Las sílabas
de este marzo lluvioso
destrozan la casa de mi padre
y arremolinan nieve en las manos juntas
y cierran los ojos
de una loca detrás de la plaza de la iglesia.
Las sílabas de este marzo lluvioso
alegran a una oveja olvidada
y cuajan la leche de los sueños
en siete pueblos de las montañas
hechos de ceniza.
Las sílabas de este marzo lluvioso
se deshacen sobre el agua del río
y regresan en largas noches
a cerebros enfermos y lágrimas blancas,
crepitando sobre las colinas verdes
de una noche de primavera expulsada
Salvaje crece la flor de mi
cólera
y todos ven cómo la espina
atraviesa el cielo
y gotea la sangre de mi sol
crece la flor de mi amargura
de esta hierba
que lava mis pies
mi pan
oh Señor
la flor necia
que se ahoga en la rueda de la noche
la flor Señor de mi trigo
la flor de mi alma
despréciame Dios
estoy enfermo de esa flor
que se abre roja en mi cerebro
sobre mi pena.
Quiero rezar en la piedra ardiente
y contar las estrellas que nadan
en mi sangre
Señor
Dios mío
quiero ser olvidado
ya no temo el día
que vendrá mañana
ya no temo la noche
que me tolera
Señor
Dios mío
ya no temo
lo que pueda venir aún
mi hambre se ha aplacado ya
y el tormento negro
ha sido apurado.
Cerca de mí ahora la
muerte y cerca el invierno,
el valle sueña inquietud manteniéndome despierto
como algunos vientos que en techos helados
escriben los nombres del día y de la noche.
Otra vez en el mar del maravilloso trigo
estoy de vuelta cansado de vuelos severos
escuchando aún las palabras de los viejos muros
pero lejos de mi cólera de ciudades nunca amadas.
En viejas canciones y ojos rotos
donde tímida la luna produce cosechas oscuras
quiero ver el sol profundamente enterrado de los muertos
sobre colinas verdes en cielos ajenos
y polvo de veranos prematuros en el viento de la tarde.
Escucha, en el viento flotan
miedos,
ojos de muchos niños
se cierran
en arroyos inquietos.
Más salvaje se queja
el ave
de mi muerte,
escucha,
en el viento flotan
miedos,
tiritando vuelve
lo que yo había
perdido,
en la muerte muchos se levantan
con manos heridas
sosteniendo
velas blancas,
de estrellas cansadas
y veranos llorados,
escucha, hermano mío,
hermana,
escucha,
en el viento flotan
miedos.
(.../...)
Durante esas seis semanas de encierro sólo sostuve algunas
conversaciones telefónicas con el administrador de mis bienes y leí
a Schopenhauer, eso me salvó probablemente, así Reger, aunque
no estoy seguro de si es acertado haberme salvado, probablemente, así
Reger, hubiera sido mejor no haberme salvado, haberme matado. Pero la verdad
es que sólo el hecho de que, en relación con el entierro, hubiera
tenido que hacer tantas gestiones, no me dejó tiempo para matarme.
