La cultura y la comunicación-mundo en crisis
RAMÓN ZALLO

Del libro COMUNICACIÓN NA PERIFERIA ATLÁNTICA, Ledo Andión Margarita (Universidade de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela)

Remedando expositivamente la globalización de las relaciones y procesos de cambio en todo el mundo, habría que decir como punto de partida que los problemas de la comunicación y la cultura-mundo no se comprenden sin contextualizarlos en un marco más global. La cultura y la comunicación son ejes transversales, redes nerviosas, flujos inmateriales dotadores de sentidos, que irrigan los sistemas económicos, sociales y políticos como parte de los mismos. Los procesos de cambio en la cultura y la comunicación no se entienden sin referencia a esa función social por lo que conviene antes de nada apuntar los cambios más significativos en la evolución general.

El contexto de cambios en el mundo

Si hubiera que resumir los principales, éstos serían:

A poco que se reflexione sobre ello se concluirá que además de una crisis regulatoria del sistema, también se trata a escala más amplia de una crisis civilizatoria. Están en entredicho, por un lado, los mecanismos centrales de reproducción y gestión social. Por otro, se asiste a un entropismo económico (se continúan devastando recursos naturales finitos, no se utilizan los recursos humanos que el paro deshecha) y a una parálisis política (los modelos políticos no evolucionan).

Y todo ello ocurre en una época en la que dada la magnitud de los cambios de nada sirve volver al pasado en busca de soluciones aunque sí de criterios. En la economía, los principios de flexibilidad, polivalencia, integración, tecnología de procesos productivos, uso intensivo de capital, fórmulas de cooperación/competencia…elevan a términos inimaginables los niveles de productividad. En política ya es evidente el desfase del Estado representativo, de pura delegación, con las posibilidades tecnológicas no sólo de conocer cotidianamente a la opinión pública sino de elevar cualitativamente su participación política directa en la toma de decisiones. En el plano de los saberes, el inmenso conocimiento acumulado y su comunicabilidad, incluso on line, está en plena contradicción con la limitada capacidad de las estructuras económicas, políticas y sociales por ponerlas a trabajar en la resolución de problemas que acucia a sociedades y personas.

Al contrario de quienes están fascinados por la tecnología, de la que esperarían las soluciones a los problemas, el conocimiento, la tecnología como tal, nunca ha sido una variable autónoma y estructurante de las sociedades. Los poderes filtran las tecnologías a implementar sus usos. Sólo a grandes escalas históricas se advierte su papel modelador y no siempre en el sentido del progreso y de marcha ascendente de la Historia, como las guerras, la amenaza nuclear o la depredación de la naturaleza se han encargado de aclarar.

La implosión del socialismo realmente existente en beneficio del capitalismo realmente existente fue un acontecimiento geopolítico de primera magnitud que ha redistribuido el mapa mundial de influencias y, sobre todo, ha desarmado la coherencia de las utopías racionalistas de izquierda.

Es más, una parte del pensamiento progresista pagará durante mucho tiempo el precio de su acriticismo con el modelo soviético no sólo en términos de credibilidad social como, sobre todo, en términos de reconstrucción de paradigmas que compatibilicen libertades con la búsqueda de condiciones sociales y políticas hacia la igualación social, la democracia activa con la democracia representativa, los nuevos papeles reguladores y redistribuidores del Estado con la economía de mercado, la defensa del individuo con la atención a los nuevos sujetos colectivos mientras se desdibujan los viejos sujetos históricos. Otra parte del pensamiento progresista, el socialdemócrata, también paga el descrédito actual de socialismo como proyecto pero sobre todo su gestión política concreta tanto de los Estados de Bienestar de la posguerra como de su desmantelamiento actual, hasta el punto de que su discurso sólo brinda una gestión de retirada menos traumática que la que propugnan conservadores y liberales.

Pero la crisis de los paradigmas filosóficos y del lugar de la ciencia sobrepasan las fronteras del pensamiento de la izquierda para afectar a todos los sistemas de pensamiento. Están en cuestión todos los modelos de interpretación del mundo, los paradigmas centrales que teniendo sus raíces en la Ilustración habían consagrado la razón científica técnica y el racionalismo como fundamentos explicativos del quehacer de las naciones, de la superioridad práctica de la civilización occidental y su exportación a todos los confines de la tierra. Ya no ocurre así aunque el mercado se expanda.

