Carlos Monsiváis hace una crónica
sobre una carrera ubicua y consubstancial a la globalización, la de Ciencias de
la Comunicación *
Texto del mensaje ofrecido por el
intelectual mexicano, luego de recibir la Medalla al Mérito Universidad
Veracruzana. Xalapa, Ver., 26 de septiembre de 2003.*
Ya que se ha discutido ampliamente la situación
actual de los medios y la filosofía educativa, me propongo centrarme, en estas
notas, en lo que puede ser una crónica de las escuelas y facultades de
comunicación, que son las primeras que en esta materia se enfrentan al siglo
XXI.
En un principio, cuando todavía se llamaba Periodismo, la carrera atraía más
bien a los leales a la libertad de expresión, así, con esta retórica. Pero, al
poco tiempo, al darse el giro a Ciencias de la Comunicación, con énfasis en
ciencias y en comunicación, se originan dos espacios simultáneos: el de una
genuina revolución cultural que se concretará con la revolución digital, y el
de un vastísimo mercado de empleos y desempleos.
En el primer caso, la carrera divulga vigorosamente un nuevo vocabulario, las
ideas sobre sociedad de masas, las reflexiones sobre la tecnología y cambios de
mentalidad, y la teoría y los lugares comunes en torno al fenómeno de los
medios masivos, o medios a secas. Ciencias de la Comunicación desborda
conceptos que, asimilados o no, van de la ronda de planes de estudio -cambiados
modestamente cada cinco años-, a los artículos y las conversaciones; términos
como hegemonía, autonomía relativa, oposiciones binarias, comunicación no
verbal, estudios de caso, disonancia cognoscitiva (mi predilecto), decodificar,
industria de la conciencia, teoría de la conspiración, industrias culturales,
reproducción cultural, diacronía, sincronía, dialógico, imaginario colectivo,
deontología, discurso -en el sentido totalizador de Foucault-, feedback,
guykeeper, icónico, polísémico, proxémico, subliminal, transaccional,
deconstrucción: el vocabulario de varias disciplinas se unifica y se difunde
por intercesión de la puerta demográfica de Ciencias de la Comunicación.
La carrera descubre una nueva zona de ilusiones y realidades laborales y, de
paso, instala el vocablo que es piedra de toque de la credulidad y la
credibilidad, fuera y dentro de los campos universitarios: comunicar sustituye
a la demasía de verbos, hablar, dialogar, relacionar, expresar, informar, poner
al tanto. Único verbo con aureola, por así decirlo, comunicar es la acción que
invade los hogares, preside las conferencias de los medios y los mítines, da
cuenta de los escenarios aerodinámicos y le confiere autoridad cultural
instantánea a las agencias de publicidad; y lo carismático, vocablo aplicado
desde la adulación, complementa la acción comunicativa.
A principios del siglo XXI asistimos a una implacable toma de poderes, no por
inadvertida o mal registrada. En propulsión abrumadora, en cada país
latinoamericano, los egresados de Ciencias de la Comunicación colman las
oficinas de gobierno; anuncian las bondades del empresariado; se dejan ver en
las agencias de publicidad, los diarios y las revistas; manejan las agencias de
relaciones públicas, los canales de televisión, las estaciones de radio y las
empresas de video profesional y cine; integran el círculo de aspirantes a
videoastas y cineastas; forman parte de los equipos de campaña de todos los
partidos y de los despachos encargados de las encuestas. ¿Quién que es, o quién
que quiere ser en el ámbito de la presencia pública, no ha estudiado
Comunicación o no tiene a tres de sus asesores egresados de esa carrera? Si
éstos no alcanzan aún los más altos niveles del poder, su ubicuidad es
inagotable.
Ciencias de la Comunicación es una profesión de gran futuro, con cientos o
miles de escuelas en América Latina, estallido demográfico del alumnado, planes
de estudios variados y opuestos, invención del tipo humano del comunicólogo,
Adán y Eva y el que los encuestaba. Si los científicos y los técnicos marcan la
realidad del desarrollo, los comunicadores o comunicólogos fijan el ritmo del
trato con la modernidad, definida como lo inmune ante el anacronismo de las
tradiciones y formas de vida, o como la sensación de rapidez vital, o como la
aceptación complacida de lo que apenas se comprende, o como -en la minoría de
los casos- la asimilación de la tecnología.
