EL SINDROME
DE SCHEREZADE Y OTROS EFECTOS DESEDUCATIVOS DE LA
TELEVISION
Prof.
Norberto González Gaitano
Chesterton, ese genial
maestro contemporáneo de la paradoja y del sentido común
se sorprendía de lo absurdo de un mundo, como el
nuestro, que valora socialmente más la actividad de un
educador que enseña la regla de tres a cincuenta alumnos
que la de una madre que enseña a su hija o a su hijo
todo sobre la vida.
Todo el
énfasis sobre la importancia de la educación para el
progreso de un pueblo, los acalorados discursos de
nuestros políticos sobre la necesidad de reformar
permanentemente la educación para hacerla más efectiva,
los aumentos de la partida de Educación en los
Presupuestos Generales del Estado, son palabrería hueca
o argumentación inconsistente, cuando casi nada ayuda a
fomentar la dedicación de tiempo y de calidad a la forma
más universal de educación, la educación privada en el
hogar, pues comparada con ella, la educación pública en
la escuela puede resultar estrecha y
limitada.
En
efecto, "el educador trata generalmente con una sola
sección de la mente del estudiante -afirma Chesterton-... los padres tienen que
tratar no sólo con todo el carácter del niño, sino
también con toda la carrera del niño". Solemos olvidar
que es más grande y más sacrificada la posición del
padre que la del maestro, así dice con ironía el célebre
escritor inglés: "Todo el mundo sabe que los maestros
tienen una tarea fatigosa y a menudo heroica, pero no es
injusto con ellos recordar que en este sentido tienen
una tarea excepcionalmente feliz. El cínico diría que el
maestro tiene su felicidad en no ver nunca los
resultados de su propia enseñanza. Prefiero limitarme a
decir que no tiene la preocupación sobreañadida de tener
que estimarla desde el otro extremo. El maestro
raramente está presente cuando el estudiante se muere. O
para decirlo con una metáfora teatral más suave, rara
vez se encuentra ahí cuando cae el telón"
Este largo
proemio sobre el diverso papel de la escuela y el hogar
en el complejo proceso educativo del niño viene al caso
para introducir la reflexión sobre la televisión y sus
efectos educativos, deseducativos para ser más precisos.
Este inquietante intruso familiar, inicialmente recibido
como aliado en el proceso educativo cuando apareció hace
ya medio siglo, juega un papel decisivo en la formación,
o deformación, particularmente de los niños, y no tan
niños.
1. Un
experimento inquietante
La
representación de la violencia en la televisión. Esta
comunicación pretende ser un alegato contra ese poderoso
agente de socialización primaria, "auténtica escuela de
analfabetos ilustrados", en palabras de García-Noblejas; también conocida
pedagógicamente como "niñera electrónica", y
popularmente como "la caja tonta" o, más sencillamente,
televisión.
Les
invito a llevar a cabo un experimento. Hagámoslo de la
mano de Lolo Rico, realizadora
de televisión, guionista y Directora que fue de
producción de Programas Infantiles y Juveniles en TVE, y
actualmente escritora de libros, entre los que se cuenta
esta magnífica y dura crítica, pero realista, Tv, fábrica de mentiras. La
manipulación de nuestros hijos, y que citaré
profusamente en adelante: "¿Quiere usted hacer una
experiencia curiosa? ¿Le interesa conocer algunos datos
significativos sobre los hábitos que les están creando a
nuestros hijos? Se trata de algo muy fácil, basta con
abrir bien los oídos cuando ellos estén ante la pequeña
pantalla y usted no.
Por
ejemplo, en las primeras horas de la noche avance por el
pasillo sigilosamente. Quizás su familia está entre las
muchas que tienen más de un televisor. Tal vez sus niños
se encuentran entre el 12 por ciento que disfruta de un
aparato para ellos solos en su dormitorio (...) ¿Está
usted ya situado en el pasillo, oculto en la oscuridad?
¿Qué percibe? ¿No le llama la atención lo que está
escuchando? (...) Lo primero que advertimos cuando se
"oye" la televisión, despojada de la atracción de la
imagen, sin estímulo visual que capte nuestra atención,
son los gritos.
Los
hay de todo tipo en una variada gama que va desde el
agudo y aterrorizado de la mujer que ve avanzar hacia
ella el asesino, hasta el estertor ronco del hombre que
muere estrangulado. Hay alaridos que ponen los pelos de
punta como los de una tortura o una violación. Hay
aullidos de pesadilla que sólo un mal sueño nos podría
hacer oír, chillidos estremecedores y lamentos de
ultratumba.
En
ocasiones se alternan con jadeos orgásmicos y, casi
siempre con una expresiva banda sonora por la que van
pasando efectos de cristales rotos, choques de
automóviles, disparos de metralletas, sirenas múltiples,
estallidos, etc. (...) En alguna ocasión, he llegado a
asustarme pensando que algo estaba sucediendo realmente
y sólo he respirado con alivio al comprobar que los
gritos venían del televisor".