Si no nos matamos enseguida, la verdad es que no nos matamos ya, eso es lo
espantoso. Tenemos el deseo de estar muertos exactamente como nuestro ser
querido, pero sin embargo no nos matamos, pensamos en ello, pero no lo hacemos,
dijo Reger. Curiosamente, en esas seis semanas no soportaba ninguna clase
de música, ni una sola vez me senté al piano, una vez, con el
pensamiento, hice un intento con un pasaje de El clave bien temperado, pero
renuncié inmediatamente a ese intento, no fue la música lo que
me salvó en esas seis semanas, fue Schopenhauer, una y otra vez unas
líneas de Schopenhauer, así Reger. Tampoco fue Nietzsche, sólo
Schopenhauer. Me sentaba en la cama y leía unas líneas de Schopenhauer
y reflexionaba sobre ellas y volvía a leer unas frases de Schopenhauer
y reflexionaba sobre ellas, así Reger. Después de cuatro días
de sólo beber agua y leer a Schopenhauer, comí por primera vez
un pedazo de pan, que estaba tan duro que tuve que cortarlo de la hogaza con
un hacha de cortar carne. Me senté en el taburete de la ventana del
lado de la Singerstrasse, ese espantoso asiento de Loos, y miré abajo
a la Singerstrasse. Figúrese, finales de mayo y había una ventisca
de nieve, dijo. Me espantaban los hombres. Los contemplaba desde el piso,
allí abajo en la Singerstrasse, yendo de un lado a otro, bien forrados
de prendas de vestir y de comestibles, y me daban asco. Pensé, no quiero
volver con esos hombres, no con esos hombres y al fin y al cabo no hay otros,
así Reger. Mientras miraba abajo a la Singerstrasse tuve conciencia
de que no había otros hombres que los que iban de un lado a otro allí
abajo en la Singerstrasse. Miraba abajo a la Singerstrasse y aborrecía
a aquellos hombres y pensaba, no quiero volver con esos hombres, así
Reger. A esa bajeza y esa mezquindad no quiero volver, me dije, así
Reger. Saqué varios cajones de varias cómodas y miré
en ellos y cogí una y otra vez fotografías y escritos y correspondencia
de mi mujer y los fui poniendo sobre la mesa y lo fui mirando poco a poco
todo, mi querido Atzbacher, como soy sincero, tengo que decir que mientras
tanto lloraba. De pronto dejé libre curso a mis lágrimas, hacía
decenios que no lloraba y de repente dejé libre curso a mis lágrimas,
así Reger. Estaba allí sentado y daba curso libre a mis lágrimas
y lloraba y lloraba y lloraba, así Reger. Durante años no había
llorado, no desde mi infancia, y de repente dejé libre curso a mis
lágrimas, me dijo Reger en el Ambassador. Al fin y al cabo no tengo
nada que esconder ni nada que callar, dijo, a mis ochenta y dos años
no tengo lo más mínimo que esconder ni que callar, dijo Reger,
y por lo tanto tampoco tengo que callar que, de repente, lloré a lágrima
viva y una y otra vez lloré a lágrima viva, durante días
enteros lloré a lágrima viva, así Reger. Estaba allí
sentado y miraba las cartas que había escrito mi mujer en el transcurso
del tiempo y leía las notas que había tomado en el transcurso
del tiempo y lloraba a lágrima viva. Nos acostumbramos naturalmente
durante decenios a un ser humano y lo amamos durante decenios y lo amamos
en definitiva más que a cualquier otro y nos encadenamos a él
y, cuando lo perdemos, es realmente como si lo hubiéramos perdido todo.
Siempre había creído que era la música la que lo significaba
todo para mí, a veces al fin y al cabo también que era la filosofía,
la literatura elevada y más elevada y elevadísimo, lo mismo
que, en general, que era sencillamente el arte, pero todo eso, todo el arte,
el que sea, no es nada en comparación con ese único ser querido.
