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Una tarde en lo de Dios

Stephen King


Una obra de un minuto, 1990

ESCENARIO EN PENUMBRAS.
Acto seguido un reflector ilumina un globo de papel maché que gira sobre sí mismo en el medio de la oscuridad. Poco a poco, las luces del escenario SE ENCIENDEN y podemos ver una desnuda representación de una sala de estar: una silla común y corriente junto a una mesa (hay una botella de cerveza abierta sobre esa mesa) y un televisor al otro lado del cuarto. Hay un refrigerador de picnic lleno de cerveza bajo la mesa, además de cierta cantidad de botellas vacías. DIOS la está pasando en grande. Se advierte una puerta a la izquierda del escenario.

DIOS —un tipo corpulento de barba blanca— está sentado en la silla, leyendo un libro (Cuando las cosas malas le suceden a las personas buenas) y mirando la pantalla alternadamente. Cada vez que quiere mirar la tele tiene que estirar el cuello porque el globo flotante (que imagino que en realidad cuelga de un hilo) se encuentra justo en la línea de su visión. Por la tele están pasando una comedia. De vez en cuando DIOS se ríe entre dientes junto a las risas grabadas.
Suena un golpe en la puerta.

DIOS (con la voz bien amplificada):
¡Adelante! ¡Pase, pase que está abierto!
La puerta se abre. SAN PEDRO entra en escena, vestido con una moderna túnica blanca. Además está llevando un maletín.

DIOS: ¡Pedro! ¡Creí que estabas de vacaciones!

SAN PEDRO: Salgo en una hora y media, pero pensé en traerle los papeles para que los firme.
¿Y usted cómo se encuentra, DIOS?

DIOS: Mejor. Ahora sé lo que es comer esos ajíes picantes. Me hacen salir fuego por ambos extremos. ¿Trajiste las cartas de las transmisiones del infierno?
SAN PEDRO: Sí, por fin. Gracias a DIOS. Si es que me disculpa el juego de palabras.
Saca algunos papeles de su cartera. DIOS los examina y luego tiende una mano con impaciencia. SAN PEDRO se había quedado observando el globo flotante. Luego vuelve la mirada, descubre que DIOS lo está esperando, y le coloca una lapicera sobre la mano extendida. DIOS garrapatea su firma. Mientras lo hace, SAN PEDRO vuelve a mirar fijamente al globo.
SAN PEDRO: ¿De modo que la Tierra sigue allí, eh? Después de todos estos años.
DIOS le devuelve los papeles y la contempla. Luce bastante irritado.
DIOS: Sí, la mujer de la limpieza es la perra más olvidadiza del universo.
Una EXPLOSIÓN DE RISAS suena en la televisión. DIOS estira el cuello para poder ver, pero es demasiado tarde.
DIOS: ¡Maldición! ¿Ese era Alan Alda?
SAN PEDRO: Puede que haya sido, señor; en realidad no logré verlo.
DIOS: Yo tampoco.
Se inclina hacia adelante y aplasta al globo flotante, reduciéndolo a polvo.
DIOS (inmensamente satisfecho): Bien. Hace bastante tiempo que andaba con ganas de hacerlo. Ahora puedo ver la televisión tranquilo.
SAN PEDRO observa con tristeza los restos aplastados de la Tierra.
SAN PEDRO: Umm... me temo que ése era el mundo de Alan Alda, DIOS.
DIOS: ¿En serio? (risitas en la televisión) ¡Robin Williams! ¡Yo AMO a Robin Williams!
SAN PEDRO: Me parece que Alda y Williams se encontraban allí cuando... bueno... cuando usted pronunció el Juicio Final, señor.
DIOS: Oh, no hay problema: tengo todos los vídeos. ¿Quieres una cerveza?
Cuando SAN PEDRO acepta una, las luces del escenario comienzan a bajar de intensidad. Un reflector se concentra sobre los restos del globo.
SAN PEDRO: Realmente me caía bien, DIOS; la Tierra, quiero decir.
DIOS: No estaba tan mal, pero hay más de esas por ahí. Y ahora... ¡Brindemos por tus vacaciones!
Ambos no son más que dos sombras en la penumbra, aunque DIOS es el más fácil de distinguir porque tiene un débil halo de luz alrededor de su cabeza. Hacen entrechocar sus botellas. En la tele suenan varias carcajadas.
DIOS: ¡Mira! ¡Es Richard Pryor! ¡Ese tipo me mata! Aunque imagino que también estaba...
SAN PEDRO: Ummm... así es, señor.
DIOS: Mierda. (Una pausa). Tal vez fuera mejor que dejara de beber. (Otra pausa). Aunque de todas formas... iba a terminar de esa manera.
La escena se funde en negro, salvo por el reflector que ilumina las ruinas del globo flotante.
SAN PEDRO: Sí señor.
DIOS (murmurando): ¿Mi hijo volvió, no?
SAN PEDRO: Así es señor, hace ya algún tiempo.
DIOS: Bueno. Entonces está todo al pelo.
EL REFLECTOR SE APAGA.



