Lo que el
capitalismo hace hoy es explotar una fuerza que hasta ahora había
desperdiciado, la del lenguaje, gracias al desarrollo de los media y de
las técnicas de información, y con la perspectiva de la informatización de
la sociedad en su conjunto, es decir, de todos los cambios de frases de
importancia para la sociedad. Y está claro que gracias a esta perspectiva
el capitalismo saldrá de la crisis. Sin ser experto en los media,
creo que la frases traducibles al lenguaje de la informática serán tomadas
en consideración. Cuando intentamos hablar de otro modo a través de los
media se nos reprocha nuestra oscuridad y complejidad (el director de
un importante diario francés respondió a un editor de vanguardia que se
quejaba de no tener crítica de sus libros en ese diario: «Envíeme libros
comunicables»). Nos encontramos ya en una situación en la que la frase
debe satisfacer las exigencies de la lógica informática. Dicha lógica es
relativamente sencilla: Se trata de transcribir una frase, incluso
compleja, bajo una forma que nos permita enumerar sus unidades de
información, es decir, según la lógica binaria del álgebra de Boole:
sí/no, de manera que el lenguaje se convierte en mercancía. Condición: que
su sentido sea contabilizable. Para que las frases circulen en el mercado
del lenguaje (como es ante todo el de los media) tienen que ser
competitivas. Las frases de las que no podamos decir «aquí está la
información transmitida» no serán contabilizadas ni por tanto
transmitidas. Una frase científica, artística o filosófica no es
susceptible de este tipo de transmisión informática simple. Se ha
intentado mucho transcribir datos, filosóficos sobre todo, al
lenguaje-máquina, pero no se ha logrado. Lo que significa que tales
lenguajes, desde el punto de vista de la performatividad, son considerados
inconsistentes.
El verdadero
problema consiste entonces en establecer si el lenguaje es efectivamente
un medio, y un medio para comunicar. La hipótesis subyacente al trabajo
del artista, del filósofo o del sabio es que no lo es: su hipótesis común
es que el lenguaje es autónomo y que el servicio que ellos le prestan
consiste en descodificarle sus secretos. Por ejemplo, Freud en su
Traumdeutung sugiere que hay una especie de lenguaje del inconsciente
e intenta definir los operadores de ese lenguaje: el desplazamiento y la
condensación. Operadores cuyo resultado son frases ininteligibles, no
comunicables en un lenguaje claro. Otros lingüístas por el contrario, en
parte Lacan, consideran que el inconsciente habla según un lenguaje cuyos
operadores son los mismos que los del lenguaje. Creo que es un error y que
el lenguaje del inconsciente existe en la medida en que utiliza operadores
que no son los del lenguaje ordinario, sobre los que Freud había empezado
a trabajar. Estamos ante una viejísima discusión del pensamiento
occidental. Con Aristóteles y los sofistas el problerna consistía en
determinar si el lenguaje es capaz de producir paradojas, por medio de
determinados operadores que llamaron paralogismos. El problema no ha
cambiado pues la actividad de las ciencias y de las artes sigue
consistiendo en producir paradojas. La ciencia utiliza lenguajes escritos,
en cambio en el arte las frases son cromáticas, de formas, sonidos,
volúmenes, que podemos seguir considerando como frases en cuanto
articulaciones de elementos diferenciados. De ahí que la actividad del
artista o del sabio consista precisamente en en-contrar operadores capaces
de producir frases inéditas, y por definición -y al menos en un primer
momento- no comunicables. Serán comunicables cuando los operadores que
permiten producirlas sean conocidos por el destinatario y éste pueda así
volver a transcribirlas. En Duchamp, por ejemplo, está claro que no es
otro el problema: tomar elementos plásticos, pero a veces también
lingüísticos; transformarlos por medio de operadores muy precisos y dar el
resultado de la operación, sin revelar la naturaleza del operador. El
receptor queda sorprendido, descontento: Ríe o protesta porque el mensaje
es incomprensible. La tarea de los físicos de finales del último siglo no
era diferente: se suponía que la masa era una cosa y la velocidad otra,
hasta que se vio que la masa está en función de la velocidad.