Cuántas cosas hemos hecho a ese único ser querido, dijo Reger,
en cuántos miles y cientos de miles de sufrimientos hemos precipitado
a ese ser al que, más que a cualquier otro, hemos querido, cómo
hemos atormentado a ese ser y, sin embargo, lo hemos querido más que
a cualquier otro, dijo Reger. Cuando el ser querido por nosotros más
que cualquier otro del mundo ha muerto, nos deja con horribles remordimientos,
dijo Reger, con espantosos remordimientos, con los que tenemos que existir
después de su muerte y en los que un día nos asfixiaremos, dijo
Reger. Todos esos libros y escritos que he reunido durante mi vida y que he
llevado a mi piso de la Singerstrasse, para abarrotar todas esas estanterías,
no me habían servido al final de nada, mi mujer me había dejado
solo y todos esos libros y escritos eran ridículos. Creemos que podemos
aferrarnos entonces a Shakespeare o a Kant, pero es un error. Shakespeare
y Kant y todos los demás que hemos levantado en el curso de nuestra
vida como lo que llamamos Grandes nos dejan en la estacada precisamente en
el momento en que los hubiéramos necesitado tanto, así Reger,
no son ninguna solución para nosotros ni son para nosotros ningún
consuelo, de repente sólo nos resultan repugnantes y extraños,
todo lo que esos, así llamados, Grandes e Importantes, pensaron y por
añadidura escribieron nos deja fríos, así Reger. Creemos
siempre que podemos confiar en esos, así llamados, Importantes y Grandes,
lo que sean, en el momento decisivo, es decir, en el momento decisivo para
nuestras vidas, pero es un error, precisamente en el momento decisivo para
nuestras vidas todos esos Importantes y Grandes y, como suele decirse, Inmortales,
nos dejan solos, no nos dan más que el hecho de que también
entre ellos estamos solos, abandonados a nosotros mismos en un sentido totalmente
horrible, así Reger. única y exclusivamente Schopenhauer me
ayudó, porque sencillamente abusé de él para mi objetivo
de sobrevivir, así Reger a mí en el Ambassador. Si todos los
otros, incluidos por ejemplo Goethe, Shakespeare, Kant, me repugnaban, me
precipité sencillamente sobre Schopenhauer en mi desesperación
y me senté con Schopenhauer en el taburete del lado de la Singerstrasse
para poder sobrevivir, porque la verdad es que de repente quería sobrevivir
y no morir, no seguir a mi mujer en la muerte sino quedarme ahí, permanecer
en el mundo, me oye, Atzbacher, así Reger en el Ambassador. Pero naturalmente
sólo tuve con Schopenhauer una oportunidad de sobrevivir porque abusé
de él para mi objetivos y lo falsifiqué realmente de la forma
más innoble, así Reger, al convertirlo sencillamente en un medicamento
de supervivencia, lo que en realidad no es en absoluto, lo mismo que tampoco
los otros que ya he nombrado. Nos confiamos durante toda la vida a los Grandes
Ingenios y a los, así llamados, Maestros Antiguos, así Reger,
y nos vemos luego mortalmente decepcionados por ellos, porque no cumplen su
finalidad en el momento decisivo. Atesoramos los Grandes Ingenios y los Maestros
Antiguos y creemos que podremos luego, en el momento decisivo de supervivencia,
usarlos para nuestros fines, lo que no quiere decir otra cosa que abusar de
ellos para nuestros fines, lo que resulta ser un error mortal. Llenamos nuestra
caja fuerte espiritual de esos Grandes Ingenios y Maestros Antiguos y recurrimos
a ellos en el momento decisivo para nuestras vidas; pero cuando abrimos esa
caja fuerte espiritual, está vacía, ésa es la verdad,
nos quedamos ante esa caja fuerte espiritual vacía y vemos que estamos
solos y realmente por completo sin recursos, así Reger. El hombre atesora
en todos los campos durante toda la vida y al final se encuentra vacío,
así Reger, también en lo que se refiere a su patrimonio espiritual.
Qué monstruoso patrimonio espiritual he atesorado, así Reger
en el Ambassador, y al final me encuentro totalmente vacío.
(.../...)
Thomas Bernhard
Maestros antiguos, 1985 (Alianza Tres 253)
Todo es movimiento irregular y continuo,
sin dirección y sin objeto.
