El ruido y las nueces o los salinos aires de una Naumaquia

Por LLORENC BARBER

 

    El 31 de octubre de 1993 tuvo lugar en Cartagena (Murcia) la "naumaquia a Isaac Peral", una música de situación en la que intervinieron convenientemente ubicados en terrazas, torres, bocana, montes y dársena 57 campanas, más de 300 tambores (agrupados en conceptos y desbordantes amontones de 40 unidades), 9 buques de la armada, 2 remolcadores, varios pesqueros, 3 baterias de cañones y fuegos artificiales. Ejerció de silbante solista, la olvidada añeja sirena de la Bazan allá al fondo de la ensenada.

    Leese en los comentarios de la prensa (La Verdad, domingo 31 de octubre de 1993) que "el público respondió y familias enteras acudieron a la llamada de un espectáculo que será tanto o más difícil de olvidar como de entender."

    En otro párrafo de la crónica periodística, escribiente nos informa que "la gente" se retiraba tras el concierto "entre sorprendida y decepcionada" pues aquello "resultó ser más ruido que nueces para la gran mayoría", y por ahí podemos comenzar.

    

    Una Naumaquia es una música conjuro que da nuevas riendas a aires devastados hasta hacer reventar lo obscuro del son. Del sólo son: nada que ver, sólo el son desbordándose por doquier, lo que a "la gente" –tan catódica y apantallada- le sorprende y decepciona, porque encima aquello que se tropieza, más que nueces es ruido, eso sí, un cierto ruido cargado de fábula, y tanta, que la memoria y la imaginación serán hijas suyas pues el oído y su falta de nuez y nitidez es la fuente de todos los asombros y miedos. (también como veremos lo será de toda fé), de lo que con el transcurrir del tiempo se llamará de caspa mítica, de eso que el recordarlo nos llena de inquietudes y tensiones, de eso que da espesor y espala al presente que se nos presenta sin magia ni chiste hasta que no se deja escuchar.

    Así pues, ese baño codéico que llamamos escucha es siempre regresar, egresar e ingresar en algo que, más que comestibles y tangibles nueces, tiene piel de fábula y nebulosidad, y todo lo más oblicuidad, sesgo. A partir de aquí, todo será sedimentación, mezcla y regurgite, algo, como escribió con justeza el cronista de Cartagena "difícil de olvidar".

    Pero atención, porque como decíamos, también por el olvidado oído nos llega ese creer que es más persistente e inarrancable que el conocer (tan visual él), y que tantas veces toma la forma de lo que denominamos fe: trátese de esa "fides ex auditu" de la carta a los romanos de Pablo (X,17) que nos recuerda Pascal ("la foi vient d’avoir entendu"), el mismo lúcido Pascal que hablaba ya de los silencios eternos y de los heladores espacios infinitos y que años más tarde nuestro Vicente Aleixandre completará con su metáfora de la escucha no atendida en su "soledad de esos inmensos cielos tras los que nadie escucha el rumor de la vida".

    Por cierto, hablando de "fides es auditu" ¿hay algo más parecido a una misa con sus reconfortantes transmutaciones que una mansa muchedumbre escuchando sentados en un auditorio a un "clásico"?

    Es paradójico que el son que –según los físicos- no son más que sondas sea el lugar de lo insondable. Y de paradojas hablaremos también más tarde.

    Pero vengamos alo nuestro: hay músicas o propuestas musicales de muy variables fuerzas y de entre ellas no abundan, sino todo lo contrario, las propuestas de fuerza mayor. Una de las más descollantes de estas últimas son las Naumaquias, ese celebrar las junturas más intrincadas y caprichosas de mar y tierra mediante la acción de crear -cielo, fuego y bronce- mediante una sopa sónica en donde flotan como nubes o grumos las palpitaciones de los tiempos.

    Una Naumaquia es, para comenzar, son de cicatriz, una sinfonía bífida, una música relacional que se desprende de "la puesta en contacto –a decir de Cirlot- de hechos distintos".

