VIVA FUJIMORI!

Roberto LASERNA

El título de este artículo expresa un sentimiento bastante difundido en la población boliviana hasta hace muy poco tiempo. La imagen de Alberto Fujimori concitaba una enorme simpatía y no eran pocos los que, desde la izquierda y la derecha, deseaban la emergencia de un caudillo similar en Bolivia e incluso trabajaban activamente con ese fin. La estrepitosa caída de Fujimori, producida por la revelación de apenas una parte muy reducida de las irregularidades que caracterizaron su prolongada gestión gubernamental, debiera motivar nuestra reflexión y ayudarnos a aprender también de los errores ajenos.

LA SEGUNDA VUELTA

Alberto Fujimori fue elegido Presidente del Perú al derrotar, en segunda vuelta electoral, al escritor Mario Vargas Llosa, entonces candidato de una coalición de centro derecha. A diferencia de Vargas Llosa, que planteaba de manera franca la apertura liberal de la economía y reformas políticas para fortalecer el sistema institucional, Fujimori carecía de programa y de partido y fue eso mismo lo que le permitió atraer el respaldo de los partidos populistas, de la izquierda y de los movimientos populares.

Fue el voto contra Vargas Llosa el que llevó a Fujimori a la Presidencia, demostrando que la segunda vuelta electoral podía resolver fácilmente una disputa presidencial, pero no resolvía los problemas políticos. Al contrario, los agravaba al eliminar las posibilidades de la concertación y al otorgar al Presidente un poder que no tenía correspondencia con la verdadera relación de fuerzas en la sociedad .

Fue también por eso que Fujimori se alió rápidamente con las Fuerzas Armadas, dio la espalda a los partidos que lo apoyaron y se refugió en el respaldo de los organismos internacionales y de algunos gobiernos con los que estableció una relación de privilegio. Y terminó aplicando con brutalidad el programa de Vargas Llosa.

En ese contexto, no tardaron en desaparecer los pocos vestigios institucionales de democracia en el Perú. Disolvió el Congreso, convocó a una Asamblea Constituyente, e impuso a sus incondicionales en la Junta Electoral, el Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y, claro, en las Fuerzas Armadas.

La lucha contra el terrorismo dio excusas a su conducta autoritaria e incluso, con sus victorias, la hizo tolerable para la población, especialmente en las clases medias.

Fueron víctimas del autoritarismo no solamente los terroristas sino también los empresarios que se negaban a someterse a sus decisiones, los dirigentes políticos que pretendían hacerle oposición, los intelectuales, los líderes de organizaciones sociales que resistieron la cooptación y la prebenda clientelar.

Del autoritarismo a la corrupción hay menos que un paso y Fujimori, al parecer, lo franqueó rápidamente, como en su momento lo denunció su propia esposa, Susana Higuchi.

Valga pues la dramática experiencia peruana para desalentar a quienes se ilusionan con la segunda vuelta electoral, pues ella fuerza artificialmente el surgimiento de mayorías que en la realidad no existen, y crea las condiciones para la inestabilidad --como ya se vio en el Ecuador-- o el autoritarismo y la corrupción --como nos lo mostró Fujimori en el Perú. Ojalá evitemos los riesgos de producir otro Fujimori, porque la inestabilidad no la pagan los caudillos sino la sociedad en su conjunto.

LOS PARTIDOS

La segunda lección que podemos aprender de la experiencia peruana tiene que ver con los partidos políticos. Alberto Fujimori aprovechó la desconfianza hacia los partidos (ya agudizada por el desgobierno del partido APRA liderizado por Alan García) y basó su campaña en el descrédito de los políticos y de los partidos. El se presentaba con la etiqueta de Cambio 90, trepado en un tractor, como un ciudadano sin partido, tecnócrata, trabajador y honesto. Y acusó a los partidos tradicionales de ser los causantes de todos los males del Perú, atacándolos cada vez que podía, con razón y sin razón, hasta lograr prácticamente barrerlos del escenario público.

En lugar de partidos, emergieron agrupaciones de ciudadanos que imitaban su discurso y sus modales, denominándose de las maneras más inocuas y antipolíticas posibles: Somos Perú, Vamos Vecino, Perú 2000. Y todas compartían la misma característica de inorganicidad, personalismo, ausencia de militancia y, obviamente, rechazo a toda ideología. Como era predecible, en esas formas de acción política se escondieron fácilmente el oportunismo y el individualismo. Y así como tras Fujimori se agruparon individuos apenas cohesionados por la ambición, los nuevos "partidos anti-partidistas" surgieron también en torno a nuevos líderes personales que arrastraban tras de sí a otros individuos sin compromiso ni visión común.

Al eliminar a los partidos y desinstitucionalizar el Perú, Fujimori también ayudó a eliminar la política como espacio de búsqueda y construcción del bien común. Y reinó en ese vacío, lejos de controles y dependiente del apoyo que pudiera obtener en base al intercambio de favores.

Los partidos, podemos verlo ahora con la experiencia del Perú, son fundamentales para la democracia. En ellos pueden tamizarse las demandas sectoriales y encontrarse y articularse los distintos intereses sociales. Pueden ser el primer paso en la creación de lo público. Y en la lucha política son capaces de crear mecanismos de cohesión de la militancia que van más allá del interés personal, y establecer sistemas de control que ponen límites a la arbitrariedad y discrecionalidad de los jefes. Incluso en los partidos más caudillistas hay siempre militantes de prestigio, estructuras y grupos internos que le recuerdan compromisos y visiones de largo plazo. Y una vez que logran acceder a niveles de decisión, los miembros de un partido saben que cuentan con una organización y con personas que pueden orientarlos y darles ideas.

Que los partidos en la realidad no actúen de esta manera o lo hagan en una magnitud insuficiente e inapropiada no debería justificar su rechazo sino, al contrario, debería motivarnos a exigirles el cumplimiento de esos roles, a demandar su institucionalización y a reclamar de ellos una visión política que vaya más allá de las personas, de los sectores, de los grupos de interés.

Como los peruanos han debido aprenderlo con Fujimori, el antipartidismo es un remedio más dañino que la propia enfermedad, porque de hecho solamente esconde los síntomas y evita su tratamiento adecuado.

LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE

Para terminar, obtengamos una lección de yapa. La de la Constituyente. En menos de 20 años los peruanos se embarcaron con gran entusiasmo en dos Asambleas Constituyentes. En ambos casos, el argumento fue similar al de sus propugnadores en Bolivia: la necesidad de cambiarlo todo, desde la raíz, para establecer un nuevo andamiaje jurídico, institucional y político que saque al país de la crisis. Dos Constituyentes, muy participativas ambas, la segunda sin partidos y con muchas ilusiones. ¿Qué han logrado en el Perú? ¿Lograrán algo mejor en Bolivia?

Nuestros vecinos nos dan la oportunidad de aprender tres lecciones. Depende de nosotros evitar sus errores.

(Publicado en Los Tiempos, Cochabamba, 22 de noviembre del 2000)

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