Podríamos
pensar que Rico exagera, pero no, las cifras son tercas:
Un estudio sobre el prime-time de la cadenas americanas
en una semana arrojaba los siguientes resultados: 45
escenas de sexo, de las que 23 correspondían a uniones
heterosexuales entre solteros, 16 adulterios, cuatro
entre casados, una entre adolescentes, y una entre
homosexuales; 57 asesinatos, 99 asaltos, 29 colisiones
de vehículos y 22 incidentes de abusos de menores. No es
un problema exclusivamente americano.
Así, un
estudio sobre la programación de seis cadenas francesas
durante una semana nos da los siguientes resultados: 670
homicidios, 15 secuestros, 848 peleas, 419 tiroteos, 14
secuestros de menores, 11 robos, 8 suicidios, 27 casos
de tortura, 32 casos de captura de rehenes, 18 imágenes
sobre la droga, 9 defenestraciones, 13 intentos de
estrangulamiento, 11 episodios bélicos, 11 strip-teases, y 20 escenas de amor
atrevidas.
Cuando un
niño italiano se encamina por vez primera a la escuela
elemental lleva ya en su mochila, junto con el plumier y
los lápices de colores, 1800 escenas de violencia. La
dieta preescolar de violencia del niño americano
-siempre más precoz- es muy superior, incluye 8.000
homicidios y 100.000 actos violentos. No pretendo marear
con estadísticas, pero los datos son muy elocuentes.
Hasta el
punto que el Informe realizado por encargo de la
Asociación Nacional de la Televisión por Cable (NCTA) de
Estados Unidos acerca de la Violencia en la Televisión,
concluía que "la violencia en todas sus formas permea la televisión americana hasta
el punto que su constante presencia e influencia ha sido
declarada una amenaza nacional para la salud pública por
el Servicio Nacional de Salud Pública y otras
asociaciones médicas y profesionales.
Sin
embargo, a pesar de décadas de investigación científica
y de interés creciente, todavía hay desacuerdo sobre
cómo abordar el problema de la violencia televisiva".
Pues bien, esos datos corresponden a países avanzados.
Nos quedaría el consuelo de esperar que España se
encontrara entre los países de "segunda velocidad" en
este índice de "progreso".
Lamentablemente,
en este parámetro de "desarrollo" también convergemos
con Europa: "Las estadísticas nos dicen que de los siete
millones de niños entre 4 y 14 años que habitan en el
Estado español, entre 3 y 4 millones ven programación
adulta, siendo sus preferencias las series y los dibujos
animados de carácter más violento, y su horario
preferido a partir de las 11 de la noche". Y, según
datos complementarios, publicados por el diario "El
Heraldo de Aragón", los niños y los adolescentes ven al
año en la televisión unos 12.000 actos violentos, y
14.000 referidos al sexo. Podríamos argüir que, al fin y
al cabo, se trata sólo de imágenes irreales en la
televisión.
Cierto, pero
no es fácil olvidar los estremecedores acontecimientos
de delincuencia infantil provocados por mimetización de comportamientos
violentos vistos en televisión, como el de los tres
niños que mataron a su amiguita "jugando" como habían
visto en la tele; o el de los niños que asesinaron a un
vagabundo en Francia; y así otros. Lo mismo vale para el
cine: un chico de 14 años de un pueblo cercano a Milán
se ahorcó después de haber visto la retransmisión
televisiva en una red italiana del film Schegge di follia.
El
film Natural Born Killer de Oliver Stone ha causado 14 homicidios en
1993 y 3 en marzo del 94. En una investigación realizada
en las crónicas de sucesos de dos diarios romanos,
"Il Messaggero" y "La Reppublica" durante dos años, del
1993 al 1995, Morgani y Spina encontraron que, en 57
episodios de crónica violenta, los protagonistas habían
imitado "héroes" de películas de cine. No hay que
olvidar que se cuenta con innumerables estudios
empíricos que muestran correlaciones directas entre lo
que figura en los programas de televisión y la vida de
los telespectadores.
Está
demostrado, por ejemplo, que los suicidios de
adolescentes tienden a concentrarse estadísticamente en
los días posteriores a la exhibición de programas en los
que aparecen suicidios. Pero aun cuando sea imposible
atribuir una responsabilidad exclusiva y directa a los
medios de comunicación, sobre todo desde el punto de
vista legal, lo cierto es que, como afirma Lolo Rico, "los teleadictos viven sumergidos en un
único mundo del que reciben pasivamente todas las
satisfacciones y todas las esperanzas (se vive toda una
jornada vacía a la espera de un determinado programa o
una determinada serie).
Este mundo
es compartido masivamente y sirve de nexo de unión de
los intereses juveniles...y es tema principal de sus
aspiraciones y conversaciones" Y es que no hay que
olvidar que, aunque la televisión no es el mundo real,
para muchos no hay más realidad que la que aparece en la
televisión.
"La
consecuencia es que, para los niños y para los jóvenes y
-cada vez más- para usted y para mí también -añade Lolo Rico-, sólo existe lo que se
percibe en condiciones de ficción y, que por tanto, es
la ficción la verdadera realidad, en relación a la cual
-casi podría decirse- la realidad es sólo una realidad
débil y accesoria en la que creemos porque se parece a
la televisión. Me parece peligroso".