Montaigne
A los otros hombres los encontré en
la dirección opuesta, al no ir ya al odiado instituto sino al aprendizaje
que me salvaría, al ir, contra toda sensatez, muy de mañana,
no ya con el hijo del alto funcionario al centro de la ciudad por la Reichenhaller
Strasse, sino con el oficial de cerrajero de la casa de al lado a la periferia,
por la Rudolf-Biebl-Strasse, no tomando el camino a través de los jardines
descuidados y por delante de las artísticas villas, al colegio de la
gran y la pequeña burguesía, sino por delante del asilo de ciegos
y del asilo de sordomudos y por encima de los terraplenes del ferrocarril
y a través de los jardincillos de las afueras y por delante de las
vallas del campo de deportes de las proximidades del manicomio de Lehen, a
la Alta Escuela de los marginados y los pobres, a la Alta Escuela de los locos
y de los tenidos por locos del poblado de Scherhauserfeld, al barrio absoluto
de los horrores de la ciudad, fuente de casi todos los procesos judiciales
de Salzburgo, y al sótano como tienda de comestibles de Karl Podlaha,
que era un hombre aniquilado y tenía un sensible carácter vienés,
y que quiso ser músico y fue siempre un pequeño tendero. Los
trámites de mi admisión en su establecimiento fueron de lo más
breve. El señor Podlaha entró en la trastienda, en la que yo
lo esperaba, y me echó una rápida ojeada y dijo que, si quería,
podía quedarme en seguida, y abrió la puerta del armario y sacó
uno de sus sobretodos y dijo que quizá me estaría bien ese sobretodo,
y yo me puse el sobretodo, y el sobretodo, desde luego, no me estaba bien,
pero podía llevarlo provisionalmente, varias veces dijo Podlaha provisionalmente,
y entonces reflexionó brevemente y me llevó, a través
de la tienda repleta de clientes, a la calle y a la casa de al lado, en la
que estaba instalado el almacén. Allí debía barrer yo,
hasta las doce del mediodía, con una escoba que mi patrón había
descolgado súbitamente de la puerta del almacén y me había
puesto en la mano. A las doce, él, Podlaha, hablaría conmigo
de todo lo demás. Me dejó solo en el oscuro almacén,
con su mezcla perversa de olores y con la humedad de todos los almacenes de
comestibles, y tuve tiempo entretanto de meditar acerca de todo lo ocurrido.
Yo no había dejado en paz a la funcionaria de la oficina de empleo
y, en una hora, había conseguido lo que quería, un puesto de
aprendiz en el poblado de Scherzhauserfeld, ocuparme de forma útil,
como pensaba, entre los hombres y para los hombres. Tenía la sensación
de haber escapado a uno de los mayores absurdos humanos, el instituto. De
pronto sentía que mi existencia era otra vez una existencia útil.
Había escapado a una pesadilla. Me veía ya rellenando de harina
y manteca y aúcar y patatas y sémola y pan las bolsas de la
compra, y era feliz. Me había vuelto en mitad de la Reichenhaller Strasse
y había ido a la oficina de empleo y no había dejado en paz
a la funcionaria. Ella me dio muchas direcciones pero, durante mucho tiempo,
ninguna en la dirección opuesta. Yo quería ir en la dirección
opuesta. Le di un barrido al almacén y, a las doce, cerré, como
me habían encargado, y fui a la tienda del otro lado, como habíamos
convenido. El señor Podlaha me presentó al dependiente (Herbert)
y al aprendiz (Karl), y me dijo que no quería saber nada de mí
ni sobre mí, yo sólo tenía que cumplir las formalidades
y, por lo demás, hacerme útil. Realmente pronunció de
pronto la palabra útil de forma espontánea, sin ningún
énfasis, como si la palabra útil fuera una de sus palabras favoritas.
