EL CONCEPTO TRADICIONAL DEL ESTADO EN ESPAÑA

 

Por Laura Calderón de Civit

Provincia de Mendoza, República Argentina.

LA TRADICIÓN

El término tradición y su adjetivo tradicional, cuando se aplican a una institución determinada, significan fundamentalmente que esa institución reconoce como base de su autoridad un principio religioso que la liga —tanto en su origen como en su finalidad y responsabilidad— a la autoridad divina. Que tal fue la situación del Estado, o lo que se entendía por tal, en el mundo antiguo y en la Edad Media, es una verdad que nadie pone en duda, aunque varíen las formas de comprender esta dependencia.

La Iglesia Católica nació y se desarrolló en los límites del Imperio Romano, y fue la organización jurídica y política del Imperio la que primeramente cubrió el vasto territorio donde creció la Cristiandad. Recordamos que tanto el orden político como el orden jurídico imperial tenían una vigencia que respetaba —en la mayor parte de los lugares dominados— los usos y las costumbres legales de los pueblos dominados. En realidad, la ciudadanía de pleno jure suponía una elección y un privilegio a través de los cuales Roma preparó las minorías dominantes.

La paulatina caída del Imperio Romano fue dejando —en los países que todavía reconocían la borrosa figura de un Emperador como jefe supremo— restos de una organización civil en manos de los jefes militares bárbaros, que se vieron obligados por la fuerza de los hechos a dejar la tramitación de los asuntos civiles bajo la responsabilidad de los clérigos, porque eran los únicos que sabían descifrar un documento o redactar, en caso de necesidad, el texto de una ordenanza.

Ninguna figura tanto como la del Papa Gregorio Magno puede servir como punto de unión entre la fenecida influencia del antiguo imperio y el nacimiento de ese cuerpo político que se llamó la Cristiandad y que estuvo protegido bajo la sombra del "corpus mysticum" de la Iglesia Católica. En su época la conquista visigótica había completado la unificación de España bajo un solo dominio. Leovigildo —uno de sus caudillos más aventajados— era arriano, y fueron los obispos de esta confesión herética los encargados por el rey bárbaro de todos los aspectos en que su gobierno precisaba de letrados.

Aquí —como en muchas situaciones parecidas— fue una mujer, la esposa de Hermenegildo, hijo del rey, la que se encargó de conducir a su marido hacia la fe de Nicea. Las vicisitudes de este hijo de Leovigildo fueron recogidas con veneración por el mismo Gregorio Magno, y constituyen el más importante de los documentos históricos que existen sobre este príncipe, que fue canonizado por la Iglesia.

Sin lugar a dudas el trabajo literario de Gregorio Magno respondía a las exigencias del género hagiográfico, al que una crítica histórica demasiado prolija encontraría defectos hermenéuticos que permitirían hablar de una ficción. Esta fue la acusación lanzada por el historiador alemán Dudden, a quien respondió el italiano Moricca en su "Storia della letteratura latina cristiana", poniendo las cosas en su debido orden y distinguiendo lo que era propio del género hagiográfico y aquello que pertenecía a una auténtica trama histórica.

Hermenegildo pudo decir también que su reino no era de este mundo, y pasó al otro sin haber ceñido la corona de los visigodos. Leovigildo murió también a su vez, y dejó el trono en las manos de Recaredo (587), quien cumplió los votos del príncipe mártir y condujo a España hacia la verdadera fe. (Ver: Introducción General a las "Obras de San Gregorio Magno", escrita por Melquíades Andrés, en la edición preparada por la BAC, Madrid 1958, pp. 24 y ss.).

El Papa Gregorio, sin dejarse llevar por una nostalgia que el drama de su época hacía peligrosa, fue el primero en abrirse a considerar la posibilidad de incorporar esas nuevas fuerzas bárbaras al servicio de la misión de la Iglesia, y no se contentó con ver esa posibilidad en abstracto sino que dio los primeros pasos para convertir su sueño en realidad. Como escribe el Padre Melquíades Andrés: "No tuvo que luchar con desviaciones dogmáticas, sino con la desesperación de los vencidos y la soberbia de los vencedores. En su trato con los invasores y en su acción en Roma, asistimos al nacimiento de lo que se llama actualmente la cristiandad sacral, que caracterizó varios siglos del medioevo y que consiste en una íntima cohesión de lo espiritual y temporal en el gobierno de las ciudades, en el cual la Iglesia asume tareas del dominio temporal". (Ibid., p. 30).