Acostumbrados
a ver brotar la salsa roja desde un ángulo que el ojo
humano jamás vería en un vídeo hiperrealista, la sangre de un
herido de verdad apenas impresiona. Algunos sondeos
realizados específicamente sobre audiencias infantiles
contrastan esta neta afirmación de Rico sobre la
dificultad de distinguir la realidad de la ficción para
los niños. Así, un sondeo llevado a cabo por la Sociedad
Italiana de Pediatría y el suplemento infantil del
diario L'Avvenire encuentra
que "el 86% de los niños entrevistados cree saber qué
cosa es la realidad y qué cosa es la ficción, mientras
que sólo un 11% creen que todo lo que se ve en
televisión es verdad".
De
todos modos, un 70% declara que le gusta imitar a sus
personajes preferidos de la televisión. Con
independencia de que la polémica académica sobre los
efectos directos en el comportamiento continúe abierta,
pues los numerosísimos estudios ofrecen a menudo datos
no concordes porque se siguen metodologías diversas, lo
cierto es que las investigaciones más consistentes, como
la de Huesman y Eron, y en general la mayor parte de
ellas coinciden en afirmar que "agresividad y visión de
la violencia tienen un cierto grado de interdependencia"
y que "los niños más agresivos ven más violencia en
televisión".
En
cualquier caso, como hacen ver Bettetini y Fumagalli, conviene no perder de
vista que los efectos negativos de la representación de
la violencia se pueden dar en varios niveles, que pueden
afectar a sectores sociales diversos y con diversa
intensidad, según factores complementarios: estimulación
de la agresividad en casos de sectores con mayor riesgo
por vivir en ambientes donde ya la violencia domina la
vida cotidiana o en el caso de personas psíquicamente
inmaduras o con tendencias patológicas especialmente en
el campo psicosexual; bloqueo
imaginativo en niños que, habituados a contemplar la
respuesta violenta como solución única de los problemas
representados dramáticamente, tienden a imitar el
comportamiento violento aprendido de la ficción como
única vía de salida ante situaciones reales de amenaza;
saturación de violencia representada que conduce a una
visión hastiada e indiferente ante el dolor real y
concreto; etc.
En
definitiva, no se puede olvidar la dimensión pragmática
de la comunicación, es decir de cualquier texto. Decir
es siempre simultáneamente un hacer, y por ello toda
comunicación establece siempre un modelo de relación
entre emitente y destinatario:
"por ello, una comunicación autentica, es decir
verdadera y correcta a la vez, estará atenta al tipo de
relación que instaura en las figuras simbólicas que, en
el texto, representan al emitente y al destinatario.
Lo
que vicia tal autenticidad no es sólo la mentira, sino
también un obrar comunicativo que instrumentaliza al
otro, que impone un dominio sobre el otro, es decir, que
asume las formas de una violencia difusa (...) En esta
perspectiva la comunicación de masas puede asumir un
carácter violento independientemente de sus contenidos
e, incluso, de sus modalidades lingüísticas.
Se
trata de una forma de violencia más sutil, menos
evidente, pero igualmente capaz de golpear al
espectador, todavía más indefenso porque no está
prevenido críticamente".
2. ¿Un mundo
feliz?
Piensen
ahora por un momento en los recuerdos de su infancia.
Habrá sido más o menos feliz, pero estoy seguro que su
memoria no está cargada de imágenes confusas, violentas,
eróticas, estúpidas, o trepidantes de programas como
"Dinastía", "Dallas", "El juego de la Oca", "Los sueños
de Freddy", "sensación de vivir", "Hablando se entiende
la basca", "Vipguay", "Los
compis", "Bola de dragón",
"Ponte las pilas", "Cruzamos el Missisipi"..., por mencionar sólo
algunos programas.
Dice Rilke en su Cartas a un joven poeta:
"Y aun cuando usted estuviese en una prisión cuyas
paredes no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de
los rumores del mundo, ¿no le quedaría siempre su
infancia, esa riqueza preciosa, imperial, ese arca de
los recuerdos? Vuelva a ella su atención.
Procure
hacer emerger las hundidas sensaciones de aquel vasto
pasado: Su personalidad se afirmará..." Y añade Lolo Rico, en contraste con estas
palabras del poeta: "En los recuerdos del futuro de los
niños habrá unas veinte horas de televisión a la
semana... ¿Quedarán otros o los borrarán esa infinita
sucesión de imágenes antiestéticas, desagradables y
violentas que vemos a diario?"
Hoy
día el televisor es mucho más que un mueble con vida
propia para muchas familias, es casi el nuevo altar
laico. Es el centro de referencia espacial de la casa,
en torno al cual se organiza, iba a decir la "vida
familiar", pero creo que sería más propio decir la
"contigüidad familiar". Hay todo un ritual ante la
televisión. Cada miembro de la familia tiene sus
posturas frente a la pequeña pantalla, sus pequeños
hábitos -hay quien come pipas o quien se sirve una
bebida-; cada persona en la casa tiene sus programas que
tiranizan no sólo a él, sino a todos los demás.
