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Nietzsche, la genealogía, la historia*
Michel
Foucault
*
“Nietzsche, la Genealogie, L’Historie” en “Hommage a Jean Hyppolite”.
Ed. PUF, Paris 1971. Luego incluído en La microfísica del poder, Madrid la
Piqueta, 1978. Traducción de Julia Varela Y Fernando Álvarez-Uría
1 La genealogía es gris; es meticulosa y pacientemente
documentalista. Trabaja sobre sendas embrolladas, garabateadas, muchas
veces reescritos.
Paúl
Ree, se equivoca, como, los ingleses, al describir la génesis lineales, al
ordenar por ejemplo, con la única preocupación de la utilidad, toda la
historia de la moral: como si las palabras hubiesen guardado el sentido de
los deseos su dirección, las ideas, su lógica; como si este mundo de cosas
dichas y queridas no hubiese conocido invasiones, luchas, rapiñas,
disfraces, trampas. De aquí se deriva para la genealogía una tarea
indispensable; percibir la singularidad de., los sucesos, fuera de toda
finalidad monótona; encontrarlos allí donde menos se en espera y en
aquellos que pasa desapercibido, por no tener nada de historia- los
sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos-; captar su retorno,
pero en absoluto para atrasar la curva lenta de una evolución, sino para
reencontrar las diferentes escenas en las que han jugado diferentes
papeles; definir incluso el punto de su ausencia, el momento en el que no
han tenido lugar (Platón en Siracusa no se convirtió en Mahoma…).
La genealogía exige, por tanto el saber minucioso,
gran cantidad de materiales apilados, paciencia. Sus “monumentos
ciclópeos”,
[I]
no debe derribarlos a golpe de “grandes errores benéficos”, sino de
pequeñas verdades sin apariencia, establecidas por un método severo”.
[II]
En
resumen, un siervo encarnizamiento en la erudición. La genealogía no se
opone a la historia como la visión de águila y profunda del filósofo en
relación a la mirada escrutadora del sabio; se opone por el contrario al
despliegue metahistórico de las significaciones de los indefinidos
teológicos. Se opone a la búsqueda del “origen”
2.- Se encuentran en Nietzsche dos empleos de
la palabra Ursprung. Un empleo no está fijado: se lo encuentra en
alternancia con términos tales como Entstehung, Herkunft, Abkunft,
Geburt. La Genealogía de la moral, por ejemplo, habla tanto, en
relación al deber y al sentimiento de la falta, de su Entstehung,
como de su Ursprung,[III]
en la gaya ciencia se habla en relación a la lógica y al conocimiento,
tanto de una Ursprung, como de una Entstehung, como de una
Herkunft.[IV]
El otro empleo del término está marcado. Ocurre en
efecto que Nietzsche lo sitúa en oposición de otro término: el primer
párrafo de Humano, demasiado humano, sitúa frente a frente
el origen milagroso (Wunderursprung) que busca la metafísica, y los
análises de una filosofía histórica que, por su parte, plantea cuestiones
übre Herkunft und Anfang. Ocurre también que Ursprung sea utilizado
de un modo irónico y peyorativo. Por ejemplo, ¿en qué consiste este
fundamento originario (Ursprung) de la moral que se busca desde
Platón? “En horribles pequeñas conclusiones. Pudenda origo”.[V]
O aún más: ¿dónde hay que buscar este origen de la religión (Ursprung)
que Schopenhauer situaba en un cierto sentimiento metafísico del más allá?
Simplemente en una investigación (Erfindung), en un juego de manos,
en un artificio (Kunststück), en un secreto de fabricación, en un
procedimiento de magia negra, en el trabajo de los Schwarzkünstler.[VI]
Para
el uso de todos términos, y para los juegos propios del término
Ursprung, uno de los textos más significativos es el prólogo de la
Genealogía. Al comienzo del texto, es definido el objeto de la
investigación como el origen de los prejuicios morales; el término
utilizado entonces es Herkunft. Después Nietzcche vuelve
atrás, hace la historia de esta encuesta en su propia vida; recuerda el
tiempo en el que él “caligrafiaba” la filosofía y cuando se preguntaba si
había que atribuir a Dios el origen del mal. Cuestión que le hace ahora
sonreír y respecto a la cual dice justamente que se trataba de una
búsqueda de la Ursprung; el mismo término para caracterizar un poco
más adelante el trabajo de Paúl Ree. Después evoca los análisis
propiamente nietzschianos que comenzaron con Humanos, demasiado humano;
para caracterizarlos, habla de Herkunfthypothesen. Ahora bien, aquí
el empleo del término Herkunft no es sin duda arbitrario: sirve
para designar muchos textos de Humano, demasiado humano consagrados
al origen de la moralidad de la ascesis, de la justicia y del castigo, Y,
sin embargo, en todos estos desarrollos la palabra que había sido
utilizada entonces era Ursprung. Como si en la época de la
Genealogía, y en este lugar del texto Nietzsche quisiese hacer valer
una oposición entre Herkunft y Ursprung, que no había utilizado
casi diez años antes. Pero muy pronto, tras la utilización especificada de
estos dos términos, Nietzche vuelve en los últimos párrafos del prólogo a
un uso neutro y equivalente.
¿Por
qué Nietzche genealogista rechaza, al menos en ciertas ocasiones, la
búsqueda del origen (Ursprung)? Porque en primer lugar se esfuerza
por recoger allí la esencia exacta de la cosa, su más pura posibilidad, su
identidad cuidadosamente reglada sobre sí misma, su forma móvil y anterior
a todo aquello que es externo, accidental y sucesivo. Buscar un tal
origen, es intentar encontrar “lo que estaba ya dado”, lo “aquello mismo”
de una imagen exactamente adecuada a sí; es tener por adventicias todas
las pericias que han podido tener lugar, todas las trampas y todos los
disfraces. Es intentar levantar las máscaras, para desvelar finalmente una
primera identidad. Pues bien, ¿ si el genealogista se ocupa de escuchar la
historia más que de alimentar la fe en la metafísica, qué es lo que
aprende? Que detrás de las cosas existe algo muy distinto: “en absoluto su
secreto esencial y sin fechas, sino el secreto de que ellas están sin
esencia, o que su esencia fue construida pieza por pieza a partir de
figuras que le eran extrañas. ¿La razón ¿ Pero ésta nació de un modo
perfectamente razonable”, del azar. ¿El apego a la verdad y al rigor de
los métodos científicos? Esto nació de la pasión de los sabios, de su odio
recíproco, de sus discusiones fanáticas y siempre retomadas, de la
necesidad de triunfar-armas lentamente forjadas a lo largo de luchas
personales-. ¿Será la libertad la raíz del hombre, la que lo liga al ser y
a la verdad? En realidad ésta no es más que una “investigación de las
clases dirigentes”. Lo que se encuentra al comienzo histórico de las
cosas, no es la identidad aún preservada de su origen- es la discordia de
las otras cosas, es el disparate.
