Hacé click en cada tema o enunciado, o simplemente andá leyendo que más abajo está todo (y por eso tardó en cargarse esta página, porque está todo escrito acá). Si tenés tiempo leelo todo, es bastante interesante, a decir verdad. Sea porque te interesa la religión, o porque te interesa la historia (es también una buena clase de historia), te recomiendo leerlo.

¡Que lo disfrutes!



 

EL CRISTIANISMO

 

 

La religión cristiana.

La Iglesia primitiva.

El clero.

Las persecuciones.

Los mártires.

Las catacumbas.

Últimas persecuciones.

 


 

TRIUNFO DEL CRISTIANISMO

 

 

Constantino.

Guerras entre los emperadores.

Edicto de Milán.

Concilio de Nicea (325).

Conversión de Constantino.

Organización de la Iglesia.

Luchas contra los heréticos.

Los monjes.

 



 

LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 

 

Papel de la Iglesia en la sociedad.

La excomunión.

El entredicho.

Las penitencias.

Las peregrinaciones.

El Papado.

Gregorio VII.

Inocencio III.

Bonifacio VII.

Los papas en Avignon.

Cisma de Occidente.

Herejía de Wiclef.

Herejía de Juan Hus.

Concilio de Constanza.

Los husitas.

Concilio de Basilea.

Oposición política a la Iglesia.

Los concordatos.

 


 

LAS CRUZADAS

 

 

La Cruzada.

Salida de la primera Cruzada.

Los Cruzados en el Asia Menor.

Toma de Antioquía.

Batalla de Antioquía.

Toma de Jerusalén.

Principados de Siria.

Pérdida de Jerusalén.

Tercera Cruzada.

Cuarta Cruzada.

 


 

LUCHA CONTRA LA HEREJÍA

 

 

Herejes albigenses.

Herejes valdenses.

Cruzada contra los herejes.

La Inquisición.

Las Órdenes mendicantes.

 



 

LA CRISIS RELIGIOSA EN EL SIGLO XVI

 

 

Peticiones de reforma.

 

LA REFORMA PROTESTANTE

Lutero.

Ruptura de Lutero con el Papa.

Condenación de Lutero.

Formación de las Iglesias luteranas.

Los anabaptistas.

El luteranismo hasta la paz de Augsburgo.

Calvino.

La Reforma calvinista.

El calvinismo en Francia.

La Reforma anglicana.

La Reforma presbiteriana.

 

LA REFORMA CATÓLICA

San Ignacio de Loyola

La Compañía de Jesús.

Concilio de Trento.

La obra del Concilio de Trento.

 



 

LA IGLESIA CATÓLICA

 

 

Restauración de la Iglesia.

Los católicos liberales.

Pío IX.

La Encíclica de 1864 y el Syllabus.

Concilio del Vaticano.

Lucha con los Gobiernos.

León XIII.

 



 

 

 

 

EL CRISTIANISMO

 

 

LA RELIGIÓN CRISTIANA. - En el reinado de Tiberio, Jesús, condenado por el Consejo de los judíos de Jerusalén, con autorización del gobernador romano, fue crucificado. No contaba todavía más que un número muy reducido de fieles, los doce discípulos. Él mismo había anunciado que su religión tendría humildes comienzos: "El reino de Dios es semejante a un grano de mostaza, es el más pequeño de todos los granos, y, no obstante, de él sale una planta más altas que las plantas más grandes, y las aves del cielo vienen a resguardarse a su sombra".

   Jesús había dicho a sus discípulos: "Id y enseñad a todas las naciones". Se llamaron en lo sucesivo apóstoles (enviados), y fueron por todas partes a anunciar el Evangelio, es decir, la buena nueva, la nueva de que Dios había bajado al mundo en forma de Jesús para salvar a los hombres que creyeran en él. Los que adoptaron esta creencia recibieron al principio diferentes nombres. Luego, en los países en que se hablaba griego, se empezó a designar a Jesús con el epíteto de Cristo (el Ungido), el que ha sido consagrado por la unción. Se llamó entonces a los fieles de la nueva religión cristianos, y ellos mismos adoptaron este nombre.

   Los apóstoles eran todos judíos y la mayor parte permanecieron en Jerusalén. Los primeros cristianos fueron también judíos, que siguieron practicando los usos judíos, la circuncisión y la prohibición de comer carne de animales que no hubieran sido sacrificados según el rito judío. Consideraban extranjeros a todos los demás hombres, a los que llamaban "las naciones" (en latín se traducía esto por gentes), de donde ha venido la palabra gentiles.