Un
chitón agrio del padre, por ejemplo, interrumpe la
conversación que, aprovechando la pausa publicitaria
había logrado abrirse camino: ha comenzado el
telediario. Luego es el serial venezolano, más tarde el
programa concurso el que extingue el nuevo intento de
remanso de paz y diálogo. No digamos el fútbol. Y así
van transcurriendo las horas, sin respiro.
Los
dioses del hogar ancestral, los lares o manes romanos envidiarían la
autoridad que este nuevo altar tiene: "lo que dice la
televisión es infalible como si se tratara de la voz de
Dios. No cabe duda que cualquiera pasa más tiempo al mes
ante el televisor que en la iglesia durante toda su vida
(...) Se recurre a ella cuando necesitamos ayuda para
paliar un mal estado de ánimo o reponernos de cualquier
problema, se mira y se escucha en silencio, suele tener
nuestra confianza porque nos inspira credibilidad,
aunque sólo nos ofrezca trivialidades, y la escasa
información que nos proporciona la vivimos como si se
tratara de la ciencia infusa que proporciona a los
apóstoles el Espíritu Santo".
No,
no son unas palabras de algún documento de la
Conferencia Episcopal. Son siempre palabras de nuestra
realizadora, productora, guionista de televisión y
autora del libro que vengo citando, Dolores Rico Oliver.
No se mostraba menos crítico Gadamer, hablando de la televisión
en una entrevista periodística concedida al diario
comunista L'Unità: "A nuestro
sistema de comunicaciones le falta espontaneidad. Todos
son pasivos. La función política de la televisión
consiste en domesticar las masas, en adormecer la
capacidad de juicio, el gusto, las ideas. Es una de las
formas de burocratización de la sociedad anticipadas por
Max Weber".
El
mismo Popper advertía en su
testamento intelectual que "la televisión se ha
convertido en un poder político colosal, potencialmente
se podría decir incluso que el más importante de todos,
como si fuese Dios mismo quien habla (...), un poder
demasiado grande para la democracia. Ninguna democracia
puede sobrevivir si no se pone fin al abuso de este
poder".
Mi
generación no nació con la experiencia del televisor
como un mueble más del hogar donde se crió, cosa que
debemos no tanto al sentido educativo de nuestros
progenitores cuanto al hecho de pertenecer a la progenie
del primer Plan de Desarrollo. Sin idealizar el pasado,
al menos no demasiado, pienso que nuestros recuerdos
estén poblados de aromas de estrecha convivencia
familiar -a veces verdaderamente estrecha-; de
tradiciones de relatos y cuentos propios de una cultura
todavía oral en buena parte, como se puede apreciar en
el magnífico film "El árbol de los zuecos" de Olmi.
Y
de veladas de lecturas hasta bien entrada la noche,
sobre todo esas largas noches de verano, donde los
adolescentes de la generación del primer plan de
desarrollo consumía, y consumaba, los sobados ejemplares
de las bibliotecas municipales -la mayoría de las
familias no tenían recursos para hacer una nutrida
biblioteca propia-.
Eran horas
robadas al sueño con la complicidad, cuando no con el
"mal ejemplo", del pater
familias. Esta carencia de ocio teledirigido a precio
del tiempo de audiencias millonarias, ignorantes del
valor de sus horas de ocio, consintió a la mayor parte
de esa generación gozar de mundos ficticios,
imaginativos, que no visuales, muy variados, tan
variados como los propios intereses: Julio Verne, Enid Blyton, Salgari, primero; Mark Twain, Bécquer, John le Carré, el Padre Brown, Dostoievski después; y así hasta
hoy.
El
"daño" ya estaba hecho y, gracias a Dios, era
irreparable. Kafka, que nunca
llegaría a ser el contable que su padre había soñado,
escribió en su pequeño diario estas palabras: "jamás le
haremos entender a un muchacho que, por la noche, está
metido de lleno en una historia cautivadora, jamás le
haremos entender mediante una demostración limitada a sí
mismo, que debe interrumpir su lectura e irse a la
cama". Ignoro cuál será el recuerdo de la infancia de
los niños y jóvenes de la generación de la abundancia,
pero no puedo sustraerme a la temible inquietud que las
cifras ya mencionadas me causan: cada semana 57
asesinatos, 45 escenas de sexo, 16 adulterios, 22
escenas de abuso de menores,... Jerry Mander, estudioso de la comunicación
social, ha publicado un libro cuyo título es bien
elocuente: Cuatro buenas razones para eliminar la
televisión. No pretendo privar a nadie del placer de su
lectura, resumiendo esas razones.
Tampoco se
puede negar que la televisión tenga algún aspecto
positivo; como ha dicho Juan Pablo II en el Mensaje con
motivo de la Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, "la televisión puede enriquecer la vida
familiar. Puede unir más estrechamente a los miembros de
la familia y promover la solidaridad con otras familias
y con la comunidad en general. Puede acrecentar no solo
la cultura general, sino también la religiosa,
permitiendo escuchar la palabra de Dios, afianzar la
propia identidad religiosa y alimentar la vida
espiritual y moral".
