Tengo plena conciencia de la gran
responsabilidad que he asumido al plantear aquí ante ustedes algunas
consideraciones sobre las tendencias dominantes en nuestras sociedades.
Lo hago con la esperanza de que el conocimiento y análisis de dichas
tendencias abonarán el terreno para algún tipo de intervención en este
proceso.
Estoy de
acuerdo con aquella antigua definición que trata a las ciencias sociales
como "ciencias de las políticas" ("policy sciences"). Debemos reconocer,
no obstante, y éste será mi punto de partida, que la situación en que
vivimos ya no es comparable a aquella otra, que tanto ha perdurado y en la
que los factores económicos daban origen a conflictos sociales y luego a
mecanismos para su institucionalización y tratamiento legal o contractual.
Este modelo, generalmente denominado modelo democrático social, ya no
corresponde a la realidad, incluso para las numerosas personas que lo
apoyan y que consideran que, de una u otra manera, se deberá revitalizar.
Sin embargo, para comenzar a entender ciertas tendencias predominantes,
creo que antes debemos identificar la situación de la que hablamos y ver
cómo podemos definirla.
Lo
expondré de forma esquemática. Imaginemos que nuestro encuentro se produce
en 1894. ¿Cuál era la situación reinante hacia finales del siglo XIX?
El poder
era de naturaleza económica y estaba centrado en la City de Londres.
Contra ese poder fundamentalmente económico, las fuerzas del cambio y los
movimientos eran políticos e ideológicos (movimientos de clase,
movimientos de liberación nacional y un incipiente movimiento feminista).
También existían movimientos que desafiaban la dominación capitalista
desde un enfoque intelectual o cultural.
Ahora, la
situación se ha invertido, porque esas protestas o movimientos
revolucionarios, por lo general, vivieron su auge a comienzos del siglo XX.
En casi todas partes, el poder del dinero ha sido reemplazado por el poder
del Estado.
Estos Estados, que podríamos definir como voluntaristas o de movilización,
adoptaron una amplia variedad de formas, desde lo mejor hasta lo peor. En
Europa y otros países hemos vivido un periodo de gobiernos
socialdemócratas, que adoptaron sus formas más elaboradas en los países
escandinavos. Unos años más tarde, se instauró el amplio dominio de los
regímenes comunistas. En otros lugares surgió el poder de los Estados
nacionalistas anticolonialistas o poscoloniales, mientras que en América
Latina y en otras regiones del mundo nacieron regímenes
'nacionalistas-populistas'. A estas categorías debemos sumar otras dos muy
diferentes, de hecho opuestas, que han desempeñado un papel igualmente
importante. Una de ellas son los Estados autoritarios tradicionalistas que
prevalecieron en el Mediterráneo europeo, especialmente en España,
Portugal y Grecia durante un periodo relativamente largo, y en Francia
durante algunos años; la otra son los Estados fascistas o los
imperialistas al estilo japonés, que dominaron la historia mundial tan
dramáticamente en los años 30 y 40 de este siglo.
En la
actualidad, concretamente desde los años 60 ó 70, nos encontramos en una
fase caracterizada principalmente por el declive de estos Estados
voluntaristas y movilizadores. Hace un siglo, se desafiaba al poder
capitalista, y los actores políticos y sociales conocían un movimiento de
auge, mientras que hoy sucede todo lo contrario.
De esto se
desprende que, en primer lugar (y esto regirá una buena parte de nuestros
análisis) debemos reconocer que mientras hace un siglo el escenario
histórico estaba tomado por actores políticos, ideológicos e
intelectuales, en la actualidad éstos comienzan a escasear. Las fuerzas de
transformación, considerando el declive de los Estados de movilización y
voluntaristas, son hoy esencialmente de carácter económico. Por ello, de
una forma u otra, dominan en todo el mundo las políticas de ajuste de
corte liberal ortodoxo. Los regímenes socialdemócratas que aún se
mantienen en el poder han tenido éxito porque han adoptado las políticas
liberales. Es lo que ha sucedido en Australia, España y también en
Francia. Incluso en los países antiguamente llamados comunistas,
constatamos las formas más extremas de las políticas liberales ultra
ortodoxas. Pienso en China, Viet Nam y Cuba, que también intentan atraer
capitales extranjeros.