En su acepción más vasta y universal la tradición no nace con Gregorio Magno, y aunque en España la vemos surgir con Recaredo durante el pontificado de este Papa, esto no significa que las formas de gobierno paganas carecieran completamente de todo juicio valedero acerca de la sacralidad del Estado. En verdad, la idea de un Estado absolutamente laico nace con la Revolución, aunque esté incoada en algunos trabajos precursores, como el "Defensor Pacis" de Marsilio de Padua.

Señala don Francisco Elías de Tejada que es la sumisión de los hechos a una metafísica previa lo que caracteriza el pensamiento político español cuando cae en la faena de explicar la Revolución. Lo dice con palabras que eximen de todo comentario y nos ponen en el camino de preguntarnos por lo que fue eso que él llama la Monarquía Tradicional. (Ver con ese título el libro del autor citado, que editó Rialp, Madrid 1954).

"Si fuera posible resumir la actitud de los pensadores hispánicos que han rozado el problema de tres siglos a esta parte, diría que la Revolución es para ellos, en primer término, un mal, y en segundo lugar, un absurdo". (Id., p. 116).

Un mal, porque indudablemente saca al Estado del quicio eclesiástico, donde cumple una función de gran nobleza pero subordinada a la misión encomendada por Cristo a la sociedad que preside el Papa. Un absurdo, porque desde ese mismo momento el Estado asume funciones eclesiales, que no está en condiciones de ejercer ni de cumplir. El carácter eclesial del Estado moderno ha sido puesto de relieve por todos los pensadores católicos que se han encargado de estudiar el tema con alguna competencia teológica.

Hay palabras que resultan insustituibles para comprender en toda su latitud un proceso. Y en el caso muy preciso del paso del Estado Tradicional al Estado Moderno es la palabra secularización la que mejor cumple el cometido. En su acepción jurídica más fácilmente comprensible, secularizar significa volver al orden civil o laico lo que pertenecía a la Iglesia. Así sucede cuando se destina a un servicio social cualquiera un edificio destinado al culto. Cuando se trata de un valor de carácter espiritual —como puede ser un dogma de fe— la secularización se cumple cuando se da de él una interpretación puramente naturalista. La Iglesia de Cristo tiene el propósito, encomendado por su fundador, de llevar las almas hasta el Reino de Dios librándolas del error, del pecado y de la miseria. Cuando el Estado, en virtud de una ideología liberadora, toma en sus manos esta faena, se convierte en un sustituto laico de la Iglesia, pero como no puede cumplir su cometido en los límites de una realización temporal, justifica su fracaso con la institución del discurso revolucionario permanente, que puede resumirse en una sola frase: Hoy no se puede cumplir, pero mañana sí.

La Monarquía Tradicional fue en España un poder político destinado a cumplir funciones de gobierno que no podían ser realizadas por las comunidades intermedias, a las que unía y ayudaba sin tener la pretensión de reemplazarlas. Como la Iglesia Católica ocupaba todo el espacio social y espiritual —a partir del fuero íntimo de las personas, donde reina Cristo, hasta las más altas esferas del poder, donde impera su Magisterio— podemos decir que el Estado Tradicional es una realidad política en el seno de la Iglesia, pero no un instrumento a su servicio ni un poder que la usa como instrumento.

Estas son dos formas deficientes de entender la relación, que han sido propuestas en diversas oportunidades por los que, ayunos de teología, pretenden comprender una realidad de naturaleza eminentemente teológica. La Iglesia no puede ser el instrumento de ninguna finalidad que no sea la suya propia, ni puede tener instrumentos que no estén ordenados a sus propósitos salvadores. No obstante, es indudable que —aceptando al cristianismo como un conjunto de verdades reveladas para disponer la salvación— un Estado no puede sustraerse al magisterio de la Iglesia sin negar, implícitamente, la posibilidad de esa salvación.

Cuando se habla de Estado Tradicional o, en el mismo sentido, de Monarquía Tradicional, se hace expresa referencia a una forma política que supone la aceptación explícita del Magisterio de la Iglesia.

