LAS DOCTRINAS DEL CONCILIO VATICANO II
Buenos
Aires — República Argentina
Nadie que tenga una razonable
formación católica y no esté severamente afectado por prejuicios o mala fe
puede dejar de reconocer que muchas doctrinas propuestas por el Concilio
Vaticano II representan una profunda ruptura en la línea doctrinaria profesada
durante veinte siglos por la Iglesia católica.
Don Javier de Borbón —último
pretendiente carlista dinásticamente legítimo, nombrado regente de la Casa Real
en 1936— refiriéndose a dicho Concilio en 1964, decía en carta al Jefe
Delegado: “Prefiero estar lejos de este
Concilio, que muchas veces me empuja a la exasperación. Debemos hacer un acto
continuo de fe y de confianza en el Espíritu Santo”. No se engañaba Don
Javier en su evaluación del peligro que se avecinaba...
Afortunadamente —y no me caben dudas de
que gracias a la providencial intervención del Espíritu Santo— el referido
Concilio se autodefinió como un concilio pastoral —esto es, no dogmático— con
lo que, amén de manifestar su expreso rechazo de la divina asistencia, nos ha
eximido a priori a los católicos de
la obligación grave de aceptar sus enseñanzas, cuando estas contradigan las
multiseculares enseñanzas de la Iglesia, demostrando así una vez más la
realidad tangible de la asistencia del Paráclito.
No quiero entrar en el análisis de los
puntos en los cuales las doctrinas profesadas por el Vaticano II —y su
posterior explanación y aplicación práctica por las jerarquías eclesiásticas—
pueden considerarse heterodoxas, fundamentalmente porque carezco de la
idoneidad necesaria para la consideración de estos temas. Ellas han sido
suficientemente examinadas y enjuiciadas por especialistas de gran jerarquía y
versación, al punto tal que quien quiera informarse seriamente sobre ellas no
tiene excusa alguna para alegar ignorancia.
Quiero aquí referirme solamente a tres de
ellas, que me parecen como el núcleo del problema que planteo someramente, para
no exceder el espacio de esta nota.
Estas son: la libertad religiosa, la colegialidad y el ecumenismo.
Curiosamente estas tres doctrinas —profesadas, promovidas y publicitadas hasta
el hartazgo por las jerarquías eclesiásticas actuales de todos los niveles— se
corresponden como un guante a la mano con los tres principios motores de la
revolución llamada francesa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
La “Libertad” revolucionaria entra en
la Iglesia revestida con los ornamentos de la Libertad religiosa, de la
mano de la Declaración conciliar “Dignitatis Humanæ”, a través de la
renuncia al dogma de la Realeza Social de Cristo, la supresión voluntaria de
los Estados católicos —considerada ahora como un gran bien y propiciada desde
las altas esferas vaticanas— y las nuevas doctrinas sociales.
Ya en el año 1952 el Cardenal Pedro
Segura, Arzobispo de Sevilla, a través de dos luminosas Instrucciones pastorales (Sobre
la Unidad Católica en España y Sobre
la Libertad de Cultos), ponía en guardia a los españoles sobre las
consecuencias de estas doctrinas que se cernían entonces como negros nubarrones
en el horizonte hispánico, tal vez sin suponer que las mismas serían
promovidas, apenas una década después, por las más altas jerarquías de la
propia Iglesia.
Y nuestro admirado don Rafael Gambra, en
el tramo final del prólogo a su excelente libro “Tradición o mimetismo” (Ed. del Inst. de Est. Políticos, Madrid,
1976) colocaba estas palabras, claras y ejemplificadoras a este respecto: “Hace más de una década, allá por 1965,
escribí un libro (La unidad religiosa)
como esfuerzo último por salvar la unidad católica española frente a las aplicaciones
pluralistas y liberales de la Constitución “Dignitatitis
Humanæ” del Concilio Vaticano II. Ya estaba por entonces en marcha la Ley
llamada de “Libertad Religiosa”, que suponía la pérdida de esa unidad. Los
resultados son patentes para quien conozca de cerca el actual ambiente
espiritual de la juventud. La descristianización de España en el plazo de una
década no la consiguió ni aun la invasión agarena (mahometana) del siglo VIII”.
Y en ese mismo libro cita el autor lo que
él denomina “la conocida profecía de
Menéndez Pelayo” en la que éste afirma: “España,
evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de
Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésta es nuestra grandeza y
nuestra unidad, y no tenemos otra. El
día que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos o de
los Vectores o de los reyes de Taifas”.
La “Igualdad” revolucionaria se cuela
de polizón en la nave de Pedro con la llamada Colegialidad, mediante el abordaje de la Constitución conciliar “Lumen gentium” y el desarrollo de la
democratización de la Iglesia —institución divino-humana que, por definición y
por mandato de su Fundador, debe ser monárquica—, perpetrada a través de la
desjerarquización promovida por las conferencias episcopales, las conferencias
presbiteriales, los consejos pastorales, y la igualdad entre las religiones,
entre el alto y el bajo clero y entre el clero y los laicos.
Por fin, la “Fraternidad”
revolucionaria toma por asalto a la Iglesia con el caballo de Troya del Ecumenismo y los arietes de la nueva
misa, la reforma litúrgica, la Biblia interconfesional, la communicatio in sacris (vincularse en lo sagrado)..., y que
prevemos llevará, por último, a la creación de una única religión universal.
Como
decía más arriba, no es mi intención analizar estas desviaciones manifiestas a
la doctrina multisecular de la Iglesia católica, pero sí indagar someramente
sobre los efectos deletéreos de estas doctrinas en el pensamiento carlista,
toda vez que el carlismo presenta su adhesión al pensamiento católico como uno
de los pilares sobre los que se asienta su propia doctrina política.