Es
verdad que son "puedes", "ojalás", y que alguna vez, aunque
rara, se cumplen esas funciones. No es menos cierto que
-y son palabras del mismo Juan Pablo II- "la televisión
puede también perjudicar la vida familiar al difundir
valores y modelos de comportamiento falseados y
degradantes, al emitir pornografía e imágenes de
violencia brutal; al inculcar el relativismo moral y el
escepticismo religioso; al dar a conocer relaciones
deformadas, informes manipulados de acontecimientos y
cuestiones actuales; al trasmitir publicidad que explota
y reclama los bajos instintos y exalta una visión
falseada de la vida que obstaculiza la realización del
mutuo respeto, de la justicia y de la paz".
A
continuación, expondré someramente algunos otros efectos
sociales, cognoscitivos y psicológicos de la televisión.
3. Los
efectos de la televisión
Voy
a hacer referencia sólo a tres efectos de entre los
posibles, a los que he llamado, con palabras de
García-Noblejas, el síndrome
de Jawerbocky, el síndrome de
Scherezade y el síndrome de
Humpty-Dumpty.
A.
El síndrome de Jabberwocky: El
nombre de este efecto está tomado de Alicia a través del
espejo, la célebre niña de Lewis Carroll, tal como lo aplica
García-Noblejas para
ejemplificar el efecto de desarraigo cultural que
produce la televisión en particular, aunque se puede
atribuir a la generalidad de los medios.
Alicia
está contemplando un raro poema que suena muy bien y
exclama: "no entiendo casi nada de todo esto pero me
parece bastante bonito". Me refiero con este síndrome a
que la televisión nos ofrece una visión fragmentaria,
parcial, a menudo contradictoria y siempre
caleidoscópica del mundo y del hombre. Esta imagen no
contribuye a que el hombre se comprenda mejor a sí
mismo, desde luego.
Esto sucede, por ejemplo,
por la abierta contradicción entre los mensajes de
programas que aparecen en el mismo medio en espacios
diferentes. Así, junto a mensajes publicitarios contra
la droga o el alcohol, de buena factura dramática y
persuasiva, se difunden otros
en programas de entretenimiento o en otros anuncios
publicitarios que exaltan la fascinación y el lujo
unidos a la bebida o al consumo de droga. Piensen en
Miami Vice, o el episodio
"Joyride" de la serie The Equalizer donde lo que se critica no
es el consumo de droga, sino el enriquecimiento injusto
de los traficantes por comerciar con droga
adulterada.
Se disfraza la realidad del drama de
la droga en documentales informativos cuando se asocia a
un problema de orden público que afecta exclusivamente a
barrios marginales, como Entrevías en Madrid o La Mina
en Barcelona, cuando todos sabemos que la droga no hace
distinción entre ricos y pobres, es más, en los
ambientes "selectos" es donde se consume más droga,
especialmente cocaína.
O directamente se
promociona su consumo con la difusión indiscriminada de
vídeo-clips musicales que portan ese mensaje
descaradamente. Este efecto puede atribuirse a la
generalidad de los medios, como la periodista Pilar
Urbano denunciaba en un conocido artículo suyo en "El
Mundo", "Los periodistas, espejos locos", pero es
especialmente acusado en la televisión por el formato
dramático y narrativo de los medios
audiovisuales.
Así, dice García-Noblejas que "lo percibido en las
películas y programas de televisión, puede ser
vitalmente comprendido como representación de acciones y
hábitos humanos, con su cortejo de sentimientos. O lo
que viene a ser igual, tiene sentido para la vida de los
espectadores, al apreciarlos -en términos generales-
como muestra de valores conscientes o inconscientes, de
virtudes y vicios" Con el agravante de que la
privilegiada posición doméstica de la televisión, su
integración en la vida cotidiana y la credibilidad que
se le otorga "encubren cuidadosamente su carácter de
artificio cultural argumentativo".
A lo que hay
que sumar, a veces, la mala intención de quienes "hacen"
la televisión para manipular ideológica o comercialmente
a la audiencia, incapaz de darse cuenta de esa
manipulación. Puede replicarse a esta argumentación que,
a fin de cuentas, cuando la televisión difunde
objetivaciones del habitar del hombre en el mundo, patterns, formas o modelos de
comprensión de sí mismo, no hace mejores o peores a los
hombres de suyo.
Es tan verdad como que la
lectura de vidas de santos o de hazañas heroicas de
grandes hombres de la historia no nos hace ni mejores ni
más valientes. Cierto, pero por eso el arte debe
respetar la lógica interna de éste, que es presentar lo
sublime como sublime, lo miserable como miserable, lo
trivial como trivial; en suma, lo bueno como bueno y lo
malo como malo, de modo que lo bueno nos "sepa" bien y
lo malo nos "sepa" mal.
Así lo hicieron los
clásicos de todos los tiempos, que no representaron una
condición humana inmaculada -pensemos por un momento en
Shakespeare y el cúmulo de
miserias humanas representadas en los personajes
inmortales de sus dramas-. No se trata de ocultar la
realidad de la condición humana caída, sus posibles
abismos de vileza, pero tampoco sus cumbres morales; se
trata de mostrar su grandeza, su dignidad, que puede
perderse, sí, en la abyección
de esos abismos insondables de maldad, y que puede
brillar en la belleza moral de conductas virtuosas, que
no ñoñas, o en la misericordia ante el mal ajeno, físico
y sobre todo moral.