Los operadores son
las reglas a las que obedece la obra científica y artística. Nacen así
obras necesariamente desconocidas, cuya función consiste exclusivamente en
experimentar las reglas. Las reglas se convierten así en el principal
problema. Que es el mismo problema de los políticos, y todos lo somos, sin
saber exactamente lo que eso significa. Todos pensamos que el intercambio
de frases en la vida cotidiana tiene que ajustarse a unas reglas, que las
frases cuentan con operadores, que estos operadores están establecidos, y
que en su ausencia, y en la de las reglas de comunicación, aparece la
anarquía. La tradición democrática consiste en sostener que los
destinatarios de las frases pueden ponerse de acuerdo sobre un determinado
número de ellas, a intercambiar por la sociedad. Veamos por ejemplo la
frase: «Por una determinada cantidad de trabajo, es justo que.haya otra
cierta cantidad de salario». Este modelo, que es sin más el del contrato
social en su forma actual, ya no es creíble por una razón que revela una
dificultad importante, no coyuntural: el lenguaje comporta juegos de
frases que obedecen a reglas diferentes unas de otras. Si digo, por
ejemplo, «La pared es blanca», una frase descriptiva, quien me escuche
responderá sí o no. La frase sitúa así al destinatario en una posición en
la que tiene que mostrar su acuerdo o desacuerdo. Pero si digo «no
trabajes cincuenta horas a la semana», se trata de una frase que no
obedece a ninguna regla de verdad. El receptor no tiene que responder sí o
no como si se tratase de una descripción. Su problema no es el de
distinguir entre verdadero o falso sino el de obedecer o no. Si obedece es
que juzga mi orden justa (en lugar de verdadera) y me cree con derecho a
darle esa orden. La justicia y la autoridad no entran en juego cuando se
trata de la verdad. Otro ejemplo, más dramático. En Francia mi generación
ha vivido el problema de la guerra de Argelia. Un sencillo análisis de la
situación bastaba para comprender que el desarrollo de la lucha argelina y
la independencia conducirían al establecimiento de un régimen
burocrático-militar no precisamente democrático. Era una descripción,
podía dar lugar a acuerdo o a desacuerdo. La conclusión que podía
extraerse era la de no facilitar en absoluto la independencia de Argelia.
Pero eso hubiese sido un error, una ilusión: no es posible deducir una
prescripción (incluso negativa) de una descripción. De hecho, también se
podía decir y se ha dicho: «Es cierto que este movimiento producirá un
aparato burocrático-militar, pero lo justo es apoyarlo, si no al aparato
militar, al menos al movimiento.» En otras palabras, se trataba de la
experiencia concreta de la política, que es lo que nosotros hacemos cada
día. Hay dos grupos de frases, unas que obedecen a las reglas de verdad y
falsedad y otras cuyas reglas son las de lo justo e injusto. Y ambos
grupos son independientes, no es posible traducir de uno a otro. La
tradición occidental afirma que lo que es justo deriva de lo que es
verdadero, pero ahora sabemos que no es así. Incluso en el lenguaje
ordinario hay grupos de frases que obedecen a operadores y a reglas
intraducibles entre sí. Una frase que prescribe algo no es directamente
traducible a otra frase que describa algo. Hay por consiguiente una cierta
opacidad en el interior del lenguaje. El lenguaje no comunica consigo
mismo. Es capaz de frases que no son traducibles por otras. Precisamente
eso es lo que dificulta el contrato ya que presuponemos que es posible
llegar a una total transparencia en todo cuanto decimos. Así pues, ante el
intento de reducir el lenguaje a la unidad comercial de información, que
debería poder traducir todas las frases, creo que -en ausencia de tablas
de legitimación- sólo queda una posibilidad: luchar en favor de esta labor
de incomunicabilidad, de articulación de la posibilidad de nuevas frases.