Otros
países no han llevado el capitalismo a estos extremos, pero en todas
partes, desde Europa del Este hasta América Latina, reconocemos esta gran
inversión de las tendencias históricas. La forma que adopta es a veces
moderada y otras extrema, pero ahora estamos siendo testigos del ocaso del
Estado de movilización. Debo agregar de inmediato que esto, desde luego,
no significa que ahora el mundo está unido y que ha adscrito a un modelo
único que señala el fin de la Historia, un modelo basado en una
combinación de economía de mercado, democracia liberal, tolerancia
cultural y secularización. Esta fue la visión de la situación mundial que
sostuvieron algunos observadores durante sólo un par de años. Dos ideas
resumen la situación actual. La primera, que en mi opinión es fundamental,
es que este auge del liberalismo que ha logrado acabar con el Estado de
movilización, no prefigura la construcción de un modelo alternativo de
sociedad. Se trata más bien de una fase de barrido y eliminación. Es
decir, no es un modelo, porque el liberalismo no tiene un modelo de
sociedad. Todos los controles que el mundo de la política ejercía sobre la
economía están siendo eliminados, ya sea por razones políticas o
ideológicas, o como respuesta a los intereses de influyentes grupos de
presión y de nomenclaturas. Esto tiene una importancia fundamental, e
incluso me atrevería a decir que parece casi imposible, a la luz de la
experiencia actual, no pasar por este proceso de dimensión mundial.
Los pocos
países que han intentado sustraerse a este proceso son los que hoy en día
conocen más dificultades. El coste social de este rechazo o retraso es
abrumador. Por lo tanto, aunque nos opongamos a esta forma de desarrollo y
aunque deseemos algo diferente, el fenómeno existe. Ya no tiene sentido
pensar en la conveniencia de dar el salto hacia el liberalismo, puesto que
casi todos los países ya lo han dado.
Ahora se
trata de cómo reconstruir el control social sobre la actividad económica.
La primera observación que formularía antes de abordar esta cuestión, es
que actualmente asistimos a una especie de proletarización a nivel global.
Me refiero a la destrucción o 'deconstrucción' de los controles políticos,
ideológicos y legales, con el resultado de que el mundo en su totalidad se
está dividiendo en dos, o se está convirtiendo en un fenómeno 'dual', como
lo expresarían algunos latinoamericanos. En cada uno de los individuos, en
cada ciudad y país, en un nivel global, vemos cada vez más claramente una
diferenciación entre las actividades que forman parte del sistema de
intercambio mundial y las actividades marginadas, excluidas o
"informales", cualquiera sea el término adoptado. En cada uno de nosotros
hay una parte que se entrega al juego de la razón instrumental y la
tecnología, y otra parte que ha sido marginada, o encerrada junto a todo
aquello que es reprimido por este mundo de racionalidad instrumental, es
decir, junto a las raíces culturales, la identidad personal, la sexualidad
y la fantasía.
Por lo
tanto, nos parece (y es importante reconocer esto desde el comienzo) que
nos encontramos en un mundo al borde de la guerra civil mundial. Ya no se
trata de una guerra entre los Dos Grandes, ni de dos bandos en pugna, sino
de una guerra civil. Esto quiere decir que el sistema mundial se encuentra
dividido y se está volviendo contra sí mismo. Sobre la base de este
resumen de la situación histórica, cuya brevedad, espero, el lector
perdonará, quisiera destacar las principales tendencias de los cambios que
actualmente experimentamos. Esto que acabo de afirmar me conduce a
identificar tres aspectos principales, o tres grandes líneas de reflexión.
En primer
lugar, la dimensión mundial del fenómeno ha originado, como he mencionado
al principio, la rápida destrucción de los sistemas de control de la
actividad económica (los sistemas políticos, sociales, legales y
culturales). Para decirlo sin ambages, están desapareciendo instituciones
de todo tipo.