Para mí fue mi lema. Había terminado un período de inutilidad,
me parecía, un período infeliz, una época horrible. Tenía
dos posibilidades, eso me resulta evidente todavía hoy, una, matarme,
para lo que me faltaba el valor, y/o dejar el instituto, en un instante, y
no me maté y me hice aprendiz. Las cosas seguían adelante. En
casa reaccionaron apáticamente (mi madre, mi tutor), y con la mayor
disposición para entender y comprender (mi abuelo). Se conformaron
al instante con la nueva situación, no hubo ni la discusión
más mínima. Al fin y al cabo, yo había estado ya durante
muchísimo tiempo abandonado a mí mismo. En ese momento vi claro
qué solo había estado realmente. Coger mi existencia y tirarla
por la ventana o a los pies de mis parientes hubiera tenido en cualquier caso
el mismo efecto. Coloqué mi cartera de colegial, como estaba, en un
rincón y no la volví a tocar. La decepción de mi abuelo
la supo disimular bien por sí mismo; ahora soñaba con un hábil,
gran comerciante, en el que, según él, mi genio podría
quizá encontrarse a sí mismo de forma aún más
ideal que con cualquier otra disposición intelectual. Echó la
culpa de mi fracaso a las circunstancias de la época, al hecho de haber
nacido yo en el más desgraciado de todos los períodos, directamente
en el abismo, del que, por lo que podía verse humanamente, no había
ya escapatoria. De repente los comerciantes eran para él, que durante
toda su vida los había odiado siempre y con todo el empeño de
su experiencia, dignos de estima, y un comerciante no carecía de grandeza.
Por mi parte, no tenía ninguna idea sobre mi futuro, no sabía
lo que quería ser, no quería ser nada; sencillamente me había
hecho útil. De pronto e inesperadamente me refugié en ese pensamiento.
Durante años había ido a una fábrica de aprender y me
había sentado ante una máquina de aprender, que me había
dejado sordos los oídos y había hecho de mi razón una
razón demente; ahora estaba de pronto otra vez entre hombres, que nada
sabían de esa fábrica de aprender y no habían sido corrompidos
por esa máquina de aprender, porque no habían entrado en contacto
con ella. Me gustaba lo que veía ahora, y me lo tomé en serio.
Los días en que había cientos de personas en la tienda y en
que el sótano era asaltado a las ocho de la mañana exactamente
como una fortaleza de comestibles por los hambrientos y los medio muertos
de hambre, alternaban con los días que pertenecían a los viejos
solitarios y las mujeres borrachas. El sótano como tienda de comestibles
de Karl Podlaha era, sin embargo, el centro del poblado; no había allí
ningún otro lugar de distracción, ningún hostal, ningún
café, sólo los edificios construidos exclusivamente para la
aniquilación y el condicionamiento de sus habitantes, con cuya monotonía
y repulsividad todo el mundo, cualquiera que fuese su temperamento, tenía
que degenerar y extinguirse y perecer. Al sótano iban las mujeres,
aunque no tuvieran nada que comprar, absolutamente sin ningún motivo
para comprar, una y otra vez, de pronto, casi todas en cualquier momento,
por desconcierto, sólo para poder intercambiar unas palabras; era ya
evidente cuando aparecían en la escalera de cemento, y totalmente evidente
cuando habían bajado y entrado en el sótano, que sólo
habían huido de sus espantosos hogares buscando un consuelo, una posibilidad
de vivir. El sótano era, para muchas de esas personas del poblado,
una y otra vez la única y última salvación. Muchas habían
convertido su visita al sótano en costumbre y aparecían día
tras día, no era por falta de dinero por lo que, llegado el caso, entraban
varias veces al día en el sótano, para comprar una pequeñez,
por ejemplo cincuenta gramos de mantequilla, sino porque, de ese modo, tenían
la posibilidad de bajar al sótano con intervalos más breves
que, según parecía, necesitaban para vivir, y de escapar a su
entorno, en muchos casos mortal. Sólo ahora, en esos días de
mi nuevo entorno, tenía yo otra vez acceso directo, inmediatamente
directo a los hombres, ese acceso inmediato, directo a los hombres no me era
posible ya desde hacía años; mi mente primero y luego también
mi ánimo se habían asfixiado casi bajo el manto mortal del colegio
y las coacciones de su enseñanza, y todo lo que estaba fuera del colegio
y sus coacciones no lo había percibido durante años mas que
de forma imprecisa, a través de la niebla de lo que se enseñaba.