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Cuento corto: La oldarpatía de Rafael R. Valcárcel

Cuando la biógrafa Alice Kaplan investigó la infancia de Juan Oldar, nadie pudo darle algún dato anecdótico sobre su vida fuera del ámbito familiar, principalmente porque era un niño muy normal. Pero en casa, su comportamiento fue totalmente distinto, manifestando una creciente obsesión por retribuir todo lo que le brindaban. Esta situación sedujo aún más a la biógrafa.
De las entrevistas que realizó a los parientes del señor Oldar, Alice Kaplan extrajo algunos pasajes de su niñez para el prólogo del libro. He aquí las transcripciones que empleó: -“El mismo día en el que cumplió siete años, Juanito se pasó toda la noche preparando una tarta igual a la que yo le había hecho. Recuerdo cuando me despertó; tenía sus ojitos llenos de ilusión. Había desaparecido la expresión de agobio que tenía desde que le empezamos a cantar el feliz cumpleaños”.
-“Cuando yo quería un juguete casero, como por ejemplo un castillo de cartón, lo construía para mi hermano. Luego, él me hacía uno mucho mejor”.
-“Nunca voy a olvidar la Navidad del 48. No veía a mi hermana ni a su familia desde inicios de la guerra. Cuando saludé a Juan, le di un gran beso en la frente. El pequeño me dio otro más intenso. Yo me emocioné y le di uno igual, y el me besó dos veces. Yo le di otros dos, y el tres, y así. Fue un saludo interminable, acompañado por una risa generalizada que nos hizo olvidar a los ausentes por unos momentos”.
-“Una semana antes de su décimo primer cumpleaños, Juan nos pidió que, por favor, no le diéramos nada, que le habían dejado muchas tareas en el colegio y que no tenía tiempo para compensarnos los regalos. Además, nos recalcó que no quería que le hiciéramos ningún tipo de celebración. Llegado el día, fue él quien nos sorprendió con una fiesta sorpresa y, además, nos dio un obsequio a cada uno”.
Algunos vecinos, con el ánimo de figurar en el libro, aseguraron que Oldar había sufrido, en la primera etapa de su infancia, un continuo maltrato psicológico por parte de sus padres, con el objetivo de formar un hijo agradecido que les asegurase una vejez confortable. Declaraciones que el doctor Richard Trout, decano de la Universidad de Michigan, tachó de inverosímiles y oportunistas. Según él, Juan Oldar padecía una patología degenerativa que, por ser el primer caso clínico conocido, denominaron ‘oldarpatía’, que consistía en obtener satisfacción al dar y, paralelamente, sentir culpabilidad injustificada al recibir. No obstante, para Juan había motivos, porque incluso le afectaba que las personas de su alrededor invirtieran tiempo en obsequiarle algo.
En el contenido de la biografía, Alice Kaplan plasmó seis etapas muy diferenciadas en la conducta de Juan. En la primera, sus muestras de afecto buscaban equiparar lo que le daban, como una reacción instintiva de rechazo al dolor a través de retomar el equilibrio. Al entrar en la pubertad, regalaba cuando le tocaba recibir, procurándose únicamente placer. Posteriormente, cuando eso no le fue suficiente, se esmeró en la calidad de los presentes; no por el precio o la complejidad, sino por alcanzar la agudeza necesaria para atinar con el objeto más deseado por el otro. Insatisfecho nuevamente, meditó un largo periodo hasta que se culpó por haber sido un ingenuo, por haberle dado tanta importancia a lo que simplemente era un medio para conseguir algo más sublime; así que pasó de los objetos a las emociones, como la que le brindó a su padre: le hizo creer que unos arqueólogos habían encontrado el arca de Noé, apoyándose en el ejemplar de un periódico que él había mandado a imprimir expresamente. El hombre vivió con esa verdad y el recorte del artículo como fuente de felicidad. Y precisamente esa experiencia le aclaró la diferencia entre un sentimiento efímero y uno vital, duradero. En la quinta etapa, Biblia bajo el brazo, Oldar caminó durante casi una década regalando esperanza.
En el tramo final de su recorrido, las mujeres, poco a poco, fueron captando su interés, hasta despertar en él un deseo incontrolable por poseer un vientre, al igual que ellas, pero su cuerpo, su ahora despreciable cuerpo, era incapaz de dar el regalo más preciado, y el no poder engendrar vida le devolvió la angustia que experimentó en su infancia: el mundo le había dado algo que era incapaz de retribuir.
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