Esto nos
lleva al segundo aspecto. Debido a la desaparición de estos sistemas de
control, vemos cómo triunfa, en sus formas más diversas y contradictorias,
lo que no podemos definir sino como individualismo.
La idea de los ciudadanos como individuos identificados independientemente
de los grupos sociales y culturales tradicionales a los que pertenecían,
era un rasgo de los estratos medios y altos en algunos países, incluidos
por la filosofía de la ilustración. Ahora los ciudadanos se han
transformado en consumidores, y ésta es una realidad que cabe reconocer a
nivel global.
En lo que
se refiere al tercer aspecto, las fisuras y fracturas que acabo de
mencionar aparecen y se extienden en un mundo sin instituciones, un mundo
cuya perspectiva es a la vez global e individual.
Como
podemos observar, las tres líneas de reflexión que acabo de describir
tienen un aspecto fundamental en común. Tiene que ver con cambios
culturales, no con cambios sociales, y creo que ésta es la principal
diferencia entre finales del siglo XIX y finales del siglo XX.
En las
postrimerías del siglo XIX, los actores, desafíos, problemas y soluciones
eran sociales.
El
contexto estaba definido por el trabajo, la producción y las relaciones de
producción, las clases sociales, los derechos sociales, el derecho al
trabajo, etc. En la actualidad, diría que los problemas que observamos
tienen que ver con los fines de la actividad colectiva y no con los medios
y que, por lo tanto, generan problemas relacionados con la cultura y la
personalidad. Esto está vinculado al hecho básico de que durante el siglo
pasado nuestros esfuerzos para transformar el mundo repercutían
fundamentalmente en la naturaleza, mientras que los nuevos poderes de
transformación repercuten fundamentalmente sobre los seres humanos, con el
resultado de que si bien antes éramos dueños y amos de la naturaleza, como
decía Descartes, ahora actuamos sobre la realidad de la cultura, la
personalidad y el individuo, los cuerpos y las mentes de los seres
humanos. Nuestros esfuerzos incluyen no sólo en las técnicas y los
instrumentos, sino también en los valores y las normas.
Quisiera
volver a referirme a los tres aspectos que acabo de definir y que me
parecen los más importantes. El primero de ellos es el debilitamiento
del control social y político. Hemos llegado al final del camino en cuyo
comienzo las sociedades se organizaban como mecanismos de reproducción
social o de control social. Actualmente vivimos en sociedades de
producción o transformación, sociedades en permanente cambio que jamás
alcanzan un equilibrio en el plano del orden social. Esto produce un
aumento espectacular de un fenómeno denominado anomia, definido a finales
del siglo XIX por uno de los padres fundadores de la sociología, y
entendido como una descomposición de los sistemas normativos y un
sentimiento de pérdida de raíces en los individuos que ya no se someten
internamente a esas normas. Nos encontramos en un mundo de movilidad, de
migraciones y cambiantes modelos de consumo. El poder de los mercados
despierta reacciones defensivas que pueden ser evaluadas, y de hecho deben
serlo, de maneras muy diferentes. Estas reacciones distan mucho de ser
uniformes, pero provocan una oscilación vacilante y permanente entre los
atractivos del progreso y los atractivos de la tradición. Para plantearlo
de forma más explícita, en esta región del mundo donde nos encontramos
ahora, en Holanda, el Reino Unido, Francia y, agregaría, Estados Unidos,
es decir en los países que inventaron las formas modernas de la
democracia, hemos creado un equilibrio notable, y probablemente
excepcional, entre tradición y progreso, entre lo local y lo global, o en
todo caso lo universal, que ha durado un tiempo razonablemente largo. Cada
uno de los grandes países europeos se constituyó como tal a partir de
países más pequeños, o de las sociedades locales.