Ahora veía otra vez a los hombres y tenía contacto inmediato
con ellos. Había existido durante años en medio de libros y
escritos y entre mentes que no eran otra cosa que libros y escritos, en medio
del olor enrarecido de una Historia mohosa y desecada, continuamente como
si yo mismo fuera ya Historia. Ahora existía en el presente, en medio
de todos sus olores y grados de dureza. Había tomado esa decisión
y hecho ese descubrimiento. Vivía; durante años había
estado muerto. La mayoría de mis cualidades, de las ventajas absolutas
de mi carácter, reaparecieron ya en mis primeros días en el
sótano, después de haber estado sepultadas durante años
y cubiertas por la repugnancia de los métodos de educación,
se desarrollaron como por sí mismas en el nuevo entorno, que estaba
marcado por una parte por mis compañeros de trabajo de la tienda, y
por otra por los clientes como seres humanos o por los seres humanos como
clientes y, sobre todo, en la, como observé en seguida, inmensa utilidad
de las relaciones de tensión entre esos dos grupos de seres humanos,
en medio de las cuales yo realizaba mi trabajo, un trabajo que me agradó
desde el primer instante. Como empecé a trabajar como aprendiz en el
momento de un anuncio de distribución de víveres, mi trabajo,
sólo unas horas después de entrar como aprendiz, no consistió
ya en dar barridos y poner orden. Hacia la noche, cuando se hizo visible el
cansancio de mis compañeros, fui puesto ya a prueba y vendí,
y superé la prueba. Desde el principio no sólo quise ser útil,
fui útil, y se apreció mi utilidad, lo mismo que, hasta mi entrada
en el sótano, se apreciaba mi inutilidad.
(.../...)
Thomas Bernhard
El sótano, 1976 (Anagrama 53)
Receta médica.
En Linz murieron la semana pasada ciento ochenta personas, que tuvieron la gripe que hace estragos precisamente ahora en Linz, pero no de esa gripe, sino por una receta médica mal entendida por un farmacéutico recién empleado. El farmacéutico tendrá que responder probablemente ante los tribunales de homicidio por imprudencia, posiblemente, como dice el periódico, antes de Navidades.
Decisión.
Según prudentes estimaciones, en el último terremoto que azotó a Bucarest perdieron la vida dos mil quinientas personas; sin embargo, cálculos exactos han determinado que unas cuatro mil personas murieron bajos los escombros. Esa cifra hubiera sido inferior por lo menos en quinientas si el municipio hubiera actuado en contra de la orden expresa del funcionario competente de la administración de Bucarest de allanar los escombros de un hotel totalmente destruido, en lugar de quitarlos, y hubiera quitado estos escombros. Todavía una semana después del terremoto, la gente oía gritos de cientos de personas sepultadas, que salían de los escombros. El funcionario de la administración municipal, sin embargo, hizo cercar la zona del hotel hasta que le comunicaron que bajo los escombros no se movía absolutamente nada y que tampoco se oía ya ruido alguno. Hasta dos semanas y media después del terremoto no se permitió a los habitantes de Bucarest recorrer el montón de escombros, que fue totalmente allanado a la tercera semana. Al parecer, por razones de costo, el funcionario renunció al salvamento de unos quinientos huéspedes sepultados del hotel destruido. El salvamento hubiera costado mil veces más que el allanamiento, sin tener en cuenta siquiera el hecho de que, probablemente, se habría sacado de los escombros a cientos de personas gravemente heridas que el Estado hubiera tenido que mantener luego durante toda su vida. Como es natural, según se dice, el funcionario se cercioró de la conformidad del Gobierno rumano. Al parecer, es inminente su ascenso a un puesto oficial más alto.
Imaginación.
