2002: LA TRAMPA DE LA COCA

Roberto Laserna

Si el Chapare estuviera en Virginia, Evo Morales se llamaría Jesse Helms y sería muy influyente en el Congreso de los Estados Unidos, los cocaleros producirían coca y hasta recibirían subvención para hacerlo. Y los tabacaleros, productores de una droga adictiva tan peligrosa que causa 650 muertes por cada cien mil usuarios (en comparación con la cocaína que causa 20 por cien mil), estarían confinados a Mairana y se verían obligados a erradicar sus plantaciones.

Pero las cosas no son así. Mientras los productores de unas drogas gozan de los beneficios de la legalidad, desarrollan influencias y acumulan riquezas, los de otras son condenados a la ilegalidad, son perseguidos y deben justificarse en la sobrevivencia y en la pobreza. No hay nada de ciencia ni de moral detrás de estas diferencias, que resultan sólo de desigualdades de poder. Aunque sus promotores se esfuerzan por esconderlo, si hay algo que es política pura es la lucha antidrogas.

Bolivia es, en su conjunto, una víctima de esa política. Era una víctima pasiva, cuando el gobierno se situaba entre la presión externa y la resistencia interna y negociaba metas de erradicación y desarrollo alternativo con unos y otros. Ahora es una víctima activa, pues el gobierno ha optado por no negociar con ninguno, olvidarse que éste es un asunto eminentemente político y tomarse en serio el discurso moral. No diferencia entre coca y cocaína, y por tanto tampoco entre cocaleros y narcotraficantes, no compara a la cocaína con otras drogas, no calcula los costos sociales y económicos de "sus" políticas y tampoco cuestiona los fundamentos morales, culturales o científicos de un prohibicionismo selectivo y parcializado.

Las consecuencias fueron nítidas en el año que pasó y posiblemente se repetirán en el 2002: creciente desesperación en sectores campesinos, radicalismo en sus dirigentes, conflictos sociales cada vez menos manejables, violencia e inseguridad.

El Plan Dignidad nació del Diálogo Nacional de 1997, pero se ha concentrado en su primera conclusión, la que planteaba salir del circuito coca-cocaína en cinco años, dejando en segundo plano las otras muchas conclusiones. El desarrollo alternativo ha seguido siendo la cenicienta del Plan y sus logros, que indudablemente los tiene, no alcanzan a balancear los impactos de la erradicación de cultivos de coca.

En el diálogo realizado en noviembre en Cochabamba el gobierno hizo una propuesta que los campesinos consideraron muy atractiva. Pero no la formalizó ni dio tiempo para que sea considerada con seriedad, ganando con ella, sin embargo, una importante batalla publicitaria.

En visita reservada a los cuarteles el Presidente Quiroga ha reiterado su compromiso de continuar esa misma política. Sabe que el costo será elevado pero confía en que el resultado valdrá la pena.

¿En qué basa su confianza el Presidente?

A nivel mundial, los últimos 20 años de lucha antidrogas, focalizada en la cocaína, han estado marcados por enormes aumentos de presupuesto y el fortalecimiento de los organismos de interdicción, además del crecimiento extraordinario de la población encarcelada. Pero la droga hoy se vende con mayor pureza y a precios más bajos que antes. El costo global ha sido muy elevado para tan magros resultados. Sin los aportes de la educación, que recibe recursos marginales, el fracaso hubiera sido aún mayor.

En ese contexto y a pesar de su enorme costo relativo, la contribución de Bolivia fue prácticamente nula. La reducción de cultivos ha sido más que compensada por la producción colombiana y, en vez de disminuir, los problemas de la gente en nuestro país, en Colombia e incluso en Estados Unidos han seguido aumentando, por las drogas y por la guerra contra las drogas.

Si la erradicación en Bolivia continúa como hasta ahora, cuando el Presidente concluya su mandato la destacará entre sus éxitos y enumerará los soldados y campesinos muertos como signo del sacrificio que hizo Bolivia por el bienestar mundial.

Pero ¿qué hará el próximo gobierno? ¿Podrá seguir erradicando indefinidamente, sin saber cuánta coca queda en el Chapare? ¿Podrá dar seguridad jurídica en esa zona, resguardando los derechos humanos y respaldando a los inversionistas? ¿Podrá evitar que la desgastada dirigencia sindical sea sustituida por una generación más radical y proclive al enfrentamiento? ¿Podrá volver a tratar la cuestión de la coca en los términos políticos que le dieron origen? ¿O quedará, por el contrario, atrapado en la camisa de fuerza que con tanto entusiasmo ha tejido este gobierno durante los últimos años?

No podemos saberlo, pero quienes aspiran a ser gobierno, tanto como los que planean seguir viviendo en este país el año 2002, deberíamos preocuparnos por responder a estas preguntas.

 

Publicado en Los Tiempos, Cochabamba, 2 de enero de 2002, y La Razón, La Paz, 9 de enero de 2002

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