Estos
países eran multiculturales, multiétnicos, y heterogéneos. Sería necesario
recordar, para pensar en un ejemplo extremo, que cuando Italia fue
unificada sólo el 2,5% de su población hablaba italiano. O que en la época
de la Revolución Francesa más de la mitad de la población no hablaba
francés. En países nuevos como Estados Unidos jamás se ha conocido una
situación de este tipo. Debería agregar que entre una comarca de Alemania
y otra, o las diferencias entre una región y otra de Inglaterra, Francia,
Italia o España eran tan grandes que la comunicación era escasa y
dificultosa. Sin embargo, de este periodo data la formación de las
monarquías absolutas a nivel nacional o a otros niveles, la creación de la
burocracia, el Estado moderno, la educación, la racionalización al estilo
moderno de las ideas e instituciones, así como la generalización de los
principales modelos Bildung, que tomaron el relevo de las grandes líneas
del concepto griego de paideia mezcla de tradiciones populares e
ilustración, de identidades colectivas y referencias a la razón y la
democracia.
Este
equilibrio político entre progreso y tradición, entre ser y hacer, entre
atributos y logros, se ha modificado. Nos encontramos en una sociedad de
logros, aunque también asistimos a un retorno a los atributos, a la
pertenencia en términos de la identidad nacional, étnica, religiosa,
local, sexual y familiar.
De modo que podríamos decir que existe una disociación entre cuerpo y
mente, entre memoria y juicio. Aquello que solíamos llamar modernidad,
humanismo o democracia se caracterizaba, insisto, por la integración y,
desde luego, no por la agresiva victoria de un elemento sobre otro, como
se ha afirmado. Hoy en día, se ensancha la brecha entre quienes viven en
un mundo de cambio y de mercados, y quienes viven en una identidad
restablecida violentamente, de una cultura individual o colectiva.
Esto nos
lleva al segundo aspecto. He hablado de individualismo, y debería
definirlo en términos similares a los que acabo de usar. En términos
culturales, el mundo actual vio la luz cuando descubrimos que el individuo
y la sociedad no se correspondían.
Como bien
sabemos, dos pensadores destacan en este plano de ideas: Nietzsche y
Freud. Fueron ellos quienes nos dijeron que el individuo no era, a
diferencia de lo que postulaba el periodo clásico, un ser en el que las
pasiones estaban sometidas a la razón, un ser que se comportaba, por así
decir, de la misma manera que Dios cuando creó el mundo. Al contrario, el
drama de la existencia humana estaba anclado en el conflicto entre el Es y
el Überich, entre el id y el superego. Utilizo el término 'id', que fue
formulado por Nietzsche y después tomado en préstamo por Freud. El mundo
de Eros, de la libido, y el mundo de la organización racional, así como el
principio del placer y el principio de realidad, están regidos por un
antagonismo, y la existencia humana, tanto en su vertiente individual como
colectiva, es el tratamiento ineluctablemente defectuoso de este
antagonismo. Estamos lejos de la idea griega o clásica del individuo,
según la cual la sociedad, el individuo y el mundo se encontraban en
armonía como manifestaciones diferentes de la razón.
El
resultado es que asistimos al nacimiento de lo que Benjamin Constant, en
1819, definió como democracia de los Modernos, por oposición a una
democracia de los Antiguos, de los griegos o romanos, o incluso la de la
Revolución Francesa, una democracia fundada en la conciencia cívica de los
ciudadanos. Ninguno de nosotros definiría actualmente la democracia como
el gobierno de los ciudadanos. Todos definiríamos la democracia, de una u
otra manera, como el respeto del Estado por los derechos humanos. Esto
quiere decir que, con el tiempo, la larga polémica entre lo que llamamos
libertad positiva y libertad negativa, diría que se ha saldado a favor de
la escuela inglesa de pensamiento, la de Berlen o Popper. En otras
palabras, queremos, por encima de cualquier cosa, vivir en un régimen en
el que nadie pueda alcanzar el poder o permanecer en el poder contra la
voluntad de la mayoría. Esto es, literalmente, lo que la escuela inglesa
de pensamiento denomina libertad negativa, la libertad que no permite la
existencia de la antilibertad, que impide que un régimen autoritario
llegue al poder o se entronice en él. De modo que vivimos en un mundo en
el que no basta con apelar, como hicimos en el pasado, al espíritu de
reconciliación, o a la participación del pueblo en un régimen, y huelga
decir que un término como 'democracia popular' parece inconcebible.