Es como si la implosión del Este y su hiperracionalismo brutal –la conversión de la utopía en drama- hubiera dejado al Oeste sin su alter ego, sin su enemigo eterno que diluía las propias miserias, ahora evidentes. Curiosamente, el mundo bipolar era funcional. Ahora, el mundo occidental, sólo consigo mismo, advierte horrorizado su propia crisis de pensamiento, de proyecto, de modelo, de espejo en el que debían mirarse los países que aspiran al progreso.

Se asiste pues a un generalizado desorden mundial y, también a un cierre de fronteras para la libre circulación de las personas. Mas que de sociedad global habría que hablar de sociedad dual. Emergen nuevos y más altos muros en contradicción con la idea Totem de la que cuelgan todas las demás, en contradicción por tanto con el núcleo central del viejo, convertido en nuevo, credo occidental: la libre circulación mundial de mercancías, capitales y recurso. El recurso, más abundante, el recurso humano no puede circular libremente. Se trata de un reconocimiento implícito, en la hora del triunfo del pensamiento económico mercantilista, de que antes que nada la economía es gestión social aunque se ejerza en buena medida contra el propio bienestar social.

En el desorden emergen otras tradiciones filosóficas y religiosas –el islamismo o el budismo- confrontándose al modelo civilizatorio de raíz juedocristiana. Por otra parte, las identidades culturales de las comunidades primordiales y diferenciadas –donde se tejen los nudos de la sociabilidad que ni el pensamiento homogeneizador del modelo civilizatorio occidental, ni los medios de comunicación ni los sistemas de enseñanza standard han logrado extirpar- emergen vivas, reclamando incluso la alteración del viejo mapa político de los Estados-nación. Las naciones sin Estado y más en profundidad las identidades culturales se convierten en protagonistas en la nueva época, poniendo a prueba el carácter democrático de los viejos Estados-nación.

A contracorriente del pensamiento racionalista, conservador o progresista, lo real, el presente y el futuro, se ha convertido en no ideable ni gestionable. La economía de mercado se configuraría como única realidad y, tautológicamente, como ideología única. La economía, trasmutada en Pensamiento Único como dice Ramonet, convierte la política en mero apéndice funcional y la comunicación en mera herramienta. Tras la derrota del racionalismo y la gran renuncia a comprender y gestionar lo real como una unidad, el pensamiento posmoderno es el recurso gratificante a una miríada de pensamientos fragmentados compatibles con ese nuevo gran hermano invisible e incuestionable que será el mercado.

Sin embargo el Pensamiento Único también se resquebraja ante la evidencia de los resultados entrópicos del Nuevo Orden/Desorden y su incapacidad para explicar los nuevos cursos de la Historia y orientarlos.

En este contexto ha emergido un nuevo espacio de conflicto, el conflicto cultural. El riesgo de dilución y clonización de las culturas, la emergencia de nuevos espacios supranacionales que desdibujan los viejos Estado-nación, la falta de correspondencia entre las naciones políticas y naciones culturales y el interés de las comunidades en gestionar los espacios cercanos, han reabierto el conflicto sobre los parámetros fundacionales de la sociabilidad y de la relación entre territorios y poderes en buena parte del mundo.

Los conflictos culturales no son conflictos blandos. Pueden ser brutales o pacíficos; expansivos, conservadores o defensivos; reaccionarios, ambivalentes o progresistas y, al final, se expresan siempre en conflictos políticos (el ámbito de la gestión colectiva) y económicos y, en algunos casos en conflictos armados o bélicos. No hay así una naturaleza única de las identidades culturales que se manifiestan como nacionalismos culturales. Sólo el contenido de sus discursos y prácticas los definen. A su explicación como nuevos fenómenos sociales no aporta nada el discurso al uso de que carecen de sentido en la época de la globalización y de la supraestatalidad. Al contrario, ambos fenómenos están en la base de su emergencia.

