El malestar en la globalización.

Joseph E. Stiglitz

Dedicada a Vicky

PRÓLOGO

En 1993 abandoné la vida académica para trabajar en el Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton. Tras años de investigación y docencia, ésa fue mi primera irrupción apreciable en la elaboración de medidas políticas y, más precisamente, en la política. De ahí pasé en 1997 al Banco Mundial, donde fui economista jefe y vicepresidente senior durante casi tres años, hasta enero de 2000. No pude haber escogido un momento más fascinante para entrar en política. Estuve en la Casa Blanca cuando Rusia emprendió la transición desde el comunismo; y en el Banco Mundial durante la crisis financiera que estalló en el Este asiático en 1997 y llegó a envolver al mundo entero. Siempre me había interesado el desarrollo económico, pero lo que vi entonces cambió radicalmente mi visión tanto de la globalización como del desarrollo. Escribo este libro porque en el Banco Mundial comprobé de primera mano el efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países. Creo que la globalización —la supresión de las barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías nacionales— puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento de todos, particularmente los pobres; pero también creo que para que esto suceda es necesario replantearse profundamente el modo en el que la globalización ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales que tan importante papel han desempeñado en la eliminación de dichas barreras y las políticas impuestas a los países en desarrollo en el transcurso de la globalización.

En tanto que profesor, he pasado mucho tiempo investigando y reflexionando sobre las cuestiones económicas y sociales con las que tuve que lidiar durante mis siete años en Washington. Creo que es importante abordar los problemas desapasionadamente, dejar la ideología a un lado y observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino. Por desgracia, pero no con sorpresa, comprobé en la Casa Blanca —primero como miembro y después como presidente del Consejo de Asesores Económicos (un panel de tres expertos nombrados por el Presidente para prestar asesoramiento económico al Ejecutivo norteamericano)— y en el Banco Mundial que a menudo se tomaban decisiones en función de criterios ideológicos y políticos. Como resultado se persistía en malas medidas, que no resolvían los problemas pero que encajaban con los intereses o creencias de las personas que mandaban. El intelectual francés Pierre Bourdieu ha escrito acerca de la necesidad de que los políticos se comporten más como estudiosos y entren en debates científicos basados en datos y hechos concretos. Lamentablemente, con frecuencia sucede lo contrario, cuando los académicos que formulan recomendaciones sobre medidas de Gobierno se politizan y empiezan a torcer la realidad para ajustarla a las ideas de las autoridades.

Si mi carrera académica no me preparó para todo lo que encontré en Washington D. C., al menos me preparó profesionalmente. Antes de llegar a la Casa Blanca había dividido mi tiempo de trabajo e investigación entre la economía matemática abstracta (ayudé a desarrollar una rama de la ciencia económica que recibió desde entonces el nombre de economía de la información), y otros temas más aplicados, como la economía del sector público, el desarrollo y la política monetaria. Pasé más de veinticinco años escribiendo sobre asuntos como las quiebras, el gobierno de las corporaciones y la apertura y acceso a la información (lo que los economistas llaman «transparencia»); fueron puntos cruciales ante la crisis financiera global de 1997. También participé durante casi veinte años en discusiones sobre la transición desde las economías comunistas hacia el mercado. Mi experiencia sobre cómo manejar dichos procesos comenzó en 1980, cuando los analicé por primera vez con las autoridades de China, que daba sus primeros pasos en dirección a una economía de mercado. He sido un ferviente partidario de las políticas graduales de los chinos, que han demostrado su acierto en las últimas dos décadas, y he criticado con energía algunas de las estrategias de reformas extremas como las «terapias de choque» que han fracasado tan rotundamente en Rusia y algunos otros países de la antigua Unión Soviética.

Mi participación en asuntos vinculados al desarrollo es anterior. Se remonta a cuando estuve en Kenia como profesor (1969--1971), pocos años después de su independencia en 1963. Parte de mi labor teórica más relevante fue inspirada por lo que allí vi. Sabía que los desafíos de Kenia eran arduos pero confiaba en que sería posible hacer algo para mejorar las vidas de los miles de millones de personas que, como los keniatas, viven en la extrema pobreza. La economía puede parecer una disciplina árida y esotérica, pero de hecho las buenas políticas económicas pueden cambiar la vida de esos pobres. Pienso que los Gobiernos deben y pueden adoptar políticas que contribuyen al crecimiento de los países y que también procuren que dicho crecimiento se distribuya de modo equitativo. Por tocar sólo un tema, creo en las privatizaciones (digamos, vender monopolios públicos a empresas privadas) pero sólo si logran que las compañías sean más eficientes y reducen los precios a los consumidores. Esto es más probable que ocurra si los mercados son competitivos, lo que es una de las razones por las que apoyo vigorosas políticas de competencia.

Tanto en el Banco Mundial como en la Casa Blanca existía una estrecha relación entre las políticas que yo recomendaba en mi obra económica previa, fundamentalmente teórica, asociada en buena parte con las imperfecciones del mercado: por qué los mercados no operan a la perfección, en la forma en que suponen los modelos simplistas que presumen competencia e información perfectas. También aporté a la política mi análisis de la economía de la información, en particular las asimetrías, como las diferencias en la información entre trabajador y empleador, prestamista y prestatario, asegurador y asegurado. Tales asimetrías son generalizadas en todas las economías. Dicho análisis planteó los fundamentos de teorías más realistas sobre los mercados laborales y financieros y explicó, por ejemplo, por qué existe desempleo y por qué quienes más necesitan crédito a menudo no lo consiguen —en la jerga de los economistas: el racionamiento del crédito—. Los modelos que los economistas han empleado durante generaciones sostenían que los mercados funcionaban a la perfección —incluso negaron la existencia del paro— o bien que la única razón de la desocupación estribaba en los salarios excesivos, y sugerían el remedio obvio: bajarlos. La economía de la información, con sus mejores interpre-taciones de los mercados de trabajo, capital y bienes, permitió la construcción de modelos macroeconómicos que aportaron enfoques más profundos sobre el paro, y dieron cuenta de las fluctuaciones, recesiones y depresiones que caracterizaron al capitalismo desde sus albores. Estas teorías ofrecen claros corolarios políticos —algunos de los cuales son evidentes para casi todos los que conocen el mundo real— como que la subida de los tipos de interés hasta niveles exorbitantes arrastra a la quiebra a las empresas sumamente endeudadas, y que ello es malo para la economía. Aunque me parecían innegables, esas prescripciones políticas eran contrarias a las que el Fondo Monetario Internacional solía insistir en recomendar.

Las políticas del FMI, basadas en parte en el anticuado supuesto de que los mercados generaban por sí mismos resultados eficientes, bloqueaban las intervenciones deseables de los Gobiernos en los mercados, medidas que pueden guiar el crecimiento y mejorar la situación de todos. Lo que centra, pues, muchas de las disputas que describo en las páginas siguientes son las ideas y las concepciones sobre el papel del Estado derivadas de las mismas.

Aunque tales ideas han cumplido un papel relevante en el delineamiento de prescripciones políticas —acerca del desarrollo, el manejo de las crisis, y la transición— también son claves de mi pensamiento sobre la reforma de las instituciones internacionales que supuestamente deben orientar el desarrollo, administrar las crisis y facilitar las transiciones económicas. Mi estudio sobre la información hizo que prestara especial atención a las consecuencias de la falta de información; me alegró apreciar el énfasis en la transparencia durante la crisis financiera global de 1997-1998, pero no la hipocresía de instituciones como el FMI o el Tesoro de los EE.UU., que la subrayaron en el Este asiático cuando ellos eran de lo menos transparente que he encontrado en mi vida pública. Por eso en la discusión de las reformas destaco la necesidad de una mayor transparencia, la mejora de la información que los ciudadanos tienen sobre esas instituciones, que permita que los afectados por las políticas tengan más que decir en su formulación. El análisis sobre la información en las instituciones políticas surgió de modo bastante natural de mi trabajo previo sobre la información en economía.

Uno de los aspectos estimulantes de acudir a Washington fue la oportunidad no sólo de entender mejor cómo funciona el Estado sino también de contrastar alguna de las perspectivas derivadas de mi investigación. Por ejemplo, en tanto que presidente del Consejo de Asesores Económicos de Clinton, traté de fraguar una filosofía y una política económicas que vieran a la Administración y a los mercados como complementarios, como socios, y que reconocieran que si los mercados son el centro de la economía, el Estado ha de cumplir un papel importante, aunque limitado. Yo había estudiado los fallos tanto del mercado como del Estado, y no era tan ingenuo como para fantasear con que el Estado podía remediar todos los fallos del mercado, ni tan bobo como para creer que los mercados resolvían por sí mismos todos los problemas sociales. La desigualdad, el paro, la contaminación: en estos campos el Estado debía asumir un papel importante. Trabajé en la iniciativa de «reinventar la Administración»: hacer al Estado más eficiente y sensible; había visto cuándo el Estado no era ninguna de las dos cosas y sabía que las reformas eran difíciles, pero también que, por modestas que parecieran, eran posibles. Cuando pasé al Banco Mundial esperaba aportar esta visión equilibrada, y las lecciones aprendidas, a los muchos más arduos problemas del mundo desarrollado.

En la Administración de Clinton disfruté del debate político, gané algunas batallas y perdí otras. Como miembro del gabinete del Presidente, estaba en una buena posición no sólo para observar los debates y sus desenlaces, sino también para participar en ellos, especialmente en áreas relativas a la economía. Sabía que las ideas cuentan pero también cuenta la política, y una de mis labores fue persuadir a otros de que lo que yo recomendaba era económica pero también políticamente acertado. En la esfera internacional, en cambio, descubrí que ninguna de esas dos dimensiones prevalecía en la formulación de políticas, especialmente en el Fondo Monetario Internacional. Las decisiones eran adoptadas sobre la base de una curiosa mezcla de ideología y mala economía, un dogma que en ocasiones parecía apenas velar intereses creados. Cuando la crisis golpeó, el FMI prescribió soluciones viejas, inadecuadas aunque «estándares», sin considerar los efectos que ejercerían sobre los pueblos de los países a los que se aconsejaba aplicarlas. Rara vez vi predicciones sobre qué harían las políticas con la pobreza; rara vez vi discusiones y análisis cuidadosos sobre las consecuencias de políticas alternativas: sólo había una receta y no se buscaban otras opiniones. La discusión abierta y franca era desanimada: no había lugar para ella. La ideología orientaba la prescripción política y se esperaba que los países siguieran los criterios del FMI sin rechistar.

Esas actitudes me provocaban rechazo; no sólo porque sus resultados eran mediocres, sino también por su carácter antidemocrático. En nuestra vida personal jamás seguiríamos ciegamente unas ideas sin buscar un consejo alternativo, y sin embargo a países de todo el mundo se les instruía para que hiciera exactamente eso. Los problemas de las naciones en desarrollo son complejos, y el FMI es con frecuencia llamado en las situaciones más extremas, cuando un país se sume en una crisis. Pero sus recetas fallaron tantas veces como tuvieron éxito, o más. Las políticas de ajuste estructural del FMI —diseñadas para ayudar a un país a ajustarse ante crisis y desequilibrios más permanentes— produjeron hambre y disturbios en muchos lugares, e incluso cuando los resultados no fueron tan deplorables y consiguieron a duras penas algo de crecimiento durante un tiempo, muchas veces los beneficios se repartieron desproporcionadamente a favor de los más pudientes, mientras que los más pobres en ocasiones se hundían aún más en la miseria. Pero lo que más me asombraba era que dichas políticas no fueran puestas en cuestión por los que mandaban en el FMI, por los que adoptaban las decisiones clave; con frecuencia lo hacían en los países en desarrollo, pero era tal su temor a perder la financiación del FMI, y con ella otras fuentes financieras, que las dudas eran articuladas con gran cautela —o no lo eran en absoluto— y en cualquier caso sólo en privado. Aunque nadie estaba satisfecho con el sufrimiento que acompañaba a los programas del FMI, dentro del Fondo simplemente se suponía que todo el dolor provocado era parte necesaria de algo que los países debían experimentar para llegar a ser una exitosa economía de mercado, y que las medidas lograrían de hecho mitigar el sufrimiento de los países a largo plazo.