No hay que olvidar, con Montagu, que "los hombres y las
sociedades se han hecho de acuerdo con la imagen que
tenían de sí mismos, y han cambiado conforme a la imagen
por ellos mismos desarrollada". ¿Y qué imagen, qué
identidad cultural proporciona la televisión? Voy a
referir dos botones de muestra, dos aspectos de nuestra
identidad cultural. El primero es la imagen de la muerte
en nuestra sociedad. ¿Hemos reparado en lo paradójico
que resulta la trivialización
de la muerte que produce ese mercado televisivo de la
violencia en contraste con el hecho de que la muerte
real, no la de ficción, se oculta cada vez más en
nuestra sociedad?
La gente muere en los
hospitales, lejos de la vista de los niños y de nosotros
incluso. A los ancianos, recordatorio próximo de la
fugacidad de nuestra vida, se les confina en residencias
con todas las comodidades pero lejos de nuestra
vista.
La muerte ha dejado de ser una realidad
humana natural, inscrita en el tejido de la vida y
valorada; en cambio, tal como lo expresa Lolo Rico, "en las pantallas de
televisión aparece desprovista, al mismo tiempo, de todo
sentido individual y de toda trascendencia psicológica:
la muerte simultáneamente ajena y neutra" -y añade con
un diagnóstico no exento de verdad, a pesar de su
pesimismo- (...) Quizás debemos pensar que la sociedad
en la que vivimos le interesa trivializar la muerte. Al
fin y al cabo no es la vida algo que parezca tener hoy
gran valor" El segundo botón de muestra es la trivialización de la sexualidad.
decía Thibon, parafraseando a Pascal que
la sexualidad humana hoy "tiene su circunferencia por
todas partes y su centro en ninguna".
El desnudo
erótico de la publicidad y la exposición pública de la
relación amorosa más íntima han desvirtuado el valor
humano de esa realidad; son ya como la flor de plástico,
el vino químico, y todos los demás "pseudos" de nuestra
sociedad artificial. Dice Thibon que "la sexualidad humana
normal gravita alrededor de dos polos: el apetito carnal
y el amor espiritual.
El erotismo actual es
extraño tanto al uno como al otro". Los consumidores de
erotismo comercializado estén doblemente frustrados: ni
gozan de la dimensión espiritual del amor porque "la
belleza es un fruto que se mira sin alargar la mano"
(Simone Weil) ni se satisfacen siquiera en
el ejercicio completo de la sexualidad, pues una
nebulosa de imágenes inaccesibles se interponen entre su
deseo y el objeto poseído".
No es esta la sede
para desarrollar las ideas apenas esbozadas sobre el
problema de la "disolución y manipulación del cuerpo"
operada por los medios de comunicación social y los
efectos psicosexuales
inducidos en los adolescentes sobre todo. Me remito al
estupendo estudio de Bettetini
y Fumagalli ya citado, donde
se profundiza en la cuestión con abundantes ejemplos.
B. El síndrome de Scherezade, o de cómo mantener la
atención de una aburrida audiencia que no puede moverse
de su asiento de espectador abúlico. Es claro que me
refiero al famoso cuento de Las mil y una noches. Scherezade es obligada por el sultán
a contar cuentos, sin parar, hasta que acabe la noche;
si el sultán se aburre y se duerme, le cortarán la
cabeza. Ese es el espectáculo que ofrecen nuestras
televisiones, privadas y pública. El espectáculo de la
lucha entre las cadenas por la audiencia y por llenar
horarios, aumentando así los ingresos publicitarios,
recuerda al del charlatán de feria que debe gritar con
estridencia y reiteradamente para lograr atraer la
atención de los viandantes y para mantenerlos. Muchos
esperaban que la libertad de televisión trajera una
oferta más plural y variada. No soy un detractor de la
televisión privada, sí lo soy de este modelo de
televisión privada, y de la pública que induce.
La realidad ha sido mucho más decepcionante:
programas de escasa calidad, insulsos, zafios y, lo que
es peor, los mismos en todas las cadenas. Incluso la
televisión pública, la única que se salva en ciertos
aspectos, ha mimetizado los criterios de programación
-"remedaprogramación" habría
que llamarla con Lolo Rico- de
las privadas.
Como ha puesto de relieve nuestra
ya familiar autora, la programación la decide el
marketing, no los productores ni los guionistas. Con
sospechosa complicidad, los propietarios de las cadenas
esconden las auténticas razones de su afán de lucro y
mal gusto en los "gustos del público": mandan los ratings de audiencia. Les gustaría
elevar la calidad de sus programas, pero el público
quiere ver colores chillones, espectáculos horteras,
señoritas exuberantes y con la cabeza vacía, y ¡circo,
mucho circo! Pocos saben que no es cierto, que al
público no le queda opción cuando sólo se le da a elegir
entre basura y carroña.
Me recuerdan a aquellos
señoritos andaluces que, para
justificar el que no daban carne a sus asalariados,
decían "es que a ellos no les gusta la carne". Está
demostrado que cuando se da a elegir entre bistec y
lentejas, la mayor parte de la gente elige lo bueno;
pero si sólo hay lentejas...