 

 

LOS FUEROS

En el Ius naturalismo moderno existe una tendencia irrefrenable a extraer los derechos del hombre a partir de una definición puramente abstracta del hombre. Es decir, a partir de eso que constituye la esencia del hombre se estatuyen deductivamente sus derechos, como si no existiera un movimiento de perfeccionamiento práctico que supone la inserción del hombre en una sociedad histórica determinada, en cuyo seno conquista los derechos que es capaz de alcanzar.

La idea de fuero apunta a este dinamismo perfectivo que supone, como fundamento antropológico, el carácter dialogal de la razón humana y su nacimiento en el seno de una familia, desde la cual y a partir de la cual se inserta en el orden político. Escribe Francisco Elías de Tejada, con toda la precisión deseable: "El pensamiento tradicional español opone a esa idea abstracta del hombre la de un hombre como ser histórico concreto, y la concepción del ordenamiento político como conjunto orgánico en posiciones vitales concretas. Actitud que cristaliza en los fueros, manifestación legal y política de la visión de la comunidad a manera de "corpus mysticum" de que hablan nuestros clásicos políticos". (F. Elías de Tejada: "La Monarquía Tradicional", ed. cit., p. 127).

Estos fueros no nacen deductivamente de la idea de hombre, y más que con el individuo aislado se conjugan con las comunidades orgánicas en las que se realizan las actividades fundamentales del hombre histórico: la familia, la corporación de oficio, el estamento, el pueblo, la región, etc. No hablamos en esta oportunidad del "corpus mysticum" porque se trata de una noción que no pertenece de derecho a la configuración política del Estado y puede dar nacimiento a una confusión entre lo que es propio de la Iglesia con aquello que pertenece a la sociedad civil. De cualquier modo, y en tanto la ciudad como organización temporal está incluida en el "corpus mysticum", podemos afirmar —de la mano de Alfredo von Martin, citado por Elías de Tejada en la página 131— "que la Edad Media en su estructura y en su pensamiento concibió un sistema de rígida graduación. Era una pirámide de Estados como así una pirámide de valores. Esta pirámide ha caído destrozada y la libre competencia ha sido proclamada como ley natural". ("Sociology of the Renaissance", New York, Oxford University Press 1944. Citado por Elías de Tejada, traducción de la autora).

Como no es difícil advertir, hay en este párrafo una clara referencia al carácter burgués y librecambista de la Revolución, y esto nos permite persistir en la idea de que el cambio de las preferencias valorativas tiene su origen en eso que hemos llamado el economicismo y que constituye, esencialmente, el rumbo axiológico tomado por la burguesía. En primer lugar, porque la economía lucrativa tiene por promotor y beneficiario al hombre individualmente considerado y no a la familia, al gremio, a la región o al estamento. Un convenio comercial o un contrato económico o financiero se hace entre libres e iguales: sería imposible negociar con una propiedad que no perteneciera de hecho a quien pretende venderla o permutarla.

Hay un principio que sirve de base al sistema liberal del contrato político que, bien considerado, puede aplicarse al estado orgánico de la Monarquía Tradicional: "El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de sus miembros". La dificultad consiste en saber quiénes son los miembros de la asociación política: ¿los individuos aisladamente considerados o las comunidades orgánicas a las que nos hemos referidos al hablar del Antiguo Régimen? La importancia de la distinción es fundamental cuando se trata de apreciar la diferencia entre uno y otro concepto del Estado.

En el pensamiento español los fueros son al mismo tiempo barrera y cauce. En primer lugar, porque "defienden el círculo de acción que a cada hombre le corresponde según el puesto que en la vida social ocupa, como padre de la familia, como profesional, como miembro de un municipio o de una comarca; y cauce por donde fluye su acción libre, enmarcada jurídicamente en los márgenes de su posición en el seno de la vida colectiva. De modo que los fueros son garantías en el uso y evitación para el abuso de la libertad humana". (Op. cit., p. 148).

Es curioso advertir que el concepto más absoluto de libertad, aquél que la pone en el pináculo de la perfección personal cuando el hombre, libre del error, del pecado y la miseria, entra definitivamente en la Casa del Padre, la hace también solidaria de la responsabilidad con la cual se ha asumido la ley del amor al prójimo, que consiste, precisamente, en responder con libertad a todas las exigencias materiales, morales y espirituales de las agrupaciones en las cuales realizamos nuestra existencia.