Algún dolor era indudablemente necesario, pero a mi juicio el padecido por los países en desarrollo en el proceso de globalización y desarrollo orientado por el FMI y las organizaciones económicas internacionales fue muy superior al necesario. La reacción contra la globalización obtiene su fuerza no sólo de los perjuicios ocasionados a los países en desarrollo por las políticas guiadas por la ideología, sino también por las desigualdades del sistema comercial mundial. En la actualidad —aparte de aquellos con intereses espurios que se benefician con el cierre de las puertas ante los bienes producidos por los países pobres— son pocos los que defienden la hipocresía de pretender ayudar a los países subdesarrollados obligándolos a abrir sus mercados a los bienes de los países industrializados más adelantados y al mismo tiempo protegiendo los mercados de éstos: esto hace a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más pobres... y cada vez más enfadados.

El bárbaro atentado del 11 de septiembre ha aclarado con toda nitidez que todos compartimos un único planeta. Constituimos una comunidad global y como todas las comunidades debemos cumplir una serie de reglas para convivir. Estas reglas deben ser —y deben parecer— equitativas y justas, deben atender a los pobres y a los poderosos, y reflejar un sentimiento básico de decencia y justicia social. En el mundo de hoy, dichas reglas deben ser el desenlace de procesos democráticos; las reglas bajo las que operan las autoridades y cuerpos gubernativos deben asegurar que escuchen y respondan a los deseos y necesidades de los afectados por políticas y decisiones adoptadas en lugares distantes.

Este libro se basa en mis experiencias. Carece de tantas notas al pie y citas como las que tendría un ensayo académico. En vez de ello, he intentado describir los acontecimientos de los que fui testigo y relatar algo de lo que he oído. Aquí no hay armas humeantes: usted no encontrará pruebas de una terrible conspiración en Wall Street o el FMI para dominar el mundo. Yo no creo que tal conspiración exista. La verdad es más sutil. A menudo lo que determinó el resultado de las discusiones en las que participé fue un tono de voz, una reunión a puerta cerrada, o un memorando. Muchas de las personas a las que critico dirán que estoy equivocado, e incluso puede que presenten datos que contradicen mi versión de lo sucedido, pero cada historia tiene muchas facetas y sólo puedo presentar mi interpretación sobre lo que vi.

Al ingresar en el Banco Mundial mi intención era dedicarme sobre todo a las cuestiones del desarrollo y los problemas de los países que intentaban la transición hacia la economía de mercado, pero la crisis financiera mundial y los debates sobre la reforma de la arquitectura económica internacional —que gobierna el sistema económico y financiero global— para procurar una globalización más humana, efectiva y equitativa, absorbieron buena parte de mi tiempo. Visité docenas de países en todo el mundo y hablé con miles de funcionarios, ministros de Hacienda, gobernadores de bancos centrales, académicos, trabajadores del desarrollo, personas de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), banqueros, hombres de negocios, estudiantes, activistas políticos y agricultores. Me encontré con la guerrilla islámica en Mindanao (la isla de Filipinas que desde hace largo tiempo se halla en estado de rebelión), recorrí el Himalaya para llegar a escuelas remotas en Bhután o a un pueblo en Nepal con un proyecto de riego, comprobé el impacto de los créditos rurales y los programas de movilización femenina en Bangladesh, y el efecto de los programas de reducción de la pobreza en poblados de los parajes montañosos más pobres de China. Contemplé cómo se hace la historia y aprendí muchísimo. En este libro he intentado destilar la esencia de lo que vi y aprendí.

Espero que el libro abra un debate, un debate que no debe transcurrir sólo en la reclusión de los despachos de los Gobiernos y las organizaciones internacionales, ni tampoco limitarse a la atmósfera más abierta de las universidades. Aquellos cuyas vidas se verán afectadas por las decisiones sobre la gestión de la globalización tienen derecho a participar en este debate, y a saber cómo se tomaron esas decisiones en el pasado. Como mínimo, mi libro debería aportar más información sobre lo que ocurrió en la década pasada. Seguramente la mayor información llevará a mejores políticas que obtendrán mejores resultados. Si ello es así, sentiré que algo he aportado.

CAPÍTULO 3

¿LIBERTAD DE ELEGIR?

La austeridad fiscal, la privatización y la liberalización de los mercados fueron los tres pilares aconsejados por el Consenso de Washington durante los años ochenta y noventa. Las políticas del consenso de Washington fueron diseñadas para responder a problemas muy reales de América Latina, y tenían mucho sentido. En los años ochenta los Gobiernos de dichos países habían tenido a menudo grandes déficits. Las pérdidas en las ineficientes empresas públicas contribuyeron a dichos déficits. Aisladas de la competencia gracias a medidas proteccionistas, las empresas privadas ineficientes forzaron a los consumidores a pagar precios elevados. La política monetaria laxa hizo que la inflación se descontrolara. Los países no pueden mantener déficits abultados y el crecimiento sostenido no es posible con hiperinflación. Se necesita algún grado de disciplina fiscal. La mayoría de los países mejorarían si los Gobiernos se concentraran más en proveer servicios públicos esenciales que en administrar empresas que funcionarían mejor en el sector privado, y por eso la privatización a menudo es correcta. Cuando la liberalización comercial —la reducción de aranceles y la eliminación de otras trabas proteccionistas— se hace bien y al ritmo adecuado, de modo que se creen nuevos empleos a medida que se destruyen los empleos ineficientes, se pueden lograr significativas ganancias de eficiencia.

El problema radicó en que muchas de esas políticas se transformaron en fines en sí mismas, más que en medios para un crecimiento equitativo y sostenible. Así, las políticas fueron llevadas demasiado lejos y demasiado rápido, y excluyeron otras políticas que eran necesarias.

Los resultados han sido muy diferentes a los buscados. La austeridad fiscal exagerada, bajo circunstancias inadecuadas, puede inducir recesiones, y los altos tipos de interés ahogar a los empresarios incipientes. El FMI propició enérgicamente la privatización y la liberalización, a un ritmo que a menudo impuso costes apreciables sobre países que no estaban en condiciones de afrontarlos.

PRIVATIZACIÓN

Los Estados de muchos países en desarrollo —y desarrollados— demasiado a menudo invierten mucha energía en hacer lo que no deberían hacer. Esto los distrae de sus labores más apropiadas. El problema no es tanto que la Administración sea demasiado grande como que no hace lo que debe. A los Estados, en líneas generales, no les corresponde manejar empresas siderúrgicas y suelen hacerlo fatal (aunque las empresas siderúrgicas más eficientes del mundo son las fundadas y gestionadas por los Estados de Corea y Taiwan, son la excepción). Lo normal es que las empresas privadas competitivas realicen esa tarea más eficazmente. Éste es el argumento a favor de la privatización: la conversión de empresas públicas en privadas. Sin embargo, existen importantes precondiciones que deben ser satisfechas antes de que la privatización pueda contribuir al crecimiento económico. Y el modo en que se privatice cuenta mucho.

Por desgracia, el FMI y el BM han abordado los problemas con una perspectiva estrechamente ideológica: la privatización debía ser concretada rápidamente. En la clasificación de los países que emprendían la transición del comunismo al mercado, los que privatizaban más deprisa obtenían las mejores calificaciones. Como consecuencia, la privatización muchas veces no logró los beneficios augurados. Las dificultades derivadas de esos fracasos han suscitado antipatía hacia la idea misma de la privatización.

En 1998 visité unos pueblos pobres de Marruecos para observar el impacto que los proyectos del Banco Mundial y las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) ejercían sobre las vidas de la gente. Comprobé, por ejemplo, que los proyectos de riego comunitario elevaban muchísimo la productividad agrícola. Un proyecto, sin embargo, habría fracasado. Una ONG había instruido concienzudamente a los habitantes de un pueblo en la cría de gallinas, actividad que las mujeres podían llevar a cabo sin descuidar sus labores más tradicionales. Originalmente, las mujeres compraban los polluelos de siete días a una empresa pública. Pero cuando visité el pueblo el proyecto había fracasado. Departí con los pobladores y con funcionarios oficiales sobre lo que había fallado y la respuesta fue sencilla: el FMI le había dicho al Gobierno que no debía estar en el negocio de distribución de pollos, y entonces dejaron de venderlos. Simplemente se supuso que el sector privado inmediatamente llenaría el vacío. Un proveedor privado, en efecto, llegó para suministrar polluelos a la gente. La tasa de mortalidad de los pollos en las primeras dos semanas es elevada, y la empresa privada no estaba dispuesta a garantizar la oferta. Los pobladores no podían asumir el riesgo de comprar pollos que murieran en un porcentaje abultado. Y así fue como una industria naciente, destinada a cambiar las vidas de esos pobres campesinos, desapareció.

El supuesto subyacente a este fracaso es algo con lo que me topé en repetidas ocasiones: el FMI se limitaba a dar por sentado que los mercados surgen rápidamente para satisfacer cualquier necesidad, cuando en realidad muchas actividades estatales surgen porque los mercados no son capaces de proveer servicios esenciales. Los ejemplos abundan. Fuera de Estados Unidos a menudo este punto parece obvio. Cuando muchos países europeos crearon sus sistemas de seguridad social y sus sistemas de seguro de paro e incapacidad laboral, no había mercados privados de anualidades que funcionaran bien, no había empresas privadas que ofrecieran seguros ante esos riesgos tan importantes en la vida de las personas. Incluso cuando, mucho después, EE UU creó su sistema de seguridad social, en las profundidades de la Gran Depresión y como parte del New Deal, los mercados privados de anualidades no funcionaban bien —e incluso hoy no es posible conseguir anualidades que nos protejan contra la inflación. También en EE UU, uno de los motivos por los que se creó la Asociación Nacional Federal de Hipotecas (Fannie Mae) fue que el mercado privado no facilitaba hipotecas en condiciones razonables a las familias de rentas medias y bajas. En los países subdesarrollados estos problemas son aún más graves; eliminar las empresas públicas puede dejar un profundo vacío e incluso si el sector privado finalmente hace su aparición, puede mediar un enorme sufrimiento.

En Costa de Marfil la compañía telefónica fue privatizada, como es habitual, antes de establecer un marco regulatorio adecuado o un entorno competitivo. La empresa francesa que compró los activos estatales persuadió al Gobierno para que le concediera un monopolio, no sólo sobre los servicios telefónicos existentes sino también sobre los nuevos servicios celulares. La empresa privada subió tanto las tarifas que, por ejemplo, los estudiantes universitarios no podían acceder a Internet, algo esencial para impedir que la ya acusada desigualdad en el acceso digital entre ricos y pobres se acentúe aún más.

El FMI arguye que es muy importante privatizar a marchas forzadas; más tarde será el momento de ocuparse de la competencia y la regulación. Pero el peligro estriba en que una vez generado un grupo de interés éste cuenta con el incentivo, y el dinero, para mantener su posición monopólica, paralizar las regulaciones y la competencia y distorsionar el proceso político. Existe una razón natural por la cual el FMI ha estado menos preocupado por la competencia y la regulación de lo que podría haberlo estado. La privatización de un monopolio no regulado puede aportar más dinero al Estado, y el FMI enfatiza más los temas macroeconómicos, como el tamaño del déficit público, que los estructurales, como la eficiencia y competitividad de la industria. Fueran o no los monopolios privatizados más eficientes que los estatales a la hora de producir, a menudo resultaron más eficientes a la hora de explotar su posición dominante: el resultado fue que los consumidores sufrieron.

La privatización, asimismo, no sólo se implantó a expensas de los consumidores, sino también de los trabajadores. El impacto sobre el empleo ha sido quizás el argumento principal a favor y en contra de la privatización; sus partidarios sostenían que sólo la privatización permitía despedir a los trabajadores improductivos, y sus detractores replicaban que los recortes de plantillas tuvieron lugar sin ponderar los costes sociales. En realidad, hay buena parte de verdad en ambos puntos de vista. La privatización con frecuencia hace pasar a las empresas públicas de los números rojos a los negros, gracias a la reducción de las plantillas. Se supone, empero, que los economistas deben prestar atención a la eficiencia global. Hay costes sociales relacionados con el paro que las empresas privadas simplemente no toman en cuenta. Si la protección del empleo es mínima, los empresarios pueden despedir trabajadores con un coste bajo o nulo, abonando, en el mejor de los casos, una pequeña indemnización. La privatización ha sido objeto de abundantes críticas porque, al revés de las llamadas inversiones Greenfield —cuando se invierte en empresas nuevas, en vez de dejar que inversores privados compren empresas ya existentes—, más que crear nuevos puestos de trabajo, la privatización a menudo los destruye.