Es la lucha del artista. Del arte importan las obras en las que las reglas
que las constituyen como tales obras artísticas son cuestionadas dentro de
la propia obra. Para eso no se necesita ninguna teoría, más bien la de no
tener ninguna. En Francia y Estados Unidos -en Italia no sé- se ha
desarrollado recientemente un movimiento reaccionario partidario del
regreso a formas fácilmente reconocibles, fácilmente comunicables, que
responden a las exigencias del mercado, del mercado financiero y también
el de los media, o sea a las exigencias del mercado de la
comunicación. Esto se debe a que el artista encuentra hoy dificultades en
protegerse tras teorías (marxistas semióticas de origen freudiano) que en
los años sesenta y setenta tenían la misión de justificar las paradojas de
las obras. Estas teorías que proceden de las ciencias humanas pierden
credibilidad. Creo que es justo. Supone que los artistas ya no quieren ni
pueden estar protegidos por ningún argumento teórico; la relación entre
crítico y artista se ha invertido. Ante la obra sin argumento el crítico
no entiende y dice: «Prefiero algo comunicable». Abundan hoy los artistas
que ceden a tan terrible exigencia, antes de verse incluidos entre los
desprotegidos de argumento teórico. En mi opinión se trataba simplemente
de un argumento ideológico, una imitación de las ciencias humanas, un tipo
de discurso relacionado esencialmente con el sistema social, y que le
resulta indispensable. La regla del discurso del filósofo ha sido siempre
la de encontrar la regla de su propio discurso. Habla para encontrar la
regla de lo que quiere decir y de ella habla antes de conocerla. Algo
comparable a las vanguardias artísticas y, en parte, a la ciencia. A
partir de un momento (pienso en Cezanne, hoy más) los artistas buscan las
reglas por las que su obra debe ser considerada, por ejemplo, pictórica.
Cuanto más avanzamos, mejor comprendemos que en la tradición de lo que
denominamos «pintura» hay una cantidad extraordinaria de sujeciones. En su
obra y gracias a ella el artista es. aquel que descubre: un aspecto de
estas reglas que no había sido cuestionado: En ese sentido, trabaja, y ha
trabajado desde entonces, como un filósofo. . .
APENDICE SUELTO
Por todas partes se
dice que el gran problema de la sociedad actual es el del Estado. Es un
error y grave. El problema que supera a todos los demás, incluido el del
Estado contemporáneo, es el del capital.
El capitalismo es
uno de los nombres de la modernidad. Ha sido la suma al infinito de una
instancia -diseñada por Descartes (y puede que por Agustín, el primer
moderno), la voluntad. El romanticismo literario ha creído luchar contra
esta interpretación realista, burguesa, tendera, del querer como
enriquecimiento infinito. Pero el capitalismo ha sabido subordinarse al
deseo ilimitado de saber que anima a las ciencias y someter su propia
realización a los criterios tecnicistas, al fin y al cabo los suyos: la
regla de perfomatividad que exige la optimización sin fin de la relación
gasto/ganancia (input/output). Y el romanticismo ha sido relegado, siempre
vivo, a la cultura de la nostalgia (Baudelaire: «Le monde va finir», y los
comentarios de Benjamin) mientras el capitalismo se convertía, se ha
convertido ya, en una figura que no es «económica» ni «sociológica» sino
metafísica. En ella se considera al infinito como lo que aún no está
determinado, aquello de lo que la voluntad debe indefinidamente adueñarse.
Sus nombres son cosmos, energía, investigación y desarrollo. Hay que
conquistarlo, convertïlo en el medio para conseguir un fin. Esta meta es
la gloria de la voluntad. Gloria infinita.
Visto así, el
romanticismo real es el capital. Lo que llama la atención al venir de
Estados Unidos a Europa es el desfallecimiento de la voluntad, así
entendida. Los países «socialistas» sufren la misma anemia. El querer como
fuerza infinita y como infinito de la «realización» no puede dejarse
frenar por un Estado que lo emplea en mantenerse a sí mismo como si fuese
un fin. El progreso de la voluntad sólo necesita de un mínimo de
institución Es el Estado quien ama el orden, no es el capitalismo. El
capitalismo no tiene por meta logros técnicos, sociales o políticos a
realizar dentro de unas reglas, su estética no es la de lo bello sino lo
sublime, su poética el genio; para él la creación en lugar de someterse a
reglas, las inventa. Lo que Benjamin llama «pérdida de aura», estética de
«choc», destrucción del gusto y de la experiencia, es el efecto de este
querer, poco cuidadoso con las reglas. Las tradiciones, los objetos y
lugares cargados de pasado individual y colectivo, las legitimidades
recibidas, las imágenes del mundo y del hombre venidas del clasicismo,
incluso las conservadas, son los medios para llegar a su meta, que es la
gloria de la voluntad.