Los vínculos sociales nacen con nosotros y se van perfeccionando en la medida en que sus lazos son asumidos con plenitud de conciencia. En esta faena de perfección y crecimiento la ley juega un papel decisivo porque es, gracias a su compulsión, que podemos desarrollarnos sin las desviaciones que surgirían necesariamente de un abandono a la espontaneidad sin control.

En este sentido muy preciso, de una pedagogía adscripta a la formación del hombre en la sociedad, el fuero es el resultado histórico de una perfección que se otorga a una familia, a una comunidad de trabajo, a una región o un pueblo, con la seguridad de que allí, en el seno de esa asociación sus miembros tratarán de merecer el derecho que el resto de la sociedad civil les otorga.

Decía don Víctor Pradera —en una muy clara reflexión sobre las condiciones del "Nuevo Estado Español"— que al llegar el ser social a la etapa del municipio "contiene en su seno personas cuya actividad individual se ha orientado de una manera permanente, en virtud de la división de trabajo señalada en la familia, en las más variadas direcciones impuestas por la satisfacción de las necesidades sociales; pero además, la mayor perfección con que aquélla se realiza en la nueva sociedad, reduce la aplicación simultánea de actitudes a un número menor de formas de su ejercicio, originando determinaciones más claras en los que se dedican a una de ellas y produciendo en la división del trabajo una división más acentuada, a la vez que más fundamental". (Víctor Pradera: "El Estado Nuevo", Madrid, Cultura Española 1941, p. 106).

Este párrafo —de quien, con Nocedal, Menéndez y Pelayo, Aparisi y Vázquez de Mella, fue un pilar de la Comunión Tradicionalista de España— no nos dice lo que es un fuero, pero nos ayuda a comprenderlo en tanto nos anima a observarlo en un proceso de perfeccionamiento, que se conjuga con entidades sociales y no con individuos atomizados como lo quiere el pensamiento moderno para mejor preparar el terreno en donde piensa edificar sus utopías.

Otro pensador de la misma estirpe tradicionalista, don Rafael Gambra, cita con feliz oportunidad esta frase de Lur Saluces que coloca el tema de los fueros en la línea de una buena comprensión: "Las familias pueden ser consideradas como los vehículos naturales de la tradición. Cuando están fuertemente constituidas, todo cuanto un hombre haya podido hacer de útil no muere con él, sino que se transmite con la sangre y el nombre a sus descendientes. El resultado de esfuerzos pretéritos, añadidos al esfuerzo presente, hace a éstos más eficaces y más felices: el bien público y el interés general se benefician de ello. Todo adquiere un gran aspecto de solidez y de fuerza". (Rafael Gambra: "La Monarquía Social y Representativa", Rialp, Madrid 1954, p. 104).

Los fueros familiares son nidos de hidalgos, de virtudes y obligaciones fundadas en una tradición doméstica que tiende a proyectarse fecundamente sobre el resto de la sociedad. Lo mismo podemos decir en lo que respecta a otras comunidades orgánicas y en la misma medida en que fundan principios de acción social.

Las acepciones del término fuero (del latín forum=tribunal) son múltiples, pero todas ellas giran sobre la noción de ley, derecho, jurisprudencia o potestad en un sentido jurídico, y abarcan tanto las relaciones sociales externas —que señalan a un tribunal con competencia para actuar en determinadas situaciones— como así también las relaciones íntimas de los súbditos —en las que se destacan las decisiones de la conciencia— comprendiendo así todos los campos donde se dirime el derecho.

 

ESTADO TRADICIONAL Y FUEROS

Se dice comúnmente que el Estado Moderno está forjado especialmente para garantizar los derechos del hombre, y se hace una enumeración más o menos exhaustiva de todas aquellas garantías jurídicas que puede gozar un ciudadano que ha logrado con los otros una libertad y una igualdad equiparable. Sobre esta base ideal tiene sentido el derecho a opinar libremente sobre cualquier cosa, o a disponer de una propiedad que es necesario tener o de una libertad que se hace imprescindible conservar. El Estado así previsto está formado por individuos a los que se supone propietarios y dueños de una cierta instrucción, porque de otro modo la mitad de sus derechos cae por ausencia de sustentación. Con o sin propiedad, el ciudadano sujeto de los derechos no pertenece a ninguna estirpe, a ninguna profesión, a ningún municipio ni nación, a ninguna confesión religiosa. Purificado de toda esta escoria histórica es —como decía Renán— un huérfano que tendría que morir soltero para cumplir con los requisitos de una organización civil que desconoce las solidaridades que nacen de la naturaleza y de la convivencia en el curso del tiempo.

