Arístides Julio Garro

In memoriam

 

Después de una larga agonía, aceptando pero a la vez enfrentando la enfermedad que en la plenitud de la vida lo sorprendiera, Arístides Julio Garro —en el último lunes de Pascua— entregó su alma al buen Dios, significándonos con ese supremo gesto que para el cristiano la muerte, más que una derrota, tiene el sentido del triunfo definitivo.

Varios son los aspectos con que podría ser abordada la personalidad de nuestro desaparecido amigo y camarada, pero aquél que lo distinguió sobremanera —como corresponde a un hombre de su envergadura moral— fue la desinteresada y constante adhesión a los ideales religiosos y patrióticos que abrazara ya en los años juveniles, y que hasta el último minuto —soy testigo de ello— mantuviera como el más preciado tesoro y la herencia a trasmitir a las nuevas generaciones.

Dicha conjunción espiritual lógicamente plasmó en el sostenimiento de los principios del tradicionalismo español, abrevados en meditadas lecturas de sus mejores exponentes: Saavedra Fajardo, Quevedo, Donoso Cortés, Vázquez de Mella, Elías de Tejada, y a quienes ajustó su discurso, aplicado en diversos artículos, en las dilatadas pláticas con viejos y nuevos amigos y, fundamentalmente, en la prolongada actividad docente, tarea en la cual insufló a sus jóvenes discípulos de una armadura intelectual tal que hizo reconocer a alguno de ellos, valga la anécdota, como “carlista”, aunque causando ello extrañeza en un ámbito —la Universidad de Navarra— en que por las circunstancias geográficas debería haber sido entendido como algo auspicioso y normal. Y este descendiente de rudos navarros refería el hecho socarronamente, con la íntima satisfacción de que el maestro vive y es capaz de dar aviso en territorio por el momento perdido, de que los añejos principios constitutivos de la Hispanidad no han muerto y que resisten.

Así como él resistió a la muerte, no por apego desordenado a la vida sino para prolongar lo más posible el ejercicio de su paternidad, en una época en que dicha función resulta singularmente atacada por ser bastión de los últimos del orden tradicional y —¿por qué no?— para, junto a los que lo allegáramos, evocar las glorias de la estirpe y soñar con un mañana en el que los arquetipos de antaño sean reconocidos en la vida pública de los estados y de la Iglesia.

Ese entusiasmo, que no lo abandonó aun en las circunstancias más adversas de su vida, lo movió a sumarse con ánimo desbordante a la tarea fundacional de esta Hermandad, la que reconoció en él a un miembro eminente, tanto por su pensamiento esclarecido como por su noble corazón, que queda para nosotros como ejemplo de aquilatada hombría.

Sería incompleta la semblanza del inefable Coco sin hacer mención de su abnegada esposa, quien con amor, devoción y una fortaleza física y moral difícilmente igualables, sostuvo al gigante en la dura enfermedad y, por sobre ello, contribuyó a que resaltara en lo doméstico —ámbito primario de la Patria— la dimensión última de su personalidad.

 

J. A. L.

 

 

 

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