Con celeridad no muy fácil de entender, las teorías y prácticas de la
comunicación -no me pidan que la defina- resultan las traductoras certificadas
de los cambios. Hay intérpretes de lo que ocurre, las adaptaciones de lo
inevitable, la violencia psíquica o física de las transformaciones, pero en el
paisaje interpretativo, ni sociólogos ni psicólogos, ni por supuesto políticos
o científicos, ni siquiera religiosos o favorecedores del otro esoterismo,
gozan del imán de los comunicadores, cuyo prestigio crece al transmitir o impartir
las vibraciones de lo contemporáneo.
A través del elogio, la sociedad adelanta conclusiones y el que comunica
encabeza visiblemente los procesos. Al comunicador -y ya incluso Don Francisco
o Cristina Saralegui rechazan la profesión circense de animador y se dicen
comunicadores- se le atribuyen dones de armonización social. Aunque nada más
represente una opción profesional, son a los ojos de sus fanáticos la clave del
porvenir, y la carrera resulta una exigencia de la globalización.
Las campañas políticas subrayan el atractivo inmenso que para muchísimos tiene
dicha carrera. A los deseosos de vivir su época con plenitud, es decir, a los
ansiosos por internarse en esas zonas del poder que es la persuasión, la
condición de comunicólogo les ofrece no la técnica de la hipnosis perfecta, ni
mucho menos, sino aquello que se acerca a la respuesta eficaz de la pregunta
¿cómo se transforma un candidato en un gran videoclip?
La comunicación, así, se vuelve no la vía complementaria del poder, sino el
poder paralelo: los proyectos de metamorfosis abundan, el candidato hosco
sonríe hasta la descomposición de sus facciones (hay veces que viendo las
sonrisas de los candidatos en campaña me los imagino como el gato de Alicia en
el País de las Maravillas, cuya sonrisa permanece después de que la figura ya
se fue), el candidato aburrido entra en la montaña rusa para exhibir coraje y
aprender a controlar su miedo, y así sucesivamente.
Se produce una suerte de paradoja: no hay en América Latina ciudad deshabitada,
es decir, carente de locales en donde se enseñe Ciencias de la Comunicación, de
otro modo ya no habrá campañas políticas. Se produce la contradicción al
parecer insoluble: ni la mayoría de los egresados vive desencanto -la carrera
es todo un éxito- y el triunfo de los establecimientos educativos es más
visible que el cúmulo inmenso de frustraciones de sus egresados.
Ya en el horizonte de las clases medias ninguna familia se siente completa sin
un hijo o una hija que estudie Comunicación: algún empleo habrá para ellos, si
la saturación del mercado de trabajo no obstaculiza el auge del nuevo espacio
vocacional. Y alguien profetiza "llegará el día en que en América Latina
los comunicadores integren la mayoría de la población" y, para seguir con
el vaticinio, el que no haya estudiado la carrera no tendrá derecho profesional
a decodificar la realidad o algo así.
Qué posibilidades hay de ganar las elecciones si los comunicadores son nada más
el 80 por ciento del equipo de campaña. En las campañas políticas, en el mundo
entero, lo común es la sustitución de los militantes por los empleados y la
dependencia casi absoluta de la mercadotecnia. A los comunicadores, o
comunicólogos, se les encarga las frases culminantes y la evaluación de su
impacto. Mientras el lenguaje especializado se populariza, se esparcen los
nuevos dogmas: ya no hay pueblo, sólo público, los candidatos son los
productos, lo que antes se llamaba conciencia es hoy el zapping de las
alternativas éticas, el consenso es la forma antigua del rating, sin la mercadotecnia
nadie sabría lo que le conviene, la opinión pública es a las encuestas lo que
el rumor a los diez mandamientos, para qué hablar del bien y el mal pudiendo
concentrarnos en el emisor y el receptor, un político sin diseño de imagen es
un general sin tropas, modificar la imagen de un candidato es evitar el cambio
de canal, sinónimo de simpatía electoral, un político con carisma genuino es
una traición a la profesión.
Qué fue primero, los medios o los comunicadores. La globalización trae consigo
numerosas supersticiones envueltas en la convicción repentina. Los medios son
el espacio privilegiado de la diversidad, los dadores de los lenguajes
nacionales y los cuidadores del lenguaje internacional. Por eso, lo que ocurre
en los medios es para muchísimos la realidad terminal y eso explica el celo
devocional de los políticos por la televisión: lo que no pasa por televisión no
existe, es la nueva creencia que arrincona a la prensa y la hace sentirse en
desventaja.