El Estado Tradicional no nació del día a la noche para constituir el orden jurídico que debía regir la convivencia de un pueblo. Nació y se formó sobre la base de muchas asociaciones que preexistían, a las que venía a confirmar en sus fueros sin abrigar la pretensión de desconocer su existencia. Rafael Gambra —en el libro citado más arriba— califica al antiguo sistema español de Monarquía Federativa, dando a este calificativo toda la amplitud que tuvo en el Antiguo Régimen, porque necesariamente fue una confederación de "grupos humanos históricos e institucionalizados, políticos unos —municipios y antiguos reinos—, sociales otros: las asociaciones, profesionales o no, de todo género. En este amplio sentido se incluye la palabra fueros en el lema tradicionalista que resume toda la vida y el sentir de nuestro pueblo". (Ibid., p. 181).

Así, el poder centralizador de la monarquía, lejos de fagocitar la autonomía de los municipios, la confirmaba en sus fueros y cumplía aquellas funciones que, por su natural pequeñez, no podían ser realizadas por ellos. Cada uno de estos municipios era una comunidad de vecinos que disponía de algunas propiedades comunales, que resultaban ser una suerte de patrimonio colectivo de sus vecinos. Gambra cita una ordenanza perteneciente a la villa de Roncal, en Navarra, donde se disponen una serie de medidas que tienen por principal propósito confirmar esta voluntad de convivir de conformidad con los preceptos de la Iglesia Católica y de incorporarse a la Corona Española, pagando los cuarteles y las alcabalas que convienen para la defensa común. (Ver op. cit., p. 41 y ss.).

Para dar más fuerza a esta argumentación —que sostiene Rafael Gambra en seguimiento de los más notables pensadores del tradicionalismo español— quizá sea conveniente advertir una modalidad del espíritu que la anima, y cuya diferencia con el espíritu moderno será vista por cualquiera que no haya perdido completamente la aptitud para los cotejos históricos. La antigua concepción del Estado era fundamentalmente conservadora y, en este preciso caso, conservadora de todas las diferencias que hacían a la compleja multiplicidad de España. No se concebía el centralismo de la monarquía como resultado de una amputación simplificadora sino como el ejercicio de una acción política, destinada a hacer coincidir en la cúspide lo que era naturalmente desigual y diverso en las bases. La idea moderna del Estado es completamente diferente, y con el propósito de unir uniforma y destruye.

La razón profunda de esta diferencia radica en la inspiración católica del Antiguo Régimen. La Iglesia jamás desconoció ni la vocación, ni la autonomía, ni las múltiples distinciones que afectaban a los pueblos de la Cristiandad, y hasta se puede observar que las fomentó, sin dejar de afirmar —en la base y en la cúspide— una unión integradora y asuntiva. Al decir en la base, pensamos en la familia cristiana, y al señalar la cúspide pensamos en el Papado. Ambas uniones conforman el cuerpo de la pirámide social cristiana.

A las diferencias nacionales la Iglesia llamó vocaciones, y en función de que cada pueblo tenía su puesto en orden a la misión de propagar el Evangelio, la vocación de cada uno de ellos nacía de los carismas que les eran propios y adecuados. La Revolución, en la medida que encarna el espíritu moderno, aspira a lanzar sobre el mundo las redes de un poder reductor, simplificador y posesivo que tiende por su propia naturaleza a reducir las diferencias en beneficio de eso que Marx llamaba, con toda exactitud, una idea genérica del hombre. Es decir, un esquema antropológico que destruye la especificidad en beneficio del sistema ideológico que se desea imponer.

