"... Y el Rey"

Por Alvaro Pacheco Seré

Montevideo. República Oriental del Uruguay.

"Por Dios, por la Patria y el Rey"es la síntesis sagrada que canta el himno. "Dios, Patria, Fueros, Rey" es el lema que contiene los valores inmutables de las naciones cristianas. De la Fe católica, del patrimonio espiritual común, del derecho consuetudinario de poblaciones y comunidades y del Poder Público legítimo derivan los principios políticos que sirven al bien común. Ellos tienen como finalidad trascendente la salvación de las almas, ordenadas a la Patria celestial.

Frente a estas verdades -tantos siglos indiscutidas y fructíferas- se rebeló el orgullo de los hombres. La revolución anticristiana pretende quebrar el "progreso hereditario", expresión célebre de Vázquez de Mella que reconoce a aquéllas vocación de permanencia. Se excluye a Dios de la vida pública; se desconoce la identidad nacional; se desvaloriza el Derecho ante manipulables libertades ficticias; se cuestiona la autoridad.

El demoníaco intento incluye además la arbitraria disociación de esos fundamentos sobrenaturales y naturales. Así, se puede creer en Dios, pero la Patria es pluralista; los fueros ceden al centralismo burocrático y la monarquía se parlamentariza. Después, se separa la Iglesia del Estado, la democracia liberal sustituye a las realidades nacionales, las diversidades se convierten en separatismos y se contesta el Poder Público. Hasta que la gravedad de la agresión política y social se manifiesta, sin máscara, en apostasía, desarraigo, desorganización y anarquía, lema definitorio de esta época dramática, que arriesga conducir al mundo y a la especie humana a desórdenes, corrupción y caos anteriores a toda civilización.

Analicemos, a la luz de esta situación, el concepto de Rey. Tal ha sido la prédica negadora de la institución monárquica tradicional, la difamación de las personas de los reyes cristianos, que la opinión pública reacciona generalmente con asombro y desconcierto ante cualquier intento de reivindicación histórica o doctrinaria.

Señalemos, ante todo, cómo en el sentimiento popular profundo subsiste una adhesión natural a la majestad real, a la personificación de la autoridad protectora que ella significa. Recordemos que en Hispanoamérica la recepción que se tributa siempre a los reyes de España no es la dispensada a otros Jefes de Estado extranjeros. En ella, y en las espontáneas aclamaciones de "¡ Viva el Rey !", hay que admitir la impronta del pasado hispánico y el filial reconocimiento de estas tierras hacia sus soberanos originarios y queridos. Lo advirtió Juan Ignacio Luca de Tena, respecto de Alfonso XIII, cuando destacaba que "En América del Sur, la popularidad personal del Rey acrecentaba con el prestigio histórico que aún conserva en aquellos países que fueron nuestros, la Corona de España". ( "Mis amigos muertos", Barcelona, 1971, p. 24).

Es evidente que el Rey no podrá readquirir vigencia sino en la restauración del tradicional lema: Dios, Patria, Fueros, Rey. Es sólo en esta unidad esencial que es concebible su presencia en la política actual. Como un Rey católico soberano de naciones católicas soberanas, en nuestro caso Hispanidad; como Corona de sus comunidades naturales jerarquizadas. Porque ese es el Rey combatido por los sectores ilegítimos, no públicos y anticristianos que hoy detentan el poder en los territorios nacionales. Es a él a quien temen, como real intérprete de la fe y de la voluntad de los pueblos, contrariada por la antinatural "democracia universal".

El ataque comenzó con la Reforma protestante en Inglaterra al operar la ruptura del Rey con Roma, en rebelión contra la autoridad sobrenatural. Continuó con la revolución francesa, al decapitar al Rey en rebelión contra la autoridad natural. De este crimen político y religioso dijo Balzac: "Al cortar la cabeza a Luis XVI, la Revolución cortó la cabeza a todos los padres de familia. No hay más familia hoy, solo hay individuos".

