LAS DOCTRINAS DEL CONCILIO VATICANO II

Y EL TRADICIONALISMO CARLISTA

 

Por Federico José Ezcurra Ortiz

Buenos Aires — República Argentina

 

            Nadie que tenga una razonable formación católica y no esté severamente afectado por prejuicios o mala fe puede dejar de reconocer que muchas doctrinas propuestas por el Concilio Vaticano II representan una profunda ruptura en la línea doctrinaria profesada durante veinte siglos por la Iglesia católica.

            Don Javier de Borbón —último pretendiente carlista dinásticamente legítimo, nombrado regente de la Casa Real en 1936— refiriéndose a dicho Concilio en 1964, decía en carta al Jefe Delegado: “Prefiero estar lejos de este Concilio, que muchas veces me empuja a la exasperación. Debemos hacer un acto continuo de fe y de confianza en el Espíritu Santo”. No se engañaba Don Javier en su evaluación del peligro que se avecinaba...

Afortunadamente —y no me caben dudas de que gracias a la providencial intervención del Espíritu Santo— el referido Concilio se autodefinió como un concilio pastoral —esto es, no dogmático— con lo que, amén de manifestar su expreso rechazo de la divina asistencia, nos ha eximido a priori a los católicos de la obligación grave de aceptar sus enseñanzas, cuando estas contradigan las multiseculares enseñanzas de la Iglesia, demostrando así una vez más la realidad tangible de la asistencia del Paráclito.

No quiero entrar en el análisis de los puntos en los cuales las doctrinas profesadas por el Vaticano II —y su posterior explanación y aplicación práctica por las jerarquías eclesiásticas— pueden considerarse heterodoxas, fundamentalmente porque carezco de la idoneidad necesaria para la consideración de estos temas. Ellas han sido suficientemente examinadas y enjuiciadas por especialistas de gran jerarquía y versación, al punto tal que quien quiera informarse seriamente sobre ellas no tiene excusa alguna para alegar ignorancia.

Quiero aquí referirme solamente a tres de ellas, que me parecen como el núcleo del problema que planteo someramente, para no exceder el espacio de esta nota.

 Estas son: la libertad religiosa, la colegialidad y el ecumenismo. Curiosamente estas tres doctrinas —profesadas, promovidas y publicitadas hasta el hartazgo por las jerarquías eclesiásticas actuales de todos los niveles— se corresponden como un guante a la mano con los tres principios motores de la revolución llamada francesa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.

La “Libertad” revolucionaria entra en la Iglesia revestida con los ornamentos de la Libertad religiosa, de la mano de la Declaración conciliar “Dignitatis Humanæ”, a través de la renuncia al dogma de la Realeza Social de Cristo, la supresión voluntaria de los Estados católicos —considerada ahora como un gran bien y propiciada desde las altas esferas vaticanas— y las nuevas doctrinas sociales.

Ya en el año 1952 el Cardenal Pedro Segura, Arzobispo de Sevilla, a través de dos luminosas Instrucciones pastorales (Sobre la Unidad Católica en España y Sobre la Libertad de Cultos), ponía en guardia a los españoles sobre las consecuencias de estas doctrinas que se cernían entonces como negros nubarrones en el horizonte hispánico, tal vez sin suponer que las mismas serían promovidas, apenas una década después, por las más altas jerarquías de la propia Iglesia.

Y nuestro admirado don Rafael Gambra, en el tramo final del prólogo a su excelente libro “Tradición o mimetismo” (Ed. del Inst. de Est. Políticos, Madrid, 1976) colocaba estas palabras, claras y ejemplificadoras a este respecto: “Hace más de una década, allá por 1965, escribí un libro (La unidad religiosa) como esfuerzo último por salvar la unidad católica española frente a las aplicaciones pluralistas y liberales de la Constitución “Dignitatitis Humanæ” del Concilio Vaticano II. Ya estaba por entonces en marcha la Ley llamada de “Libertad Religiosa”, que suponía la pérdida de esa unidad. Los resultados son patentes para quien conozca de cerca el actual ambiente espiritual de la juventud. La descristianización de España en el plazo de una década no la consiguió ni aun la invasión agarena (mahometana) del siglo VIII”.

Y en ese mismo libro cita el autor lo que él denomina “la conocida profecía de Menéndez Pelayo” en la que éste afirma: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésta es nuestra grandeza y nuestra unidad, y no tenemos otra. El día que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos o de los Vectores o de los reyes de Taifas.

La “Igualdad” revolucionaria se cuela de polizón en la nave de Pedro con la llamada Colegialidad, mediante el abordaje de la Constitución conciliar “Lumen gentium” y el desarrollo de la democratización de la Iglesia —institución divino-humana que, por definición y por mandato de su Fundador, debe ser monárquica—, perpetrada a través de la desjerarquización promovida por las conferencias episcopales, las conferencias presbiteriales, los consejos pastorales, y la igualdad entre las religiones, entre el alto y el bajo clero y entre el clero y los laicos.

Por fin, la “Fraternidad” revolucionaria toma por asalto a la Iglesia con el caballo de Troya del Ecumenismo y los arietes de la nueva misa, la reforma litúrgica, la Biblia interconfesional, la communicatio in sacris (vincularse en lo sagrado)..., y que prevemos llevará, por último, a la creación de una única religión universal.

Como decía más arriba, no es mi intención analizar estas desviaciones manifiestas a la doctrina multisecular de la Iglesia católica, pero sí indagar someramente sobre los efectos deletéreos de estas doctrinas en el pensamiento carlista, toda vez que el carlismo presenta su adhesión al pensamiento católico como uno de los pilares sobre los que se asienta su propia doctrina política.