El tercer
aspecto, que abordaré brevemente, es que el triunfo de este tipo de
individuación es el rasgo distintivo verdaderamente cultural de nuestro
tiempo y una nueva manzana de la discordia en el seno de la comunidad. La
cuestión es, sin duda, la individuación. Hace unos años, el filósofo Jean-François
Lyotard encontró un gran eco cuando habló del final de las grandes
ideologías históricas, las ideologías del liberalismo, el socialismo y,
sin duda, de otras. Creo que Lyotard sólo acertó a medias,
porque si bien es cierto que asistimos al ocaso de las grandes ideologías
históricas, éstas han sido reemplazadas por el reconocimiento de la vida
de los individuos como ideología, y hablo aquí de formulaciones que han
alcanzado popularidad, especialmente las de Alistair MacIntyre y Paul
Ricoeur. Todos intentamos individual y colectivamente, hacer de nuestras
vidas una narrativa, es decir, darles un sentido. Intentamos darle
importancia a cada acción en relación a la construcción del significado
general de la autorreferencia de las vidas individuales.
Todos
compartimos la conciencia de la individuación. Nuestros esfuerzos ya no se
centran, en ningún caso, en la supremacía de la razón, en el desarrollo de
un sentido de la historia o en el cumplimiento de la voluntad divina,
aunque hay quienes observen esta definición de valores en una determinada
sociedad. Todas estas formulaciones están hoy en día subordinadas al
esfuerzo de garantizar a los individuos y a las comunidades la libertad
para construir el sentido de su propia existencia.
Sin
embargo, es precisamente en torno a este punto que surgen los principales
conflictos. Los conflictos de nuestro tiempo no versan sobre la propiedad
de los medios de producción sino sobre la apropiación de la individuación.
Hay quienes piensan que ser un individuo significa liberarse de las garras
de determinadas identidades de grupo, y gozar de las bondades del consumo
y la comunicación. Para ellos, el punto cúlmine de la individuación
consiste en responder a las demandas y necesidades que se expresan en el
mercado, o incluso fuera del mercado. Otros piensan que consiste en
permitir a cada individuo y comunidad que no se le identifique en términos
de factores externos, por el mercado ni por los amos del mercado, y
permitir a cada cual construir su propia experiencia combinando, como he
planteado, la memoria con el juicio, las referencias a la identidad
colectiva con el desarrollo de las aspiraciones individuales. El campo de
batalla, y el lugar donde se encuentran las soluciones y se inauguran los
procesos de institucionalización, ya no es la nación o la humanidad. Es el
individuo, y aquello a que aspiramos en la actualidad son formas de vida
comunitaria que permitan a todos, en la medida de lo posible, ejercer su
capacidad para definirse a sí mismos como sujetos. Podría mencionar,
por ejemplo, una idea tan sencilla e importante como la que brindaba John
Rawls en el libro, Political Liberalism. Aquello que llamamos
democracia, dice Rawls, no es sino conseguir que personas con diferentes
creencias y convicciones vivan juntas, es decir, acogidas a las mismas
leyes. Esto significa que la ley de la mayoría debe permitir la existencia
de un espacio donde se respeten las minorías; la afirmación de la
identidad debe coexistir junto al reconocimiento del otro. Esto es mucho
más que tolerancia, es la célebre 'política de reconocimiento' de Charles
Taylor.
Esto
supone reconocer que la democracia no es el 'poder para el pueblo'. No es,
como diría Claude Lefort, una cuestión de sentar a otra persona en el
trono sino de eliminar el trono, de abolirlo, y también abolir el centro,
y ampliar todo lo posible la gestión de la diversidad. Nuestra imagen de
la democracia es una imagen antijacobina. Es el reconocimiento del otro y
el reconocimiento de la diferencia en la comunidad, tanto en lo que
concierne a las leyes como a las orientaciones culturales. He ahí la
definición de lo que buscamos.