En los países industrializados el daño de los despidos es reconocido y en parte mitigado por la red de seguridad de las prestaciones por desempleo. En los países menos desarrollados, los trabajadores parados generalmente no se convierten en una carga pública porque rara vez cuentan con esquemas de seguro de paro. Pero a pesar de todo pueden generarse grandes costes sociales manifestados, en las peores formas, en violencia urbana, más delincuencia y perturbaciones sociales y políticas. Incluso en ausencia de estos males, el paro suscita costes elevados, como la angustia generalizada incluso entre los trabajadores que han conseguido mantener sus empleos, una sensación extendida de alienación, cargas financieras adicionales sobre miembros de la familia que retienen sus puestos de trabajo, y la retirada de niños del colegio para que contribuyan al sostén familiar. Esta clase de costes sociales perduran mucho tiempo después de la pérdida inmediata del empleo. Las empresas locales pueden quizá estar en sintonía con el contexto social1 y ser renuentes a despedir trabajadores si saben que no hay empleos alternativos disponibles. Los propietarios extranjeros, por otro lado, pueden sentirse más comprometidos con sus accionistas, con la maximización del valor de la acción mediante la reducción de costes, y sentirse menos obligados con lo que definirán como «plantillas infladas».

Es importante reestructurar las empresas públicas, y con frecuencia la privatización es un modo eficaz de lograrlo. Pero desplazar gente desde empleos poco productivos en empresas públicas al paro no incrementa la renta nacional del país, y ciertamente no aumenta el bienestar de los trabajadores. La moraleja es sencilla y volveré sobre ella repetidamente: la privatización debe ser parte de un programa más amplio, que implique la creación de empleo a la vez que la destrucción del mismo provocado a menudo por las privatizaciones. Las políticas macroeconómicas, como los bajos tipos de interés, que ayudan a crear empleo, deben ser puestas en práctica. El tiempo (y la secuencia) es todo. No se trata de asuntos pragmáticos de «implementación», sino de asuntos de principios.

Quizá la más grave preocupación con la privatización, tal como ha sido aplicada muchas veces, es la corrupción. La retórica del fundamentalismo del mercado afirma que la privatización reducirá lo que los economistas denominan la «búsqueda de rentas» por parte de los funcionarios, que o bien se quedan con parte de los beneficios de las empresas públicas o conceden contratos y empleos a sus amigos. Pero, al contrario de lo que supuestamente iba a lograr, la privatización ha empeorado las cosas tanto que en muchos países se la denomina irónicamente «sobornización». Si una Administración es corrupta, hay escasas evidencias de que las privatizaciones resolverán el problema. Después de todo, el mismo Gobierno corrupto que manejó mal la empresa es el que va a gestionar la privatización. En un país tras otro, los funcionarios se han percatado de que las privatizaciones significan que ya no tienen por qué limitarse a la apropiación anual de los beneficios. Si venden una empresa pública por debajo del precio de mercado, pueden conseguir una parte significativa del valor del activo, en vez de dejarlo para administraciones subsiguientes. De hecho, pueden robar hoy buena parte de lo que se apropiarían los políticos en el futuro. De modo muy poco sorprendente, se manipula el proceso de privatización para maximizar la suma de lo que los ministros del Gobierno podían embolsarse, y no la suma que podía aportar el Tesoro público, y mucho menos la eficiencia general de la economía. Como veremos, Rusia representa un caso paradigmático devastador del precio de la «privatización a toda costa».

Ingenuamente, los partidarios de la privatización se convencieron de que se podían dejar de lado estas costas porque los libros de texto parecían dictaminar que una vez definidos claramente los derechos de propiedad, los nuevos propietarios lograrían que los activos fueran manejados de forma eficiente. Así, la situación mejoraría a largo plazo, aunque fuera horrible a corto plazo. No percibieron que sin las adecuadas estructuras legales e instituciones del mercado, los nuevos propietarios podrán tener un incentivo para deshacer los activos más que para utilizarlos como bases para expandir la industria. Como resultado, en Rusia y en muchos otros países, la privatización no constituyó una palanca del crecimiento tan eficaz como podría haberlo sido. De hecho, algunas veces fue asociada con la decadencia y demostró ser una fuerza poderosa para minar la confianza en las instituciones democráticas y del mercado.

LIBERALIZACIÓN

La liberalización —supresión de interferencias públicas en los mercados financieros y de capitales, y de las barreras al comercio— tiene muchas dimensiones. Actualmente, hasta el propio FMI admite que insistió en ella excesivamente, y que la liberalización de los mercados de capitales y financieros contribuyó a las crisis financieras globales de los años noventa y puede ser devastadora en un pequeño país emergente.

El único aspecto de la liberalización que goza de amplio respaldo —al menos entre las elites de las naciones industrializadas adelantadas— es la liberalización comercial. Pero una mirada atenta al modo en que se ha aplicado en muchos países subdesarrollados ilustra por qué es tan a menudo objeto de tantas resistencias, como lo revelaron las protestas en Seattle, Praga y Washington D. C.

Se supone que la liberalización comercial expande la renta de un país porque desplaza los recursos de empleos menos productivos a más productivos; como dirían los economistas, por medio de la ventaja comparativa. Pero trasladar recursos de asignaciones poco productivas hasta una productividad nula no enriquece un país, y esto es algo que sucedió demasiadas veces bajo los programas del FMI. Destruir empleos es sencillo y tal es a menudo el impacto inmediato de la liberalización comercial, cuando las industrias ineficientes cierran ante el empuje de la competencia internacional. La ideología del FMI argumentaba que se crearían nuevos y más productivos empleos a medida que fueran eliminados los viejos e ineficientes empleos creados tras las murallas proteccionistas. Pero esto sencillamente no es verdad —y pocos economistas han creído en la creación instantánea de puestos de trabajo, al menos desde la Gran Depresión—. La creación de nuevas empresas y empleos requiere capital y espíritu emprendedor, y en los países en desarrollo suelen escasear el segundo, debido a la falta de educación, y el primero, debido a la ausencia de financiación bancaria. En muchos países el FMI empeoró las cosas porque sus programas de austeridad desembocaron con frecuencia en tipos de interés tan altos —a veces superiores al 20 por ciento, a veces al 50 por ciento, y en algunas ocasiones incluso al 100 por ciento— que la creación de empleos y empresas habría sido imposible incluso en un ambiente económico propicio como el de los Estados Unidos. Simplemente, el capital imprescindible para el crecimiento resultaba prohibitivamente caro.

Los países en desarrollo de más éxito, los del Este asiático, se abrieron al mundo de manera lenta y gradual. Estos países aprovecharon la globalización para expandir sus exportaciones, y como consecuencia crecieron más rápidamente. Pero desmantelaron sus barreras proteccionistas cuidadosa y sistemáticamente, bajándolas sólo cuando se creaban los nuevos empleos. Se aseguraron de que había capital disponible para la creación de nuevos empleos y empresas; y hasta adoptaron un protagonismo empresarial promoviendo nuevas empresas. China está ahora desmantelando sus barreras comerciales, veinte años después de haber iniciado su marcha hacia el mercado, un periodo durante el cual creció a gran velocidad.

La gente de EE UU y los países industrializados avanzados debieron de entender estos problemas con facilidad. En las dos últimas campañas presidenciales de EE UU, el candidato Pat Buchanan explotó las preocupaciones de los trabajadores norteamericanos ante la pérdida de puestos de trabajo por culpa de la liberalización comercial. Los ecos de Buchanan resonaban en un país casi con pleno empleo (en 1999 la tasa de paro había caído por debajo del 4 por ciento), con un buen sistema de seguro de paro y una variedad de ayudas para que los trabajadores se muevan de un empleo a otro. El hecho de que incluso durante la expansión de los noventa pudiera existir esa ansiedad entre los trabajadores estadounidenses sobre la amenaza planteada por el comercio liberalizado a sus empleos debió de suscitar una mayor comprensión ante la zozobra de los trabajadores en los países pobres subdesarrollados, que viven en el límite de la subsistencia, a menudo con dos dólares al día o menos, sin red de seguridad en forma de ahorros y mucho menos seguro de desempleo, y en una economía con un paro del 20 por ciento o más.

El hecho de que la liberalización comercial demasiado a menudo incumple sus promesas —y en realidad conduce sencillamente a más paro— es lo que provoca que se le opongan enérgicamente. Pero la hipocresía de quienes propician la liberalización comercial —y el modo en que lo han hecho— indudablemente ha reforzado la hostilidad hacia dicha liberalización. Occidente animó la liberalización comercial de los productos que exportaba, pero a la vez siguió protegiendo los sectores en los que la competencia de los países en desarrollo podía amenazar su economía. Ésta fue una de las bases de la oposición a la nueva ronda de negociaciones comerciales que supuestamente iba a ser inaugurada en Seattle: las rondas anteriores habían protegido los intereses de los países industrializados —o, más precisamente, intereses particulares dentro de esos países— sin ventajas equivalentes para las naciones menos desarrolladas. Los críticos señalaron, con razón, que las rondas previas habían atenuado las barreras comerciales frente a bienes industriales, desde automóviles hasta maquinaria, exportados por los países más industrializados. Al mismo tiempo, los negociadores de estos países mantuvieron los subsidios a los productos agrícolas y cerraron los mercados de estos bienes y los textiles, en los que los países subdesarrollados tienen una ventaja comparativa.

En la más reciente Ronda Uruguay se introdujo el tema del comercio de servicios. Finalmente, los mercados se abrieron sobre todo para los servicios exportados por los países avanzados —servicios financieros y tecnología de la información— pero no para los servicios marítimos y de construcción, en los cuales los países subdesarrollados podían conseguir una pequeña ventaja. Los Estados Unidos se jactaron de los beneficios cosechados, pero los países en desarrollo no obtuvieron una cuota proporcional. Un cálculo del Banco Mundial mostró que la renta del África subsahariana, la región más pobre del mundo, cayó más de un 2 por ciento merced al acuerdo comercial. Hubo otros ejemplos de desigualdades que ocuparon cada vez más el discurso del mundo subdesarrollado, aunque rara vez aparecieron en la prensa de las naciones más desarrolladas. Países como Bolivia no sólo eliminaron sus barreras comerciales hasta un punto tal que eran menores que las de EE UU, sino que también cooperaron con EE UU prácticamente erradicando el cultivo de la coca, la base de la cocaína, aunque este cultivo brindaba a los agricultores pobres una renta superior a cualquier alternativa. La respuesta de EE UU fue seguir con sus mercados cerrados a los otros productos, como el azúcar, que los campesinos bolivianos podrían haber producido para exportar —si el mercado norteamericano se hubiese abierto—.

A los países en desarrollo les irrita especialmente este doble rasero, porque las hipocresías y desigualdades cuentan con una larga historia. En el siglo XIX las potencias occidentales —muchas de las cuales se habían desarrollado gracias a políticas proteccionistas— habían impuesto tratados comerciales injustos. Acaso el más ultrajante fue el de la Guerra del Opio, cuando el Reino Unido y Francia se confabularon contra la débil China y, junto con Rusia y EE UU, la forzaron, por el Tratado de Tientsin de 1858, no sólo a realizar concesiones comerciales y territoriales, para garantizar que exportaría los bienes que Occidente deseaba a precios bajos, sino también a abrir sus mercados al opio, lo que llevó a la adicción a millones de chinos (cabría denominar a esto un enfoque casi diabólico de la «balanza comercial»). Hoy no se fuerza la apertura de los mercados emergentes con la amenaza del uso de la fuerza militar sino a través del poder económico, a través de la amenaza de sanciones o de la retirada de la ayuda en momentos de crisis. Aunque la Organización Mundial de Comercio era el foro donde se negociaban los acuerdos comerciales internacionales, los negociadores estadounidenses y el FMI a menudo insistieron en ir más allá y acelerar el ritmo de la liberalización comercial. El FMI insiste en este ritmo acelerado de la liberalización como condición de su ayuda —y los países ante una crisis no tenían más elección que acceder a sus demandas—.

