El profesor universitario

Por Julián Marías, de la Real Academia Española

Por qué no pensar, sin prisa, sobre la Universidad? He escrito, en frase tan sencilla, dos palabras que me parecen decisivas y que, tomadas en serlo representarían una profunda Innovación; casi serían revolucionarias. Por una parte, pensar -lo que el hombre de nuestra época rehuye más, lo que elude constantemente-; por otra, sin prisa -cuando todo el mundo anda apresurado, y usa como consigna "¡Ahora!", y quizás por eso todo es desesperadamente lento y nunca acaba de hacerse-. Cuando se habla de la Universidad -acompañada de las palabras "crisis", "problemas", decadencia" y otras análogas-, casi siempre se habla de leyes; y si no, de estadísticas, porcentajes, representaciones, presupuestos. Sin perjuicio de tocar otro día aspectos distintos, quiero hablar hoy simplemente de un ingrediente de la Universidad que me parece esencial: el profesor.
Lo he sido muchas veces, siempre de manera transitoria, en diversos países; en la Universidad española, solamente desde hace tres años; mi experiencia, pues, lejos de reducirse a nuestro país lo incluye marginalmente. Lo que voy a decir no debe por tanto, entenderse primariamente del profesor español, aunque también a él puede aplicarse. Y hay que hacer, eso si, una limitación cronológica: hay una diferencia sensible entre los mayores de sesenta años y los más jóvenes; como pienso sobre todo en éstos, me refiero a una variedad que es ya inmensamente mayoritaria; dentro de ella, sus caracteres se van acentuando con el paso de las generaciones.

La indiferencia
Lo que aquí me interesa no es primariamente el saber, la competencia o la dedicación de los profesores; todo esto me parece menos importante que algo previo: el tipo humano del profesor. Siempre me ha sorprendido cómo, a medida que las profesiones se han multiplicado y diversificado, los tipos humanos se han ido simplificando y homogeneizado.
Mientras en la época romántica, por ejemplo, a cada profesión u oficio correspondía una variedad del modo de ser hombre o mujer, al acercarnos al final del sigo XX son muy varias las profesiones desempeñadas por personas sumamente semejantes entre si; lo cual hace pensar que se abrazan por razones que no brotan del fondo de cada uno; o, lo que también es inquietante, que no influyen en la persona que las ejerce, no la transforman y configuran. Parece, pues, que hay una zona de distancia -acaso de indiferencia- entre la persona y su profesión.

Interés desinteresado
Con muchas excepciones -muchas, pero siempre excepciones-, cuando me encuentro con profesores universitarios, sobre todo en grupo, tengo la impresión de que pertenecen a una variedad humana distinta a la mía y de la que anteriormente reconocía como afín. ¿Por qué? No me parecen estrictamente "intelectuales", para emplear una palabra impropia y azorante, pero que ha adquirido una significación bastante precisa en nuestro siglo. Son tal vez muy competentes, pero la palabra "competencia" no es de las primeras, que se hubieran ocurrido para calificar a un profesor. Pueden ser eficaces, pero tendría que decir lo mismo. El intelectual es el hombre -o la mujer- que siente interés desinteresado por muchas cosas, especialmente por aquellas que ni le van ni le vienen. Un viejo profesor alemán amigo mío me dijo hace muchos años, y no lo he olvidado: "A mí me gustan las personas que son enteramente de este mundo". La palabra decisiva es el adverbio: enteramente porque todos somos de este mundo.
El intelectual no es enteramente de este mundo; se siente atraído por cosas que no lo llevan a ninguna parte; se apasiona por lo que no lo afecta -por lo que no lo afecta más que apasionándolo que no es floja afección-; tiene curiosidad por lo que es ajeno a su ocupación. Se hace preguntas, aunque sospeche que no va a encontrar respuesta. Sobre todo tiene una viva fruición por ese mundo extraño que se llama las ideas.

Hacer desear
Hemos conocido profesores que no sabían demasiado; que eran desordenados, arbitrarios, incoherentes y hasta un poco chiflados; de algunos de ellos, a pesar de todo, tengo un recuerdo entrañable y no de poca gratitud. No puedo decir que me enseñaron mucho; pero me enseñaron, me mostraron, la disciplina que debían enseñar, y acaso otras.
Me descubrieron lo que es la vida intelectual o algunas de sus ramas: el arte, o la literatura, o la biología, o la cultura clásica o extranjera. Podría decir que de sus cursos se desprendía esta consecuencia: "Así es como no debe enseñar-se eso de que estoy hablando, que estoy poniendo ante vuestros ojos". Entonces se podía seguir: se podía leer los libros en que aquello se había realizado mejor; se iba al museo a ver los cuadros con que aquel profesor nos habla encandilado sin esclarecerlos, se buscaba a otros maestros que cumplieran con rigor las condiciones que aquel tan deficiente, nos habla hecho desear.
Creo que la palabra que acabo de escribir es decisiva.
El profesor tiene que despertar deseos, aunque no pueda satisfacerlos. Deseo de saber, sin duda; más aún, deseo de ver, de mirar, de preguntarse, de que darse perplejo, de moverse en un mundo mágico, que el joven casi siempre desconoce y que el profesor descubre, entreabriendo una puerta, quizá sin atreverse a franquearla él mismo.
Contagiar el pensamiento, pensando ante los estudiantes con ellos, es la función primordial del profesor, la única que justifica su existencia. Si no, ¿para qué? Hay libros y ensayos y artículos y mapas y bancos de ciatos. Todo está mejor y más completo en ellos. Lo que no está es el entusiasmo, el gusto por las cosas, esa fruición de que antes hablaba. En esos materiales no hay respeto, ni veneración, ni ese sacro estremecimiento que suscita la verdad entrevista o reden descubierta.

¿A quien recuerdan los alumnos?
Esto es lo que me parece poco frecuente entre las generaciones de profesores. Sin duda tienen virtudes que escaseaban antes, que no poseen los más viejos. Se mueven con seguridad entre las más complejas y encopetadas bibliografías, manejan estadísticas y aparatos electrónicos, conocen los títulos de los artículos recién publicados en otros países sobre su especialidad. Pero me pregunto si tienen en su casa tantos libros como los viejos y pobres profesores de otro tiempo; si los leen con tanto placer, a deshora, en vez de acostarse; si echan miradas curiosas, deseosas, a cuestiones que no son de su especialidad. En algunos casos, por supuesto; pero me temo que no son los suficientes para que se realice con plenitud esa delicada y problemática función que es la vida universitaria; la cual requiere ser, antes que toda otra cosa, vida.
Mi temor es que el tipo humano del profesor vaya siendo otro, más próximo al técnico, al "ejecutivo", al funcionario. Sin contar con el peligro de que se deslice hacia las funciones de adoctrinamiento o proselitismo. Las causas de estas variaciones son muy diferentes, según los países y las fases de un proceso iniciado hace cosa de medio siglo. Seria interesante preguntarse por ellas, pero lo primero es tener una imagen clara de la realidad cuestionable.
Y quiero añadir que algo de esto se podría generalizar a todo profesor. Yo tuve dos maestros de primeras letras en el colegio -en un modestísimo colegio sin pretensiones-; no sé si sabían mucho; sospecho que no. Pero recuerdo muy bien sus rostros, sus gestos, sus nombres: don Juan Sánchez, don Nemesio Priego. Hace va sesenta años: por algo será.

Hosted by www.Geocities.ws

1