La historia aprende también a reírse de las solemnidades del
origen. El alto origen es la “sobrepujanza metafísica que retorna en la
concepción según la cual al comienzo de todas las cosas se encuentra
aquello que es lo más precioso y esencial”, se desea creer que en sus
comienzos las cosas estaban en su perfección: que salieron rutilantes de
las manos del creador, o de la luz sin sombra del primer amanecer. El
origen está siembre antes de la caída, antes del cuerpo, antes del mundo y
del tiempo; está del lado de los dioses, y al narrarlo se canta siempre
una teogonía. Pero el comienzo histórico es bajo, no en el sentido de
modesto o de discreto como el paso de la paloma sino irrisorio, irónico,
propicio a deshacer todas las fatuidades: “Se buscaba hacer despertar el
sentimiento de la soberanía del hombre, mostrando su nacimiento divino:
esto convirtió ahora en un camino prohibido; pues a la puerta del hombre
está el mono.” El hombre comenzó por la mueca de lo que llegaría a ser,
Zaratustra mismo tendrá su simio ligado que saltará a su espalda y tirará
de su vestido.
En fin, último postulado del origen ligado a los dos primeros:
el origen como el lugar de la verdad. Punto absolutamente retrotraído, y
anterior a todo conocimiento positivo, que hará posible un saber que, sin
embargo, lo recubre, y no cesa, en su habladuría, de desconocerlo; estaría
ligado a esta articulación inevitablemente perdida en la que la verdad de
las cosas enlaza con la verdad de los discursos que la oscurece al mismo
tiempo y la pierde. Nueva crueldad de la historia que obliga a invertir la
relación y a abandonar la búsqueda “adolescente”: detrás de la verdad,
siempre reciente, avara y comedida, está la proliferación milenaria de los
errores. No creamos más “que la verdad permanece verdad cuando se le
arranca la venda; hemos vivido demasiado para estar persuadidos de ello”.
La verdad, especie de error que tiene para sí misma el poder de no poder
ser refutada sin duda porque el largo conocimiento de la historia la ha
hecho inalterable. Y además la cuestión misma de la verdad, el derecho que
ella se procura para refutar el error o para oponerse a la apariencia, la
manera en la que poco a poco se hace accesible a los sabios, reservada
después únicamente a los hombres piadosos, retirada más tardé a un mundo
inatacable en el que jugará a la vez el papel de la consolación y del
imperativo, rechazada en fin como idea inútil, superflua, refutada en
todos sitios- ¿ todo esto no es una historia, la historia de un error que
lleva por nombre verdad?-. La verdad y su reino originario han tenido su
historia en la historia. Apenas salimos nosotros “a la hora de la más
corta sombra”, cuando la luz ya no parece venir más ni del fondo del cielo
ni de los primeros momentos del día.
Hacer
la genealogía de los valores, de la moral, del ascetismo, del conocimiento
no será por tanto partir a la búsqueda de su “origen”, minusvalorando como
inaccesibles todos los episodios de la historia; será por el contrario
ocuparse en las meticulosidades y en los azares de los comienzos; prestar
escrupulosa atención a su derrisoria malevolencia; prestarse a verlas
surgir quitadas las máscaras, con el rostro del otro; no tener pudor para
ir a buscarlas allí donde están -“revolviendo los bajos fondos”-, dejarles
el tiempo para remontar el laberinto en el que ninguna verdad nunca jamás
las ha mantenido bajo su protección. El genealogista necesita de la
historia para conjurar la quimera del origen un poco como el buen filósofo
tiene necesidad del médico para conjurar la sombra del alma. Es preciso
saber reconocer los sucesos de la historia, sus sacudidas, sus sorpresas,
las victorias afortunadas, las derrotas mal digeridas, que dan cuenta de
los comienzos, de los atavismos y de las herencias; como hay que saber
diagnosticar las enfermedades del cuerpo, los estados de debilidad y de
energía, sus trastornos y sus resistencias para juzgar lo que es un
discurso filosófico. La historia, con sus intensidades, sus furores
secretos, sus grandes agitaciones febriles y sus síncopes, es el cuerpo
mismo del devenir. Hay que ser metafísico para buscarle un alma en la
lejana idealidad del origen.
3.- términos como Entstehung o Herkunft indican mejor
que Ursprung el objeto propio de la genealogía. Se los traduce de
ordinario por “origen”, pero es preciso intentar restituirles su
utilización apropiada.
Herkunft:
es la fuente, la procedencia; es la vieja pertenencia a un grupo -el de
sangre, el de tradición, el que se establece entre aquellos de la altura o
de la misma bajeza-. Con frecuencia el análisis de la Herkunft hace
intervenir a la raza o el tipo social. Sin embargo, no se trata
precisamente de encontrar en un individuo, un sentimiento o una idea, los
caracteres genéricos que permiten asimilarlo a otros -y decir: éste es
griego o éste es ingles-; sino percibir todas las marcas sutiles
singulares, subindividuales que pueden entrecruzarse en él y formar una
raíz difícil de desenredar. Lejos de ser una categoría de la semejanza, un
tal origen permite desembrollar, para ponerlas aparte, todas las marchas
diferentes: los alemanes se imaginan haber llegado hasta el límite de su
complejidad cuando dicen que tienen un alma doble; se equivocaron con
mucho, o mejor intentaban como podían controlar la mezcolanza de razas de
las que ellos se constituyeron. Allí donde el alma pretende unificarse,
allí donde el Yo se inventa una identidad o una coherencia, el
genealogista parte a la búsqueda del comienzo -de los comienzos
innombrables que dejan esa sospecha de color, esta marca casi borrada que
no sabría engañar a un ojo un u poco histórico-; el análisis de la
procedencia permite disociar al Yo y hacer popular, en los lugares y
plazas de su síntesis vacía, mil sucesos perdidos hasta ahora.