Fueron rebeliones organizadas, condenadas por santos y por Papas, que tenían por objetivo al Trono y al Altar. La Bula "Providas" de Benedicto XIV, de 1751, renovó la prohibición de la masonería invocando las Pandectas del derecho romano, que consideraban usurpación de soberanía la constitución de sociedades sin permiso de la autoridad regia. San Alfonso María de Ligorio, patrono de los abogados, también advertía en esos años: "Esta secta será la ruina no sólo de la Iglesia, sino de los reinos y de los soberanos. Los monarcas no se cuidan de ella, pero será ya tarde cuando lo lamenten. La masonería no tiene por qué hacer caso de los reyes cuando no lo hace de Dios".

El "partido filosófico", como se le llamó, hace triunfar sus ideas políticas en la Constitución de los Estados Unidos de América, en la Declaratoria Universal del Hombre francesa, en la Constitución de Cádiz de 1812, en las Constituciones de nuestros países. Se divide lo indivisible: la soberanía, el poder supremo, reside en el pueblo. Se impone una ficción, una contradicción insuperable, pero que halaga el orgullo humano: el gobernado pasa a ser gobernante. En la realidad política, el Poder deja de ser público, servidor y responsable; comienza su desplazamiento a sectores privados internacionales más o menos secretos e irresponsables por principio.

Sin embargo, es tal el arraigo popular de las monarquías tradicionales, que la revolución que procura suprimirlas tiene que recurrir, en algunas naciones, a las llamadas monarquías constitucionales o liberales o parlamentarias en las que, según la conocida frase de Thiers, el Rey reina pero no gobierna. En ellas, la contradicción subsiste: el rey reconoce que su poder no viene de Dios, como enseñó Nuestro Señor, sino de votaciones que pueden suprimir incluso la propia Corona.

Así ha ocurrido en España donde, sin respeto a los principios instauradores de una monarquía católica, tradicional, social y representativa, desde 1978 rige una Constitución y reina un Monarca con los principios revolucionarios. La Masonería Simbólica Regular Española, en aclaratorio y decisivo documento firmado el 31 de octubre de 1977, publicado en "La Masonería que vuelve" de Angel Ma. de Lera (ed.Planeta, Barcelona, 1981, p.220 y ss.), declaró "llegado el momento de afirmación y confirmación de la Monarquía Democrática Española representada por su Ilustre y Joven Rey, Don Juan Carlos I de Borbón".

Es lo que en "Acción Española" habían condenado como "república coronada", Pemán, despectivamente, como "muñeco constitucional de la cúspide"; y de la cual J.I. Luca de Tena decía ante Alfonso XIII, en 1935, que "no queremos olvidar que a la Corona Real de España la remata una Cruz, y no concebimos a la Sagrada enseña de Cruz rematando un gorro frigio" (ob.cir., op.22). Blas Piñar, como monárquico, ha preferido una república presidencialista antes que esta desnaturalizada forma monárquica.

El Conde de Chambord en Francia ya se había negado a asumir como Rey Enrique V bajo la bandera tricolor de la revolución. Vázquez de Mella también rechazó tanto al absolutismo -en rigor imposible en los hechos políticos- como a esta monarquía parlamentaria, definiéndose por la forma tradicional y verdadera: "con los concejos, las comunidades y hermandades, las Juntas y Diputaciones Forales, y las Cortes de distintos reinos, condados y señoríos, es el organismo nacional que sobre el suelo de la patria fueron levantando las generaciones. Tiene su apoyo en la tradición, que es el sufragio universal de los siglos. Se funda en el derecho cristiano y en la voluntad nacional, que no es la movible y arbitraria opinión de un día, sino el voto unánime de las generaciones unidas y animadas por las mismas creencias e idénticas aspiraciones"(cit. en J. Acedo Castilla: "En el LXX aniversario de Mella", "Razón Española" Nº 88, marzo-abril 1988). Del Rey constitucional había prevenido: "La Monarquía que se asocia con el liberalismo y busca en los partidos liberales y en las constituciones que ellos tejen y destejen su apoyo, se suicida".

No pudieron preverse en toda su magnitud las consecuencias de las victorias y logros de la revolución anticristiana en lo referente a la forma de gobierno. Sin autoridad basada en la Ley de Dios -sin patria, sin padres, sin Reyes- las sociedades inician un proceso de disolución. Reacciones naturales restauradoras del orden -que sólo es generado por la autoridad- surgieron en Europa y en América en décadas anteriores a la imposición del agnóstico, ilimitado y totalitario régimen político actual. Fueron encarnadas por Caudillos o Jefes de Estado que demostraron con sus gobiernos necesarios y legítimos -aunque sin sucesión- que el Poder Público viene de Dios y es de derecho natural.

