Habitualmente,
cuando me siento frente al público que se reúne para escuchar las
cosas que intento mostrar, elijo algún cuento que ilustre esa situación.Este,
que recuerdo hoy, es un cuento sufí. Los sufis se constituyeron
en una corriente mística - que nosotros conocemos más como la
filosofía de los derviches - que utilizaba la parábola y el cuento
para transmitir sabiduría, como casi todos los pueblos místicos de
la historia.
El protagonista de las historias sufis es siempre el mismo, se llama
Nasrudím y es un personaje muy particular. A veces es un viejo
decrépito, a veces es un joven; otras, un sabio; otras, un torpe, un
tonto. También aparece como un hombre adinerado, o como un
mendigo. Y siempre se llama Nasrudím. Que esos
personajes tan distintos tengan el mismo nombre quizá sirva para
mostrar que nosotros somos, también, cada uno de esos personajes. O,
tal vez, que tenemos la capacidad de ser de diferentes maneras: a
veces sabios, a veces tontos, a veces jóvenes, a veces decrépitos.
Específicamente en esta historia, Nasrudím es un hombre que, por
alguna razón que no se sabe, ha cosechado fama de ser lo que entre
los sufis se denomina "un iluminado", esto es, alguien que
ha logrado un cierto conocimiento sobre cuestiones importantes y
trascendentes para otros. La fama que tiene Nasrudím es absolutamente
falsa. Porque él sabe que, en realidad, no sabe nada; que todo
lo que los demás suponen que él sabe es solo una creencia. Está
convencido de que lo único que él ha hecho es viajar y escuchar:
pero que, con certeza, no tiene grandes cosas para decir. Y sin
embargo, cada vez que llega a una ciudad o a un pueblo, la gente se reúne
para escuchar su palabra creyendo que tiene cosas importantes para
decir.
El cuento empieza cuando Nasrudím llega a un pequeño pueblo en algún
lugar de Medio Oriente. Era la primera vez que estaba en ese
pueblo y una multitud se había reunido en un auditorio para
escucharlo. Nasrudím, que en verdad no sabía qué decir,
porque él sabía que nada sabía, se propuso improvisar algo.
Entró muy seguro y se paró frente a la gente. Abrió las manos y
dijo:
- Supongo que si ustedes están aquí, ya sabrán qué es lo que yo
tengo para decirles.
La gente dijo:
- No... -¿Qué es lo que tienes para decirnos? No lo sabemos.
¡Háblanos!
Nasrudím contestó:
Si ustedes vinieron hasta aquí sin saber qué es lo que YO vengo a
decirles, entonces no están preparados para escucharlo.
Dijo esto, se levantó y se fue.
La gente se quedó sorprendida. Todos habían venido esa mañana
para escucharlo y el hombre se iba simplemente diciéndoles eso.
Habría sido un fracaso total si no fuera porque uno de los presentes
-nunca falta uno- mientras Nasrudím se alejaba, dijo en voz alta:
- ¡Qué inteligente!
Y como siempre sucede, cuando uno no entiende nada y otro dice "¡qué
inteligente!", para no sentirse un idiota uno repite: "¡Sí,
claro, qué inteligente!". Y entonces, todos empezaron a
repetir:
- ¡Qué inteligente!
- ¡Qué inteligente!
Hasta que uno añadió:
- Sí, qué inteligente, pero... qué breve.
Y otro agregó:
Tiene la, brevedad y la síntesis de los sabios. Porque tiene
razón. ¿Cómo nosotros vamos a venir acá sin siquiera saber qué
venimos a escuchar? Qué estúpidos que hemos sido. Hemos
perdido una oportunidad maravillosa. Qué iluminación, qué
sabiduría. Vamos a pedirle a este hombre que dé una segunda
conferencia.
Entonces fueron a ver a Nasrudím. La gente había quedado tan
asombrada con lo que había pasado en la primera reunión, que algunos
habían empezado a decir que el conocimiento de él era demasiado para
reunirlo en una sola conferencia.
Nasrudím dijo:
- No, es justo al revés, están equivocados. Mi conocimiento
apenas alcanza para una conferencia. Jamás podría dar dos.
La gente dijo:
- ¡Qué humilde!
Y cuanto más Nasrudím insistía en que no tenía nada para decir, más
la gente insistía en que querían escucharlo una vez más.
Finalmente, después de mucho empeño, Nasrudím accedió a dar una
segunda conferencia.
Al día siguiente, el supuesto iluminado regresó al lugar de reunión,
donde había más gente aún, pues todos sabían del éxito de la
conferencia del día anterior. Nasrudím se paró frente
al público e insistió en su técnica:
- Supongo que ustedes ya sabrán qué he venido a decirles.
La gente estaba avisada para cuidarse de no ofender al maestro con la
infantil respuesta de la anterior conferencia-, así que todos
dijeron:
- Sí, claro, por supuesto que lo sabemos. Por eso hemos venido.
Nasrudím bajó la cabeza y añadió:
- Bueno, si todos ya saben qué es lo que vengo a decirles, yo no veo
la necesidad de repetir.
Se levantó y se volvió a ir.
La gente se quedó estupefacta; porque aunque ahora habían dicho otra
cosa, el resultado había sido exactamente el mismo. Hasta que
alguien, otro alguien, gritó:
- ¡Brillante!
Y cuando todos oyeron que alguien había dicho "¡brillante!",
el resto comenzó a decir:
- ¡Sí, claro, este es el complemento de la sabiduría de la
conferencia de ayer!
- ¡Qué maravilloso!
- ¡Qué espectacular!
- ¡Qué sensacional, qué bárbaro!
Hasta que alguien dijo:
- Sí, pero... mucha brevedad.
- Es cierto -se quejó otro.
- Capacidad de síntesis -justificó un tercero.
Y enseguida se oyó:
- Queremos más, queremos escucharlo más. ¡Queremos que este hombre
nos dé más de su sabiduría!
Entonces, una delegación de los notables fue a ver a Nasrudím para
pedirle que diera una tercera y definitiva conferencia.
Nasrudím dijo que no, que de ninguna manera; que él no tenía
conocimientos para dar tres conferencias y que, además, ya tenía que
regresar a su ciudad. La gente le imploró, le suplicó, le pidió una
y otra vez; por sus ancestros, por su progenie, por todos los santos,
por lo que fuera. Aquella persistencia lo persuadió y,
Finalmente, Nasrudím aceptó temblando dar la tercera y definitiva
conferencia. Por tercera vez se paró frente al público, que ya eran
multitudes, y les dijo:
- Supongo que ustedes ya sabrán qué he venido yo a decirles.
Esta vez, la gente se había puesto de acuerdo: sólo el intendente
del poblado contestaría. El hombre de primera fila dijo:
- Algunos sí y otros no.
En ese momento, un largo silencio estremeció al auditorio.
Todos, incluso los jóvenes, siguieron a Nasrudím con la mirada.
Entonces, el maestro respondió:
- En ese caso, los que saben... cuéntenles a los que no saben.
Se levantó y se fue.