La
procedencia permite también encontrar bajo el aspecto único de su
carácter, o de un concepto, la proliferación de sucesos a través de los
cuales (gracias a los que, contra los que) se han formado. La genealogía
no pretende remontar el tiempo para restablecer una gran continuidad por
encima de la dispersión del olvido. Su objetivo no es mostrar que el
pasado está todavía ahí vivo en el presente, animándolo aún en secreto
después de haber impuesto en todas las etapas del recorrido una forma
dibujada desde el comienzo. Nada que se asemeje a la evolución de una
especia, al destino de un pueblo. Seguir la filial compleja de la
procedencia, es al contrario mantener lo que pasó en la dispersión que le
es propia: es percibir los accidentes, las desviaciones ínfimas -o al
contrario los retornos completos-, los errores, los fallos de apreciación,
los malos cálculos que ha producido aquello que existe y es válido para
nosotros; es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que
somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del
accidente. Por esto sin duda todo origen de la moral, desde el momento en
que no es venerable -y la Herkunft no lo es nunca- se convierte en
crítica.
Peligrosa herencia esta que nos es transmitida mediante una tal
procedencia. Nietzche, en numerosas ocasiones, asocia los términos de
Herkunft y Erbschaft. Pero no nos equivoquemos; esta herencia
no es en absoluto una adquisición, un saber que se acumula y se
solidifica; es más bien un conjunto de pliegues, de fisuras, de capas
heterogéneas que lo hacen inestable y, desde el interior o por debajo,
amenazan al frágil heredero: “la injusticia y la inestabilidad en el
espíritu de ciertos hombres, su desorden y su ausencia de medida son las
últimas consecuencias de innumerables inexactitudes lógicas, de ausencia
de profundidad, de conclusiones prematuras, de las que los antecesores se
hicieron culpables”. La búsqueda de la procedencia no funda, al contrario:
remueve aquello que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba
unido; muestra la heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí
mismo. ¿Qué convicción la resistirá? Aún más, ¿qué saber? Hagamos un poco
el análisis genealógico de los sabios de aquel que colecciona los hechos y
los registra cuidadosamente, o de aquel que demuestra y refuta-; su
Herkunft descubrirá pronto los papeleos del escribano o las diatribas
del abogado -su padre- en su atención aparentemente desinteresada, en su
“puro” aferramiento a la objetividad.
En
fin la procedencia se enraíza en el cuerpo. Se inscribe en el sistema
nervioso, en el aparato digestivo. Mala respiración, mala alimentación,
cuerpo débil y abatido al cual los progenitores han cometido errores; los
padres cambian los efectos por la causa, creen en la realidad del más allá
o plantean el valor de lo eterno, es el cuerpo de los niños quien sufrirá
las consecuencias. Bajeza, hipocresía -simples retoños del error-; no en
el sentido socrático, no porque sea necesario equivocarse para ser malo,
tampoco por alejarse de la verdad originaria, sino porque es el cuerpo
quien soporta, en su vida y su muerte, en su fuerza y en su debilidad, la
sanción de toda verdad o error, como lleva en sí también, a la inversa, el
origen -la procedencia-. ¿Por qué los hombre han inventado la vida
contemplativa? ¿Por qué han concedido a este género de existencia un valor
supremo? ¿Por qué han acordado admitir como verdad absoluta las
imaginaciones que la constituyen? “Durante las épocas bárbaras…si el vigor
del individuo se debilita, si se encuentra fatigado o enfermo, melancólico
o debilitado y por consiguiente de modo temporal sin deseos y sin
apetitos, se convierte en un hombre relativamente mejor, es decir, menos
peligroso y sus ideas pesimistas no se formulan más que a través de
palabras y de reflexiones. En este estado de espíritu, se convertirá en
pensador y anunciador. O bien su imaginación desarrollará sus
supersticiones.” El cuerpo -y todo lo que se relaciona con el cuerpo, la
alimentación, el clima, el sol- es el lugar de la Herkunft: sobre
el cuerpo, se encuentra el estigma de los sucesos pasados, de él nacen los
deseos, los desfallecimientos y los errores; en él se entrelazan y de
pronto se expresan, pero también en él se desatan, entran en lucha, se
borran unos a otros y continúan su inagotable conflicto.
El
cuerpo: superficie de inscripciones de los sucesos (mientras que el
lenguaje los marca y las ideas los disuelven), lugar de disociación del Yo
(al cual intenta prestar la quimera de una unidad sustancial), volumen en
perpetuo derrumbamiento. La genealogía como el análisis de la procedencia,
se encuentra por tanto en la articulación del cuerpo y de la historia.
Debe mostrar al cuerpo impregnado de historia, y a la historia como
destructor del cuerpo.
4.- Entstehung designa más bien la emergencia, el punto de
surgimiento. Es el principio y la ley singular de una parición. Del mismo
modo que muy frecuentemente uno se inclina a buscar la procedencia en una
continuidad sin interrupción sería un error dar cuenta de la emergencia
por el término final. Como si el ojo hubiese aparecido, desde el principio
de los tiempos, para la contemplación, como si el castigo hubiese tenido
siempre por destino dar ejemplo. Estos fines aparentemente últimos, no son
nada más que el actual episodio de una serie de servilismos: el ojo sirvió
primero para la caza y la guerra; el castigo fue sometido poco a poco a la
necesidad de vengarse, de excluir al agresor, de liberarse en relación a
la víctima, de meter miedo a los otros. Situando el presente en el origen,
la metafísica obliga a creer en el trabajo oscuro de un destino que
buscaría manifestarse desde el primer momento. La genealogía, por su
parte, restablece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder
anticipador de un sentido cuando el juego azaroso de las dominaciones.
La
emergencia se produce siempre en un determinado estado de fuerzas. El
análisis de la Entstehung debe mostrar el juego, la manera como
luchan unas contra otras, o el combate que realizan contra las
circunstancias adversas, o aún más, la tentativa que hacen -dividiéndose
entre ellas mismas- para escapar a la degeneración y revigorizarse a
partir de su propio debilitamiento. Por ejemplo la emergencia de una
especie (animal o humana) y su solidez están aseguradas “mediante un largo
combate contra condiciones constantemente y esencialmente desfavorables”.
En efecto, “la especie tiene necesidad de la especie en tanto que especie,
como de algo que, gracias a su dureza, a su uniformidad, a la simplicidad
de su forma puede imponerse a hacerse durable en la lucha perpetua con los
vecinos o los oprimidos en revuelta”. En revancha la emergencia de las
variaciones individuales se producen en otro estado de fuerzas, cuando la
especie ha triunfado, cuando el peligro exterior ya no la amenaza y se
desarrolla la lucha “de los egoísmos que se vuelven los unos contra los
otros explotando de algún modo, y que luchan juntos por el sol y la luz”.