Cuando EE UU actúa unilateralmente y no al amparo del FMI las cosas son aún peores. El Representante de Comercio de EE UU, el Departamento de Comercio, a menudo aguijoneado por intereses creados norteamericanos, acusa a un país extranjero; se sucede entonces un proceso de revisión —que sólo involucra al Gobierno estadounidense— y una decisión adoptada por EE UU, y a continuación se imponen sanciones al país ofensor. Los Estados Unidos aparecen como fiscal, juez y jurado. El proceso es casi judicial, pero las cartas están marcadas: tanto las reglas como los jueces favorecen un veredicto de culpabilidad. Cuando este arsenal se emplea contra otros países industrializados, Europa y Japón, ellos cuentan con recursos para defenderse, pero en el caso de los países subdesarrollados, incluso los grandes como India o China, la lucha no es justa. La mala voluntad resultante es desproporcionadamente mayor que cualquier ganancia posible para EE UU. El proceso mismo contribuye poco a reforzar la confianza en un sistema comercial internacional equitativo.

La retórica que esgrime EE UU para plantear su posición alimenta la imagen de una superpotencia dispuesta a utilizar su influencia para promover sus intereses particulares. Cuando Mickey Kantor fue el representante comercial de EE UU durante la primera Administración de Clinton, pretendió obligar a China a que abriese sus mercados más rápidamente. Las negociaciones de la Ronda Uruguay de 1994, en las que cumplió un papel relevante, establecieron la OMC y fijaron las reglas básicas de sus miembros. El acuerdo previó acertadamente un periodo de ajuste más prolongado para los países en desarrollo. El Banco Mundial, y cualquier economista, trata a China, con una renta per cápita de 450 dólares, no sólo como un país subdesarrollado sino también como un país en desarrollo con una renta baja. Pero Kantor es un negociador duro. Insistió en que se trataba de un país desarrollado y por tanto debía acometer una transición rápida.

Kantor tenía poder porque China necesitaba la aprobación norteamericana para integrarse en la OMC. El acuerdo EE UU-China, que finalmente llevó a la admisión de China en la OMC en noviembre de 2001, ilustra dos aspectos de la contradictoria posición estadounidense. Mientras EE UU prolongaba la negociación con su irrazonable insistencia en que China era realmente un país desarrollado, la propia China empezaba un proceso de ajuste. En efecto, sin quererlo, EE UU le dio a China el tiempo extra que necesitaba. Pero el acuerdo mismo ejemplifica los dobles raseros y las desigualdades que aquí están presentes. Irónicamente, mientras EE UU insistía en que China se ajustara velozmente, como si fuera un país desarrollado —y como China había utilizado acertadamente el extendido tiempo de negociación, fue capaz de acceder a dichas demandas—, EE UU también exigió ser tratado como si fuera un país menos desarrollado y que se le concedieran no sólo los diez años de ajuste para rebajar sus barreras contra las importaciones de textiles, que habían formado parte de las negociaciones de 1994, sino que se le otorgaran cuatro años más.

Lo que resulta especialmente inquietante es cómo los intereses creados pueden socavar tanto la credibilidad de EE UU como los intereses nacionales en sentido amplio. Esto se vio nítidamente en abril de 1999, cuando el premier chino Zhu Rongji viajó a EE UU, en parte para completar las negociaciones para la admisión de China en la Organización Mundial de Comercio, algo que habría sido esencial no sólo para el régimen comercial mundial —¿cómo excluir a uno de los países más grandes?— sino también para las reformas de mercado de la propia China. Además de la oposición del representante comercial de EE UU y del Departamento de Estado, el Tesoro norteamericano insistió en una cláusula para la liberalización con más premura de los mercados financieros chinos. Con razón, China estaba preocupada: precisamente esa liberalización había conducido a las crisis financieras en los países vecinos del Este de Asia, con acusados costes. China se había mantenido al margen gracias a sus sabias políticas.

Esta petición estadounidense para liberalizar los mercados financieros chinos no habría contribuido a garantizar la estabilidad económica global. Su objetivo era servir a los estrechos intereses de la comunidad financiera norteamericana, que el Tesoro enérgicamente representa. Wall Street creía acertadamente que China representaba un vasto mercado potencial para sus servicios financieros, y era importante entrar y establecer una posición fuerte antes que otros. ¡Qué falta de visión! Era patente que China al final se abriría. Acelerar el proceso un año o dos era poco importante, aunque Wall Street temía que su ventaja competitiva pudiera desaparecer en la medida en que las entidades financieras europeas y de otros lugares superaran las ventajas de corto plazo de sus competidores de Wall Street. Pero el coste potencial era enorme. Poco después de la crisis financiera asiática, era imposible que China cediera a las demandas del Tesoro. Para China era fundamental mantener la estabilidad: no podía arriesgarse a adoptar políticas que habían demostrado ser tan desestabilizadoras en otros países. Zhu Rongji debió regresar a China sin un acuerdo firmado. Quienes se oponían a las reformas argumentaron que Occidente procuraba debilitar a China, y jamás firmaría un acuerdo justo. Un buen final de las negociaciones habría contribuido a consolidar la posición de los reformadores en el Gobierno chino y a fortalecer el movimiento reformista. En cambio, Zhu Rongji y el movimiento reformista que defendía quedaron desacreditados, y su poder e influencia debilitados. Por fortuna, el daño fue sólo temporal, pero de todos modos el Tesoro norteamericano había demostrado lo mucho que estaba dispuesto a arriesgar para conseguir sus objetivos.

Aunque se promovió una agenda comercial injusta, al menos un amplio cuerpo de teoría y práctica indicaba que la liberalización del comercio, aplicada apropiadamente, sería algo bueno. El argumento en pro de la liberalización del mercado financiero era más problemático. Muchos países tienen regulaciones financieras que no sirven más que para obstruir el flujo de capitales: tales regulaciones debían ser eliminadas. Pero todos los países regulan sus mercados financieros, y un celo excesivo en la desregulación ha provocado problemas gigantescos en los mercados de capitales incluso en los países desarrollados de todo el mundo. Por citar sólo un ejemplo, el bochornoso desastre de las Savings & Loans en EE UU, aunque fue un factor clave para precipitar la recesión de 1991 y costó a los contribuyentes norteamericanos más de 200.000 millones de dólares, fue en porcentaje del PIB uno de los rescates menos onerosos derivados de la desregulación, igual que la recesión fue una de las más suaves en comparación con las padecidas por otras economías ante crisis similares.

Mientras que los países industrializados más adelantados, con sus complejas instituciones, aprendían las duras lecciones de la desregulación financiera, el FMI llevaba este mensaje reagan-thatcheriano a los países en desarrollo, particularmente mal pertrechados para hacer frente a lo que, en las mejores circunstancias, había resultado ser una labor ardua y plagada de riesgos. Las naciones industriales más avanzadas no habían intentado liberalizar sus mercados de capitales hasta bastante tarde en su desarrollo —las europeas esperaron hasta los años setenta para suprimir los controles en sus mercados de capitales— los países en desarrollo habían sido estimulados a hacerlo a marchas forzadas.

Las consecuencias —la recesión económica— de las crisis bancarias desencadenadas por la desregulación de los mercados de capitales, dolorosas para los países desarrollados, fueron mucho más graves para los subdesarrollados. Los países pobres carecen de red de seguridad para mitigar el impacto de la recesión. Asimismo, la competencia limitada en los mercados financieros significaba que la liberalización no siempre acarreaba el beneficio prometido de unos tipos de interés más bajos. En vez de ellos, los agricultores comprobaban en ocasiones que debían pagar tipos más altos, lo que dificultaba sus compras de semillas y fertilizantes necesarios para alcanzar a duras penas la subsistencia.

Si la prematura y mal manejada liberalización comercial fue perjudicial para los países subdesarrollados, en muchos sentidos la liberalización del mercado de capitales fue incluso peor. Esta liberalización lleva consigo eliminar las regulaciones que pretenden controlar el flujo de dinero caliente hacia —y desde— los países, contratos y préstamos a corto plazo que habitualmente no son más que apuestas sobre los tipos de cambio. Este dinero especulativo no puede utilizarse para construir fábricas o crear empleos —las empresas no acometen inversiones a largo plazo con unos fondos que pueden ser retirados en un abrir y cerrar de ojos— y en realidad el riesgo que dicho dinero caliente implica hace que resulte menos atractivo realizar inversiones a largo plazo en un país subdesarrollado. Los efectos adversos sobre el crecimiento son aún más intensos. Para manejar los riesgos vinculados con esos volátiles flujos de capitales, se suele aconsejar a los países que aparten de sus reservas una suma igual a sus préstamos a corto plazo denominados en divisas. Con objeto de apreciar lo que esto implica supongamos que una empresa en un pequeño país subdesarrollado acepta un crédito a corto plazo de un banco norteamericano por 100 millones de dólares a un interés del 18 por ciento. Una política prudente por parte del país requeriría aumentar las reservas en 100 millones. Las reservas generalmente se tienen en Letras del Tesoro de EE UU, que pagan un 4 por ciento. La verdad es que el país simultáneamente pide prestado a EE UU a un 18 por ciento, y le presta a EE UU a un 4 por ciento. El país en su conjunto no tiene más recursos disponibles para invertir. Los bancos estadounidenses cosechan un jugoso beneficio y EE UU globalmente gana 14 millones de dólares anuales en intereses. Lo difícil es ver cómo esto permite al país en desarrollo crecer más rápidamente. Así expuesto, el asunto no tiene sentido. Hay un problema adicional: un desajuste de incentivos. Con la liberalización de los mercados de capitales los que deciden pedir fondos a corto plazo a los bancos norteamericanos son las empresas del sector privado del país, pero el que debe ajustar sus reservas para preservar una posición prudente es el Estado.

Cuando el FMI defendía la liberalización de los mercados de capitales recurría a un razonamiento simplista: los mercados libres son más eficientes, la mayor eficiencia se traduce en mayor crecimiento. Pasó por alto argumentos como el que acabamos de plantear, y presentó otras consideraciones aparentemente acertadas como, por ejemplo, que sin la liberalización los países no podrían atraer capital extranjero y en especial inversión directa. Los economistas del Fondo jamás reivindicaron ser grandes teóricos; alegaban que su pericia derivaba de su experiencia global y su control de los datos. Llamativamente, ni siquiera los datos avalaban las conclusiones del FMI. China, que recibió la mayor suma de inversión extranjera, no siguió las prescripciones occidentales (salvo la macroestabilidad): prudentemente, impidió la plena liberalización de los mercados de capitales. Los estudios estadísticos más amplios confirmaron que, utilizando las propias definiciones de liberalización del FMI, no generaba más crecimiento e inversión.

Mientras que China demostraba que la liberalización del mercado de capitales no era necesaria para atraer fondos, el hecho fue que, dada la elevada tasa de ahorro en el Este asiático (entre 30 y 40 por ciento del PIB, en vez del 18 por ciento en EE UU y 17-30 por ciento en Europa), la región apenas necesitaba dinero adicional: ya afrontaba un acuciante desafío para invertir bien su flujo de ahorros.

Los partidarios de la liberalización esgrimieron otro argumento, que resulta particularmente ridículo a la luz de la crisis financiera global desatada en 1997: que la liberalización fomentaría la estabilidad al diversificar las fuentes de financiamiento. La idea era que en tiempos de recesión, los países podrían acudir a los extranjeros para cubrir la deficiencia en los fondos nacionales. Los economistas del FMI jamás pretendieron ser grandes teóricos, pero supuestamente eran personas prácticas, versadas en el mundo real. Seguramente sabrían que los banqueros prefieren prestar a quienes no necesitan su dinero; seguramente habrían visto cómo, cuando los países tienen dificultades, los prestamistas extranjeros sacan su dinero, exacerbando el desplome económico. Observaremos más en detalle por qué la liberalización, en especial cuando es acometida prematuramente, antes del establecimiento de instituciones financieras sólidas, incrementó la inestabilidad, pero un hecho es claro: la inestabilidad no sólo conspira contra el crecimiento económico, sino que los costes de la inestabilidad son desproporcionadamente soportados por los más pobres.

EL PAPEL DE LA INVERSIÓN EXTRANJERA

La inversión extranjera no es uno de los tres pilares del Consenso de Washington, pero es una parte clave de la nueva globalización. Según el Consenso de Washington, el crecimiento tiene lugar merced a la liberalización, «destrabar» los mercados. Se supone que la privatización, la liberalización y la macroestabilidad generan un clima que atrae la inversión, incluyendo la extranjera. Esta inversión produce crecimiento. Las empresas extranjeras aportan conocimientos técnicos y acceso a los mercados exteriores, y abren nuevas posibilidades para el empleo. Dichas empresas cuentan también con acceso a fuentes de financiación, especialmente importantes en los países subdesarrollados con instituciones financieras locales débiles. La inversión extranjera directa ha cumplido un papel importante en muchos —pero no todos— casos de éxito en el desarrollo en países como Singapur y Malaisia e incluso China.

