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EL LUNFARDO COMO DIALECTO SITUACIONAL –UN ANÁLISIS PRAGMÁTICO–

Por Jorge Daniel Antoniotti

Ponencia presentada en las Jornadas Académicas "Hacia una redefinición de lunfardo", organizadas por la Academia Porteña del Lunfardo los días 3, 4, y 5 de diciembre de 2002

Una posibilidad para caracterizar al lunfardo a esta altura de su difusión y universalización en el área dialectal del español rioplatense es la de atribuirle una función pragmática, en el sentido que se le da a esta rama de las ciencias del lenguaje como la que estudia los contextos comunicativos y su incidencia en la significación de los enunciados.

Para el lingüista holandés Teun Van Dijk, tanto el enunciado como el sistema lingüístico elegido pertenecen al contexto comunicativo y la relación de éste con el texto es el objeto de estudio de la pragmática (VAN DIJK, 35). Siendo el lunfardo un repertorio eminentemente sinonímico, el acto de habla en el que se seleccionen palabras lunfardas, pudiendo el hablante utilizar otras, tendrá una intencionalidad determinada. Intencionalidad que será exitosa u oportuna, según Van Dijk, si el oyente la percibe. “Cada modalidad de acto de habla dispone de sus propias condiciones convencionales gracias a las cuales una acción da resultado” (VAN DIJK, 36).

La elección calculada de uno o varios términos lunfardos tiene un marcado matiz afectivo. Su usuario busca quitarle solemnidad al enunciado, para mostrar franqueza con su interlocutor, distendiendo la conversación en algún caso o tensándola como muestra de enojo en otro.

Para ello es crucial la generalización del código y de las funciones que el emisor le adjudica. “Uno de los factores centrales que determinan las características pragmáticas de los enunciados es el conocimiento (o la creencia) del hablante, tanto del ‘mundo’ en general como también del contexto, y, en especial, del oyente en particular” (VAN DIJK, 37).

Así es como el lunfardo se cruza con la noción de estilo esbozada por Van Dijk, según la cual “un hablante determinado puede poseer un estilo respecto de sus demás enunciados” (VAN DIJK, 38). Quien se expresa de manera atildada y al plantear un reclamo en un negocio dice “me cobró cien mangos” en vez de “cien pesos”, puede connotar un cierto grado de enojo, ya que genera un contraste respecto del resto de su discurso. Es decir que “se admite la hipótesis de que la elección de una variante determinada tiene una función determinada, de manera que podemos hablar de variantes funcionales” (VAN DIJK, 39). “Las distintas funciones situacionales también pueden diferir psicológicamente e indicar diferentes disposiciones de ánimo del hablante u oyente. Por ejemplo, la impaciencia, el enfado y el comportamiento previo del oyente” (VAN DIJK, 40).

Esta variación estilística “se basa, entre otras cosas, en una (cuasi) equivalencia semántica: dos expresiones tienen más o menos el mismo significado, pero una es, por ejemplo, más decorosa y la otra, menos decorosa; una es prudente y la otra no lo es. Tienen, pues, diferentes funciones comunicativas: las diferentes interpretaciones de un oyente no se basan en significados distintos (en un sentido más estricto: no se basan en significados ‘denotativos’), sino en diferentes funciones de las enunciadas... Si una variante estilística posee una función particular, podremos suponer que el hablante también tiene la intención de que su expresión cumpla adecuadamente esta función y que sus características estilísticas especiales sean una expresión clara de sus intenciones (por ejemplo, ser descortés, parco, impaciente). De ahí resulta que el hablante no es libre a la hora de elegir las variantes estilísticas”, dice Van Dijk, a lo mejor exagerando. En otras palabras: con respecto a un determinado significado de base, se habla de variantes equivalentes, pero con respecto a diferencias de intenciones, funciones y efectos, se distinguirían variantes estilísticas funcionales (VAN DIJK, 41).

El lunfardo ha ganado todos los estratos sociales y, paralelamente, se ha dado, a manera de correlato, un descenso a los estratos bajos de pautas de “corrección” y de “buen decir” debido, tal vez, tanto a la función pedagógica de la escuela como a la de los medios de comunicación. Las características funcionales del lunfardo son amplísimas: ser expeditivo, ganarse la confianza del interlocutor, demostrar ira y hasta, para algunos, acercarse a esa zona en la que se cruzan la rebeldía y el deseo. Como bien explicó Teruggi, “aferrarse a los lunfardismos, usarlos aun sabiendo que son condenados por las clases dominantes, decir mina en lugar de mujer o faso en vez de cigarrillo, brinda al hablante un minúsculo placer vengativo, representa una juguetona desobediencia a los preceptos de la cultura predominante” (TERUGGI, 42).