La cultura ya no es un dato dado, preestablecido, neutro o una cierta etérea fuerza espiritual dependiente. Es una variable activa central en la configuración de las sociedades y del mundo.
Emerge hoy como un motor de múltiples comportamientos, decisiones y conflictos.
De qué cultura estamos hablando. Hay que repensar la idea de cultura.

Repensar la noción de cultura

El concepto de cultura que aquí se utiliza es similar al que propone Mattelart: la cultura como "memoria colectiva que hace posible la comunicación entre los miembros de una colectividad históricamente ubicada" y que "crea entre ellos una comunidad de sentido (función expresiva), les permite adaptarse a un entorno natural (función económica) y por último, les da la capacidad de argumentar racionalmente los valores implícitos en la forma prevaleciente de las relaciones sociales (función retórica de legitimación/deslegitimación)".

Dicho de otro modo, y más allá de las viejas confrontaciones entre las visiones espiritualistas y materialistas de la cultura, las culturas dotan de sentido y permiten la sociabilidad de las comunidades porque sintetizan tres realidades. En primer lugar, son expresiones espirituales y materiales enraizadas en la memoria colectiva de los pueblos, que buscan perpetuarse como proyecto y que aportan sentido a la convivencia en medio de la crisis civilizatoria. En segundo lugar, fundamentan las relaciones sociales en el interior del sujeto comunitario –ese sujeto histórico que sólo ha sido reconocido por las distintas tradiciones nacionalistas- al mismo tiempo que es su resultado vivo. Y por último, se expresan en producciones culturales que renuevan constantemente esa memoria común que se hibrida en la relación con otras culturas.

La comunicación y cultura son dos ámbitos inseparables, puesto que la cultura se constituye a base de comunicaciones repetidas. La comunicación y la cultura mantienen una relación o establecen sus diferencias en torno al tiempo. Si bien la comunicación es lo fugaz y efímero, y la cultura es lo posado y estable, lo cierto es que la proliferación de comunicaciones cristaliza en forma de cultura predominante.

En la tradición occidental, la cultura entendida como conocimiento y sensibilidad perceptiva aparece como un valor positivo a preservar de las contaminaciones inherentes a lo político y económico. La cultura aparece también como un espacio privado, de ejercicio de la libertad individual y alejado del disciplinado tiempo productivo. Y, sin embargo, la cultura está convirtiéndose en un ámbito definido crecientemente desde la formación de capital y un mercado por el que inevitablemente pasan la mayor parte de los agentes culturales. El dualismo de la confrontación entre economía y cultura da lugar a una visión esquizofrénica de la realidad cultural.

La acción pública ha adoptado, tradicionalmente, un carácter eminentemente defensivo y compensatorio (promoción de la lectura, subvenciones a producciones de calidad, sostenimiento de los espectáculos artísticos no rentables…), definiendo unos modelos de actuación que, en la actualidad, se demuestran crecientemente incapaces para mantener un espacio público cultural satisfactorio y ordenar el espacio privado. En este sentido, el Estado va restringiendo su ámbito de actuación a lo artístico, mientras que deja lo comunicativo a la industria cultural.

La progresiva integración entre economía y cultura exige la reformulación de muchas de las formas de pensar la comunicación y la cultura y la búsqueda de nuevos instrumentos de actuación. No disponer hoy de una política (económica) cultural lleva a que, de hecho, se imponga una opción económica liberal que puede ahogar la creatividad y desarrollo cultural de una comunidad.

La noción de cultura habitual en el pensamiento conservador y progresista responde a la misma tradición ilustrada aunque en contenidos, formas y actitudes choquen frecuentemente en torno a nociones como libertad creativa, enraizamiento social de la cultura o la amplitud misma de la noción, ceñida a lo artístico y patrimonial en el pensamiento conservador y ampliada a lo popular en la tradición progresista.

Sin embargo ambas tradiciones tienen muchas cosas en común que ya no funcionan explicativamente.

