En pocas palabras...

Rubén Calderón Bouchet

Mendoza — República Argentina

 

Me llama la atención observar el cambio que sufren los significados de ciertas palabras cuando son usadas por personas que, ya sea por razones sentimentales o por costumbres adquiridas en el comercio diario del lenguaje, les dan un contenido que no es aquél que una buena etimología permite sospechar.

El término democracia —cuando es usado por Chesterton o su discípulo brasileño Gustavo Corçao— se impregna de un candor semántico que le quita todo el rezago de camelo publicitario que tiene en el uso cotidiano de la prensa y los políticos. Cuando se lo lee en los libros que ambos escritores han dedicado a su alabanza, es como ver ruborizarse a una prostituta, es algo inusitado y como el toque de una súbita emoción virginal en un rostro estragado por las miserias de un vicio infame.

A mí me ha llamado mucho la atención el sentido que ambos dan al término, y especialmente cuando advierto el origen político de esta suerte de repristinación que sufre el vocablo al pasar por sus plumas y adquirir ese barniz, un tanto pueril, después de haber pasado por las cloacas de la propaganda zurda.

Para Chesterton la democracia es una suerte de Pallas Atenea surgiendo totalmente armada de la cabeza de Zeus para luchar contra los demonios de la gnosis nazi; pero cuando leemos que el nazismo y su jefe fueron sostenidos por casi el ochenta por ciento de los democráticos votos alemanes, nos quedamos un poco atónitos ante la polisemia del término, y nos preguntamos por la razón que ha llevado a estas dos inteligencias de primer orden a querer cargar a esa palabra con un contenido semántico que la etimología rechaza y el uso convierte en un ridículo sinsentido.

Si un gobierno es democrático cuando la mitad más uno del pueblo lo elige en un plebiscito sin fraudes ostensibles, ¿por qué razón se le ha de quitar a los nazis el privilegio de un democrático ascenso al gobierno cuando en muchas regiones de Alemania obtuvieron un rotundo triunfo electoral?

Bueno —se me dirá— fueron democráticos cuando subieron al poder, pero dejaron de serlo cuando taparon la boca de la oposición y se cerraron para siempre en un triunfo cuya consistencia electoral lo condenaba a ser temporario y efímero.

Hete aquí que nos hallamos en el seno de una discusión interminable, porque cada una de las partes se atribuye una interpretación de la democracia que favorece sus propósitos y destruye en el mismo acto todos los que se le oponen.

La democracia es totalitaria, implícita o explícitamente, cuando tiene la insolencia de decirlo abiertamente o cuando lo sostiene en forma encubierta o solapada, e impone —a través de los medios masivos de comunicación y la enseñanza oficial— un modo de pensar uniforme que castiga cuanto se le opone, condenándolo a un silencio oprobioso o reprimiéndolo duramente de acuerdo con figuras penales que condenan las manifestaciones anti-democráticas por discriminatorias o, más simplemente, por estar separadas del consenso declarado universal.

Volvamos la atención a nuestros dos escritores, en ninguno de los cuales advertiremos una intención maliciosa o un uso puramente publicitario del vocablo; se trata, sin lugar a dudas, de una cómoda instalación en la polisemia y un honesto deseo de dar al término el sentido de una honrada convivencia en un orden político que supone una pluralidad de opiniones con respecto a los principios que fundan la sociedad civil.

Esto supone dos asertos fundamentales: que en el orden de la convivencia política no hay principios universales y necesarios; y por lo tanto no existe un criterio único para determinar la naturaleza moral del bien común. En menos palabras: que no hay un bien común fundado en la noción de un fin último válido para todos los hombres.

Se me dirá que una afirmación de esta naturaleza, en la que se impone al hombre de manera necesaria una finalidad universal, no es democrática y tiene todas las características de una imposición autoritaria, para el caso no importa que provenga de Dios o de un particular criterio sobre aquello que es la naturaleza humana. De cualquier manera se funda en un mandato y, por supuesto, no es el resultado de una elección en donde todos han sido convocados a intervenir.