Cerca del barrio copto de El Cairo nos llamaron la atención calles enteras en cuyas casas de cuatro y cinco pisos se criaban miles de gallinas y cabras y hasta cerdos. Intentamos imaginarnos qué se oiría si esas casas ardieran.
Deseo insatisfecho.
Una mujer de Atzbach fue muerta por su marido porque, en opinión de éste, se había puesto a salvo de su casa en llamas con el niño equivocado. No había salvado a su hijo de ocho años, para el que su marido proyectaba algo especial, sino a su hija, a la que el marido no quería. Cuando, ante el tribunal del distrito de Wels, le preguntaron al hombre qué era lo que proyectaba para su hijo, que quedó totalmente carbonizado en el incendio, el hombre respondió que quería hacer de él un anarquista y asesino a manos llenas que aniquilase a la dictadura y, por consiguiente, al Estado.
Inteligente e imbécil.
El filósofo francés mundialmente famoso, calificado durante decenios del primero de su tiempo, a su vuelta de Moscú, adonde lo había invitado la Academia de Ciencias, vino a Viena, para pronunciar en la Academia de Ciencias de Viena la misma conferencia que había pronunciado ya en Moscú. Después de la conferencia fue invitado por dos profesores y miembros de la Academia de Ciencias de Viena que, como yo, habían escuchado la conferencia del filósofo francés. Uno de ellos calificó la conferencia y, por consiguiente, también al filósofo francés, de inteligente, y el otro de imbécil y, real y convincentemente, los dos pudieron probar su aserto.
Imposible.
Un autor teatral, cuyas obras se representaban en todos los grandes escenarios, se fijó como norma no asistir a ninguna de esas representaciones y, durante años, él, que con los años tenía cada vez mayor éxito, pudo atenerse a esa norma. Rechazaba sistemáticamente todas las invitaciones de los directores de teatro para ver sus escenificaciones, y no respondía siquiera a la mayoría de esos ruegos. Por lo demás, nada odiaba más que a los directores teatrales. Un día quebrantó su norma y fue a Düsseldorf, donde, en el Schauspielhaus de allí, que pasaba entonces por uno de los primeros escenarios, lo que, como es natural, no quiere decir que el Schauspielhaus de Düsseldorf fuera efectivamente uno de los primeros teatros de Alemania, vio su última obra, que se representaba allí; como es natural no el estreno, sino la tercera o la cuarta representación. Después de ver lo que habían hecho con su obra los actores de Düsseldorf, interpuso una demanda ante el tribunal competente de Düsseldorf que, antes de que llegara a verse en juicio esa demanda, lo llevó al famoso manicomio de Bethel, en la cercana Bielefeld. Demandó al director del teatro de Düsseldorf para que le restituyera su obra, lo que quería decir simplemente que pidió que todos los que habían participado en la obra de la forma que fuera le restituyeran y devolvieran lo que los había puesto en relación con la obra, por mínimo que fuera. Por supuesto, exigió también que los espectadores, cerca de cinco mil, que entretanto habían visto su obra, le devolvieran lo visto.
Tren de la mañana.
Sentados en el tren de la mañana, miramos por la ventanilla precisamente cuando pasamos por el barranco al que, hace quince años, cayó el grupo de colegiales con el que íbamos de excursión a la cascada, y pensamos en que nosotros nos salvamos pero los otros, sin embargo, están muertos para siempre. La profesora que llevaba a nuestro grupo a la cascada se ahorcó inmediatamente después de la sentencia de la Audiencia de Salzburgo, que fue de ocho años de prisión. Cuando el tren pasa por ese sitio, oímos, con los gritos del grupo, nuestros propios gritos.
Hotel Waldhaus
No tuvimos suerte con el tiempo y nos tocaron en la mesa también comensales desagradables en todos los sentidos. Hasta nos quitaron el gusto por Nietzsche. Incluso cuando se mataron en un accidente de coche y estaban de cuerpo presente en la iglesia de Sils, seguíamos detestándolos.