No, no es la
audiencia la que manda, es la publicidad. Los programas
los patrocinan sponsors,
"patrones" que saben quizás de fabricar embutidos, pero
que no saben de guiones ni de públicos y son ellos los
que deciden los guiones, incluso los decorados del
escenario: mucha luz, colores estridentes, vivos, música
ruidosa y, si se trata de programas infantiles, niños,
muchos niños en el escenario aplaudiendo y coreando las
insulsas y cursis aclamaciones de la escotada y
provocativa presentadora de turno -cómo si la amplitud
de destape tuviera algo que ver con la imaginación
infantil-, que desliza subliminares mensajes publicitarios
mientras todos los niños del plató responden con
"espontaneidad" milimétricamente organizada, para
reforzar el mensaje del spot publicitario: -"Cómo juegan
los primitos" -pregunta X aludiendo a los muñecos de una
marca determinada. -"Todos juntitos" -repite la
chiquillería del plató al unísono. No exagero, afirma
Lolo Rico, que "los espacios
que justifican los costes publicitarios tienen que darle
a entender que vida es sinónimo de apropiación febril de
objetos diversos -lo que hoy se llama bienestar- y hacer
que se identifique usted con quienes disfrutan de la
máxima disponibilidad económica -lo que hoy se llama
triunfo-. Fuera de esos estereotipos no existen otros
intereses y, como quien paga manda, las industrias que
financian la programación no pueden permitir que sus
planteamientos comerciales se invaliden por
trivialidades como la verdad, la belleza o la Ètica".
C. El tercero de los
síntomas es el de Humpty-Dumpty, o de cómo la televisión
genera analfabetos funcionales. Humpty-Dumpty es el título de una vieja
canción infantil británica con cierta intención política
de sátira hacia algunos monarcas ingleses del siglo
XVIII. El personaje es un huevo increíblemente fatuo e
ignorante de su fragilidad. Alicia lo encuentra y
discute con Èl acerca del
significado de las palabras: "-Cuando yo uso una palabra
-insistió Humpty-Dumpty con un tono más bien
desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga...ni
más ni menos. -La cuestión -insistió Alicia- es si se
puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas
diferentes. -La cuestión -zanjó Humpty-Dumpty- es saber quién es el que
manda..., eso es todo".
Está bastante demostrado
entre académicos que han estudiado los efectos de los
medios el resultado empobrecedor del proceso de
conocimiento de la realidad. Es claro, por ejemplo, que
el "bombardeo" informativo recurrente de sucesos,
normalmente conflictivos, produce un efecto en las
audiencias de falta de contextualización y de desconexión
con la vida cotidiana.
Y más en general,
refiriéndose a la influencia en los procesos de
comprensión de la realidad a través de los medios, Pablo
del Río afirma que "en los últimos veinte años se ha
dado en todo ell mundo un
deterioro adiciona de los procesos de conocimiento, al
pasarse desde un pensamiento construido
instrumentalmente sobre el poder abstractivo del
lenguaje escrito (que obliga a descontextualizar para
comprender) a otro fundado sobre códigos orales y sobre
la imagen, a la vez que los referentes reales de esa
construcción instrumental se deterioraba o, dicho de
otra manera, perdían su estabilidad (...) El resultado
es un nuevo analfabetismo con barniz de "conocimiento".
Se piensa por asociación, como es posible hacerlo por la
imagen, pero se formula el pensamiento asociativo en
etiquetas verbales aparentemente precisas y jerárquicas.
El resultado es un galimatías en que es fácil
sostener una supuesta objetividad a la vez que se
sustentan estereotipos y prejuicios totalmente
asociativos. Se produce así la suma de dos males graves:
falta de contextualización en
los sistemas simbólicos de representación (...), que
coincide (...) con una acusada falta de contextualización a nivel social: es
decir, la cultura vicarial de los medios sólo muy
parcialmente está integrada con la actividad de la vida
cotidiana (aunque este alejamiento se va progresivamente
acortando, no por acercamiento de la cultura a la
realidad, que sería lo deseable, sino por acercamiento
de la realidad o de la actividad de los ciudadanos a la
irrealidad de la vida propuesta por los medios".
Se ha subrayado frecuentemente el efecto
paradójicamente desinformativo
que provoca la sobredosis de noticias, característica de
la sociedad de la opulencia informativa. Hay tanta
información que tenemos la ilusión de estar informados,
cuando en realidad faltan criterios-guía que permitan
construir senderos de sentido en el bosque de la
acumulación de datos, noticias e incluso pseudoinformaciones.
Así,
por dar una idea de la sobredosis informativa, Murray afirma que "cada día se
registran unos 20 millones de palabras de información
técnica. Un lector capaz de leer mil palabras por minuto
necesitaría un mes y medio, leyendo 8 horas diarias,
para ponerse al día solamente de la producción
cotidiana, y al final del periodo de lecturas iría con 5
años y medio de retraso". Un día laborable el New York
Times contiene más información de cuanta hubiera podido
llegar a conocer un ciudadano medio de la Inglaterra del
siglo XVII.