En primer lugar la idea de que la cultura es una superestructura derivada de las estructuras básicas, económicas, sociales y políticas. Esta idea ya no vale desde el momento en que la cultura se ha convertido en una poderosa infraestructura material configurada como sector industrial en rápido crecimiento; desde el momento en que la diferencialidad cultural tiende a convertirse en fundamento comunitario; y desde el momento en que el nivel cultural per se ya estratifica, más allá de las clases sociales, a las sociedades hipercomunicadas. Ese anexo secundario y meramente embellecedor dedicado a cultura que los programas electorales de todos los partidos suelen contener indica un grave error de planteamiento.

En segundo lugar, se considera que las cuestiones culturales son un ámbito menor del conflicto social, cuando lo cierto es que se expresan en él cada vez más conflictos sociales, convirtiéndose en un espacio político y económico central. Los problemas de interculturalismo en las sociedades más híbridas, los problemas de pluralismo comunicativo y democratización de unos medios que cada vez gestionan más la opinión pública, la configuración de redes de comunicaciones cuyos impactos culturales, además de económicos y políticos, a nadie se le escapan, la autoproducción cultural nacional, regional o local como autodefensa frente a hegemonismos culturales y como base para el diálogo cultural con las otras culturas…son algunos de los aspectos.

Pero mirando en profundidad los conflictos centrales en las sociedades actuales se advierte que, a falta de los referentes sólidos y paradigmáticos que antes aportaban las ideologías seguras, en una época de cambio y crisis de valores, son los valores culturales y morales los que están en el corazón de los disensos y de las decisiones más importantes. El disenso social sobre la construcción europea, las relaciones con el Tercer Mundo, el aborto, el militarismo, el ecologismo, el nacionalismo, la articulación de las redes, la enseñanza privada, el terrorismo, el modelo impositivo, las privatizaciones, el paro, el reparto del trabajo, la corrupción, las contramanifestaciones de la izquierda abertzale, el nuevo urbanismo, las penas a los delincuentes, la droga….todos estos temas remiten a valores culturales y morales nuevos que aunque con anclajes en la tradición de los distintos pensamientos, se van reformulando en medio de una polarización social tremenda y fluida según los temas y desde cuya respuesta se van reconstruyendo las ideologías centrales. En cierto sentido puede decirse que, hoy, un programa político es fundamentalmente un programa ético y cultural al que hay que vertebrar estratégicamente.

En tercer lugar, y coherentemente con esa visión tradicional de la cultura como derivación y mera consecuencia, siempre se ha supuesto que son las estructuras las que cambian a las personas. En la mentalidad de izquierda el gran cambio estructural generaría las condiciones para el Hombre y Mujer nuevos. En la mentalidad conservadora una gestión social prudente facilitaría la resignación humana con el lugar que la sociedad habría dispuesto para cada uno y la promoción para los destacados. La evidencia indica que no habrá grandes cambios sin personas nuevas que se han de gestar en nuestras propias sociedades desiguales al tiempo que no renuncian a su cuota de felicidad en el presente real.

En cuarto lugar, el pensamiento ilustrado ha reducido el concepto de cultura al de arte y, en la versión más abierta ampliándolo hasta la cultura popular. Se ha dejado así en un segundo plano la creatividad personal, la comunicación, la información, la producción propia, la inseminación intangible que el nivel cultural supone para todo el sistema social y económico, la importancia de que toda decisión en cualquier plano contenga una evaluación cultural, la compaginación entre la poderosa herramienta socializadora que es la enseñanza con esa otra herramienta socializadora que son los medios de comunicación y ante los que estamos expuestos 7 horas diarias y que debemos saber recibir crítica y selectivamente...

Por último, los sujetos colectivos históricos se han definido exclusivamente en torno a las clases sociales en la versión de izquierda y en torno a la sociedad del Estado-nación en el pensamiento conservador. Se dejaba fuera de la historia a múltiples sujetos que han emergido por sus fueros y con una cultura diferenciada que no se origina en una ideología matriz. El sujeto comunidad cultural (que reivindica su diferencialidad con contenidos diversos), la mujer, los movimientos sociales sectoriales, las agrupaciones voluntarias… no se conforman con una posición de subordinación ni de pura absorción por las ideologías y formas políticas tradicionales. Apuntan además al papel central que tienen la cultura y los valores en la reconstrucción de nuestras sociedades.

 

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