La recesión amenaza a la equidad

 

Roberto Laserna

 

La crisis económica es una de las mayores amenazas a la equidad social. No se puede pensar en mejorar los ingresos y la calidad del empleo, en ampliar la cobertura de la seguridad social y en mejorar la infraestructura educativa y los sueldos de maestros y médicos si no se supera la crisis recesiva que estamos viviendo.

Esta es una premisa clave. La otra, es que el país que tenemos en el año 2002 es muy diferente al de 1985, por mencionar una fecha muy recordada en estos días. Los instrumentos de que dispone el Estado para intervenir en los procesos económicos ya no son los mismos. Las decisiones de inversión son tomadas por muchos agentes, públicos y privados, y la intensidad de los flujos de información y recursos financieros hace que tales decisiones sean más sensibles a las señales políticas de éste y de los gobiernos vecinos.

La política económica presentada por el Presidente durante las últimas semanas reconoce esta nueva realidad y por ello tiene la característica de ser al mismo tiempo muy cautelosa pero también innovadora. Lo que está en sus manos decidir forma parte de su programa de obras públicas para estimular la demanda y crear empleos. Para el resto plantea un conjunto de normas que  buscan inducir, estimular, apoyar y orientar a los agentes privados.  

El sistema financiero está en manos privadas y su labor de intermediación está regida por normas rigurosas que buscan proteger al ahorrista y al depositante más que apoyar al inversionista. Quienes toman las decisiones sobre su utilización son los banqueros, administradores de recursos que son, en definitiva, ajenos.

Las experiencias traumáticas que representaron para el país las quiebras bancarias, y el manejo doloso de recursos en algunos bancos, obligaron a la Superintendencia a imponer tanta cautela que terminó convertiendo a la banca en un factor de recesión. En efecto, uno de los indicadores más preocupantes de la crisis se encuentra en la contracción de la cartera bancaria. La cartera vigente llegó a ser de más de 4 mil millones de dólares en 1998 pero ha terminado reducida a una cifra que apenas llega a la mitad de aquella. Esto es muy preocupante porque indica que se ha producido un proceso de descapitalización del sector privado, es decir de reducción del capital disponible para la actividad productiva, por un monto cercano a los 2 mil millones de dólares en los últimos tres años y medio.

Una de las causas que llevó al sistema financiero a este comportamiento recesivo se encontraba en las normas de calificación de cartera, que colocaban en situación de riesgo más alto a las deudas reprogramadas, obligando a los bancos a inmovilizar más recursos previsionales lo cual, en el fondo, penalizaba la reprogramación sin tomar en cuenta el impacto que podría tener la misma en la solvencia o capacidad de pago del deudor. En el afán de proteger los ahorros, las normas ahogaban al inversionista con lo que, al final, todos resultaban dañados pues menos inversiones implican menos empleos y menos demanda.

Además, la liquidez del sistema financiero se mantiene coniderablemente elevada, demostrando que no puede colocar créditos mientras sus clientes van entrando en mora poco a poco. Lo que esto quiere decir es que la banca dispone de recursos que, si son invertidos adecuadamente, podrían dinamizar a corto plazo la economía e impulsar el crecimiento.

Y ese es el desafío central, ¿cómo hacer que se inviertan de modo que generen rentabilidad sin un riesgo excesivo?

Lo que el Estado puede y debe hacer es crear un ambiente favorable para que esos recursos respalden el esfuerzo productivo, controlando los riesgos que estén a su alcance, e induciendo decisiones que, sin embargo, serán tomadas por los agentes económicos.

Entre sus propuestas el gobierno ha aprobado un Decreto Supremo mediante el cual enfrenta este problema estimulando una reprogramación de las deudas que otorgaría cuando menos dos años de gracia en pago de capital y prolongaría en por lo menos tres años el plazo de las deudas, sin que ello obligue a cambiar la calificación de riesgo. La banca puede negarse a la solicitud del cliente para reprogramar su crédito, pero en ese caso tendrá que inmovilizar recursos en previsiones y perderá dinero.

Las primeras reacciones de Asoban indican que optarán por la zanahoria y no por el palo, lo que muestra que es una medida que conviene a todos pues permite a la banca mantener y expandir su cartera mientras los inversionistas logran un respiro y se recapitalizan. La reactivación tiene, con este Decreto, más oportunidades y de lograrse se reducen los riesgos para los depositantes.

Con ligeras variantes, como la del plazo mínimo y la obligatoriedad, el Decreto recoge una idea que propusimos en julio del 2001 junto a Roberto Requena y Javier Cortés (ver texto), que fue acogida en septiembre de ese año por el actual Ministro Guillermo Justiniano cuando asistió a una Asamblea de la CAO y que fue ignorada por el gabinete económico del Presidente Quiroga. Es una idea sencilla pero que lamentablemente demoró 15 meses en ser formulada como política pública. En ese periodo siguieron saliendo del sistema económico cerca de 2 millones de dólares cada día, perdiéndose por ese  hecho cerca de 400 empleos estables diariamente. No hay duda de que detener la recesión es un paso decisivo de justicia social.

El tema ha pasado ahora a manos del sector privado, especialmente de quienes manejan el sistema financiero. Si aprovechan la oportunidad en el plazo breve que les ha dado el gobierno, no solamente obtendrán utilidades sino que contribuirán de manera decisiva a la reactivación, respaldando las inversiones y la generación de empleos que tanto se exige. 

Por supuesto hay otras iniciativas y quizás no sea ésta la más importante. La asignación de fondos a diversos programas y los proyectos de ley que buscan proteger al sistema productivo en casos de quiebra son medidas de enorme relevancia. Ellas ponen en claro que el gobierno comprende cuál es su lugar y qué rol puede jugar en una economía que es mucho más abierta y en un sistema político que es mucho más democrático que el que teníamos en los años 70 u 80.  Vivimos una situación en la que el desarrollo no depende solamente de lo que haga el gobierno, sino de cómo respondamos todos a los desafíos de nuestras propias expectativas.

 

 

Publicado en Los Tiempos, 13 de noviembre de 2002

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