Para reforzar esta concepción se puede traer al ruedo una vieja idea del lunfardo como lengua delincuencial y carcelaria, que si bien se ha desechado en los estudios más modernos, puede aportar, con algunos recortes, una interpretación clarificadora a la luz de importantes contribuciones que realizó el semiólogo norteamericano M. A. K. Halliday. Este autor utiliza la expresión “antilenguajes” para referirse a las variedades lingüísticas que utilizan los grupos sociales que actúan en oposición a la normativa social. “En todos los lenguajes, las palabras tienden a cargarse de valor social; es de esperar que, en el antilenguaje, los valores sociales se verán resaltados de manera más evidente; ... la tendencia a asociar ciertos modos de significación a ciertos contextos sociales” (HALLIDAY, 215).

Destaca Halliday el poder de todo lenguaje como sistema generador de una realidad, pero, en el caso del antilenguaje, al enunciarse siempre lo hace frente a otra realidad (la del lenguaje estándar), creando una tensión jerárquica entre ambas. Siempre el lenguaje objetiva un mundo, de alguna manera lo produce. Una distinta situación de las jerarquías sociales obliga en ciertas circunstancias a alternar un sistema por otro, el de la lengua reglamentada por el de la que no lo es. Así es como Halliday concluye que el antilenguaje es un vehículo de resocialización en el sentido que modifica por intermedio de la carga de afectividad del enunciado una situación de comunicación (HALLIDAY, 221).

Puede invocarse una situación analógica con el lenguaje de los que están fuera de la ley. Hay en los casos del uso contemporáneo del lunfardo una alteración legal, pero no como la de aquello que los penalistas tipificarían como delito, sino más próxima a la que los sociólogos denominan anomia. Así como el mundillo del hampa, opuesto a la ley, generó su propio código de comunicación; las situaciones sociales que se apartan de lo formalmente reconocido como estándar fuerzan a encontrar claves en palabras que no solo acompañen a esta otra instancia, sino que además contribuyan a crearla.

Todo lo socialmente anómico le da nombre a aquello que no lo tenía, ya sea porque no existía o bien porque, aun existiendo, no resultaba visible para la comunidad. En los diccionarios lunfardos hace dos décadas no se incluían palabras como trucho o ñoqui (en su acepción de funcionario público que cobra sin trabajar). Quién sabe el porvenir lexicográfico que tendrán el diminutivo corralito o el aumentativo cacerolazo.

Saliendo de lo macrosocial para internarnos en espacios de intimidad del lenguaje, puede establecerse que así como las jergas delincuenciales se emplean entre quienes quieren transgredir la ley, el lunfardo, ya alejado de ese uso profesional, se utiliza entre quienes quieren alterar o consolidar situaciones de comunicación que desbordan la formalidad (es decir, esa legalidad no jurídica, pero sí con algo del imperium propio de toda ley).

Un lunfardismo conmueve o rectifica una conversación que se desarrolla con marcas de protocolo o etiqueta; o bien confirma el carácter informal de otra conversación (en la que no necesariamente se estuviese utilizando vocabulario lunfardo). En este sentido apelamos a la categoría de dialecto situacional, como la variedad lingüística que en algún momento responde a la situación y en otro la crea.

Corresponde, tal vez, hacer una salvedad teórica, frente a la visión compartimentada de la dialectología clásica. Joshua Fishman, importante propulsor de la Sociología del Lenguaje, rescata el término “variedad” como una designación no valorativa para referirse a un “tipo de lengua” (FISHMAN, 9). En consecuencia, deja abierto el debate sobre la circunstancia histórica o social por la cual a una variedad la calificamos como lengua o bien como dialecto, sociolecto, jerga o como alguna otra cosa. El uso del término dialecto social en este caso lo hacemos análogo al de variedad.

El mismo Fishman, en su obra Sociología del Lenguaje, ha señalado la existencia de repertorios lingüísticos sin prestigio social que quedan reservados para enunciados domésticos o estéticos. Por ejemplo, en una comunidad en la que se da una clara situación de diglosia (dos lenguas que coexisten), como ocurre en el Paraguay, el español estándar se utiliza siempre en textos legales, documentos o discursos oficiales. El guaraní, en cambio, queda reservado, por ejemplo, para la lengua coloquial o las canciones populares.

Lo que ocurre en este caso con la lengua guaraní, en parte, se da en una comunidad monolingüística como la nuestra con el vocabulario lunfardo, que aflora en el habla informal y como manifestación estética, desde las letras de tango o de rock nacional hasta los libretos de teleteatros, atravesando también muchas de las variantes de la considerada “alta” literatura.

