UNAM, SANCTAM, CATHÓLICAM, ET APOSTÓLICAM ECCLESIAM
DÍA 15
Destinado honrar el cuarto dolor de
María
Oración para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os esta consagrado, todo
resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo
brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde
presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros,
hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con
guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos
homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más
hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que
pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos
pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el
curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos
y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros
ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues,
los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo
todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida;
y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y
resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén
CONSIDERACION
Había
llegado la hora fatal, anunciada por el anciano Simeón, en que el corazón de
María seria despedazado por una espada de dos filos. Jesús habla caído en poder
de sus enemigos, quienes espiaban desde largo tiempo el momento oportuno para
hacerlo la víctima sangrienta de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en
tribunal, como un homicida o incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su
crimen, fue en todas partes el blanco de las injurias, de los baldones y de los
más crueles e inhumanos tratamientos.
Descargaron sobre sus espaldas una lluvia de rudos azotes, ciñeron su cabeza con
una corona de punzadoras espinas y cargaron sobre sus hombros chorreantes de
sangre una pesada cruz, instrumento de su cercano suplicio. Así, cargado con
aquel enorme peso, lo obligaron a recorrer el largo y áspero sendero que
mediaba entre el Pretorio y el Calvario, apresurando a fuerza de golpes su
marcha lenta y fatigosa. De esa manera se arrastraba penosamente aquella figura
de hombre, dejando marcadas sus huellas con un reguero de sangre, mientras que
a lo largo del camino se agrupaban multitud de espectadores, que demostraban
en sus rostros o la satisfacción del odio, o una estéril compasión.
Una mujer llorosa, sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio de la
multitud para salir al encuentro del divino ajusticiado; y desafiando las iras
de los verdugos, se acerca a él y clava en su rostro ensangrentado los ojos
anegados en lágrimas. Es María que va en busca de su Hijo. En la víspera de ese
día funesto, lo había dejado sano y lleno de vida; pero apenas habían
transcurrido unas cuantas horas lo ve convertido todo en una pura llaga. ¡Cuál
sería su dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada se
encuentra con la de su madre, y aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su
corazón la dicen: «¡Oh madre desolada! ¿cómo habéis venido hasta aquí sin temer
las iras de mis verdugos? Apartaos, que vuestra vista redobla mis tormentos;
dejadme morir en paz por la salvación de los pecadores y pagar con exceso de
amor el exceso de su ingratitud.» -Y María con sus ojos, mas bien que no con sus
labios, le diría: «¡Oh hijo muy amado! ¿Quién os ha reducido a tal extremo de
sufrimiento y de dolor? ¿Qué habéis hecho ¡oh inocentísimo cordero! para ser
tratado de este modo? Porque resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio?
porque sanabais a los enfermos, ¿os han azotado cruelmente? porque dabais vista
a los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han coronado
de espinas, y cargado con esa cruz? ¡Ah! permitidme padecer con Vos y morir con
Vos en ese madero. Yo no quiero vivir ya; la vida sin Vos me es aborrecible y la
muerte seria mi único consuelo... »
El dolor de María no sólo es grande por su intensidad, sino sublime por el
heroísmo con que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le sale
al encuentro y con paso resuelto va a buscarlo a su misma fuente. María pudo
evitar, huyendo a la soledad, la vista de ese espectáculo sangriento. Pero no,
ella vuela en alas del amor que todo lo vence y que todo lo soporta; se abraza
con la cruz, y olvidándose de si misma para no pensar más que en el amado de su
corazón, desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivie a su hijo
perseguido.
¡Ah, cuánto acusa este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para
aceptar el sufrimiento y el sacrificio! Muy distantes de amar la cruz, la
rechazamos con repugnancia, y si la aceptamos, es porque no esta en nuestra
mano rechazarla. Y sin embargo la cruz es la llave del cielo y cargados con ella
hemos de atravesar el camino de la vida, si queremos recibir recompensas
inmortales. Y ¡qué tesoro de paz se oculta en el sufrimiento voluntariamente
aceptado! No hay dulzura comparable con la que saborea el alma amante de
Jesús, cuando carga sus hombros con la cruz que él arrastró a lo largo del
camino del Calvario. Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura;
sufrir cuando el amado padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares,
trabajos y desgracias a los de María y hallaremos fuerza, aliento, Valor y
hasta alegría en medio de las espinas de que esta sembrado el camino de la vida.
EJEMPLO
La medalla milagrosa
Conocida es en todo el mundo la medalla que, por los portentos que se operaron
con ella, ha recibido el nombre de milagrosa. Su forma fue revelada en 1830 por
la misma Santísima Virgen a una Hermana de la Caridad de Paris. Representa en el
anverso a María en pie y con los brazos extendidos, haciendo brotar de sus manos
un haz de rayos, símbolo de las gracias que María derrama sobre los hombres. Al
rededor se lee esta inscripción, dictada por los labios de la bondadosa Madre. ¡Oh
María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!