Marx lo ha visto
claramente en su Manifiesto, al mostrar el punto en el que el
capitalismo se resquebraja. Lo imagina como un sistema termodinámico. Y
señala cómo, primero, no controla sus recursos calientes, la fuerza del
trabajo; segundo, no controla la relación entre estos recursos y los fríos
(la alimentación en valor de la producción); y tercero, termina agotando
sus recursos calientes. Pero el capitalismo es más bien una figura. Como
sistema, la fuente de calor no es la fuerza de trabajo sino la energía en
general, física (el sistema no está aislado). Como figura, su fuerza
proviene de la Idea de infinito. En la experiencia del hombre puede
disfrazarse de deseo de dinero, deseo de poder, deseo de novedad. Muy
inquietante todo. Son deseos que antropológicamente traducen algo que
ontológicamente es la insistencia del infinito en la voluntad. A este
respecto las clases sociales no son categorías ontológicas pertinentes. No
hay clase que encarne y monopolice el infinito de la voluntad. Si yo digo
«el capitalismo», eso no quiere decir los propietarios ni los gerentes del
capital. Hay miles de ejemplos que muestran su resistencia al querer,
tecnológico incluso. Otro tanto del lado de los trabajadores. Es una
ilusión transcendental, la de confundir lo que pertenece a las ideas de la
razón (ontología) con lo que se sitúa del lado de los conceptos del
entendimiento (sociología). Esta ilusión ha producido Estados que son
buroeráticos, y que no lo son también. Cuando hoy los filósofos alemanes o
americanos hablan de neoirracionalismo en el pensamiento francés, cuando
Habermas da lecciones de progresismo a Derrida y a Foucault en nombre del
proyecto de modernidad, se equivocan gravemente sobre aquello que, se
cuestiona en la modernidad. No eran ni son (pues no se ha terminado)
simplemente las Luces, sino la insinuación del querer en la razón. Kant
habla de una inclinación de la razón a ir más a11á de la experiencia,
entiende antropológicamente a la filosofía como un Drang, como una
tendencia a la agitación, a crear discrepancias (Streiten). Es el
problema de la estética de un Diderot dividido entre el neoclasicismo de
su teoría de las “relaciones” y el posmodernismo de su escritura en
Jaques, Salons y en Le neveu de Rameau. Los Schlegel en cambio
no se equivocaron nunca. Sabían que el problema no era precisamente el del
“consensus” (del Diskurs de Habermas) sino el de la fuerza
inesperada de la Idea, el del acontecimiento de la presentación de una
frase desconocida, inaceptable, después aceptada ya que experimentada. Las
Luces mantuvieron complicaciones con el prerromanticismo. En lo que llaman
(Touraine, Bell) posindustrial, lo decisivo es que el infinito de la
voluntad alcanza al lenguaje mismo. Desde hace unos veinte años el gran
negocio, expresado por los términos más planos de la economía política y
de la periodización histórica, es el de la transformación del lenguaje en
mercancía rentable: las frases consideradas como mensajes que codificar,
descodificar, transmitir y ordenar (en paquetes), reproducir, conservar,
tener a mano (me-morias), combinar y concluir (cálculos), oponer (juegos,
cibernética). Además del establecimiento de la unidad de medida, que es
asimismo una unidad monetaria: la información. Los efectos de la
penetración del capitalismo en el lenguaje no han hecho más que comenzar.
Bajo apariencia de ampliación de mercados y de nueva estrategia
industrial, el siglo que viene será el de la penetración del deseo de
infinito, según el criterio de la mejor perfomatividad, en los asuntos del
lenguaje. El lenguaje es por entero vínculo social (la moneda no es más
que uno de sus aspectos, el contable, en cualquier caso juego sobre las
diferencias, de lugares y tiempos). Son pues las obras vivas de lo social
las que van a verse desestabilizadas por esa penetración, por este acoso.