Es muy cierto, y lamentamos mucho que otros juicios universales y necesarios que versan sobre una disposición llamada también natural no hayan esperado un sufragio afirmativo para instalarse en nuestra vida con todo el peso de una verdad absoluta: "todos los hombres son mortales" es una solemne proclamación que no espera el consentimiento de un plebiscito para hacer sentir su desagradable presencia. En general, ocurre lo mismo con casi todas las verdades asentadas de una vez y para siempre con el conocimiento que nos es dable tener sobre las cosas.

Se me dirá que no distingo muy bien entre las imposiciones de la existencia real y las que provienen de una enseñanza discutible. Nadie que esté en sus cabales puede dudar de que se va a morir, pero no tiene la misma seguridad con respecto a su salvación eterna, de tal modo que la imposición compulsiva de un saber salvífico atenta directamente contra su libertad de optar.

¿Es que las medidas que se toman en caso de epidemia son tan indiscutibles como la aseveración de nuestra mortalidad?

¡Ah!... pero son propuestas por un cuerpo médico de una sociedad, y esta institución está formada por hombres que han hecho sus estudios en una facultad y poseen un saber perfectamente corroborado por la experiencia científica.

Con anticipación, y para evitar cualquier discusión en este espinoso asunto, hemos decretado que la teología no es ciencia y que en el desorden instalado en la sociedad civil valen todas las opiniones que puedan concurrir al mantenimiento de la universal algarabía.

Una sociedad es un todo accidental, sostenido en su unidad práctica por la concurrencia activa de todos sus miembros. Para que esta concurrencia no sea caótica y permita un sano desenvolvimiento de todos y cada uno de sus constituyentes, se impone un adecuado ejercicio de las virtudes naturales y la vigencia de principios espirituales que corroboren y animen su ejercicio.

La religión es imprescindible en la constitución de una sociedad; sin ella careceríamos de esa íntima retención que preside el perfeccionamiento de la vida interior y permite el desempeño ordenado de nuestra conducta. Se me dirá que con la propia conciencia basta, pero si de la conciencia ha desaparecido la presencia del juez insobornable, ante el cual no me siento jamás solo y me corrijo hasta de mis malos pensamientos, no garantizo por mucho tiempo la persistencia de una actitud noble y generosa, a no ser que el impulso dado por los usos y las costumbres de inspiración religiosa sostengan mi ánimo por tiempo indeterminado.

La revolución ha destruido los lazos de dependencia creados por la historia y la orgánica concurrencia de las desigualdades, tanto personales como familiares, impuestas en el curso del tiempo. Esto quiere decir que una sociedad civil fundada sobre la adhesión viva a la fe enseñada por la Iglesia Católica conformó una serie de organismos e instituciones sociales que, en perfecta obediencia a las inspiraciones de la naturaleza social, permitieron el desarrollo de un orden en el que las diferencias y las desigualdades de los temperamentos y disposiciones concurrían a la riqueza y perfección de los entrecambios, sin poner detrimento a las energías individuales.

Indudablemente fue una sociedad que reconocía los privilegios familiares, pero éstos estaban sostenidos por un talante que suponía todas las obligaciones inherentes a esos privilegios, y estas obligaciones respondían a funciones reclamadas por las exigencias de la naturaleza social. Si una sociedad tiene que ser comandada por una minoría, nada más lógico ni natural que esa minoría se forme en el seno de las familias que han sobresalido en el curso del tiempo gracias a los servicios prestados a la comunidad.