    Una naumaquia es pues enfrentar sonando la tierra y el maraire para sacar el misterio de sus voces, es agarrar la ilógica inmensa y misteriosa del mar o el sonar axial de la rugosa tierra sembrada de árboles, torres, escaleras y montes (axis mundi) y –mediante todas las vecindades, fuegos, pericias y tiempos en tenso desesperar- entresacar (el entre aquí es fundacional y fundante) un ritmo común que adquiere, con esfuerzo, aspecto vital y que busca cambiarse, transmutándose, en nuestra compañía.

    Y este ritmo común, maltrecho de inestables distancias y humedades, texturas, transires, fluencias y peripecias nos conforma un número espacial, formal y situacional al que atender. Al auditor le corresponderá derivar y sumarle su singular "ritmo ambulatorio" de escuchas no estancadas sino al acecho, lanzando puentes verticales, analógicos, que apelen, soporten y traduzcan la indisoluble unidad del universo hecha acto, y lo hará mediante esa llave única que es el sólo son. Un respeto pues. No le va a ser fácil al escucha ni exento de riesgo y desanimes (aquellas "decepciones" de Cartagena), el hecho de pretender cazar y atender el grito de correspondencias hecho paradoja y cuerpo en aspectos y ubicaciones aparentemente caóticos y pluriversales. Pero así a de ser y ahí son y suenan esos viejos dioses en retirada, de identificación sutil y no siempre suficiente.

    Así es esta música-emanación que damos en denominar Naumaquia, una renqueante maquinaria de onduras hirvientes presentándose aquí y allá cada elemento de este (casi) todo con su aquel de autonomía, energía y color distinto y específico, cada quien con sus pautas y tiempos de comportamiento singular, con sus adaptaciones y fantasías, ecos, reverberancias, y desdoblamientos. Pues este bífido son(ar) se liga mediante concomitancias muy cercanas y hasta obvias unas, pero otras –entrando en disidencias- plantan al escucha ante el indicio, la nada o peor la paradoja – ese oximoron de distancias máximas- que es otra manera de acercarse mediante derivas de descubrimiento y correspondencia.

    Con todo ello, más un algo de celeste fuego todo hecho "percusión aérea" y arcoiris de distancias podrá construirse el auscultante auditor una frágil travazón activa que en bucle asemejará este descoyuntado sonar tan desmesurado en límites como mínimal y hasta povera en escrituras y redundantes recursos.

    Música pues enorme pero delicada este bucear comprobaciones relacionales, este apercibirse de comunicaciones otras, -no intelectuales ni visibas- de sones, aires, fuegos y mares, de roces, claroscuros y acontecimientos que nos llegan en atisbos o cataratas desde el " in illo tempore" al auditor no le queda sino dejarse aleccionar o revelar y prepararse para palpar el agitamiento del multicolor espacio (multisilencios, multiresonancias....).

    Un musicar este que postula una endopática: ser lo sonado, transmutarse –oreja en ristre- en sonado son(ido) que vaga por este liminar y problemático intermundo.

 

Esa ligazón o partitura llamada caos

    El escucha de una Naumaquia a de ser un foniurbo, un gustador atrevido de sonido que más bien crea él a partir de un entrene espontáneo que le llevará a trazar primero el perfil acústico de los lugares a degustar; número, naturaleza y ubicación de los puntos o nidos sónicos, a partir de ahí captará los puntos de escucha, los desplazamientos posibles, explorando el aire y sus distancias como locus de existencia y expansión de los sonidos.

    El campo auditivo tiene sus zonas de brillo y sus zonas de sombra, sus puntos de encuentro , reunión y fuga, y sus espacios de rebote y esparcimiento. La escucha es gesto que demasiadas veces deviene impromptu y gesta. De hecho, presentado el sonido en su verdad, la escucha del captor de sonidos habrá de espabilarse y encontrar el punto apropiado desde donde atenderlo, al tiempo que se construye su propia disciplina de atención: sus encuadres, dilaciones, acercamientos o panorámicas. Y todo ello sabiendo que él está inmerso en el campo del son, es parte de él y además escucha inevitablemente en interioridad sónica, allí donde todo se vive y resuelve en encontronazos y tanteos que conforman un escena acústica poblada de pulsaciones, fuentes de difusión, dispersión, rebotes etc.