En el duelo palabras versus imágenes el jurado es el analfabetismo funcional y
eso conduce a encargarle la politización de la sociedad a dos factores: la
realidad y la experiencia personal con la carga de rechazos de la política, de
actitudes militantes, de rencores, sometimientos y, sobre todo, de relación de
cada persona con el empleo y la prensa, que enseña a leer la realidad, porque
todavía suministra los códigos y las estructuras verbales: la conciencia
democrática pasa por el modo en que es leída, más que por la forma en que se le
contempla.
A este respecto, debo confesar un lamentable prejuicio que no sé si sostuve o
sostengo: he creído que Ciencias de la Comunicación no es todavía, formalmente
hablando, una carrera, pues no estructura un conocimiento, no proporciona un
mínimo de saberes de aplicación efectiva. Es -así me parece- tan volátil, por
la índole de su creación; por la rapidez con la que abandonó un primer centro
de intereses, la prensa; por el eje implacable de las fascinaciones, la
televisión, y por el modo todavía incierto en que sostiene su relación con la
Internet, que necesariamente será el eje de la carrera en los próximos años.
En la megalópolis, las tradiciones se renuevan a partir de su negación, cambian
con celeridad los hábitos de lo público y lo privado, el que no le cuenta a un
desconocido las dificultades sexuales con su pareja carece de intimidad, el que
para humillar un poco a sus subordinados no les pregunta cuántos condones traen
en su cartera es un provinciano irredimible, el que después de 100 experiencias
sexuales no se considera virgen pertenece al paisaje anímico de antes, cuando
las paradojas no lo eran todo.
En las megalópolis, los programas televisivos, urdidos y dirigidos por
comunicólogos, son el mayor acto comunitario. El éxito internacional de Big Brother
-tan innegable como la crítica que desprrecia el programa sin dejar de verlo-
tiene que ver con la globalización, la americanización, las pasiones de la
megalópolis y el recuerdo de las tesis de comunicólogos, por ejemplo, la que
demuestra que, en materia de convocatoria de masas, la visita última del Papa
Juan Pablo II a la Ciudad de México fue igualada por el desfile de
Disneylandia.
Eso es lo que no se quiere entender. Sin que nadie lo advierta, nos hemos
convertido en un país de comunicólogos, de expertos distribuidos en mesas
redondas a las que sólo les faltan las cámaras de televisión. Y este vuelco
nacional, este viaje de Latinoamérica (el conjunto de naciones) al simposio de
las posnaciones, todo lo determina: las discusiones enardecidas, los rechazos,
el falso distanciamiento irónico, la ignorancia teatral… ¡Dios mío!, ¿cuánto
daño han hecho las mesas redondas que en las reuniones familiares obligan a
sustituir al padre por el moderador?
Alternativas para la otra vida
Entre los fenómenos que afectan el ámbito de los comunicadores o comunicólogos
se encuentran: el papel de la Internet; el uso crítico y racional -o
irracional- o la sacralización de la red, que modifica el ritmo de la capacidad
informativa y que es para cada uno de los usuarios el sentido, el significado y
la presencia íntima de la globalización; la importancia renovada de lo local,
porque en épocas de lo global, lo local es el único espacio protagónico de las
personas; la sensación de que la cultura definida clásicamente ya no es
obligación personal, por incumplible que sea, sino una de las opciones en el
tiempo libre.
Desaparece la voluntad de hablar como es debido (por novelas se entiende a las
telenovelas) y no existe tal cosa como el remordimiento porque las horas
dedicadas a la televisión obstruyen la lectura (antes las horas dedicadas a la
familia impedían leer). Sin embargo, es importante la función cultural de la
televisión y ahí está en México el ejemplo de los canales 11 y 22.
Los cambios tecnológicos son también cambios de mentalidades: las sociedades se
reorganizan en torno a métodos nuevos de concebir la acción individual y la
colectiva. En unos cuantos años, será preciso asimilar la informática, los
satélites de telecomunicaciones, la televisión digital, la tecnología
multimedia, la realidad virtual y, por encima de todo, la Internet.
A los comunicólogos les toca la interpretación ritual o cotidiana, publicitaria
o crítica de las consecuencias de estos fenómenos y de la sociedad de la
información en su conjunto. Crece la cantidad y la significación de los
comunicólogos que investigan este proceso y deciden el punto de vista de las
sociedades, así como se intensifica el número de los dedicados, con
interpretaciones elementales y reiterativas, a promover la puerilización
cultural.
Según creo, Ciencias de la Comunicación es el gran enigma académico de esta
etapa. Muchas gracias.
*En esta página web desde el 13 de abril de
2004