No se
trata de una mera cuestión de procedimientos, ni siquiera en el sentido
más noble de la palabra. Me gustaría llamarla, con Marcel Mauss, la
recomposición del mundo. Durante mucho tiempo, especialmente en Europa, se
creía que la modernidad exigía hacer tabula rasa, que era algo
revolucionario y que se debería abolir el pasado. ¡Acabar con el pasado!
Las cosas nuevas se construyen con lo nuevo, tal era la idea tradicional
de desarrollo. Ahora sabemos que siempre se construyen cosas nuevas con
otras viejas, y que la modernidad no consiste en borrar el pasado, sino en
incorporar todo lo posible del pasado en todo lo posible del futuro. En
Europa, al comienzo de la revolución industrial, en los años en que Watt
desarrollaba su motor a vapor, comenzaban también las primeras
excavaciones arqueológicas a gran escala. Y sólo después de la Revolución
Francesa el conjunto de Europa ingresó en la era de la modernidad
política, y fue entonces que por primera vez las catedrales góticas fueron
reconstruidas y admiradas. El signo más seguro de que nuestros países
entraban en la era de la modernidad era su interés por el pasado. En la
actualidad en París, que se ha querido modernizar, en los últimos 20 años
se ha creado un conjunto de grandes museos.
El museo
es una de las instituciones más modernas porque representa el lugar (y
pienso en museos tan sobresalientes como el que construyó De Mesnil en
Texas) donde encontramos una pluralidad de culturas, donde reconocemos los
valores de culturas que no podemos comprender en profundidad, porque no
conocemos lo suficiente acerca de Oceanía, los aztecas, el arte medieval,
la Grecia antigua o el arte chino o indonesio del mismo periodo. A la vez,
pensamos que es esencial instaurar el diálogo con otras culturas. Esto
quiere decir que reconocemos que todas las culturas representan el
esfuerzo de aunar racionalidad e identidad, o, como afirmaba Auguste Comte,
orden y progreso
Quisiera
terminar con esta idea. Creo que debido al hecho de que no adoptamos la
perspectiva historicista o evolucionista que predominaba a finales del
siglo XIX, lo que ahora buscamos es prácticamente lo mismo que aquel sueño
del siglo XVIII, en tiempos de Kant. Se trata de recuperar el sentido de
la paz, y el sentido de la unidad de un mundo que no debe estar dividido.
Creo que estamos viviendo una división mucho más profunda y fundamental
del mundo que la que vivió Europa en el siglo XIX. Por lo tanto, antes que
nada deberíamos intentar reconstruir aquello que se ha separado y trabajar
por la reconciliación.
Hace unos
años, mientras se preparaban para un plebiscito de vital importancia, los
sociólogos chilenos llevaron a cabo unas investigaciones, y llegaron a la
conclusión de que la gente deseaba la reconciliación, la reconstrucción de
un sentimiento de ciudadanía que disminuyera las distancias sociales,
culturales y políticas, de modo que se recuperara el sentido de
pertenencia a un mismo conjunto, en una corresponsabilidad con el mundo.
Es lo mismo que hoy dicen los ecologistas.
Junto a otros grupos sociales, las mujeres tal vez con más insistencia que
los hombres, nos han dicho que la igualdad también supone el
reconocimiento de la diferencia y la identidad.
Estos son
nuestros problemas, a saber, la ruptura de los vínculos institucionales,
sociales y culturales, la liberación del individualismo, la liberación del
placer, la felicidad y la individuación. Al mismo tiempo, asistimos a la
proliferación de conflictos a nivel global, nacional, local e individual,
entre interpretaciones contradictorias de esa individuación. Debido al
hecho de que estos problemas son más culturales que sociales, todos
contamos con el compromiso de vuestra reflexión y con las iniciativas de
UNESCO para alcanzar el progreso tan urgente y necesario en su
consideración, análisis y solución.