    Y en medio de todo ello, el escucha a de realizar su propio montaje con los flujos, rupturas y "racords" de lo que se da –viniéndosele encima o escapándosele- disperso, acogotado o en insistente tartamudeo, que todo puede ser.

    Y si eso es así en toda música de intemperies y plurifocal, con más razón tratándose de una desparramada Naumaquia en las que el propositor ejercita in extenso la sentencia aquella del viejo Henry Miller "el caos es la partitura en las que se escribe la realidad". La pericia de un práctico en puerto ajeno, es lo que una Naumaquia tal como nosotros la concebimos, demanda del escucha, pues en ella los repentes se suceden o se amontonan tan inapropiadamente que se está en zozobras y a merced del revuelo más súbito o de la calima más asesina.

    De hecho en un concierto de intemperies cada evento sónico tiene una presentación propia y un pasearse por los diversos espacios muy a la suya: la suma y sigue de todos los eventos con sus accidentes, gránulos, silencios y meteoros formaran la materia de una gramática inaudita, pues en las Naumaquias no hay nada que transmitir, y sí todo que inventar.

    Por ejemplo, si en una Naumaquia escuchar a de ser extrañarse (un ex que a veces es puro éxtasis, esto es arrojarse a los afueras), aquello que denominamos armonía no será sino ensartar sonido y espacio (con sus pliegues, vacíos, empujes, rebotes y acabamientos) teniendo presente que nadie oye todo, todos oyen algo del todo y nadie oye nada. O lo del viejo contrapunto no es aquí más que hacer del aire un revuelo donde todo y lo mínimo entre en pasión, donde ningún tiempo se pierda de esta música cosida a silencios perforados por nebulosos sones.

    Más todavía, lo que los viejos manuales de composición de nominaban "forma" o "genero" es aquí "lógica del desglose" esto es un aceptar ciertos defectos del aire o de la ciudad como campo fonoetológico singular e impreciso, pues es geografía o mejor orografía portuaria a la que pegarse con brújula y mapa para arrancarle malamente sus singulares dimensiones expresivas.

    Son pues los criterios, la s palabras y los valores los que hay que modificar y no el aguijón de las propuestas a causa de supuestos defectos o imprecisiones, pues nadie puede evitar reconocer a los músicos por cómo oyen: no son más que cuerpos con orejas, mediante toda su piel hecha oído palpan y engullen toda la tela acústica del mundo.

 

La mudanza del tiempo

    Si una Naumaquea como hemos visto es desatasque de espacios, esto es acción que rompe a sirenazos, silencios, pedales y badajazos la opacidad inadvertida de ese encuentro y fisura entre tierra y mar, también es un desemboze de tiempos un crujir de pasados y futuros dislocados y desmembrados a base de condensaciones y rarefacciones tan inciertas y elásticas que no nos queda de otra que – desapegarnos del tiempo lineal y acumulativo o del tiempo circular y repetitivo- acurrucándonos en el instante, ese espesor del presente lleno de relieves, agitaciones y extremos al que turboatender.

 

    Y en un concierto nudo, de sutiles ataduras como lo son las Naumaquias lo primero que se desatan y sueltan son los tiempos desbordándose como otro mar de inmensa ilógica que nos adentra en el destiempo donde todas las suspensiones, insufles, alargues, recapitulaciones y hasta reversibilidades de antes, ahoras y después arruinan, escucha mediante, ese tiempo en curva que se agarra a nuestra cintura en inquietante contacto a punto de cobrar forma tangible y vernos la caras.

    En efecto apenas cuelgue del aire la primera resonancia de bocina grave de barco, toda una maleza de tiempos nos liquidarán pues, música kairética y liminar, la Naumaquia no es sino una barroca proposición que nos canta el fin de la música como de un particular fin de los tiempos.

 

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