Dicho esto, hay aspectos negativos reales. Cuando llegan las empresas extranjeras a menudo destruyen a los competidores locales, frustrando las ambiciones de pequeños empresarios que aspiraban a animar la industria nacional. Hay muchos ejemplos de esto. Los fabricantes de refrescos en todo el mundo han sido arrollados por la irrupción en sus mercados de la Coca-Cola y la Pepsi. Los fabricantes locales de helados han visto que no pueden competir con los productos de Unilever.

Una forma de pensar sobre esto es recordar la controversia entre las cadenas de grandes almacenes y las tiendas. Cuando Wal Mart se instala en una comunidad, son frecuentes las protestas de las empresas locales, que temen —con razón— ser desplazadas. A los tenderos les preocupa no ser capaces de competir con Wal Mart, cuyo poder de compra es enorme. A la gente que vive en los pueblos le preocupa lo que puede suceder con la personalidad de la comunidad si se acaba con todas las tiendas del lugar. Esas mismas inquietudes son mil veces más intensas en los países subdesarrollados. Tales alarmas son legítimas, aunque es menester recordar que si Wal Mart tiene éxito es porque suministra bienes a los consumidores a precios más bajos. El suministro más eficiente de bienes y servicios a los ciudadanos pobres de los países en desarrollo es sumamente importante, dado lo cerca que viven del nivel de subsistencia.

Pero los críticos plantearon varios puntos. En ausencia de leyes estrictas sobre la competencia —o de una aplicación efectiva de las mismas—, una vez que la empresa internacional expulsa a los competidores locales, emplea su poder monopólico para subir los precios. Los beneficios de los precios bajos fueron efímeros.

Parte de lo que está en juego es una cuestión de ritmo: los empresarios locales aducen que, si se les da tiempo, podrán adaptarse, responder a la competencia y producir bienes eficientemente, y que mantener las empresas nacionales es importante para fortalecer la comunidad, económica y socialmente. El problema, por supuesto, es que demasiado a menudo las políticas inicialmente presentadas como protección temporal frente a la competencia foránea se transforman en permanentes.

Muchas multinacionales han hecho menos de lo que podrían haber hecho para mejorar las condiciones de trabajo en los países subdesarrollados. Han entrado allí para acaparar oportunidades de beneficio a toda prisa. Sólo gradualmente han aceptado las lecciones aprendidas demasiado lentamente en sus países de origen. Conceder mejores condiciones laborales puede fomentar la productividad y reducir los costes generales —o al menos no aumentarlos excesivamente—.

Otro campo donde las empresas extranjeras han abrumado a las nacionales es la banca. Los grandes bancos norteamericanos pueden brindar a los depositantes más seguridad que los pequeños bancos locales (salvo que el Estado organice un seguro para los depósitos). El Gobierno de EE UU ha insistido en la apertura de los mercados financieros en los países en desarrollo. Las ventajas son claras: una mayor competencia puede dar lugar a mejores servicios. La fuerza de los bancos extranjeros puede propiciar la estabilidad financiera. Pero la amenaza que la banca extranjera representa para la local es real. Hubo un amplio debate en EE UU sobre el mismo tema. La banca nacional fue objeto de resistencias (hasta que la Administración de Clinton, bajo la influencia de Wall Street, revirtió la posición tradicional del Partido Demócrata), por miedo a que los fondos fluyeran hacia los grandes centros monetarios, como Nueva York, dejando a las zonas distantes sin los fondos que necesitaban. Argentina demuestra los riesgos que conlleva la banca extranjera. En ese país, antes del colapso de 2001, la banca nacional había llegado a ser dominada por bancos extranjeros, y aunque éstos proveen fácilmente de fondos a las multinacionales, y también a las grandes empresas del país, las pequeñas y medianas se quedaron sin capital. Los criterios —y las bases de información— de los bancos internacionales estriban en prestar a sus clientes tradicionales. Puede que al final se expandan hacia otros nichos, o que surjan nuevas entidades financieras para cubrir esa brecha. Y la falta de crecimiento —al que contribuyó la falta de financiación— fue clave en el colapso del país. En Argentina este problema era ampliamente reconocido; el Gobierno adoptó unas medidas tímidas para llenar la brecha del crédito. Pero la financiación pública no podía compensar el fallo del mercado.

La experiencia argentina ilustra algunas lecciones fundamentales. El FMI y el Banco Mundial han subrayado la importancia de la estabilidad bancaria. Es fácil crear bancos sólidos, bancos que no pierden dinero debido a malos préstamos: simplemente hay que exigirles que inviertan en Letras del Tesoro norteamericano. El desafío no es crear bancos solventes sino crear bancos solventes que provean crédito para crecer. Argentina ha demostrado que no hacerlo puede de por sí dar lugar a macroinestabilidad. Debido a la falta de crecimiento ha acumulado crecientes déficits fiscales, y como el FMI ha forzado recortes en el gasto y subidas en los impuestos, se puso en marcha un círculo vicioso descendente de recesión económica y agitación social.

Bolivia es otro ejemplo de cómo los bancos extranjeros contribuyeron a la inestabilidad macroeconómica. En 2001 un banco extranjero muy importante en la economía boliviana decidió, dados los mayores riesgos globales, contener sus préstamos. El cambio súbito en la oferta de crédito empujó a la economía hacia la recesión aún más de lo que ya estaban logrando la caída en los precios de los productos primarios y la desaceleración económica global.

La intrusión de los bancos extranjeros plantea más inquietudes. Los bancos nacionales son más sensibles a lo que suele denominarse window guidance —formas sutiles de influencia del banco central, por ejemplo, expandir el crédito cuando la economía necesita un estímulo, y contraerlo cuando aparecen signos de recalentamiento—. Es mucho menos probable que los bancos extranjeros respondan a tales señales. Análogamente, es más probable que los bancos nacionales reaccionen ante la presión para abordar deficiencias básicas en el sistema crediticio —grupos desatendidos inmerecidamente, como las minorías y las regiones menos favorecidas—. En EE UU, con uno de los mercados de crédito más desarrollados, dichas deficiencias fueron consideradas tan relevantes que llevaron a la aprobación en 1977 de la Ley de Reinversión Comunitaria, CRA, que impuso exigencias a los bancos para que prestaran a esos grupos y regiones. La CRA ha sido una vía importante, aunque controvertida, para alcanzar cruciales metas sociales.

El financiero no es el único campo en el que la inversión extranjera directa ha sido una ambigua bendición. En algunos casos, los nuevos inversores persuadieron (muchas veces con sobornos) a los Gobiernos para que les concedieran privilegios especiales, como protección arancelaria. En muchos casos los Gobiernos norteamericano, francés o de otros países industrializados avanzados presionaron, reforzando la noción de los países en desarrollo de que era perfectamente correcto que las autoridades intervinieran en el sector privado y presumiblemente cobraran de él. En algunos casos, el papel del Estado parecía relativamente inocuo (aunque no necesariamente incorruptible). Cuando el Secretario de Comercio de EE UU, Ron Brown, viajaba al exterior, lo acompañaban empresarios estadounidenses que buscaban contactar con esos mercados emergentes y entrar en ellos. Presumiblemente, las posibilidades de conseguir un asiento en el avión aumentaban si uno realizaba contribuciones significativas a la campaña.

En otros casos, se pedía que un Gobierno contrapesase la influencia de otro. En Costa de Marfil, mientras Francia apoyaba las intenciones de Telecom de excluir la competencia de una empresa de telefonía celular independiente (norteamericana), EE UU presionó a favor de la firma americana. Pero en muchos casos, los Gobiernos fueron más allá de lo que era razonable. En Argentina, los franceses presionaron para modificar las condiciones de la concesión de una empresa de aguas (Aguas Argentinas), después de que la sociedad matriz gala (Suez Lyonnaise) que había firmado los acuerdos comprobó que eran menos rentables de lo que había pensado.

Quizá lo más preocupante fue el papel de los Gobiernos, incluido el estadounidense, al forzar a las naciones a cumplir compromisos que eran sumamente injustos para los países en desarrollo y demasiadas veces llevaban la firma de autoridades corruptas. En Indonesia, en la reunión de los líderes de la APEC (Cooperación Económica Asia-Pacífico) en Yakarta en 1994, el presidente Clinton animó a las empresas norteamericanas a invertir en Indonesia. Muchas lo hicieron, y a menudo en condiciones sumamente favorables (con indicios de que la corrupción «engrasó las ruedas», en perjuicio del pueblo indonesio). Análogamente, el Banco Mundial estimuló acuerdos con el sector privado allí y en otros países, como Pakistán. Estos contratos incluían cláusulas por las que el Estado se comprometía a comprar grandes cantidades de electricidad a precios muy altos (las llamadas cláusulas de acuerdo firme de compra). El sector privado se llevaba los beneficios y el Estado asumía el riesgo. Ya de por sí eran una cosa mala. Pero cuando los Gobiernos corruptos fueron derrocados (Mohamed Suharto en Indonesia en 1998, Nawaz Sharif en Pakistán en 1999), la Administración estadounidense presionó a los Gobiernos ulteriores para que cumplieran los contratos y no suspendieran los pagos, o al menos que renegociaran los términos de los contratos. Hay una larga historia de contratos «injustos» cuyo cumplimiento fue forzado por las autoridades occidentales2.

La lista de las legítimas reclamaciones contra la inversión extranjera directa tiene más aspectos. Dicha inversión a menudo sólo florece merced a privilegios especiales arrancados a los Estados. La economía convencional se centra en las distorsiones de incentivos a que dichos privilegios dan lugar, pero hay una faceta aún más insidiosa: esos privilegios con frecuencia son el resultado de la corrupción, del soborno a funcionarios del Gobierno. La inversión extranjera directa sólo llega al precio de socavar los procesos democráticos. Esto es particularmente cierto en las inversiones en minería, petróleo y otros recursos naturales, donde los extranjeros tienen un incentivo real para obtener concesiones a precios bajos.

Además, dichas inversiones padecen otros efectos adversos —y a menudo no promueven el crecimiento—. La renta generada por las concesiones en la minería puede ser cuantiosa, pero el desarrollo es una transformación de la sociedad. Una inversión en una mina —digamos, en una región remota de algún país— apenas colabora en la transformación del desarrollo, más allá de los recursos que genera. Puede contribuir a crear una economía dual —una economía con bolsas de riqueza—. Pero una economía dual no es una economía desarrollada. De hecho, el flujo de recursos puede a veces bloquear el desarrollo, a través de un mecanismo denominado «la enfermedad holandesa». La entrada de capital lleva a una apreciación de la moneda, que abarata las importaciones y encarece las exportaciones. El nombre proviene de la experiencia de Holanda tras el descubrimiento de gas en el Mar del Norte. Las ventas de gas natural apreciaron la divisa holandesa y perjudicaron gravemente a las demás industrias exportadoras del país. Para Holanda el problema fue serio pero soluble; sin embargo, para los países en desarrollo puede ser especialmente arduo.

Peor aún, la disponibilidad de recursos puede alterar los incentivos; como vimos en el capítulo 2, más que asignar energía a crear riqueza, en muchos países bien dotados con recursos los esfuerzos se orientan a la apropiación de ingresos que los economistas llaman «rentas» vinculadas a los recursos naturales.

Las instituciones financieras internacionales tendieron a desdeñar los problemas que acabo de bosquejar. En cambio, la prescripción del FMI para crear empleo —cuando se ocupaba de este asunto— era sencilla: eliminar la intervención pública (en la forma de regulaciones opresivas), reducir impuestos, contener la inflación todo lo posible e invitar a entrar a empresarios extranjeros. En cierto sentido, incluso aquí la política reflejaba la mentalidad colonial descrita en el capítulo anterior: por descontado, los países en desarrollo debían depender de los extranjeros para conseguir empresarios. No importaba el éxito espectacular de Corea y Japón, en los que la inversión foránea no cumplió ningún papel. En muchos casos, como en Singapur, China y Malaisia, que frenaron los abusos de la inversión extranjera, esta inversión directa desempeñó un papel fundamental, pero no tanto por el capital (que en realidad, dada la elevada tasa de ahorro, no era necesario), y ni siquiera por la capacidad empresarial, sino por el acceso a mercados y nuevas tecnologías.