Espantarse ante la alienación es otro error. La alienación es un concepto
procedente de la teología cristiana y de la filosofía de la naturaleza.
Pero Dios y la naturaleza sucumbirán como figuras del infinito. No estamos
alienados por el teléfono ni por la. televisión, en tanto que medios
(media). Tampoco lo estaremos por las máquinas de lenguaje. El único
peligro es que la voluntad desaparezca de los Estados que sólo cuentan con
la inquietud de sobrevivir, con la preocupación de hacer creer. El hecho
de que el hombre de lugar a un conjunto complejo y aleatorio de operadores
(Stourdzé) no es alienación. Los mensajes no son más que estados de
información, resultados de metástasis, sujetos a catástrofes. Con la idea
de posmodernidad me sitúo en este contexto. Nuestro papel de pensadores
consiste en investigar lo que de ella hay en el lenguaje, en criticar la
idea chata de información, en revelar una opacidad irremediable en el seno
del lenguaje mismo. El lenguaje no es ningún «instrumento de
comunicación», es un muy complejo archipiélago compuesto de dominio de
frases de regímenes tan diferentes que no es posible traducir una frase de
un régimen (descriptivo, por ejemplo) a otro (valorativo, prescriptivo).
En palabras de Thom: "Un orden no contiene ninguna información". Hace un
siglo que la investigación de las vanguardias científicas, literarias,
artísticas se dirige a explorar la inconmensurabilidad de los regímenes de
frases. Desde esté punto de vista el criterio de perfomatividad supone una
seria invalidación de las posibïlidades del lenguaje. Freud, Duchamp, Bohr,
Gestrude Stein, Rabelais, Sterne son posmodernos desde el momento que
centran su interés, en las paradojas, en que continuamente confirman la
inconmensurabilidad de la que hablamos. Se sitúan así lo más cerca posible
de las posibilidades y de la práctica del lenguaje ordinario. Si la
supuesta filosofía francesa de los últimos añosha sido de algún modo
posmoderna es por haber centrado su interés con las inconmensurabilidades,
al refelxionar sobre la desconstrucción de la escritura (Derrida), el
desorden del discurso (Foucault), la paradoja epistemológica (Serres), la
alteridad (Levinas), el efecto de sentido por coincidencia nomádica
(Deleuze) A1 leer ahora Teoría estética, Dialéctica negativa y Mínima
moralia, con tales términos encabezando ya los títulos, el pensamiento
de Adorno anticipa la posmodernidad aunque muy a menudo resulte reticente
o desairado. A este desaire lo empuja la cuestión política. Pues si lo que
yo describo aquí deprisa y corriendo como posmoderno es exacto, ¿qué va
hacer entonces de la justicia? ¿Estoy del lado de la política del
neoliberalismo? Nada de eso. El neoliberalismo es otro señuelo. Lo real es
la concentración de imperios industriales, sociales y financieros,
servidos por los Estados y las clases políticas. Pero comienza a parecer
que estos monstruos monopolíticos no son siempre válidos, pudiendo
tratarse de bloqueos de la voluntad,' lo que llamamos barbarie. Eso por un
lado. De otro, que lo que debe suprimirse es el trabajo, entendido a la
manera del siglo XIX, y por otro medio que no sea el paro. Ya Stendhal
advirtió a comienzos del siglo pasado que la fuerza física había dejado de
ser el ideal del hombre, ocupados su lugar por la flexibilidad, la
velocidad, ó la capacidad metamórfica (al baile por la noche y al alba a
la guerra). La esbeltez, un término zen e italiano. Es por excelencia una
característica del lenguaje, que necesita muy poca energía para crear algo
nuevo (Einstein en Zurich). Las máquinas de lenguaje no son caras. Lo que
desespera a los economistas porque entonces no serán capaces de absorber,
como ellos dicen la enorme capitalización que sufrimos a estas alturas
finales del crecimiento. Es probable. Hay que hacer coincidir el infinito
de la voluntad con la esbeltez: "trabajar" mucho menos, aprender, saber,
inventar, circular mucho más. En política, la justicia consiste en
insistir en esta dirección. (Habrá que llegar un día a un acuerdo
internacional para reducir las horas de trabajo sin disminución del poder
adquisitivo).