   Un nuevo converso, un judío de Tarso, ciudadano romano que no había conocido a Jesús, el apóstol Pablo, recorrió las ciudades griegas de Asia Menor y de Grecia para llevar el Evangelio, no solamente a los judíos, sino a las otras naciones. Les decía: "Os ha juntado la sangre de Cristo. Él, de los dos pueblos, ha hecho uno solo". Los paganos podían en lo sucesivo hacerse cristianos sin someterse a las costumbres judías. Las demás naciones, en lugar de mantenerse apartadas, como lo estaban por la religión judía, podían reunirse todas en la religión de Cristo.

   La nueva religión consistía en creer en Jesús, hijo de Dios, venido al mundo para salvar a los hombres mediante su sacrificio, en seguir su ejemplo y practicar sus preceptos. Sus actos y palabras estaban referidos en libros escritos en griego, los Evangelios, así llamados porque contenían la "buena nueva" de la salvación.

   El Nuevo Testamento, que vino a ser el libro sagrado de los cristianos, se formó reuniendo los cuatro Evangelios, las Actas de los Apóstoles (relato de la misión de los apóstoles), las Epístolas escritas por éstos, sobre todo por San Pablo, a las comunidades cristianas de los primeros tiempos, y el Apocalipsis (revelación profética a las Iglesias de Asia).

   Jesús, apellidado Cristo, es el Maestro, el Señor, el Salvador de los hombres. Ha venido al mundo para fundar el reino de Dios. Los judíos habían llegado a pensar que quería hacerse rey, y por burla habían puesto en su cruz estas palabras: "Jesús de Nazareth, rey de los judíos" (INRI). No era este reino el que demandaba Jesús, según Él mismo había dicho: "Mi reino no es de este mundo".

   No se trataba, pues, para los cristianos, de cambiar de gobierno ni de reformar la sociedad. El apóstol Pablo decía: "Esclavos, permaneced sumisos a vuestros dueños". Los cristianos aceptaban todas las instituciones establecidas, incluso la esclavitud. Era para ellos cosas sin importancia, porque esperaban el próximo advenimiento del reino de Dios, es decir, la reunión de los creyentes cerca de Dios.

   Para hacerse agradable a Dios y digno de su reino, el cristiano no tiene necesidad de ofrecer sacrificios y celebrar ceremonias minuciosas, como los paganos o los judíos. Pero debe trabajar para el logro de su perfección. "Los verdaderos adoradores adoran al Padre en espíritu y en verdad". La regla la dan estas palabras de Cristo: "Sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos que es perfecto".

   Para serlo es necesario primeramente amar. "Amarás al señor tu Dios con toda tu alma y todo tu pensamiento, amarás a tu prójimo como a ti mismo. Toda la Ley y los Profetas se reducen a estos dos mandamientos". Amar a los demás es hacerles el bien. A un joven que quería seguirle, Cristo dijo: "Ve, vende lo que posees y distribúyelo entre los pobres". La primera virtud cristiana es la caridad (es decir, el amor), que debe extenderse a nuestros mismos enemigos. Cristo dijo: "Si alguien te abofetea la mejilla derecha, preséntale tu izquierda. Se ha dicho: Amarás a tu amigo y odiarás a tu enemigo. Yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien al que os odie, a fin de ser los hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol lo mismo para los malos que para los buenos". Cristo mismo, en la cruz, ha rogado por sus verdugos: "Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen".

   Cristo ha enseñado a amar la pobreza. Ha dado el ejemplo, yendo de ciudad en ciudad sin tener nada: "El que no renunciare a todo lo que posee, dijo, no puede ser discípulo". Ha dicho a sus discípulos: "No os preocupéis de lo que habéis de comer ni de cómo os vestiréis. Los lirios de los campos no hilan ni trabajan, y, no obstante, Salomón, con toda su gloria, no estaba más brillantemente vestido que ellos. Mirad los pájaros del cielo, no siembran ni cosechan, y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta".

   Ha enseñado el abandono de todas las cosas del mundo, las riquezas, los honores, el poder, la familia. "Si alguien viene a mí y no rechaza a su padre y a su madre, a su mujer y a su hijo, a sus hermanos y hermanas, no puede ser mi discípulo".