 

REGIONALISMO

Si la tradición española conforma una relación muy particular de la Monarquía política con los diferentes estados de una España plural y diversificada, el tradicionalismo se manifiesta a raíz de la Revolución y connota, con el énfasis de su "ismo", una reacción contra la agresión centralizadora y destructiva de la Revolución. En la especulación tradicionalista España es vista y observada desde una posición defensiva, y esta actitud carga las conclusiones del saber histórico con toda la fuerza de la pasión patriótica comprometida. Es una verdad de buen sentido decir que los órganos que están sanos no se hacen sentir, y funcionan en la silenciosa complacencia de la salud corporal. El regionalismo español cobra una importancia desmedida cuando la centralización revolucionaria amenaza su existencia, y los convierte en realidades crispadas que amenazan salir de sus quicios y convertir eso que fueron los fueros en protestas contra la unidad española.

Vázquez de Mella fue, antes que cualquier otra cosa, un gran orador. No se busque en sus obras un sereno estudio de historia sobre la España tradicional: sus discursos brotan de las exigencias del momento, y vienen cargados con la pasión que los alimenta; pero tal vez por esa carga emocional que configura la polémica, ofrecen un cuadro lleno de fuerza en donde el estudioso de la tradición española tiene la visión de eso que fueron las realidades políticas negadas por la Revolución.

Santiago Galindo Herrero hizo una selección de los discursos del orador asturiano, y los presentó —en un estudio preliminar— de modo que resaltaran todos aquellos aspectos que se referían a la relación viva que guardaba la Monarquía Tradicional con el regionalismo. Advierte, en los primeros párrafos del estudio, que Vázquez de Mella, Jaime Balmes y Donoso Cortés constituyen las fuentes indispensables para quien quiera tener un serio contacto con el tradicionalismo español: "Ante la descomposición de la sociedad, partida en bandos y grupos, sentó la doctrina de una ordenación jerárquica; frente a la injusticia social de quienes todo lo querían para el capital o para el trabajo, sentó las bases de una armonía social presidida por el orden moral, del que son parte el jurídico y el económico...". (S. Galindo Herrero: "Estudio preliminar" al libro "Regionalismo y Monarquía" de J. Vázquez de Mella, Rialp, Madrid 1957, p. 13).

Debemos comprender que el modelo político propuesto por Vázquez de Mella no era una creación de facundia ideológica sino aquello que la historia de España presentaba a la consideración de sus hijos para que aprendieran a medir los límites de una pretensión regionalista compatible con la unidad nacional. Lo decía el mismo Vázquez de Mella con palabras que no precisan ninguna aclaración: "Es necesario limitar el Estado, limitar la soberanía del Estado, poniéndole barreras que impidan el desbordamiento de esa autoridad, que ha llegado a ser omnipotente".(Op. cit., p. 107).

Esta limitación estaba constituida históricamente por los fueros. Eran estos los naturales contra-poderes que mantenían la soberanía en sus quicios. Pero convenía no exagerar la autonomía de las regiones si se quería mantener en España una voluntad central y no contribuir a convertirla en un montón de repúblicas, que terminarían liberándose las unas de las otras, hasta que la agresión extranjera las fagocitara o las obligara a considerar nuevamente las posibilidades de una unión en la cúspide. Vázquez de Mella dio una definición de lo que eran las regiones, que conviene considerar en esta oportunidad en toda su latitud, porque no creo que encontremos otra mejor ni más clara:

"La región es una sociedad pública o una nación incipiente que, sorprendida en un momento de su desarrollo por una necesidad poderosa que ella no puede satisfacer, se asocia con otra u otras naciones, completas o incipientes como ella, y les comunica algo de su vida y se hace partícipe de la suya, pero sin confundirlas, antes bien, marcando las líneas de su personalidad y manteniendo íntegros dentro de esa unidad todos los atributos que la constituyen. Así se forman las regiones que llegan a tener una personalidad histórica, que es además una personalidad jurídica, que posee franquicias para regir su vida interior y que tiene también la expresión, las más veces de su lenguaje, casi siempre de sus derechos, y una fisonomía particular y privativa, e instituciones peculiares que le son tan propias como su lengua..."

Consideraba perfectamente lógico que el Estado Nacional se encargara de hacer obligatorio para las funciones civiles el uso de un lenguaje común, pero no veía la necesidad de sustituir el idioma vernáculo que las regiones habían creado para su uso familiar. Advertía Vázquez de Mella que la lengua "impropiamente llamada castellana" había nacido en Asturias, y que todas las regiones de España habían contribuido a su enriquecimiento y constitución con palabras y expresiones propias, pero mucho más con el temperamento de los escritores regionales.