“Dios, Patria, Fueros, Rey” es su divisa, donde Dios es el Dios Uno y Trino de los católicos; la Patria, la Hispanidad
toda, que nos abarca también a nosotros, los hispanoamericanos; los Fueros,
nuestros sagrados derechos civiles, que no son precisamente los Derechos del hombre de la revolución
dicha francesa y, lamentablemente, del actual pensamiento oficial y visible de
las autoridades vaticanas; y el Rey, aquél que deba ser, aunque hoy
no lo sea, vacante como está el trono por problemas dinásticos que no afectan
de manera alguna al fondo de la cuestión doctrinaria.
El grave problema que, a mi juicio,
afecta a los carlistas que aspiran a seguir siéndolo sin renunciar a su
adhesión a las doctrinas del Concilio Vaticano II —profesadas hoy por las actuales
autoridades vaticanas y la mayoría de las jerarquías eclesiásticas del mundo—
es que se hallan como cazados en la trampa mortal de una inconsecuencia principista,
que esteriliza su accionar doctrinario y práctico, y lo circunscribe a asuntos
menores y a las módicas disputas dinásticas, sin advertir que la lucha por los
principios del tradicionalismo político debe hoy, necesaria e
irrenunciablemente, ser llevada también al terreno religioso en el mismo seno
de la Iglesia católica, para poder sanear los cimientos sobre los que echar las
sólidas bases de su actualización política hic
et nunc.
El sano orden social es un orden
jerárquico, que exige el respeto orgánico de esas jerarquías, admirablemente
expresadas en el referido lema del carlismo: Dios, Patria, Fueros, Rey. Esto indica claramente que si falla un
escalón se deterioran irremisiblemente los escalones inferiores.
En el caso que comentamos, Dios significa la religión católica, apostólica y romana. Si no está perfectamente
clara la comprensión de lo que es esa religión,
con todas nuestras obligaciones para con el Creador, no solamente falla un importante
escalón sino la misma cúspide de la pirámide doctrinaria del carlismo.
Y la religión católica está colocada
precisamente allí, en la cúspide jerárquica de esa pirámide, porque es la raíz
germinal y nutricia de España, esa España que no se asienta solamente sobre la “Piel de toro”, sino que engloba también
a todos los miembros de la Hispanidad, producto fecundo de su espíritu
conquistador y misionero, único en toda la historia de la humanidad, y que hoy
aparece como narcotizado por esas doctrinas —tan alejadas de la verdad, y por
ende, de la esencia hispana— que le han instilado arteramente en su torrente
sanguíneo.
¿Cómo compatibilizar el concepto
jerárquico de la monarquía, de los fueros, de la patria y de nuestra dependencia del Dios verdadero,
Uno y Trino, o sea las doctrinas salvíficas de la religión católica, con
aquéllos principios revolucionarios y masónicos de “Libertad”, “Igualdad” y “Fraternidad”? ¿Cómo lograr que sea
fecundo un pensamiento tradicionalista que estará, necesariamente, como
escindido en dos, tironeado por la pugna de principios antagónicos? Será,
indudablemente, un gigante con pies de barro.
El
pensamiento carlista no puede, a mi juicio, desentenderse de manera alguna de
la grave crisis que hoy afecta a la Iglesia católica, a raíz de la pretensión
de introducir en su acervo doctrinario esos principios nefastos —tantas veces y
con tantísima autoridad y claridad condenados por numerosos y santos
Pontífices— ya que, si no hemos entendido mal la progresión jerárquica de
nuestra divisa, seremos primero católicos, luego hispánicos, más luego forales
y finalmente monárquicos.
Y no desentenderse de esta crisis de la
Iglesia significa, ante todo, no rehuir asumir en plenitud las
responsabilidades que, como católicos, nos caben ante dicha crisis: clarificar
las ideas propias y ajenas sobre la verdadera doctrina católica, aplicando la
regla de oro de San Vicente de Lerins para discernir la verdad en medio de este
tremendo embrollo de novedades heterodoxas: “Creer
lo que la Iglesia ha creído siempre, en todas partes y por todos”; resistir
dentro de la Iglesia las innovaciones perniciosas (nueva misa, nueva liturgia,
doctrinas espurias...), frecuentar los genuinos sacramentos —no los surgidos
con posterioridad al Concilio Vaticano II, de dudosa validez— para obtener las
gracias necesarias para afrontar esta lucha, que presagia ser encarnizada, y
rezar a la Santísima Virgen pidiéndole su intercesión ante Nuestro Señor para
mitigar y abreviar este período de prueba, haciendo sacrificios propiciatorios
con el mismo fin.
El germen de la fecundidad del
pensamiento carlista se encuentra, no me cabe la menor duda, en su adhesión a
la tradicional doctrina del catolicismo, hoy atacada una vez más por sus
ancestrales enemigos, pero esta vez desde adentro mismo de la Iglesia, con el
auxilio de muchos de sus propios hijos.
La
traición ya se ha consumado... No seamos también nosotros, por omisión, reos de
lesa religión, y con el auxilio de la Santísima Virgen, siempre presente en la
hispanidad bajo innúmeras advocaciones, tratemos —sé que humanamente parece
imposible— de reeditar la gesta de reconquista de Pelayo desde Covadonga, a
pesar de las propuestas ecumenistas de los modernos obispos Oppas, que con sus
cantos de sirenas nos proponen bajar la guardia pactando con el enemigo, para
recalar así en una falsa unidad religiosa mediante un nuevo culto pluralista,
en el que alegre e irresponsablemente nos congreguemos todos en amable montón.
Todos... menos Nuestro Señor Jesucristo.