SECUENCIAS Y RITMOS

De todos los desatinos del FMI, los que han sido objeto de más atención han sido los relativos a las secuencias y los ritmos, y su falta de sensibilidad ante los grandes contextos sociales —el forzar la liberalización antes de instalar redes de seguridad, antes de que hubiera un marco regulador adecuado, antes de que los países pudieran resistir las consecuencias adversas de los cambios súbitos en las impresiones del mercado que son parte esencial del capitalismo moderno; el forzar políticas que destruían empleos antes de sentar las bases para la creación de puestos de trabajo; el forzar la privatización antes de la existencia de marcos adecuados de competencia y regulación—. Muchos de los errores en las secuencias reflejaron confusiones básicas tanto de los procesos económicos como políticos, confusiones particularmente asociadas con los seguidores del fundamentalismo del mercado. El FMI sostenía, por ejemplo, que una vez establecidos los derechos de propiedad, todo lo demás se seguiría de modo natural —incluyendo las instituciones civiles y las estructuras legales que hacen funcionar a las economías de mercado—.

Tras la ideología del libre mercado hay un modelo, que suele ser atribuido a Adam Smith, según el cual las fuerzas del mercado —la motivación del beneficio— dirigen la economía hacia resultados eficientes como si la llevara una mano invisible. Uno de los grandes logros de la economía moderna es haber mostrado el sentido en que y las condiciones bajo las cuales la conclusión de Smith es correcta. Tales condiciones son sumamente restrictivas3. De hecho, los avances más recientes de la teoría económica —realizados irónicamente justo durante el periodo de seguimiento más inexorable de las políticas del Consenso de Washington— han probado que cuando la información es imperfecta y los mercados incompletos (es decir: siempre, y especialmente en los países en desarrollo), entonces la mano invisible funciona de modo muy deficiente. Lo significativo es que hay intervenciones estatales deseables que, en principio, pueden mejorar la eficiencia del mercado. Tales restricciones en las condiciones bajo las cuales los mercados operan eficientemente son importantes —muchas de las actividades fundamentales del Estado pueden ser entendidas como respuestas a los fallos del mercado que de ellas resultan—. Hoy sabemos que si la información fuera perfecta los mercados financieros casi no tendrían un papel que cumplir —y muy pequeño sería el de la regulación del mercado financiero—. Si la competencia fuera automáticamente perfecta, no habría lugar para las autoridades antimonopolio.

Pero las políticas del Consenso de Washington se fundaban en un modelo simplista de la economía de mercado, el modelo de equilibrio competitivo, en el cual la mano invisible de Adam Smith opera y lo hace a la perfección. Como en este modelo el Estado no es necesario —o sea, los mercados «liberales», sin trabas, funcionan perfectamente— las políticas del Consenso de Washington son a veces denominadas «neoliberales» o «fundamentalismo del mercado», resurrección de las políticas de laissez faire que fueron populares en algunos círculos en el siglo XIX. Tras la Gran Depresión y el reconocimiento de otros fallos en el sistema de mercado, desde la desigualdad masiva hasta ciudades invivibles sumidas en la contaminación y la decadencia, esas políticas de libre mercado han sido ampliamente rechazadas en los países industrializados más avanzados, aunque sigue vivo el debate sobre cuál es el equilibrio apropiado entre el Estado y el mercado.

Incluso si la mano invisible de Smith fuese relevante para los países más industrializados, sus condiciones no son satisfechas en los países subdesarrollados. El sistema de mercado requiere derechos de propiedad claramente establecidos y tribunales que los garanticen, algo que a menudo no existe en los países en desarrollo. El sistema de mercado requiere competencia e información perfecta. Pero la competencia es limitada y la información está lejos de ser perfecta —y unos mercados competitivos que funcionen bien no pueden ser establecidos de la noche a la mañana—. La teoría dice que una economía de mercado eficiente requiere que todos sus supuestos se cumplan. En algunos casos, las reformas en un sector, sin reformar otros, pueden de hecho empeorar las cosas. Éste es el problema de la secuencia. La ideología desprecia estos asuntos: aconseja simplemente moverse hacia una economía de mercado lo más rápido que se pueda. Pero la teoría y la historia económicas demuestran lo desastroso que puede ser desdeñar la secuencia.

Los errores descritos en la liberalización comercial y del mercado de capitales, y en la privatización, son errores de secuencia a gran escala. Los errores en pequeña escala apenas son noticia en los periódicos occidentales. Constituyen tragedias cotidianas de las políticas del FMI que afectan a los ya desesperados pobres del mundo subdesarrollado. Por ejemplo, muchos países tienen juntas de comercialización que compran productos a los agricultores y los comercializan local e internacionalmente. Son a menudo fuente de ineficiencia y corrupción, y los agricultores perciben sólo una fracción del precio final. Aunque tiene poco sentido que el Estado acometa esta actividad, si la abandona precipitadamente ello no significa que de modo automático surja un sector privado vibrantemente competitivo.

Varios países de África Occidental suprimieron las juntas de comercialización por presión del FMI y el Banco Mundial. En algunos casos eso pareció funcionar bien, pero en otros, cuando fue eliminada la junta de comercialización, se impuso un sistema de monopolios locales. El capital limitado restringía la entrada en este mercado. Pocos agricultores podían permitirse comprar un camión para llevar su producción al mercado. Dada la falta de bancos, tampoco podían endeudarse para conseguir los fondos necesarios. En algunos casos, la gente se las ingenió para conseguir camiones y transportar sus bienes, y el mercado al principio funcionó bien; pero después este lucrativo negocio se convirtió en origen de la mafia local. En cualquier circunstancia, los beneficios netos prometidos por el FMI y el BM no se concretaron. La recaudación fiscal disminuyó, los campesinos no mejoraron y sólo un puñado de empresarios locales (mafiosos y políticos) prosperaron notablemente.

Muchas juntas de comercialización también practican una política de precio uniforme —pagan el mismo precio a los campesinos independientemente del lugar donde estén—. Aunque parece «justo», los economistas ponen objeciones a esta política porque efectivamente requiere que los agricultores cercanos a los mercados subsidien a los que están más lejos. En una competencia de mercado, los agricultores lejanos al lugar donde se venden los bienes cobran precios menores: soportan el coste de transporte de sus bienes hasta el mercado. El FMI forzó a un país africano a abandonar el precio uniforme antes de que contara con una adecuada red de carreteras. El precio cobrado en los lugares más aislados se derrumbó súbitamente, porque tenían que sufragar los costes del transporte. Como consecuencia, la renta en algunas de las regiones más pobres del país se hundió y las penalidades se extendieron. El sistema de precios del FMI pudo haber acarreado algunas ventajas en términos de más eficiencia, pero hay que comparar esas ventajas con los costes sociales. Una secuencia y unos ritmos apropiados habrían permitido cosechar ganancias de eficiencia sin tales costes.

Hay una crítica más fundamental al enfoque del consenso entre el FMI y Washington: no reconoce que el desarrollo requiere una transformación de la sociedad. Uganda comprendió esto cuando eliminó radicalmente el pago de todas las matrículas escolares, algo que los contables presupuestarios, que sólo se fijan en ingresos y costes, simplemente no podían entender. Parte de la liturgia de la economía del desarrollo actual es el énfasis en la educación primaria universal, incluidas las niñas. Incontables estudios han probado que los países que, como los del Este asiático, invierten en educación primaria, niñas incluidas, han mejorado. Pero en algunos países muy pobres, como los africanos, ha sido arduo conseguir una alta tasa de matriculación, sobre todo para las niñas. La razón es sencilla: las familias pobres apenas tienen lo suficiente como para sobrevivir, no ven que haya un beneficio directo en la educación de las hijas, y el sistema educativo ha sido orientado a fomentar las oportunidades mediante empleos en el sector urbano, considerados más adecuados para los hombres. La mayoría de los países, ante acuciantes restricciones presupuestarias, siguieron el Consenso de Washington y cobraron por las matrículas. Su razonamiento era que los estudios estadísticos indicaban que unos pagos moderados tenían un impacto reducido sobre la matriculación. Pero el presidente de Uganda, Museveni, no pensaba así. Sabía que tenía que crear una cultura en donde la expectativa fuera que todo el mundo asistiera a la escuela. Y sabía que no podría lograrlo si las matrículas se cobraban. De modo que hizo caso omiso del consejo de los expertos foráneos y sencillamente abolió los pagos. La matriculación subió muchísimo. Las familias vieron que las demás enviaban a todos los niños al colegio, y decidieron también ellas mandar a las niñas. Lo que los estudios estadísticos simplistas pasan por alto es el poder del cambio sistémico.

Si las estrategias del FMI se hubiesen limitado a fracasar a la hora de alcanzar todo el potencial del desarrollo, eso ya hubiese sido malo. Pero en muchos lugares los fracasos retrasaron la agenda del desarrollo al corroer innecesariamente el tejido social. Es inevitable que el proceso de desarrollo y los cambios rápidos representen enormes esfuerzos para la sociedad. Las autoridades tradicionales son desafiadas y las relaciones tradicionales revisadas. Por eso el desarrollo exitoso atiende con cuidado a la estabilidad social, una gran lección no sólo del caso de Botsuana, mencionado en el capítulo anterior, sino también del de Indonesia, que veremos en el próximo, donde el FMI insistió en abolir los subsidios a los alimentos y el queroseno (combustible empleado en la cocina de los pobres), cuando las políticas del FMI habían exacerbado la recesión del país, las rentas y salarios caían y el paro subía. Los disturbios subsiguientes dañaron el tejido social del país, agudizando la depresión. La abolición de los subsidios no sólo fue una mala política social: fue una mala política económica.

No se trató de los primeros desórdenes inspirados por el FMI y, de haber sido sus consejos seguidos con más generalidad, sin duda habría habido más. En 1995 estaba yo en Jordania en una reunión con el príncipe heredero y altos funcionarios del Gobierno, cuando el FMI recomendó recortar los subsidios a los alimentos para mejorar el presupuesto del Estado. Casi lo logran, pero el Rey Hussein intervino y lo impidió. Disfrutaba con su puesto, estaba haciendo un excelente trabajo y aspiraba a mantenerlo. En el muy volátil Oriente Próximo, unos disturbios por razones alimentarias bien podrían haber derribado al Gobierno y con él la frágil paz en la región. Comparados con la eventual magra mejoría presupuestaria, tales acontecimientos habrían sido mucho más perjudiciales para el objetivo de la prosperidad. La estrecha visión económica del FMI le imposibilitaba situar el problema en un contexto más amplio.

Los desórdenes son en realidad como la punta del iceberg: llaman la atención de todos hacia el hecho simple de que los marcos sociales y políticos no pueden ser pasados por alto. Pero había otros problemas. En los años ochenta América Latina necesitaba un mejor equilibrio en sus presupuestos y un mayor control de la inflación; la excesiva austeridad provocó un paro elevado, sin redes de seguridad adecuadas, lo que a su vez alimentó altos niveles de violencia urbana, un entorno que difícilmente fomenta la inversión. Los conflictos civiles en África han sido un factor relevante en el retraso de su agenda de desarrollo. Los estudios del Banco Mundial prueban que tales refriegas están sistemáticamente asociadas a factores económicos adversos, incluyendo el paro que puede ser producido por la austeridad excesiva. Puede que una inflación moderada no sea el ideal para crear un ámbito propicio para la inversión, pero la violencia y las contiendas civiles son peores.

Hoy reconocemos que existe un «contrato social» que vincula a los ciudadanos entre sí y con su Estado. Cuando las políticas gubernamentales abrogan el contrato social, los ciudadanos pueden no cumplir sus «contratos» recíprocos, o con el Gobierno. El mantenimiento del contrato social es particularmente importante, y difícil, ante los levantamientos sociales que a menudo acompañan la transformación del desarrollo. En los celosos cálculos de la macroeconomía del FMI con frecuencia no hay sitio para tales inquietudes.

