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LA ÚLTIMA INOCENCIA

de Alejandra Pizarnik


Partir
en cuerpo y alma
partir.

Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.

He de partir
no más inercia bajo el sol ...

sigue ...


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En el Submundo del Terror
(fui un profanador de tumbas adolescente)

Stephen King

CAPÍTULO UNO
Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Rankin: un gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de bruces. Rankin se volvió hacia mí, siseando un juramento:
—¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Rankin se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella podía leerse:

DANIEL WHEATHERBY
1899–1962

Reunido con su amada esposa en una tierra mejor Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no podría hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de becas meneando su cabeza y diciendo: Temo que no podemos darte más tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si pudiera, créeme...
Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Rankin reveló el ataúd.
Nos metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado, contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala. Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver de Daniel Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.
—No te quedes allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro.
¡Tenemos que largarnos de aquí!
Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente.
Dispersamos toda la tierra que nos sobró.
Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental. Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo.
La atención de Rankin se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil. Rankin nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido se nos acercó.
El rostro de Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente.
—¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.
En silencio, Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos la figura envuelta en la manta. Weinbaum asintió lentamente.
—Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.









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CAPÍTULO DOS
Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando yo tenía trece años. Quedé solo y tendría que haber ido a parar a un orfanato. Pero el testamento de mi padre reveló que me había dejado una sustancial suma de dinero, y yo tenía mucha confianza en mí mismo. Los de asistencia social nunca me rondaron y a los trece años me ví abandonado en el extraño rol de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué la hipoteca de la cuenta del banco e intenté estirar los dólares tanto como fuera posible.
El dinero escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el colegio, pero igual quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez mil dólares por intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos de septiembre todo se me vino encima.
Recibí una carta muy amable de Erwin, Erwin y Bradstreet, Abogados. Para ponerlo en el idioma del hombre de la calle, la carta decía que el departamento comercial en el que mi padre había estado empleado había llevado una auditoría general de sus libros; parecía que faltaban quince mil dólares y que tenían pruebas de que mi padre se los había robado. El resto de la carta simplemente manifestaba que si yo no pagaba los quince mil dólares iríamos a la corte y que intentarían duplicar aquella cantidad.
Todo aquello me trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me tendrían que haber ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes el error? ¿Por qué me estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte?
Fui hasta la oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema. Para decirlo en pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y me quedé sin dinero.
Al día siguiente busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía telefónica. No figuraba. Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se Alquila en la puerta. Fue entonces cuando comprendí que había sido estafado como un niño incauto; cosa que, reflexioné miserablemente, era justo lo que yo era.
A los de la universidad los engañé durante mis primeros meses, pero finalmente descubrieron que no había sido convenientemente matriculado.
Ese mismo día conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los whiskys suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos whiskys puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de cerveza.
El primero me sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera más inconsistente. Me estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en el bar.
Se sentó en el taburete junto al mío y me miró con atención.
—¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.
Rankin sonrió.
—Sí, ando buscando un ayudante.
—¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien?
—Sí.
—Bien, soy tu hombre.
Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.
—Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Rankin tiró de la cortina.
—Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
—¿Te preocupa de qué pueda tratarse?
—No. ¿Cuánto es la paga?
—Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
—¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
—No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que hablar con el señor Weinbaum.
—¿Quién es?
—Es un... Científico.
La niebla se evaporó más aún. Me levanté.
—Uh-uh. No tengo interés en servir de conejito de indias.
Consíguete a otro flaco.
—No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.
—Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio...

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