Ocurre también que la fuerza lucha contra sí misma: y no solamente en la
ebriedad de un exceso que le permite dividirse, sino también en el momento
en el que se debilita. Reacciona contra su decaimiento sacando fuerzas de
la misma flaqueza que no cesa entonces de crecer y volviéndose hacia ella
para machacarla aún más, imponiéndole límites, suplicios y maceraciones,
disfrazándola de un alto valor moral y así a su vez retomará vigor. Tal es
el movimiento por el que nace el ideal ascético “en el instinto de una
vida degenerante que… lucha por la existencia”, tal es también el
movimiento por el cual nació la reforma, allí precisamente donde la
iglesia estaba menos corrompida; en la Alemania del siglo xvi el
catolicismo tenía aún bastante fuerza para volverse contra sí mismo,
castigar su propio cuerpo historia y espiritualizarse en una pura religión
de la conciencia.
La
emergencia es, pues, la entrada en escena de las fuerzas; es su irrupción,
el movimiento de golpes por el que saltan de las bambalinas al teatro,
cada uno con el vigor y la juventud que le es propia. Lo que Nietzsche
llama la Entstehungherd del concepto de bueno no es exactamente ni
la energía de los fuertes, ni la reacción de los débiles; es más bien esta
escena en la que se distribuyen los unos frente a los otros, los unos por
encima de los otros; es el espacio que los reparte y se abre entre ellos,
el vacío a través del cual intercambian sus amenazas y sus palabras.
Mientras que la procedencia designa la cualidad de un instinto, su grado o
su debilidad, y la marca que éste deja en un cuerpo, la emergencia designa
un lugar de enfrentamiento; pero una vez más hay que tener cuidado de no
imaginarlo como un campo cerrado en el que se desarrollaría una lucha, un
plan en el que los adversarios estarían en igualdad de condiciones; es más
bien -como lo prueba el ejemplo de los buenos y de los malos- un no lugar,
una pura distancia, el hecho que los adversarios no pertenecen a un mismo
espacio. Nadie es pues responsable de una emergencia, nadie puede
vanagloriarse; ésta se produce siempre en el intersticio.
En un
sentido, la obra representada sobre ese teatro sin lugar es siempre la
misma: es aquella que indefinidamente repiten los dominadores y los
dominados. Que hombres dominen a otros hombres, y es así como nace la
diferenciación de los valores; que unas clases dominen a otras, y es así
como nace la idea de libertad; que hombres se apropien de las cosas que
necesitan para vivir, que les impongan una duración que no tienen, o que
las asimilen por la fuerza -y tiene lugar el nacimiento de la lógica-. La
relación de dominación tiene tanto de “relación” como el lugar en la que
se ejerce tiene de no lugar. Por esto precisamente en cada momento de la
historia, se convierte en un ritual; impone obligaciones y derechos;
constituye cuidadosos procedimientos. Establece marcas graba recuerdos en
la cosas e incluso en los cuerpos; se hace contabilizadora de deudas.
Universo de reglas que no está en absoluto destinado a dulcificar, sino al
contrario a satisfacer la violencia. Sería un error creer, siguiendo el
esquema tradicional, que la guerra general, agotándose en sus propias
contradicciones, termina por renunciar a la violencia y acepta suprimirse
a sí misma en las leyes de la paz civil. La regla es el placer calculado
del encarnizamiento, es la sangre prometida. Ella permite relanzar sin
cesar el juego de la dominación. Introduce en escena una violencia
repetida meticulosamente. El deseo de paz, la dulzura del compromiso. La
aceptación táctica de la ley, lejos de ser la gran conversión moral, o el
útil cálculo que ha dado a luz a las reglas, a decir verdad, no es más que
el resultado y la perversión: “falta, conciencia, deber, tiene su centro
de emergencia en el derecho de obligación; y en sus comienzos como todo lo
que es grande en la tierra ha sido regado de sangre”. La humanidad no
progresa lentamente, de combate en combate, hasta una reciprocidad
universal en la que las reglas sustituirían para siempre a la guerra;
instala cada una de estas violencias en un sistema de reglas y va así de
dominación en dominación.
Y es
justamente la regla la que permite que se haga violencia a la violencia, y
que otra dominación pueda plegarse a aquellos mismos que dominan. En sí
mismas las reglas están vacías, violentas, no finalizadas; están hechas
para servir a esto o aquello; pueden ser empleadas a voluntad de éste o de
aquél. El gran juego de la historia es quién se amparará en las reglas,
quién ocupará la plaza de aquellos que las utilizan, quién se disfrazará
para pervertirlas, utilizarlas a contrapelo, y utilizarlas contra aquellos
que las habían impuesto; quién, introduciéndose en el complejo aparato, lo
hará funcionar de tal modo que los dominadores se encontrarán dominados
por sus propias reglas. Las diferentes emergencias que pueden percibirse
no son las figuras sucesivas de una misma significación; son más bien
efectos de sustituciones, emplazamientos y desplazamientos, conquistas
disfrazadas, desvíos sistemáticos. Si interpretar fuese aclarar lentamente
una significación oculta en el origen, sólo la metafísica podría
interpretar el devenir de la humanidad. Pero si interpretar es ampararse,
por violencia o subrepticiamente, de un sistema de reglas que no tiene en
sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una
nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas
segundas, entonces el devenir de la humanidad es una serie de
interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia: historia de las
morales, de los ideales, de los conceptos metafísicos, historia del
concepto de libertad o de la vida ascética como emergencia de diferentes
interpretaciones. Se trata de hacerlos aparecer como sucesos en el teatro
de los procedimientos.
5.- ¿Cuáles son las relaciones entre la genealogía definida como
búsqueda de la Herkunft y de la Entstehung y lo que de
ordinario se llama la historia? Se conocen los célebres apóstrofes de
Nietzsche contra la historia, y habrá que volver sobre ello enseguida.
Sin embargo, la genealogía es designada a veces como “wirkliche historie”;
en numerosas ocasiones, es caracterizada por el “Sprit” o el “sentido
histórico”. En realidad lo que Nietzsche nunca cesó de criticar después de
la segunda de las Intempestivas, es esta forma de historia que
reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una
historia que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada
sobre sí misma. La diversidad al fin reducida del tiempo; una historia que
no permitiría reconocernos en todas partes y dar a todos los
desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que
lanzará sobre todo lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo.