ECONOMÍA DE LA FILTRACIÓN

Una parte del contrato social contempla la «equidad»: que los pobres compartan las ganancias de la sociedad cuando crece y que los ricos compartan las penurias sociales en momentos de crisis. Las políticas del Consenso de Washington casi no prestaron atención a cuestiones de distribución o «equidad». Si eran presionados, muchos de sus partidarios replicarían que la mejor manera de ayudar a los pobres era conseguir que la economía creciera. Creían en la economía de la filtración que afirma que finalmente los beneficios del crecimiento se filtran y llegan incluso a los pobres. La economía de la filtración nunca fue mucho más que una creencia, un artículo de fe. Durante el siglo XIX el pauperismo pareció extenderse en Inglaterra, a pesar de que el país en su conjunto prosperó. El ejemplo reciente más dramático lo brindó EE UU en los años ochenta: la economía creció, pero quienes estaban más abajo vieron cómo sus rentas reales descendían. La Administración de Clinton se opuso enérgicamente a la economía de la filtración: creían que eran imprescindibles los programas activos de ayuda a los pobres. Cuando dejé la Casa Blanca para ir al Banco Mundial, llevé conmigo el mismo escepticismo con respecto a la economía de la filtración: si no había funcionado en EE UU, ¿por qué iba a hacerlo en los países en desarrollo? Aunque es verdad que no se pueden lograr reducciones sostenidas de la pobreza sin un fuerte crecimiento económico, lo contrario no es cierto: el crecimiento no beneficia necesariamente a todos. No es verdad que «la marea alta levanta todos los barcos». A veces, una marea que sube velozmente, en especial cuando la acompaña una tormenta, arroja contra la orilla los barcos más débiles y los hace añicos.

A pesar de los obvios problemas que padece la economía de la filtración, ostenta un buen linaje intelectual. Un premio Nobel, Arthur Lewis, aseveró que la desigualdad era buena para el desarrollo y el crecimiento económico, porque los ricos ahorran más que los pobres, y la clave del crecimiento era la acumulación de capital. Otro premio Nobel, Simon Kuznets, sostuvo que en los estadios iniciales del desarrollo la desigualdad crecía, pero que esta tendencia se revertía después4.

La historia de los últimos cincuenta años no ha confirmado esas teorías e hipótesis. Como veremos en el capítulo siguiente, los países del Este asiático —Corea del Sur, China, Taiwan, Japón— probaron que unos ahorros elevados no exigían una abultada desigualdad y que un crecimiento rápido podía ser alcanzado sin un incremento sustancial en la desigualdad. Como los Gobiernos no creyeron que el crecimiento beneficiaría automáticamente a los pobres, y sí que una mayor igualdad promovería de hecho el crecimiento, los Gobiernos de la región adoptaron medidas activas para asegurar que la marea alta del crecimiento reflotara a todos los barcos, que se redujeran las desigualdades salariales y que se extendieran algunas oportunidades educativas a todos los ciudadanos. Sus políticas llevaron a la estabilidad social y política, que a su vez favoreció un entorno económico donde florecieron los negocios. El recurso a nuevas reservas de talento aportó la energía y las capacidades humanas que contribuyeron al dinamismo de la región.

En otros lugares, donde los Gobiernos adoptaron las políticas del Consenso de Washington, los pobres se beneficiaron mucho menos del crecimiento. En América Latina el crecimiento no vino acompañado de una reducción de la desigualdad y ni siquiera de la pobreza. En algunos casos la pobreza de hecho aumentó, como lo prueban los barrios pobres que jaspean el paisaje urbano. El FMI se vanagloria del progreso latinoamericano en términos de reformas de mercado durante la pasada década (ahora no tanto, tras el colapso del mejor alumno, la Argentina, y la recesión y el estancamiento que afligieron a muchos de los países «reformistas» durante el último lustro) pero habla poco sobre el número de los pobres.

Es claro que el crecimiento por sí solo no siempre mejora el nivel de vida de la población de un país. No es sorprendente que la frase «filtración» haya salido del debate político aunque, con una ligera mutación, la idea pervive; llamo a esta nueva variante la «filtración plus». Sostiene que el crecimiento es necesario y casi suficiente para reducir la pobreza —lo que implica que la mejor estrategia es simplemente concentrarse en el crecimiento y abstenerse de mencionar asuntos como la educación y salud de las mujeres—. Pero los partidarios de la «filtración plus» fracasaron a la hora de aplicar políticas que efectivamente abordaran el problema general de la pobreza y ni siquiera asuntos específicos como la educación femenina. En la práctica, los defensores de la «filtración plus» siguieron más o menos con las mismas políticas que antes, y con los mismos efectos adversos. Las abiertamente restrictivas «políticas de ajuste» forzaron en un país tras otro retrocesos en educación y salud: en Tailandia, como consecuencia, no sólo aumentó la prostitución sino que los gastos en el sida fueron recortados marcadamente, y lo que había sido uno de los programas de lucha contra el sida más exitosos del mundo padeció un serio revés.

Irónicamente, uno de los grandes partidarios de la «filtración plus» fue el Tesoro de los EE UU bajo la Administración de Clinton. En la política local, esa Administración contuvo un amplio abanico de posiciones, desde los Nuevos Demócratas, que aspiraban a un papel más limitado del Estado, hasta los Viejos Demócratas, que buscaban más intervención pública. Pero la visión central, reflejada en el Informe Económico anual para el Presidente (preparado por el Consejo de Asesores Económicos), se oponía vigorosamente a la economía de la filtración, y también de la filtración plus. Teníamos pues al Tesoro norteamericano recomendando en otros países políticas que, si las hubiese propiciado en EE UU, habrían merecido serias resistencias desde la propia Administración, y se habrían desechado con casi total seguridad. La razón de esta aparente contradicción era sencilla: el FMI y el Banco Mundial caían dentro del campo del Tesoro, y allí podían, con pocas excepciones, propugnar sus puntos de vista igual que los restantes Departamentos lo hacían en sus respectivos dominios.

PRIORIDADES Y ESTRATEGIAS

Es importante prestar atención no sólo a lo que el FMI incluye en su agenda sino también a lo que excluye. La fiscalidad, y sus efectos dañinos, está en la agenda; la reforma agraria, no. Hay dinero para rescatar bancos pero no para mejorar la educación y la salud, y menos aún para rescatar a los trabajadores que pierden sus empleos como resultado de la mala gestión macroeconómica del FMI.

Muchos de los capítulos que no figuraban en el Consenso de Washington habrían podido dar lugar tanto a un mayor crecimiento como a una mayor igualdad. La propia reforma agraria ilustra las opciones en liza en bastantes países. En numerosas naciones subdesarrolladas un puñado de ricos posee el grueso de la tierra. Una amplia mayoría de la población trabaja como agricultores arrendatarios y se queda con apenas la mitad de lo produce o menos. A esto se denomina aparcería. El sistema de aparcería debilita los incentivos —cuando los campesinos pobres comparten equitativamente con los terratenientes, los efectos de esto equivalen a un impuesto del 50 por ciento sobre los pobres—. El FMI batalla contra los elevados tipos impositivos sobre los ricos y señala que destruyen los incentivos, pero no dice prácticamente nada sobre estos impuestos ocultos. La reforma agraria, adecuadamente implantada, que asegure que los trabajadores no sólo tengan tierra sino también acceso al crédito y a los servicios de extensión que les enseñen cómo utilizar nuevas semillas y técnicas de plantación, podría impulsar notablemente la producción. Pero la reforma agraria comporta un cambio fundamental en la estructura de la sociedad, no necesariamente del agrado de la elite que puebla los ministerios de Hacienda, con la cual interactúan las instituciones financieras internacionales. Si dichas entidades estuvieran realmente preocupadas por el crecimiento y el alivio de la pobreza, prestarían mucha atención a este asunto; la reforma agraria precedió varios de los casos de desarrollo con éxito, como los de Corea y Taiwan.

Otro rubro descuidado fue la regulación del sector financiero. Cuando se centró en la crisis latinoamericana a comienzos de los ochenta, el FMI aseveraba que las crisis eran ocasionadas por las políticas fiscales imprudentes y por las políticas monetarias demasiado laxas. Pero en todo el mundo las crisis han revelado una tercera fuente de inestabilidad: una inadecuada regulación del sector financiero. Sin embargo, el FMI insistió en reducir las regulaciones, hasta que la crisis del Este asiático lo obligó a cambiar de rumbo. Si el FMI y el Consenso de Washington pusieron poco énfasis en la reforma agraria y la regulación del sector financiero, en muchos lugares el énfasis en la inflación fue exagerado. Por supuesto, en regiones como América Latina, donde la inflación había sido rampante, se trataba de algo que merecía atención. Pero al centrarse el FMI excesivamente en la inflación llevó a altas tasas de interés y tipos de cambio, creando paro y no crecimiento. Los mercados financieros pudieron estar satisfechos con las reducidas cifras de inflación, pero los trabajadores —y los preocupados por el problema de la pobreza— no estaban contentos con el crecimiento débil y el paro elevado.

Por fortuna, la reducción de la pobreza se ha transformado en una prioridad creciente del desarrollo. Vimos antes que las estrategias de la «filtración» y de la «filtración plus» no han funcionado. A pesar de ello, es verdad que en promedio los países que más han crecido son los que más han reducido la pobreza, como China y el Este asiático demuestran ampliamente. También es verdad que la erradicación de la pobreza exige recursos, y sólo cabe obtener recursos mediante el crecimiento. Por tanto, la existencia de una correlación entre crecimiento y disminución de la pobreza no debería sorprender. Ahora bien, esta correlación no prueba que las estrategias de la filtración (o la filtración plus) constituyen la mejor vía para atacar la pobreza. Al contrario, las estadísticas indican que algunos países han crecido sin recortar la pobreza y que algunos países, para una misma tasa de crecimiento, han tenido a la hora de mitigar la pobreza mucho más éxito que otros. La cuestión no es estar a favor o en contra del crecimiento. En algunos sentidos el debate crecimiento/pobreza pareció absurdo; después de todo, casi todos confían en el crecimiento.

La cuestión tiene que ver con el impacto de políticas concretas. Algunas políticas promueven el crecimiento pero apenas ejercen efectos sobre la pobreza; algunas fomentan el crecimiento pero de hecho aumentan la pobreza; y algunas producen el crecimiento y reducen la pobreza al mismo tiempo. Estas últimas son denominadas estrategias de crecimiento pro pobres. A veces son políticas de ganancia para todos, como la reforma agraria o el mejor acceso a la educación de los pobres, que proponen más crecimiento y más igualdad. Pero en muchas otras ocasiones tienen aspectos negativos. La liberalización comercial puede a veces fomentar el crecimiento, pero al mismo tiempo, al menos a corto plazo, extenderá la pobreza —especialmente si se hace a gran velocidad— a medida que algunos trabajadores sean despedidos. Y a veces hay políticas de pérdida para todos, que no propician el crecimiento pero expanden significativamente la desigualdad. Un ejemplo de esto en muchos países ha sido la liberalización de los mercados de capitales. El debate crecimiento/pobreza versa sobre estrategias de desarrollo, estrategias que buscan políticas que contengan la pobreza y animen el crecimiento, y que descartan políticas que eleven la pobreza a cambio de un crecimiento modesto o nulo, y que, al ponderar situaciones con costes y beneficios, concedan un peso importante al impacto sobre los pobres.

Comprender las opciones requiere comprender las causas y la naturaleza de la pobreza. No es que los pobres sean perezosos: a menudo trabajan más esforzadamente y durante más tiempo que los más pudientes. Muchos son presa de una serie de círculos viciosos: la falta de comida produce enfermedad, lo que limita su capacidad de generar ingresos, lo que empeora aún más su salud. Como bastante hacen con sobrevivir, no pueden enviar a sus hijos al colegio, y sin educación los niños están condenados a una pobreza de por vida. La pobreza es un legado que pasa de una generación a la siguiente. Los campesinos pobres no pueden pagar los fertilizantes y las semillas de alto rendimiento que podrían incrementar su productividad.

Éste es sólo uno de los muchos círculos viciosos que acosan a los pobres. Partha Dasgupta, de la Universidad de Cambridge, ha subrayado otro. En los países pobres, como Nepal, los pobres no tienen más fuente de energía que los bosques cercanos; pero a medida que agotan los bosques para satisfacer las necesidades elementales de calefacción y cocina, el suelo se erosiona y con un medio ambiente que se degrada están condenados a vivir en una creciente pobreza.