El español estándar y el lunfardo conforman una continuidad, pero en tensión constante; son variantes de una misma semiótica fundamental, que van a reflejar diferentes instancias de un mismo sistema social. Siguiendo en esto a Halliday, puede verse en el lunfardo un medio de realización de una realidad subjetiva: no sólo expresa dicha realidad, sino que además la crea y la mantiene activamente. Cito a este autor cuando analiza los antilenguajes: “A ese respecto, un antilenguaje no es sino un lenguaje más, pero la realidad subjetiva: no sólo la expresa, sino que la crea y la mantiene activamente”. Sin embargo, también considera que esa realidad es una contra-realidad en la que se problematizan estructuras y jerarquías sociales” (HALLIDAY, 222).

La del antilenguaje es una perspectiva desde la que podemos ver claramente el significado de la variabilidad en el lenguaje: en pocas palabras, la función de un lenguaje alternativo es crear una realidad alternativa. Un dialecto social (y en especial uno situacional) es la materialización de una visión del mundo ligera, pero claramente distinta; una visión que, por consiguiente, resulta potencialmente amenazadora, si no coincide con la propia (HALLIDAY, 232). Allí podrían encontrarse las razones por las que algunos usuarios de la lengua estándar rechazan el antilenguaje. Detrás un “no me gusta como pronuncia” o “lo grosero que es para hablar” se esconde como motivo subyacente un “no me gustan sus valores”.

Un agregado que hace Halliday, y que resulta pertinente para analizar los vocablos del lunfardo, es que “la oblicuidad de significado y de forma que los hace tan efectivos como portadores de una realidad alternativa también los hace inherentemente cómicos, con lo cual reflejan otro aspecto de la misma realidad, tal y como la ven sus hablantes. En cualquier caso, no todos los antilenguajes son lenguajes de resistencia y protesta sociales” (HALLIDAY, 235/236). Esta es otra posibilidad liviana y muy frecuente del lunfardo, no como protesta ante la formalidad legal sino como juego o transgresión amable.

Todo lo explicitado puede llevarnos a afirmar, al menos provisoriamente, que el usuario del lunfardo se sitúa en una postura inversa a la socialmente estandarizada, aunque sea por un breve momento; como en la visión del carnaval de Mijail Bajtin, para quien en este ritual milenario de la cultura popular se invierten los valores: el hombre se disfraza de mujer o el pobre de rico, para reflejar que en un momento todo es “lo que no es”. Vale recordar el vesre, como inversión anagramática, propia de muchísimos repertorios jergales (CONDE, xxx). Así como se invierten valores, también se hace lo propio con los sonidos constituyentes de las palabras. Claro que son “treguas de ilegalidad” dentro de lo validado tanto por la norma social como por la lingüística.

Como en la fiesta del carnaval, se disfrazan las palabras con otro ropaje, y se problematizan con ese otro vocabulario transgresor las jerarquizaciones establecidas en la sociedad. Agreguemos que también en ciertas prácticas satánicas, es decir, opuestas a leyes religiosas o eclesiásticas, se juega con la inversión de fonemas.

Para concluir, el lunfardo resulta así un vocabulario que actúa en registros de lengua en los que se procura crear una situación comunicativa desjerarquizada. Es decir que, como todo lenguaje, no solo es producido por la situación comunicativa, sino que también ayuda a producirla. Conforma, entonces, un registro coloquial con un valor enfático agregado de cierta intimidad local. El usuario sabe que es un código de identidad y que un hispanoablante de un ámbito geográfico distante no lo comprendería.

El lunfardo, su uso, es un recurso lingüístico que genera y consolida intercambios comunicativos que toman distancia de las jerarquías y del poder. Tiene, por lo tanto, un alto valor simbólico para los hablantes y los oyentes. Como dice el ya citado Fishman, el lenguaje no es sólo continente, sino contenido en sí mismo. El que en una conversación optó por el lunfardo está situándose circunstancialmente en un estrato cultural en el que se problematiza la rigidez de las normas y con su mensaje arrastra a su interlocutor o interlocutores hacia ese territorio.


Bibliografía:

CONDE, Oscar: Diccionario etimológico de lunfardo, Perfil, Buenos Aires, 1998.

FISHMAN, Joshua: Sociología del lenguaje, Cátedra, Madrid, 1988.

GOBELLO, José: Vieja y nueva lunfardía, Ed. Freeland, Buenos Aires, 1963.

HALLIDAY, M. A. K.: El lenguaje como semiótica social. La interpretación social del lenguaje y del significado. F.C.E., Bogotá, 1994.

TERUGGI, Mario: Panorama del lunfardo, Cabargón, Buenos Aires, 1974.

VAN DIJK, Teun: La ciencia del texto, Paidós Comunicación, Barcelona, 1996.




Gracias a Mariano por mandarme por mail este trabajo.