Pues bien, mientras la
disponibilidad de la información crece exponencialmente,
la disponibilidad receptiva de la persona humana se
mantiene constante, cuando no disminuye, porque esta
capacidad depende de la calidad de su educación
humanística. En esta situación, la masa adormecida por
sobresaturación de noticias se hace completamente
dependiente de los creadores de opinión, precisamente
porque necesita interpretaciones globales, comentarios
que le ahorren el esfuerzo de documentarse y le orienten
en la tupida selva informativa.
Así, unos pocos,
siempre los mismos por otra parte, llenan ese vacío
opinando de casi todo con la misma y universal
competencia, desde la política nacional, a los problemas
de Ética biológica, a las cuestiones morales y
teológicas de la Iglesia Católica, a los conflictos
mundiales. Son los que configura la opinión, los
llamados opinion makers, que imparten desde los
púlpitos de sus columnas periodísticas o de sus debates
radiotelevisivos el nuevo credo que la opinión pública
absorbe mansamente con aparente conciencia crítica.
La pluralidad de voces y la libertad de
expresión con que se presentan consienten la ilusión de
una formación plural e ilustrada de una opinión crítica,
homogénea y de serie pero, eso sí, crítica. En una
reciente entrevista, Umberto
Eco recordaba cómo la "semiótica" de la televisión no es
una semiótica natural, como la de los gestos,
comportamientos, miradas que los humildes de las novelas
de Manzoni, por citar un caso
de la literatura clásica italiana, aprendían en la
realidad circundante. Las imágenes de la televisión no
proponen la realidad sino una mise en scene, como es bien conocido.
El entrevistador observaba cómo los Cagliostro y los don Rodrigo de hoy
aprovechan la potencia de los medios para ganar
consensos, no obstante que la difusión de información y
el aumento de la escolarización hicieran esperar unas
defensas inmunitarias más robustas de los ciudadanos
frente a los embrollones y los poderosos. A tal
observación, Eco respondía que "en todos los tiempos la
moneda falsa ha suplantado a la moneda buena y los
charlatanes han embaucado a los tontos. Dada la potencia
del medio, simplemente sucede más.
El
crecimiento de la información y de la cultura aumenta la
credulidad (...). Tenía razón Chesterton, cuando la gente no cree
ya en Dios no es que no crea ya en nada, cree en todo.
Los ateos son m·s
supersticiosos que los creyentes. La New Age, una religión para no creyentes
tiene más dioses que cualquier religión revelada".
Pero no quisiera terminar mi exposición con un
mero diagnóstico del enfermo sin ofrecer cura o, al
menos algún calmante que alivie la dolencia. Sin
embargo, no es mi propósito ofrecer recetas. Recetas hay
muchas, desde las asociaciones de telespectadores, la
potenciación de la lectura, el ver los programas con los
hijos y comentarlos, el aprovechamiento de las recursos
tecnólogicos que permiten
programar el menú de televisión para los niños sin que
puedan salirse con el "zaping"
de la programación fijada por el criterio selectivo de
los padres, las medidas de autocontrol, o impuestas por
ley, para definir los horarios de emisión de programas
inconvenientes para los menores, los observatorios de
vigilancia de los contenidos violentos o pornográficos
en la televisión, la concesión de una patente para
operar en televisión que proponía Popper,... Pero son sólo parches,
que no resuelven el problema.
No significa que
no haya soluciones, las hay. Pero las recetas sirven
cuando hay un plan integral de salud, no cuando se busca
sólo eliminar los síntomas. Es necesario un
replanteamiento de la tarea de educar a las nuevas
generaciones. Hace falta un plan de choque. Es preciso
convencerse a fondo de que la educación, no la
instrucción, es la tarea más importante de los padres,
de la escuela y de la sociedad en su conjunto.
Hay que reinventar la cultura ante el desafío de
cada nueva hornada de niños y jóvenes que se presentan a
las puertas de nuestro mundo esperando descubrirlo y
comprenderlo, esperando ser introducidos en él. Estoy
seguro que coincidirán con la siguiente idea de Chesterton que si bien está referida
a los niños de corta edad vale como reto para cualquier
edad: "Las dos cosas que hacen a los niños tan
atractivos para casi todas las personas normales son: en
primer lugar, que son muy serios, y en segundo que, en
consecuencia, son muy felices. Son alegres con la
perfección que sólo es posible en la ausencia de humor.
Las escuelas y los sabios no han alcanzado nunca la
gravedad que mora en un niño de tres meses de
edad.
Es la gravedad de su asombro ante el
universo y asombro ante el universo no es misticismo,
sino un sentido común trascendente. La fascinación de
los niños consiste en que con cada uno de ellos todas
las cosas son hechas de nuevo, y el universo se pone de
nuevo a prueba. Cuando paseamos por las calles y vemos
debajo de nosotros esas deliciosas cabezas bulbosas
-tres veces más grandes que su cuerpo- que definen a
estos hongos humanos, deberÌamos siempre y en primer lugar
recordar que dentro de cada una de esas cabezas hay un
universo nuevo, tan nuevo como lo fue el séptimo día de
la creación". |
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