Con la pobreza llega la sensación de impotencia. Para elaborar su Informe Mundial del Desarrollo 2000, el Banco Mundial entrevistó a miles de pobres en un ejercicio que fue llamado «Las voces de los pobres». Aparecen varios temas, no sorprendentes. Los pobres sienten que no tienen voz y que no controlan su propio destino; son golpeados por fuerzas que no pueden contener.

Y los pobres se sienten inseguros. No sólo son sus rentas inciertas —los cambios en las circunstancias económicas, que no manejan, pueden llevar a que caigan los salarios reales y que pierdan sus empleos, algo dramáticamente ilustrado por la crisis del Este asiático— sino que afrontan riesgos en su salud y continuas amenazas de violencia, a veces de otros pobres que tratan contra viento y marea de satisfacer las necesidades de sus familias, a veces de la policía y otras autoridades. Mientras que algunos en los países desarrollados se impacientan con las deficiencias de los seguros sanitarios, en los países subdesarrollados se vive sin seguro alguno —ni de paro ni de salud ni de pensión—. La única red de seguridad viene proporcionada por la familia y la comunidad, y por eso es tan importante en el proceso de desarrollo procurar preservar estos vínculos.

Para aliviar la inseguridad —debida al capricho de un patrón explotador o al de un mercado cada vez más azotado por las tormentas internacionales— los trabajadores han batallado para conseguir más seguridad en el empleo. Pero aunque los trabajadores han luchado por «empleos decentes», el FMI lo ha hecho por lo que eufemísticamente denomina «flexibilidad del mercado laboral», que suena como poco más que hacer funcionar mejor al mercado de trabajo, pero en la práctica ha sido simplemente una expresión en clave que significa salarios más bajos y menor protección laboral.

No todas las facetas dañinas para los pobres de las políticas del Consenso de Washington eran previsibles, pero ahora ya aparecen claramente. Hemos visto cómo la liberalización comercial acompañada de altos tipos de interés es una receta prácticamente infalible para la destrucción de empleo y la creación de paro a expensas de los pobres. La liberalización del mercado financiero no acompañada de un marco regulatorio adecuado es una receta prácticamente infalible para la inestabilidad económica, y puede llevar a que los tipos de interés más elevados vuelvan más difícil que los campesinos pobres puedan comprar las semillas y los fertilizantes que les permitan salir del nivel de subsistencia. La privatización, sin políticas de competencia y vigilancia que impidan los abusos de los poderes monopólicos, puede terminar en que los precios al consumo sean más altos y no más bajos. La austeridad fiscal, perseguida ciegamente, en las circunstancias equivocadas, puede producir más paro y la ruptura del contrato social.

Si el FMI subestimó los riesgos que sus estrategias de desarrollo conllevaban para los pobres, también subestimó los costes sociales y políticos a largo plazo de medidas que devastaron las clases medias y sólo enriquecieron a un puñado de opulentos, y sobrestimó los beneficios de sus políticas fundamentalistas del mercado. Las clases medias han sido tradicionalmente el grupo que ha insistido en el imperio de la ley, que ha propugnado la educación pública universal y que ha recomendado la creación de una red social de seguridad. Se trata de elementos esenciales de una economía sana, y la erosión de la clase media ha traído aparejada una erosión concomitante del respaldo a tan importantes reformas.

Además de subestimar los costes de sus programas, el FMI sobrestimó las ventajas. Veamos el problema del paro. Para el FMI y los otros que creen que cuando los mercados funcionan normalmente la demanda siempre debe igualar a la oferta, el paro es un síntoma de una interferencia en el libre juego del mercado. Los salarios son demasiado elevados (por ejemplo, por el poder de los sindicatos). El remedio obvio ante el paro era reducir los salarios; dicha reducción expandiría la demanda de trabajo y más gente llenaría las plantillas laborales. La teoría económica moderna (en particular las teorías basadas en la información asimétrica y los contratos incompletos) ha explicado que incluso con mercados muy competitivos, incluidos los laborales, el paro puede persistir —y así el argumento según el cual el paro debe de originarse en los sindicatos o en los salarios mínimos legales es sencillamente falso—, pero existe además otra crítica a la estrategia de reducir los salarios. Los menores salarios pueden inducir a algunas empresas a contratar más trabajadores, pero el número de los nuevos contratados puede ser relativamente escaso y los apuros provocados por los menores salarios a todos los demás trabajadores pueden ser muy serios. Los empleadores y propietarios del capital pueden estar felices y ver cómo aumentan sus beneficios. ¡Ellos sí aplaudirán entusiastas el modelo fundamentalista de mercado del FMI y sus prescripciones políticas! Otro ejemplo de esta estrecha visión es el exigir a los ciudadanos de los países en desarrollo que paguen la enseñanza escolar. Los que abogaban por imponer dichos pagos argumentaban que habría un efecto insignificante en la matriculación, y que el Estado necesitaba urgentemente esos ingresos. La ironía estribaba en que el modelo simplista estimaba incorrectamente el impacto sobre el número de matriculados de la eliminación de los pagos de las matrículas; como no tenía en cuenta los efectos sistémicos de la política, no sólo pasaba por alto el impacto general sobre la sociedad sino que incluso fracasaba en los intentos más limitados de estimar con precisión las consecuencias en la matriculación escolar.

El FMI alentaba una visión demasiado optimista sobre los mercados y demasiado pesimista sobre el Estado, que si no era la raíz de todo mal, ciertamente formaba parte más del problema que de la solución. Pero la falta de preocupación acerca de los pobres no era sólo cuestión de opiniones sobre el mercado y el Estado, opiniones según las cuales el mercado lo arreglaría todo y el Estado sólo empeoraría las cosas; era también cuestión de valores —lo comprometidos que debemos estar con los pobres y quién debería soportar qué riesgos.

Los resultados de las políticas promulgadas por el Consenso de Washington no han sido satisfactorios: en la mayoría de los países que abrazaron sus dogmas el desarrollo ha sido lento y allí donde sí ha habido crecimiento sus frutos no han sido repartidos equitativamente; las crisis han sido mal manejadas; la transición del comunismo a una economía de mercado ha sido (como veremos) frustrante. En los países en desarrollo hay preguntas de fondo. Quienes siguieron las recetas y soportaron la austeridad plantean: ¿cuándo veremos los frutos? En América Latina, tras una breve etapa de crecimiento a comienzos de los años noventa llegaron el estancamiento y la recesión. El crecimiento no fue sostenido —algunos dirán que no era sostenible—. Y en la actualidad, los registros de crecimiento de la llamada era posreformas no son mejores, y en algunos países son mucho peores que el periodo anterior de la sustitución de importaciones de los años cincuenta y sesenta (cuando los países recurrieron a políticas proteccionistas para ayudar a que las industrias nacionales compitieran con las importaciones). El crecimiento de la región en los noventa, el 2,9 por ciento como media anual después de las reformas, apenas superó la mitad del experimentado en los años sesenta: el 5,4 por ciento. En perspectiva las estrategias de crecimiento de los años cincuenta y sesenta no fueron sostenidas (los críticos dirán que no eran sostenibles), pero la ligera subida a principios de los noventa tampoco se sostuvo (también los críticos dirán que era insostenible). De hecho, los críticos del Consenso de Washington subrayan que el crecimiento de los primeros años noventa fue apenas una recuperación que no contrarrestó la década perdida anterior, una década en la cual, tras la última gran crisis, el crecimiento se estancó. En toda la región los pueblos se preguntan: ¿fracasó la reforma, fracasó la globalización? La distinción acaso sea artificial —la globalización fue el centro de las reformas—. Incluso en países que lograron un cierto crecimiento, como México, los beneficios fueron acaparados por el 30 por ciento y especialmente por el 10 por ciento más rico. Los pobres apenas ganaron, y muchos están peor.

Las reformas del Consenso de Washington han expuesto a los países a riesgos mayores, y los riesgos han sido soportados desproporcionadamente por quienes eran menos capaces de asumirlos. Así como en muchos países la secuencia y el ritmo de las reformas ha provocado que la destrucción supere a la creación de empleo, la exposición al riesgo superó la capacidad de crear instituciones para asumirlo, incluyendo redes de seguridad efectivas.

Hubo, por supuesto, mensajes importantes en el Consenso de Washington, incluidas lecciones sobre prudencia fiscal y monetaria, lecciones que fueron aprendidas por los países que tuvieron éxito, pero que en su mayoría no tuvieron que aprenderlas del FMI.

En ocasiones el FMI y el Banco Mundial han sido injustamente acusados por los mensajes que lanzan —a nadie le gusta que le adviertan que debe vivir conforme a los medios que tiene—. Pero la crítica de las instituciones económicas internacionales es más profunda: había mucho de bueno en su agenda del desarrollo, pero incluso las reformas que son deseables a largo plazo tienen que ser aplicadas con precaución. Hoy es ampliamente aceptado que los ritmos y las secuencias no pueden ser desdeñados. Más importante aún: en el desarrollo hay más de lo que sugieren estas lecciones. Existen estrategias alternativas, estrategias que difieren no sólo en énfasis sino también en el plano político, por ejemplo: estrategias que incluyen la reforma agraria pero no incluyen la liberalización del mercado de capitales, que plantean políticas de competencia antes de la privatización, que aseguran que la creación de puestos de trabajo acompañe la liberalización comercial.

Tales alternativas recurrieron al mercado pero reconocieron que hay un papel relevante para el Estado; admitieron la importancia de reformar, pero con ritmo y secuencia. Vieron el cambio no sólo como una cuestión económica sino como parte de una evolución más amplia de la sociedad. Reconocieron que el éxito a largo plazo necesita que las reformas cuenten con un amplio respaldo, y para conseguirlo los beneficios tenían que ser ampliamente distribuidos.

Ya hemos destacado algunos de estos éxitos; los éxitos limitados de África, por ejemplo en Uganda, Etiopía y Botsuana; y los mayores éxitos en el Este asiático, China incluida. En el capítulo 5 observaremos más de cerca algunos éxitos de la transición, como Po-lonia. Los éxitos muestran que el desarrollo y la transición son posibles; los éxitos en el desarrollo superan con mucho lo que casi cualquiera hubiese podido imaginar hace medio siglo. El hecho de que tantos de los casos de éxito hayan seguido estrategias marcadamente distintas de las del Consenso de Washington es sig-nificativo.

Cada tiempo y cada país son diferentes. ¿Habrían alcanzado otros países el mismo éxito si hubieran seguido la estrategia del Este asiático? ¿Valdrían las estrategias que funcionaron hace un cuarto de siglo en la economía global de hoy? Los economistas podrán disentir sobre las respuestas a estas preguntas, pero los países deben considerar las alternativas y, a través de procesos políticos democráticos, elegir por sí mismos. La tarea de las instituciones económicas internacionales debería ser —debería haber sido— aportar a los países los recursos para adoptar, por sí mismos, decisiones informadas, comprendiendo las consecuencias y riesgos de cada opción. La esencia de la libertad es el derecho a elegir —y a aceptar la responsabilidad correspondiente—.

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1 Vi esto con toda claridad en Corea; los propietarios privados mostraban una aguda conciencia social ante el despido de sus trabajadores; pensaban que existía un contrato social, que no querían anular, incluso si ello tenía como consecuencia que perdieran dinero.

2 Por poner sólo un ejemplo, véase P. Waldman, «How U. S. companies and Suharto’s cycle electrified Indonesia», Wall Street Journal, 23 de diciembre de 1998.

3 Adam Smith planteó la idea de que los mercados por sí mismos producen resultados eficientes en su clásico libro La riqueza de las naciones, escrito en 1776, el mismo año de la Declaración de la Independencia. La prueba matemática formal —que especifica las condiciones bajo las cuales era verdad— fue aportada por dos ganadores del premio Nobel, Gerard Debreu, de la Universidad de California en Berkeley (galardonado en 1983), y Kenneth Arrow (galardonado en 1982), de la Universidad de Stanford. La conclusión básica de que cuando la información es imperfecta o los mercados son incompletos el equilibro competitivo no es (con restricción de Pareto) eficiente se debe a B. Greenwald y J. E. Stiglitz, «Externalities in economies with imperfect information and incomplete markets», Quarterly Journal of Economics, vol. 101, nº 2, mayo de 1986, págs. 229-264.

4 Véanse: W. A. Lewis, «Economic Development with unlimited supplies of labor», Manchester School, vol. 22, 1954, págs. 139-191, y S. Kuznets, «Economic growth and income inequality», American Economic Review, vol. 45, nº 1, 1955, págs. 1-28.

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