Llenos están los anales de la piedad cristiana con los prodigios de todo género
obrados por esta medalla, que parece ser como un talismán que encierra el
secreto de la más decidida protección de María. Entre otros innumerables hechos
que atestiguan esta verdad, referiremos una conversión verificada en la isla de
Chipre en 1864.
Vivía allí un hombre acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija muy
amada, había abandonado toda practica de religión y había caldo en la más
completa indiferencia religiosa. Este caballero enfermé gravemente, hasta el
punto de que fueron inútiles todos los esfuerzos para restituirle la salud. Uno
de los sacerdotes de la isla lo visitaba frecuentemente con la esperanza de que
aceptase los auxilios de la religión. Pero el corazón del buen sacerdote se
llenaba de amargura al ver que todas sus exhortaciones obtenían la misma
respuesta dilatoria: «Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro de algunos días;
por ahora no tengo disposiciones; espero mejorarme. »
Mientras tanto los síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos. Ya la
respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse sentir en las
extremidades. Y sin embargo, el endurecimiento de aquel corazón continuaba, y
siempre la misma respuesta: Después... por ahora no... Los labios lívidos apenas
tenían fuerzas para articular una palabra, y las pupilas negábanse ya a recibir
la luz del día, y en pocas horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la
obstinación continuaba.
En esos momentos angustiosos tuvo el buen sacerdote la inspiración de acudir a
la medalla milagrosa. Sentado estaba junto al moribundo sin atreverse a hablarle
de aquella medalla, porque pocos momentos antes le había dicho terminantemente
que no quería oír hablar de religión ni de Sacramentos. No sabiendo que hacer,
encomendó fervorosamente a la Santísima Virgen la suerte de aquel pecador
obstinado y colocó disimuladamente la medalla sobre la almohada. ¡Oh
maravillosa clemencia de María! pocos momentos después, el enfermo se vuelve a
él y le dice: «Y bien ¿cuándo comenzamos?»
-«¿Qué es lo que desea comenzar? le preguntó el sacerdote, temiendo que el
enfermo se refiriese a otra cosa.» -Mi confesión; pues que si se ha de hacer
alguna vez, convendría hacerla pronto.
La confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que aquella vida que
tocaba a su término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la confesión,
el sacerdote le presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de la
protección de María debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió
en sus manos trémulas y la llevó a sus labios, cubriéndola de ósculos de ternura
y de lágrimas de arrepentimiento. En esa actitud escapóse suavemente de su pecho
el último suspiro.
Si esta medalla lleva consigo tan admirables tesoros de gracias, procuremos
llevarla siempre sobre el pecho, y repetir con frecuencia la jaculatoria que
lleva al pie para asegurar en nuestro favor la protección de María.
JACULATORIA
Yo quiero también, María,
Llevar la cruz en mis hombros
Y ayudarte en tu agonía.
ORACIÓN
¡Oh dolorida Madre de Jesús! qué triste es para mí contemplaros en la calle de
la amargura, sumergida en el mas acerbo desconsuelo al ver tratado a vuestro
Hijo como un malhechor y arrastrado ignominiosamente a la muerte. Pero, más que
vuestros mismos dolores, me asombra el heroísmo con que desafiasteis los
peligros y salisteis valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego
por los méritos de la pasión de Jesús y de vuestros Dolores, la gracia de
sobreponerme con santo valor a todas las aflicciones, disgustos, enfermedades,
miserias y dolores de la vida. Hacedme sentir ¡oh Virgen santa! en medio de los
pesares la paz y consuelos celestiales que gustan las almas que saben sufrir por
Dios; que yo mire esta tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro
amor ni otro deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con
satisfacción la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros. Aceptad ¡oh
afligida Madre! las lágrimas de compasión que vierto, que es dulce para la madre
ver que sus hijos participan de sus dolores y unen sus lágrimas con las suyas.
En recompensa de este signo de mi filial amor, dad-me fuerzas para arrastrar mi
cruz y no desfallecer hasta dejarla en el Calvario, donde, muriendo con Jesús,
tendré la dicha de resucitar con El para gozar eternamente en el cielo. Amén.
Oración final para todos los días
¡Oh María!, .Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios
que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo
ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones
rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin,
encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida
y de esperanza para el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1. Hacer el santo ejercicio del Via Crucis uniéndose a los dolores de Jesús y
Maria en el camino del Calvario.
2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de Nuestro Señor
Jesucristo.
3. Imponerse alguna mortificación corporal en honra de los padecimientos del
Hijo y de la Madre.