 

LA UNIDAD NACIONAL

Cuando las regiones comienzan a reclamar una autonomía total se debe buscar la causa del reclamo en dos motivos, que siempre son convergentes: el flaqueo de la voluntad política nacional y la intrusión disgregadora de alguna potencia extranjera. Esto último es muy fácil de entender, porque un país fuertemente unido ofrece mayor resistencia que uno que lo está débilmente y a desgano. Juan Vázquez de Mella, a fuer de regionalista, no era menos apasionado cuando se trataba de defender la unidad nacional de España, porque "los vínculos nacionales son superiores a la voluntad individual y, aun en parte, a la voluntad colectiva de varias generaciones, porque ellos han obrado bajo la acción de factores externos" formando el Estado Nacional.

Puesto en la faena de hablar de la unidad española, Vázquez la contempla desde varios puntos de mira: la geografía, que ha hecho de la península ibérica una unidad casi insular, si se tiene en cuenta que su contacto con el resto de Europa está sellado por los Pirineos, que establecen un límite preciso. Su configuración es semejante a un "cuero de toro" estirado con cuatro estacas que lo exponen a los vientos del Atlántico, del Mediterráneo y de África. La unidad étnica es mucho más profunda de lo que hace suponer la mezcla de los pueblos que pasaron sobre su territorio, y habría que ser muy mal observador para no advertir en un español rubio o moreno, alto o bajo, gordo o flaco, los rasgos notables de su españolidad, que se impone a través de las apariencias exteriores más distintas. Vázquez —al fin hijo del siglo XIX— no confiaba demasiado en la perennidad del influjo celtíbero, y mucho menos en la fuerza configuradora de los hábitos sociales que hacen del español un tipo inconfundible.

Con todo, es la historia común la que efectivamente forja la unidad de un pueblo. La influencia mediterránea de España fue sellada esencialmente por Cartago y por Roma. La invasión musulmana trajo la afluencia de bereberes, que constituían el más alto porcentaje de las tropas del Profeta. No podemos olvidar que los propiamente árabes eran los jefes de ese ejército, que se reclutó en el norte de África en el seno de una soldadesca morisca. Del Atlántico recibió España la sugestión que le abrió finalmente el camino de América, donde cumplió una de las más altas hazañas que conoce la historia. De Francia recibió siempre buenas y malas influencias: no se puede negar que de allí vino el impulso que culminó en la reconquista, y los ideales caballerescos que se adaptaron en España al crudo realismo de la modalidad ibérica. También vinieron de allí los vientos de la Revolución y ese profundo cambio en el rumbo valorativo en el que culminaría su decadencia. La unidad religiosa es, como opina Vázquez de Mella, una de las más profundas manifestaciones del temperamento español. No podemos olvidar que España fue el centro de tres religiones universales: el judaísmo, el islamismo y el catolicismo. Si triunfó esta última bajo el mando de los reyes católicos, fue debido a la calidad y a la cantidad de sus componentes y debió hacerlo sobre la enconada oposición de las otras dos religiones. Esto quizá explica el carácter apasionado y violento que tuvo siempre en España tanto la adhesión como la oposición a la Iglesia. Decía Vázquez que no había en el mundo anti-clericales como los anti-clericales españoles, porque nada los preocupa tanto como la cuestión religiosa: "son, sin pretenderlo, teólogos al revés". (Ibid., p. 132).

En Francia la unificación nacional fue la obra de los reyes franceses, y nació de un vínculo político debido a la inteligencia, la constancia y el oportunismo de la Corona que tuvo su asiento en esa parte de Francia que baña el Sena. En España la unión fue más religiosa que política, y es curioso advertir que en el país galo la división religiosa que originó las enconadas guerras del siglo XVI y la Revolución Francesa —que fue también una suerte de secesión religiosa— no provocó el desmembramiento político. En cambio en España el solo debilitamiento de la fe pone en peligro su unidad, como estuvo a punto de suceder durante la República. Recordamos —para subrayar esta verdad— que el movimiento nacional encabezado por Franco fue hecho bajo el signo de la recuperación de la Fe.