Similar proceso político acaeció en estas tierras cuando cayó la Corona española, sucedió la emancipación y los caudillos criollos inicialmente colmaron el vacío de poder uniendo en sus personas, como los Reyes, los aspectos civil y militar del Poder, tal cual corresponde a la indivisibilidad de la soberanía.

Después, el nuevo poder internacional domina las naciones católicas y se extiende implacable y fulminante por obra de poderes contradictorios, juramentados y reservados, inspirados en la filosofía y símbolos masónicos. Al proclamar contemporáneamente el Concilio Vaticano II la libertad religiosa y, en consecuencia, el laicismo de Estado, observa con agudeza Rafael Gambra "ya resulta imposible mandar y prohibir cosa alguna"; "es la muerte de toda autoridad y gobierno"; "se cae en el puro positivismo legal"; " se vive de lo que queda de fe ambiental en los hombres, en las familias y en las costumbres".("La declaración conciliar de libertad religiosa y la caída del régimen nacional", Boletín de la Fundación Francisco Franco, Nº 86, Oct.1995). La divisa carlista es disociada y alterada. El dinero, los partidos, la opinión pública, el liberalismo subversivo, en "tenebrosa alianza", sus sucedáneos.

Sólo en caso de imprudente precipitación de su obra, los propios sectores que originan y dirigen la revolución recurren al reservado apoyo de dictaduras que les aseguren el retorno a la "normalidad institucional democrática". Eugenio Ionesco pudo ante ello prever: "Finalmente, un día, se restaurará la monarquía, contra la dictadura y contra la anarquía".

Sin embargo, aun esos arbitrios parecen superados ante la consolidación del "nuevo orden mundial". La tolerancia religiosa y política utilizada para implantar este poder extraño a las naciones cristianas, ha dado paso a un indisimulado dogmatismo de signo contrario. La Constitución francesa de 1958 lo anunció al disponer, en asombrosa negación de su propio principio de la soberanía popular, que: "La forma republicana de gobierno no puede ser objeto de revisión" (art.89 "in fine"). Los Estados quedan constreñidos -so pena de sanciones insoportables- a pertenecer al sistema democrático global.

Para contener los desbordes del poder, la democracia decimonónica simuló una separación de poderes, una rotación de los gobernantes y una sumisión al derecho que ya se percibe no son verdaderas. Las estructuras reales de poder no cambian; las normas jurídicas sí, a discreción de los parlamentarios. No obstante, nadie teoriza ni asume la "democracia universal" que hoy predomina. Ella "está", sin justificación; sólo se le critica algún exceso, aceptándola.

Sin embargo, aun en el presente estado de descaecimiento de valores y desconocimiento de principios, es notable y esperanzador observar como surgen "voces" excepcionales e inspiradas que acuden a las reservas conceptuales verdaderas inscriptas siempre en el corazón humano.

La publicación del libro "Ser Rey" de Mariano Navarro Rubio motiva a Javier Nagore Yarnoz estas sabias reafirmaciones: "la realeza no es una persona, ni tampoco una dinastía. Es una institución suprema con doble oficio: representar la unidad de todas las regiones y pueblos que conforman la Patria, y aunándolas en una común lealtad, gobernar al servicio de unas libertades concretas de personas y familias, regiones y pueblos, ordenándolos al bien común". ( "Razón Española", Nº 68, Nov-Dic. 1994).

En Francia también aparecen ensayos de amplia divulgación con acertados juicios y reflexiones sobre el Rey. Dicen Marcel Jullian y Philippe Guilhaume: "El Rey dispone de la legitimidad natural, en nombre de un contrato tácito entre todos los miembros de la familia, contrato del cual la Iglesia es el notario. Es un juramento pronunciado delante de Dios". ( Initiation a l’histoire des Rois de France", Perrin, Paris, 1989).