Esta historia de los historiadores se procura un punto de apoyo fuera del
tiempo; pretende juzgarlo todo según una objetividad de Apocalipsis;
porque ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere, una conciencia
siempre idéntica a sí misma. Si el sentido histórico se deja ganar por el
punto de vista suprahistórico, entonces la metafísica puede retomarlo por
su cuenta y, fijándolo bajo las especies de una conciencia objetiva,
imponerle su propio “egipcianismo”. En revancha el sentido histórico
escapará a la metafísica para convertirse en el instrumento privilegiado
de la genealogía si no se posa sobre ningún absoluto. No debe ser más que
esta agudeza de una mirada que distingue, reparte, dispersa, deja jugar
las separaciones y los márgenes -una especie de mirada disociante capaz de
disociarse a sí misma y de borrar la unidad de este ser humano que se
supone conducirla soberanamente hacia su pasado.
El
sentido histórico, y es en esto en lo que practica la “wirkliche
historie”, reintroduce en el devenir todo aquello que se había creído
inmortal en el hombre. ¿Creemos en la perennidad de los sentimientos? Sin
embargo, todos, incluidos sobre todo los que nos parecen los más nobles y
los más desinteresados, tienen una historia. Creemos en la sorda
constancia de los instintos, y nos imaginamos que están siempre, aquí y
allí, ahora como antaño. Pero el saber histórico no tiene dificultades
para trocearlos -mostrar sus avatares, percibir sus momentos de fuerza y
de debilidad, e identificar sus reinados alternantes, captar su lenta
elaboración y los movimientos por los que se vuelven contra sí mismo, por
los que pueden encarnizarse en su propia destrucción. Pensamos en todo
caso que el cuerpo, por su lado, no tiene más leyes que las de su
fisiología y que escapa a la historia. De nuevo error; el cuerpo está
aprisionado en una serie de regímenes que lo atraviesan; está roto por lo
ritmos del trabajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por venenos
-alimentos o valores, hábitos alimentarios- y leyes morales todo junto; se
proporciona resistencias. La historia “efectiva” se distingue de la de los
historiadores en que no se apoya sobre ninguna constancia: nada en el
hombre -ni tampoco su cuerpo- es lo suficientemente fijo para comprender a
los otros hombres y reconocerse en ellos. Todo aquello a lo que uno se
apega para volverse hacia la historia y captarla en su totalidad, todo lo
que permite retrazarla como un paciente movimiento continuo -todo esto se
trata de destrozarlo sistemáticamente-. Hay que hacer pedazos los que
permite el juego consolador de los reconocimientos.
Saber, incluso en el orden histórico, no significa “encontrar de nuevo” ni
sobre todo “encontrarnos”. La historia será “efectiva” en la medida en que
introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Dividirá nuestros
sentimientos; dramatizará nuestros instintos; multiplicará nuestro cuerpo
y lo opondrá a sí mismo. No dejará nada debajo de sí que tendría la
estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, no se dejará
llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Cavará aquello
sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su
pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido
hecho para hacer tajos.
A
partir de aquí se pueden captar los propios en el sentido histórico, tal
como Nietzsche lo entiende, que oponen a la historia tradicional la
“wirkliche Historie”. Esta invierte la relación establecida normalmente
entre la irrupción del suceso y la necesidad continua. Hay toda una
tradición de la historia (teológica o racionalista) que tiende a disolver
el suceso singular en una continuidad ideal al movimiento teológico o
encadenamiento natural. La historia “efectiva” hace resurgir el suceso en
lo que puede tener de único, de cortante, Suceso -por esto es necesario
entender no una decisión, un tratado, un reino, o una batalla, sino una
relación de fuerzas que se invierte, un poder confiscado, un vocabulario
retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación que se
debilita, se distiende, se envenena a sí misma, algo distinto que aparece
en escena, enmascarado. Las fuerzas presentes en la historia no obedecen
ni a un destino ni a una mecánica, sino al azar de la lucha. No se
manifiesta como las formas sucesivas de una intención primordial; no
adoptan tampoco el aspecto de un resultado: Aparecen siempre en el
conjunto aleatorio y singular del suceso. Al contrario del mundo
cristiano, tejido universalmente por la araña divina, a diferencia del
mundo griego dividido entre el reino de la voluntad y el de la gran
estupidez cósmica, el mundo de la historia efectiva no conoce más que un
solo reino, en el que no hay providencia ni causa final sino solamente la
“mano de hierro de la necesidad que sacude el cuerpo de la fortuna”.Aún
más, no hay que comprender este azar como una simple jugada de suerte,
sino como el riesgo siempre relanzado de la voluntad de poder que a toda
salida del azar opone, para matizarla, el riesgo de un mayor azar todavía.
Si bien el mundo que conocemos no es esta figura, simple en suma, en la
que todos los sucesos se han borrado para que acentúen poco a poco los
rasgos esenciales, el sentido final, el valor primero y último; es por el
contrario una miríada de sucesos entrecruzados; lo que nos parece hoy
“maravillosamente abigarrado, profundo, lleno de sentido” lo han hecho
nacer, y lo habitan todavía en secreto. Creemos que nuestro presente se
apoya sobre intenciones profundas, necesidades estables; pedimos a los
historiadores que nos convenzan de ello. Pero el verdadero sentido
histórico reconoce que vivimos, sin referencias ni coordenadas
originarias, en miríadas de sucesos perdidos.
Existe también el poder de subvertir la relación de lo próximo y lo lejano
tal como son entendidos por la historia tradicional, en su fidelidad a la
obediencia metafísica. A ésta, en efecto, le gusta echar una mirada hacia
las lejanías y las alturas: las épocas más nobles, las formas más
elevadas, las ideas más abstractas, las individualidades más puras. Y para
hacer esto, intenta acercarse cada vez más, situarse al pie de estas
cumbres, resistiéndose a tener sobre ellas la famosa perspectiva de las
ranas. La historia efectiva, por el contrario, mira más cerca -sobre el
cuerpo, el sistema nervioso, los alimentos y la digestión, las energías-,
revuelve en las decadencias; y si afronta las viejas épocas, es con la
sospecha -no rencorosa sino divertida- de un ronroneo bárbaro e
inconfesable. No tiene miedo de mirar bajo; pero mira alto-sumergiéndose
para captar las perspectivas, desplegar las dispersiones y las
diferencias, dejar a cada cosa su medida y su intensidad-. Su movimiento
es inverso al que realizan subrepticiamente los historiadores: simulan
mirar más allá de sí mismo, pero, bajamente, arrastrándose, se acercan a
ese lejano prometedor (en esto se parecen a los metafísicos que no ven por
encima del mundo más que un más allá para prometérselo a título de
recompensa); la historia efectiva mira de más cerca pero para separarse
bruscamente y retomarlo a distancia (mirada parecida a la del médico que
se sumerge para diagnosticar y decir la diferencia). El sentido histórico
está mucho más cercano a la medicina que a la filosofía. “Histórica y
fisiológicamente” dice a veces Nietzche. Esto no tiene nada de extraño, ya
que en la idiosincrasia del filósofo se encuentra la degeneración
sistemática del cuerpo, y “la falta de sentido histórico, el rencor contra
la idea de devenir, el egipcianismo”, la obstinación de “poner al
principio lo que está al final”, y a situar “las últimas cosas antes de
las primeras”. La historia tiene algo mejor que hacer que ser la sirvienta
de la filosofía y que contar el nacimiento necesario de la verdad y del
valor; puede ser el conocimiento diferencial de las energías y de los
desfallecimientos, de las alturas y de los hundimientos, de los venenos y
de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios.