“Dios, Patria, Fueros, Rey” es su divisa, donde Dios es el Dios Uno y Trino de los católicos; la Patria, la Hispanidad toda, que nos abarca también a nosotros, los hispanoamericanos; los Fueros, nuestros sagrados derechos civiles, que no son precisamente los Derechos del hombre de la revolución dicha francesa y, lamentablemente, del actual pensamiento oficial y visible de las autoridades vaticanas; y el Rey, aquél que deba ser, aunque hoy no lo sea, vacante como está el trono por problemas dinásticos que no afectan de manera alguna al fondo de la cuestión doctrinaria.

El grave problema que, a mi juicio, afecta a los carlistas que aspiran a seguir siéndolo sin renunciar a su adhesión a las doctrinas del Concilio Vaticano II —profesadas hoy por las actuales autoridades vaticanas y la mayoría de las jerarquías eclesiásticas del mundo— es que se hallan como cazados en la trampa mortal de una inconsecuencia principista, que esteriliza su accionar doctrinario y práctico, y lo circunscribe a asuntos menores y a las módicas disputas dinásticas, sin advertir que la lucha por los principios del tradicionalismo político debe hoy, necesaria e irrenunciablemente, ser llevada también al terreno religioso en el mismo seno de la Iglesia católica, para poder sanear los cimientos sobre los que echar las sólidas bases de su actualización política hic et nunc.

El sano orden social es un orden jerárquico, que exige el respeto orgánico de esas jerarquías, admirablemente expresadas en el referido lema del carlismo: Dios, Patria, Fueros, Rey. Esto indica claramente que si falla un escalón se deterioran irremisiblemente los escalones inferiores.

En el caso que comentamos, Dios significa la religión católica, apostólica y romana. Si no está perfectamente clara la comprensión de lo que es esa religión, con todas nuestras obligaciones para con el Creador, no solamente falla un importante escalón sino la misma cúspide de la pirámide doctrinaria del carlismo.

Y la religión católica está colocada precisamente allí, en la cúspide jerárquica de esa pirámide, porque es la raíz germinal y nutricia de España, esa España que no se asienta solamente sobre la “Piel de toro”, sino que engloba también a todos los miembros de la Hispanidad, producto fecundo de su espíritu conquistador y misionero, único en toda la historia de la humanidad, y que hoy aparece como narcotizado por esas doctrinas —tan alejadas de la verdad, y por ende, de la esencia hispana— que le han instilado arteramente en su torrente sanguíneo.

¿Cómo compatibilizar el concepto jerárquico de la monarquía, de los fueros, de la patria y  de nuestra dependencia del Dios verdadero, Uno y Trino, o sea las doctrinas salvíficas de la religión católica, con aquéllos principios revolucionarios y masónicos de “Libertad”, “Igualdad” y “Fraternidad”? ¿Cómo lograr que sea fecundo un pensamiento tradicionalista que estará, necesariamente, como escindido en dos, tironeado por la pugna de principios antagónicos? Será, indudablemente, un gigante con pies de barro.

El pensamiento carlista no puede, a mi juicio, desentenderse de manera alguna de la grave crisis que hoy afecta a la Iglesia católica, a raíz de la pretensión de introducir en su acervo doctrinario esos principios nefastos —tantas veces y con tantísima autoridad y claridad condenados por numerosos y santos Pontífices— ya que, si no hemos entendido mal la progresión jerárquica de nuestra divisa, seremos primero católicos, luego hispánicos, más luego forales y finalmente monárquicos.

Y no desentenderse de esta crisis de la Iglesia significa, ante todo, no rehuir asumir en plenitud las responsabilidades que, como católicos, nos caben ante dicha crisis: clarificar las ideas propias y ajenas sobre la verdadera doctrina católica, aplicando la regla de oro de San Vicente de Lerins para discernir la verdad en medio de este tremendo embrollo de novedades heterodoxas: “Creer lo que la Iglesia ha creído siempre, en todas partes y por todos”; resistir dentro de la Iglesia las innovaciones perniciosas (nueva misa, nueva liturgia, doctrinas espurias...), frecuentar los genuinos sacramentos —no los surgidos con posterioridad al Concilio Vaticano II, de dudosa validez— para obtener las gracias necesarias para afrontar esta lucha, que presagia ser encarnizada, y rezar a la Santísima Virgen pidiéndole su intercesión ante Nuestro Señor para mitigar y abreviar este período de prueba, haciendo sacrificios propiciatorios con el mismo fin.

El germen de la fecundidad del pensamiento carlista se encuentra, no me cabe la menor duda, en su adhesión a la tradicional doctrina del catolicismo, hoy atacada una vez más por sus ancestrales enemigos, pero esta vez desde adentro mismo de la Iglesia, con el auxilio de muchos de sus propios hijos.

La traición ya se ha consumado... No seamos también nosotros, por omisión, reos de lesa religión, y con el auxilio de la Santísima Virgen, siempre presente en la hispanidad bajo innúmeras advocaciones, tratemos —sé que humanamente parece imposible— de reeditar la gesta de reconquista de Pelayo desde Covadonga, a pesar de las propuestas ecumenistas de los modernos obispos Oppas, que con sus cantos de sirenas nos proponen bajar la guardia pactando con el enemigo, para recalar así en una falsa unidad religiosa mediante un nuevo culto pluralista, en el que alegre e irresponsablemente nos congreguemos todos en amable montón.

Todos... menos Nuestro Señor Jesucristo.

 

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