Michel de Preux, en "Charles-Louis de Haller, un légitimiste suisse" (1997, p. 30-31), niega títulos de legitimidad a estas democracias y considera no son susceptibles de adquirirlos "porque proceden originariamente de una imposición de puro hecho por parte de quienes fueron y son ‘insurgentes por vocación’ contra la Casa real de Francia".

Jean-Paul Roux escribe "Le Roi. Mithes et symboles" (Fayard, Paris, 1995), enjundioso y erudito trabajo, y así presenta el tema: "la historia de la monarquía es la de un gran amor recíproco entre el rey y sus súbditos"(p.17). "En su conjunto, la historia del mundo ha sido monárquica hasta las revoluciones americana de 1783 y francesa de 1789"; "todas las grandes civilizaciones, y aun las menos grandes, han sido monárquicas sobre todos los continentes"(p.35). Con realismo, reconoce que "ser responsable ante Dios, no debe significar mucho, me temo, para la mayoría de nuestros contemporáneos, pero era profundamente angustiante en una época de fe y para príncipes muy cristianos, que tenían conciencia que sus faltas eran más graves que las de los demás"(p.270). La tesis de la obra es que la monarquía no necesita justificarse: es; ahí reside su legitimidad. Continuo y sagrado, el poder real "es un punto de encuentro en cierto modo un ‘axis mundi’ que vincula el cielo a la tierra". "Sin religión, no hay rey. Y casi puede decirse: sin rey, no hay religión" (p.27). Así, concluye, "el rey pertenece a nuestra historia y sin ella no podemos comprender realmente lo que somos". "No se equivocaban quizás aquellos que exclamaban:‘¡ Vivat rex in aeternum!’ "(p.319).

Dios, Patria, Fueros, Rey continúan expresando la doctrina fundada en la Verdad Revelada y en el derecho público natural, que regía la historia de la evangelización hasta la rebelión del Principio del Mal. Ante las imperfecciones humanas, son sus límites insuperables la justicia y la religión, el temor de Dios. Ambas son garantía de buen gobierno. Definía San Isidoro de Sevilla: "El rey llamado así por referencia a la actuación recta (rex). En efecto, si él reina con piedad, justicia y misericordia hay derecho a llamarlo rex". Siglos después, las Ordenanzas Reales de Castilla de 1492, comenzaban reconociendo que la justicia "ayunta en igualdad de derechos a los soberanos con los baxos y los reyes como ministros della son tenidos a quedar y mantener".

El "sacre" o la coronación significan la unión del Rey con el reino, sometidos a Cristo Rey. Los Papas o los Obispos, en Toledo o en Reims, a San Fernando o a San Luis, consagraban su soberanía. Los reyes, enseña el Magisterio, deben sentirse representantes de Dios. La potestad, como relación, viene de lo Alto y el Rey reina y gobierna la nación conforme ella se ha constituído históricamente, con sus consejos, ciudades, cuerpos y familias naturales. Sobre él sólo vigilaba en la Cristiandad, la autoridad religiosa y moral del Papado.

Queda así expuesta en nuestra época, y esto es beneficioso, la opción entre dos únicos y contradictorios sistemas: esta democracia moderna ( ya no puede haber referencia a otra) y la monarquía católica tradicional.

La república democrática, en su triunfo terrenal, exhibe su naturaleza y sus frutos: es la negación del rey, de la potestad, y del régimen político. No es una forma de gobierno: es el no gobierno. En los hechos, encubre poderes que no vienen de Dios y que persiguen la destrucción del orden resultante de la monarquía milenaria. No gobierna: ha hecho al hombre ingobernable.

Había afirmado el Cardenal Pie: "Cuando el principio permanece, el príncipe no es nunca definitivamente destronado". Este es el único régimen político supérstite como tal, aunque sea sólo en principio, porque es el que respeta el plan de Dios. En esto radica el drama de los hombres del fin del milenio: el aparente Poder Público es detentado -con carácter dogmático, alcance totalitario y pretensión de universalidad- por quien lo niega en teoría y lo disuelve en la práctica.

Es tiempo de sacrificios y Fe. "Por Dios, por la Patria y el Rey" se ha convertido ya en clamor por la intervención sobrenatural liberadora del Mal.

 

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