En
fin, último rasgo de esta historia efectiva. No teme ser un sabor en
perspectiva. Los historiadores buscan en la medida de lo posible borrar lo
que puede traicionar, en su lugar desde el cual miran, el momento en el
están, el partido que toman -lo inapreciable de su pasión-. El sentido
histórico, tal como Nietzche lo entiende, se sabe perspectiva, y no
rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un ángulo
determinado con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de
seguir todos los trazos del veneno, de encontrar el mejor antídoto. Más
que simular un discreto olvido delante de lo que se mira, más que buscar
en él su ley y someter a él cada uno de sus movimientos, es una mirada que
sabe dónde mira e igualmente lo que mira. El sentido histórico da al saber
la posibilidad de hacer, en el mismo movimiento de su conocimiento, su
genealogía. La “wirkliche Historie” efectúa, en vertical al lugar en que
está, la genealogía de la historia.
6.- En esta genealogía de la historia, que esboza en distintas
fases, Nietzche relaciona el sentido histórico y la historia de los
historiadores. El uno y la otra no tienen sino un solo comienzo, impuro y
mezclado. En un mismo signo, se puede reconocer tanto el síntoma de una
enfermedad como el germen de una flor maravillosa, ambos surgen al mismo
tiempo, y enseguida tendrán que separarse. Sigamos pues, sin
diferenciarlos de momento, su genealogía común.
La
procedencia (Herkunft) del historiador está clara: es
de baja extracción. Uno de los rasgos de la historia es existir sin
elección: considera que debe conocer todo, sin jerarquía de importancia;
comprender todo, sin distinción de nivel; aceptar todo, sin hacer
diferencias. No debe escaparle nada pero al mismo tiempo no debe quedar
nada excluido. Los historiadores dirán que ésta es una prueba de tacto y
de discreción: ¿Con qué derecho harían intervenir su gusto, cuando se
trata de los otros, sus preferencias cuando se trata realmente del pasado?
Pero de hecho, es una total ausencia de gusto, una determinada rudeza que
intenta adoptar, con lo que es más elevado, formas de familiaridad, una
satisfacción en encontrar lo que es más bajo. El historiador es insensible
a todas las desganas: o mejor, encuentra placer en aquello mismo que
debería levantarle el corazón. Su aparente serenidad se encarniza en no
conocer nada grande y en reducir todo al denominador más débil. Nada debe
ser más elevado que sí. Si desea saber tanto, y saber todo, es para
sorprender los secretos que se minimizan. “baja curiosidad.¿De dónde viene
la historia? De la plebe. ¿A quién se dirige? A la plebe. Y el discurso
que la constituye se parece mucho al del demagogo: “nadie es más grande
que vosotros” dice éste” y el que tenga la impresión de querer sacar
ventajas de vosotros de vosotros que sois buenos ése es malo”; y el
historiador, que es su doble, le hace eco: “Ningún pasado es más grande
que nuestro presente, y todo lo que en la historia puede presentarse con
el aspecto de la grandeza, mi saber meticuloso os mostrará su pequeñez,
maldad, desgracia. “El parentesco del historiador remonta hasta Sócrates.
Pero
esta demagogia debe ser hipócrita. Debe ocultar su especial rencor bajo la
máscara de lo universal. Y del mismo modo que el demagogo debe invocar la
verdad, la ley de las esencias y la necesidad eterna, el historiador debe
invocar la objetividad, la exactitud de los hechos, el pasado inamovible.
El demagogo está conducido a la negación del cuerpo con el fin de
establecer la soberanía de la intemporal; el historiador está conducido a
borrar su propia individualidad para que los otros entren en escena y
puedan tomar la palabra. Tendrá pues que encarnizarse consigo mismo:
hacer callar sus preferencias y superar sus adversiones, desdibujar su
propia perspectiva para sustituir una geometría ficticiamente universal,
limitar la muerte para entrar en el reino de los muertos, adquirir una
cuasi-existencia sin rostro y sin nombre. Y en este mundo en el que habrá
frenado su voluntad individual, podrá mostrar a los otros la ley
inevitable de una voluntad superior. Habiendo emprendido el borrar de su
propio saber todos los trazos de poder, encontrará, de parte del objeto a
conocer la forma de un querer universal. La objetividad en el historiador
es la inversión de las relaciones de querer en saber, y es, al mismo
tiempo, la creencia necesaria en la Providencia, en las causas finales y
en la teleología. El historiador pertenece a la familia de los aztecas.
“No puedo soportar estas concupiscencia eunucas de la historia, a todos
estos defensores a ultranza del ideal ascético; no puedo aguatar esos
sepulcros blanqueados que producen la vida; no puedo soportar esos seres
fatigados y debilitados que se escudan en la sensatez y aparentan
objetividad.