 

SOCIAL Y REPRESENTATIVA

Son las dos opciones con que califica Rafael Gambra a la Monarquía que hemos dado en llamar Tradicional, por oposición tanto al absolutismo cuanto a la monarquía liberal. El término social supone el conjunto de comunidades intermedias que la Corona une sin destruir y, diríamos, con el propósito expreso de confirmarlas en sus fueros. La palabra representación tiene sentido cuando se la aplica en su contexto de múltiples asociaciones que envían sus representantes ante el Soberano. La pregunta que se hacía Vázquez de Mella sobre el carácter de los representantes republicanos es que, si éstos representaban al Soberano ¿ante quién lo representaban? Esta pequeña dificultad, que no es solamente de palabras, resulta mucho más importante de lo que parece, porque se trata de auténticos sofismas que esconden en el fondo un poder subrepticio, que no quiere decir su nombre para encubrir mejor su tiránica potestad sobre un pueblo que se cree gobernado por sus representantes. Sería una ingenuidad política imperdonable suponer que puede existir un régimen de gobierno sin defectos: todo gobierno lleva la marca de sus propios defectos; pero lo realmente grave es cuando se convierte en vehículo de una mentira intencional, porque entonces no es defectuoso con la marca de la debilidad humana sino con el sello de un pecado libremente consentido, por lo menos por aquéllos que formulan el engaño.

"No es posible —afirma Vázquez de Mella— que la función más alta del Estado, el representante de la soberanía, no ejerza alguna prerrogativa por sí mismo. Si no es responsable, no se le puede imputar la acción; donde no hay responsabilidad no hay imputabilidad; donde no hay imputabilidad no hay libertad; donde no hay libertad no hay persona. En lo más alto del Estado, en la cumbre del poder ¿vamos a poner un ser inactivo, una especie de augusto cero para terminar el edificio político?". (Ibid., p. 405).

Se puede pensar con toda libertad en contra de este pensamiento de Vázquez y bregar con las mejores intenciones por una representación anónima de la soberanía: siempre queda que el ejercicio de esta función decisoria en el gobierno de las naciones es el efecto de un juicio de prudencia política, que puede surgir de un cuerpo colegiado o de un solo hombre, pero siempre —para ser decisivo— tiene que tener la marca de la unidad, es siempre un juicio que determina aquello que se debe hacer.

La soberanía encarnada en una sola persona: el rey. ¿Era bueno que su elección estuviera sustraída al tráfico electoral? ¿No era más prudente que la multitud de los ciudadanos interviniera activamente en la elección del soberano, para que tuviera un asentimiento general más entusiasta? Son preguntas que la historia se encargará de responder con los hechos. Importa subrayar que los vaivenes del sufragio suponen una activa participación de la publicidad, y que a ésta la maneja el dinero: detrás del acto eleccionario están las finanzas. Uno de los propósitos fundamentales del tradicionalismo español —y en general, de todo tradicionalismo— fue evitar esta lamentable consecuencia, y por esa razón ponían al frente del país una familia que estuviera sustraída al manejo de las influencias económicas. Por lo menos así opinaron Vázquez de Mella, Donoso Cortés, Edmundo Burke, Antonio de Rivarol y otros no menos importantes, en el largo debate sobre la soberanía.

Para atenernos a lo que decía Vázquez de Mella —llamado el Verbo de la tradición española— la concepción tradicional de la Soberanía podía llamarse orgánica, en flagrante oposición a una idea mecánica fundada en el recuento de los votos. Es orgánica, porque entran en ella "como elementos fundamentales la historia y la tradición. Más que un todo simultáneo es una especie de todo sucesivo formado por los siglos, por las generaciones unificadas en un mismo espíritu, producido por una misma y poderosa unidad de creencias". (Ibid., p. 453).

Es también orgánica porque se funda en la inteligencia y en la voluntad de un hombre colocado a la cabeza de una nación, de acuerdo con un designio histórico. Rousseau inventó la noción de voluntad general sin fundarla en argumentos filosóficos capaces de ponerla de pie, de manera que la interpretación de lo que podía ser quedó librada al azar del sufragio y terminó convirtiéndose en la voluntad de la mayoría. Como en realidad esto es el resultado mecánico de una adición, no tiene otra existencia que aquella que le da el recuento de los votos en un día de elecciones. Las consultas populares dependen de tantos azares y tienen una consistencia tan precaria que llamarlas voluntad es, por lo menos, un abuso idiomático.

 

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