La Iglesia y el Ejército son dos instituciones aristocráticas por antonomasia, y si bien las prelacías en una y otra se dirimen según criterios distintos, el buen nacimiento, la costumbre del comando y el recato señorial se imponen como integrantes insustituibles para el buen desempeño de la autoridad. Es una ley de buen sentido que nadie está en condiciones de mandar bien y con eficacia si no ha aprendido a obedecer en un clima de respeto y de amable autoridad. Arrodillarse para recibir la bendición del padre o de la madre hoy puede parecer una desagradable comedia anacrónica, y provocar la risa de todos esos sobrinos sin herencia en que nos hemos convertido merced al influjo de las nuevas costumbres. Bien considerado, es un rito que imponía en la vida familiar un clima de sagrado respeto, que enaltecía la función del padre y la convertía en un analogado terrestre de la Providencia.

Se me dirá, abusando de la proyección semántica del término autoridad, que eso era autoritarismo, y no se advertirá —como es hoy habitual— que el carácter sacral que se daba a las funciones sociales, lejos de aumentarlo, impedían su uso arbitrario colocándolas en una atmósfera de veneración, que valía tanto para el que ejercía el cargo como para aquél en cuyo beneficio se ejercía. El aura sacral con que se rodea al poder tiene el propósito de colocarlo en el terreno de una jurisdicción plena de limitaciones y responsabilidades, que el hombre desprovisto de una visión religiosa de la existencia difícilmente pueda comprender en toda su plenitud.

El dinero tiene un fuerte interés en disminuir el prestigio de todas las instituciones nobles, y como es el dinero el que paga la revolución, una lenta y progresiva detracción ha sido instigada por las oficinas de la propaganda libresca y periodística. Se trata de presentar los ritos que rodean a las figuras de comando y de prestigio como si fueran vanas ostentaciones del orgullo y no señales y signos necesarios para imponer al poder los recaudos de una precavida y ceremoniosa manifestación. Es perfectamente lógico que cuando vemos una representación fílmica de Versalles u otra corte principesca, la mímica de los comediantes delate ostensiblemente el ridículo de los gestos, que carecen de la espontánea seguridad que tuvieron sus auténticos intérpretes.

Precisamente las dos instituciones más afectadas por la ausencia de verdaderos nobles han sido la Iglesia y el Ejército, y se echa de ver en los representantes de ambas jerarquías la falta de dignidad, y muchas veces hasta la grosería servil de sus integrantes. Y esto porque se pasa de las más absurdas expresiones de la soberbia plebeya a las muestras humillantes de una sencillez más simulada que auténtica. El hombre de baja condición muestra su falta de clase especialmente cuando quiere disimularla y finge una altivez que no ha conquistado en el curso de una vida plena de dignidad y nobleza.

Un militar, si no es un caballero y educado como tal, por lo menos debe querer parecerlo y tomar sus modelos en aquellos que lo son y lo parecen. Cuando tales modelos faltan, la improvisación y el mal gusto se reflejan en su conducta e imprimen a todos sus actos el sello de su radical villanía.

Un alto prelado dispuesto a todos los compromisos y transacciones que le impone el que lo soborna, cualquiera sea la calidad del soborno: publicitario, financiero o agresivo, es una pobre representación de Cristo, que ofrecerá sus mejillas, y acaso sus nalgas, en una parodia infame de la generosidad del Señor.

Saber aquello que hay que hacer para conservar el respeto y la dignidad de un cargo elevado no es algo que pueda aprenderse en un par de sesiones con el encargado del ceremonial: se lleva inscripto en la sangre, en las costumbres, en los gestos y hasta en la manera de estar parado, y esto resulta siempre de un ambiente familiar donde se han cultivado esos modales y se los ha practicado junto con las virtudes que hacen al señorío en el orden moral.

Si una sociedad se despreocupa de la formación de su clase dirigente y la abandona al riesgo eventual de los sufragios, en realidad crea con este expediente una oligarquía parásita que vive de la recolección de votos y medra en las oscuridades de los plebiscitos, con un ojo puesto en lo que debe decir a sus votantes y el otro en el bolsillo del que paga la publicidad que debe llevarlo al pináculo de la popularidad.

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