Pasemos al Entstehung de la historia; su lugar es la Europa del
siglo xix : patria de mezcolanzas y de bastardías, época del
hombre-mixtura. En relación a los momentos de alta civilización, henos
aquí como bárbaros: tenemos delante de los ojos ciudades en ruinas, y
momentos enigmáticos; nos hemos parado delante de los muros abiertos; nos
preguntamos qué dioses han podido habitar todos estos templos vacíos. Las
grandes épocas no habían tenido tales curiosidades ni tan grandes
respectos; no se reconocían predecesores; predecesores; el clasicismo
ignoraba a Shakespeare. La decadencia de Europa nos ofrece un espectáculo
inmenso en el que los momentos más fuertes privan, o desaparecen. Lo
propio de la escena en la que nos encontramos ahora, es representar un
teatro; sin monumentos que sean obra nuestra ni que nos pertenezcan,
vivimos en una amalgama de decorados. Aún más: el europeo no sabe quién es
ignora qué razas se han mezclado en él; busca el papel que podría
corresponderle, está sin individualidad. Se comprende así por qué el siglo
xix es espontáneamente historiador: la anemia de sus fuerzas, las mezclas
que han desdibujado todos sus caracteres producen el mismo efecto que las
maceraciones del ascetismo; la imposibilidad de crear en que se encuentra,
su ausencia de obra, la obligación de apoyarse sobre lo que se han hecho
antes y en otro lugar, lo constriñen a la baja curiosidad del plebeyo.
Pero
si ésta es la genealogía de la historia, ¿cómo puede la historia
constituirse en análisis genealógico? ¿Cómo no continúa siendo un
conocimiento demagógico y religioso’ ¿Cómo puede, en esta misma escena,
cambiar de papel? Si no es, solamente, para que uno se ampare en ella, la
domine, la vuelta contra su nacimiento. Tal es en efecto lo propio del
Entstehung: no es la salida necesaria de lo que, durante tanto tiempo,
había sido preparado de antemano; es la escena en la que las fuerzas se
arriesgan y se enfrentan, en donde pueden triunfar, pero también donde
pueden ser confiscadas. El lugar de la emergencia de la metafísica fue la
demagogia ateniense, el rencor populachero de Sócrates, su creencia en la
inmortalidad. Pero Platón habría podido volverla contra sí misma -y sin
duda estuvo tentado de hacerlo más de una vez-. Su derrota fue haber
llegado a fundarla. El problema en el siglo xix es no haber hecho, por el
ascetismo popular de los historiadores, lo que Platón había hecho por el
de Sócrates, Es preciso no fundamentarlo en una filosofía de la historia,
sino hacerlo añicos a partir de los que ha producido: convertirse en
maestro de la historia para hacer de ella un uso genealógico, es decir, un
uso rigurosamente antiplatónico. Entonces el sentido histórico se liberará
de la historia suprahistórica.
7.- El sentido histórico conlleva tres usos que se oponen término a
término a las tres modalidades platónicas de la historia. Uno es el uso de
parodia, y destructor de realidad, que se opone al tema de la historia
-reminiscencia o reconocimiento-; otro es el uso disociativo y destructor
de identidad que se opone a la historia -continuidad y tradición-; el
tercero es el uso sacrificial y destructor de verdad que se opone a la
historia –conocimiento-. De todas formas, se trata de hacer de la historia
un uso que la libere para siempre del modelo, a la vez metafísico y
antropológico, de la memoria. Se trata de hacer de hacer de la historia
una contramemoria. Y de desplegar en ella por consiguiente una forma
totalmente distinta del tiempo.
Utilización paródica y bufa, en principio. A este hombre enmarañado y
anónimo que es el Europeo -y que no sabe quién es, ni qué nombre debe
llevar- el historiador le ofrece identidades de recambio, aparentemente
mejor individualizadas y más reales que la suya. Pero el hombre del
sentido histórico no debe engañarse sobre este sustituto que ofrece: no es
más que un disfraz. Progresivamente, se ha ofrecido a la revolución el
modelo romano, al romanticismo la armadura del caballero, a la época
wagneriana la espada del héroe germánico; pero éstos son oropeles cuya
irrealidad reenvía a nuestra propia irrealidad. Vía libre a algunos para
venerar estas religiones y celebrar en Bayreuth la memoria de este nuevo
más allá; libertad a ellos para ser los traperos de las identidades
vacantes. El buen historiador, el genealogista, sabrá lo que conviene
pensar de toda esta mascarada. No que la rechace por espíritu de seriedad;
quiere al contrario llevarla hasta el límite: quiere organizar un gran
carnaval del tiempo, en el que las máscaras no dejarán de aparecer. Quizá
más que identificar nuestra desvaída individualidad a las identidades muy
reales del pasado, se trata de irrealizarnos en tantas identidades
aparecidas; y retomando todas estas máscaras -Frederic de Hohenstaufen,
César, Jesús, Dionisos, Zaratustra quizá-, volviendo a comenzar la
bufonería de la historia, retomamos en nuestra irrealidad la identidad más
irreal del Dios que la ah gobernado. “Posiblemente descubramos aquí el
dominio en el la originalidad no es todavía posible, quizá como parodista
de la historia y como polichinelas de Dios”. Se reconoce aquí la doble
parodia de lo que la segunda Intempestiva llamaba la “historia
monumental”: historia que tenía como tarea restituir las grandes cumbres
del devenir, mantenerlas en una presencia perpetua, reconstruir las obras,
las acciones, las creaciones según el monograma de su esencia íntima. Pero
en 1874. Nietzsche acusaba a esta historia, dedicada por entero a la
veneración, de borrar el camino de las intensidades actuales de la vida y
a sus creaciones. Se trata, al contrario, en los últimos textos, de
parodiarla para hacer así resaltar que no es en sí misma más que una
parodia. La genealogía es la historia en tanto que carnaval concertado.
Otro
uso de la historia: la disociación sistemática de nuestra identidad.
Porque esta identidad, bien débil por otra parte, que intentamos asegurar
y ensamblar bajo una máscara, no es más que una parodia: el plural la
habita, numerosas almas se pelean en ella; los sistemas se entrecruzan y
se dominan los unos a los otros. Cuando se ha estudiado la historia, uno
se siente “feliz, por oposición a los metafísicos, de abrigar en sí no un
alma inmortal, sino muchas almas mortales”. Y en cada una de estas almas,
la historia no descubrirá una identidad olvidada, siempre presta a nacer
de nuevo, sino un complejo sistema de elementos múltiples a su vez,
distintos, no dominados por ningún poder de síntesis: “es un signo de
cultura superior mantener en plena conciencia ciertas fases de la
evolución que los hombres ínfimos atraviesan sin pensar en ello. El primer
resultado es que comprendemos a nuestros semejantes como sistemas
enteramente determinados y como representantes de culturas diferentes, es
decir como necesarios y como modificables. Y de rechazo: que en nuestra
propia evolución, somos capaces de separar trozos y de considerarlos
separadamente”. La historia, genealógicamente dirigida, no tiene como
finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el
contrario encarnizarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único
del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen
que volveremos; intenta hacer aparecer todas las discontinuidades que nos
atraviesan. Esta función es inversa a la que quería ejercer, según las
Intempestivas, “la historia de anticuarios”. Se trataba, en ella, de
reconocer las continuidades en las que se enraiza nuestro presente:
continuidades del sueño, de la lengua, de la ciudad; se trataba
“cultivando con mano delicada lo que ha existido desde siempre, de
conservar, para los que vendrán después, las condiciones en las cuales se
ha nacido”. A esta historia, las Intempestivas objetaban que corría
el riesgo de evitar toda creación en nombre de la ley de fidelidad. Un
poco más tarde -y ya en Humano, demasiado humano- Nietzsche retoma el
trabajo anticuario, pero en una dirección totalmente opuesta. Si la
genealogía plantea por su parte la cuestión del suelo que nos ha visto
nacer, de la lengua que hablamos o de las leyes que nos gobiernan, es para
resaltar los sistemas heterogéneos, que, bajo la máscara de nuestro yo,
nos prohíben toda identidad.
