes del determinismo. El zapping fue el primer signo de la independencia literalmente a mano, y hoy ante los medios electrónicos, la diversidad es la primera profana de resistencia activa.

 

 

 

 

 

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