Tercer uso de la historia: el sacrificio del sujeto de conocimiento. En
apariencia, o mejor según la máscara que implica, la conciencia histórica
es neutra, despojada de toda pasión, encarnizada solamente con la verdad.
Pero si se interroga a sí misma, y de una forma más general interroga a
toda conciencia científica en su historia, descubre entonces las formas y
transformaciones de la voluntad de saber que es instinto, pasión,
encarnizamiento, inquisidor, refinamiento cruel, maldad; descubre la
violencia de los partidos tomados: partido tomado contra la felicidad
ignorante, contra las ilusiones vigorosas con las que se protege la
humanidad, partido tomado por todo lo que hay en la investigación de
peligroso y en el descubrimiento de inquietante. El análisis histórico de
este querer-saber que recorre la humanidad hace pues aparecer a la vez que
no hay conocimiento que no descanse en la injusticia (que no existe pues,
en el conocimiento mismo, un derecho a la verdad o un fundamento de lo
verdadero), y que el instinto de conocimiento es malo (que hay en él algo
mortífero, y que no puede, que no quiere nada para la felicidad de los
hombres). Tomando, como sucede hoy, sus dimensiones más amplias, el
querer-saber no acerca a una verdad universal; no da al hombre un exacto y
secreto dominio de la naturaleza; al contrario, no cesa de multiplicar los
riesgos; hace crecer en todas partes los peligros; acaba con las
protecciones ilusorias; deshace la unidad del sujeto; libera en él todo lo
que se encarniza en disociarle y destruirle. En lugar de que el saber se
distancie poco a poco de sus raíces empíricas, o de las primeras
necesidades que lo han hecho nacer, para convertirse en pura especulación
sumisa a las solas reglas de la razón, en lugar que esté ligado en su
desarrollo a la constitución y a la afirmación de un sujeto libre, implica
un encarnizamiento siempre mayor; la violencia instintiva se acelera en él
y se acrecienta; las religiones exigían en otro tiempo el sacrificio del
cuerpo humano; el saber existe hoy hacer experiencia sobre nosotros
mismos, existe el sacrificio del sujeto de conocimiento. “El conocimiento
se transformó entre nosotros en una pasión que no se horroriza de ningún
sacrificio, y que no tiene en el fondo más que una sola preocupación, la
de entenderse a sí mismo…La pasión del conocimiento hará posiblemente
perecer a la humanidad. Si la pasión no hace perecer a la humanidad, ésta
perecerá de debilidad. ¿Qué se prefiere? Esta es la cuestión principal.
¿Queremos que la humanidad termine en el fuego y en la luz, o bien en la
arena? Los dos grandes problemas que se repartieron el pensamiento
filosófico del siglo xix (fundamento recíproco de la verdad y de la
libertad, posibilidad de un absoluto), estos dos temas principales legado
por Fichte y Hegel, ha llegado el momento de que sean sustituidos por el
tema de que “perecer por el conocimiento absoluto podría formar parte del
fundamento del ser”. Lo que no quiere decir, en el sentido de la crítica,
que la voluntad de verdad está limitada por la finitud del conocimiento;
sino pierde todo límite, y toda intención de verdad en el sacrificio que
ella debe hacer del sujeto de conocimiento. “Y es posible que exista una
única idea prodigiosa que, aún ahora, podría aniquilar cualquier otra
aspiración, de modo que se alzaría con la victoria sobre el más victorioso
-quiero decir la idea de la humanidad que se sacrifica-. Se puede jurar
que si alguna vez la constelación de esta idea aparece en el horizonte, el
conocimiento de la verdad permanecerá como el único objetivo gigantesco al
que un sacrificio semejante sería proporcionado, porque para el
conocimiento ningún sacrificio es nunca demasiado grande. Entre tanto, el
problema no ha sido nunca planteado.
Las
Intempestivas hablaban del uso crítico de la historia: se trataba
de ajusticiar el pasado, de cortar sus raíces a cuchillo, de borrar las
veneraciones tradicionales, a fin de liberar al hombre y de no dejarle
otro origen que aquel en el que él mismo quiera reconocerse. A esta
historia crítica, Nietzsche le reprochaba el desligarnos de toas nuestras
fuentes reales y de sacrificar el movimiento mismo de la vida a la sola
preocupación de la verdad. Se ve que un poco más tarde, Nietzsche retoma
por su propia cuenta esto mismo que rechazaba entonces. El lo retoma pero
con la finalidad muy diferente: no se trata ya de juzgar nuestro pasado en
nombre de una verdad que únicamente poseería nuestro presente; se trata de
arriesgar la destrucción del sujeto de conocimiento en la voluntad,
indefinidamente desarrollada, del saber.
En un
sentido la genealogía retorna a las tres modalidades de la historia que
Nietzsche reconocía en 1874. Vuelve superando las objeciones que hacía
entonces en nombre de la vida, de su poder de afirmar o de crear. Pero
retorna metamorfoseándolas: la veneración de los monumentos se convierte
en parodia; el respeto de las viejas continuidades en disociación
sistemática; la crítica de las injusticias del pasado por la verdad que el
hombre posee hoy se convierte en destrucción sistemática del sujeto de
conocimiento por la injusticia propia de la voluntad de saber.
[II]
Humano, demasiado humano,
S3.
[III]
Genealogía de la moral,
II, S6 y S8.
[IV]
La
gaya ciencia,
110, 11, 300.
[VI]
La
gaya ciencia,
S 151y S353. también en Aurora, S62; Genealogía I, S 14;
El crepúsculo de los ídolos, Los grandes errores, S 7.