   Ha enseñado la humildad. Se interesaba, sobre todo, por los pobres, por las mujeres, por los niños, por los que el mundo estimaba menos. Sus discípulos eran pobres, y les decía: "Sed buenos y humildes de corazón". Un día que disputaban acerca de quién estaría en el cielo el primero a su lado, les dijo: "El mejor será el que sirva a los otros. Porque el que se ensalza será rebajado y el que se rebaja será ensalzado".

   Cristo no ha establecido nunca diferencia entre los hombres, ha muerto por salvar, no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos. Ha ordenado a sus discípulos "enseñar a todas las naciones". Todos los hombres son iguales ante Dios.

 

LA IGLESIA PRIMITIVA. - Cristo y los apóstoles se dirigían con preferencia a los desheredados de este mundo. Durante mucho tiempo los cristianos fueron, sobre todo, gentes pobres, obreros, empleados modestos, esclavos, que vivían en las ciudades en que se hablaba griego. En la misma Roma no hubo al principio cristianos casi más que entre los griegos. Las obras sagradas (Evangelios y Epístolas) y las inscripciones de las tumbas están todas escritas en griego. Todas las palabras de la religión cristiana son griegas.

   Los cristianos de una misma ciudad se reunían para celebrar su culto y a esta reunión se aplicaba una palabra griega, que significa asamblea, y entre nosotros Iglesia. Los miembros de estas asambleas formaban a modo de una gran familia. Se trataban como hermanos, se ayudaban unos a otros. Los que poseían demasiado daban con que alimentarse a los indigentes, a los enfermos, a las viudas. esta asociación se llamaba iglesia. Se decía, por ejemplo, la iglesia de Corinto, la iglesia de Antioquía. El conjunto de todos los cristianos del mundo se llamaba Iglesia católica (es decir, universal).

   En estas reuniones se celebraba un culto todavía muy sencillo. Se dirigían oraciones a Dios, se cantaban sus alabanzas, se leía en alta voz el Evangelio o las Epístolas de los apóstoles. Un miembro de la Iglesia hablaba para explicar el libro sagrado o para exhortar a los asistentes a obedecer la palabra de Dios.

   La principal ceremonia era la Cena o comida del Señor, llamada también eucaristía (acción de gracias), en memoria de la última comida que tuvo Cristo en unión de sus discípulos. Se hacía en común una comida muy frugal, los ágapes (banquete fraternal). Los asistentes daban gracias a Dios y se besaban.

   he aquí como un escritor cristiano de fines del siglo II, Tertuliano, describe estas reuniones: "Nos reunimos para rogar a Dios, nos reunimos para leer las Sagradas Escrituras. Allí se hacen las exhortaciones y las reprimendas. Cada cual lleva una ofrenda módica a principios del mes..., pero no se obliga a nadie. El tesoro no se emplea más que en dar de comer o enterrar a los pobres, en aliviar a los huérfanos, a los dolientes". Describe de esta suerte los ágapes: "No nos ponemos a la mesa hasta después de haber hecho oración. No se come sino en tanto se tiene hambre... después que nos hemos lavado las manos y se han encendido las antorchas, todos son invitados a entonar cánticos sacados de las Escrituras o de composición propia... Acaba la comida, como ha empezado, con una oración".

   El converso que solicitaba ser admitido entre los cristianos debía de ser iniciado primeramente en la doctrina cristiana. En tanto recibía esta instrucción no pasaba de la puerta de la Asamblea, a fin de escuchar la oración, los cantos, la lectura, pero no se le admitía aún a formar parte de la Iglesia ni a figurar en los ágapes. Terminada su instrucción, entraba en la Iglesia mediante la ceremonia llamada del bautismo. Era sumergido en una cuba llena de agua y revestido con un ropaje blanco. Manifestaba renunciar a la religión que antes había profesado. La fórmula era: Renuncio a Satanás, a su pompa (su séquito) y a sus obras (las ceremonias en honor de los dioses). Se le llamaba entonces neófito (recién nacido) porque acababa de nacer a la vida cristiana.

 

EL CLERO. - En cada ciudad la Iglesia constituía una sociedad pequeña, organizada a la manera de las asociaciones griegas de la época. Tenía jefes de dos clases.

   Unos dirigían a los fieles en su conducta. Reprendían a los que no obraban bien, porque era necesaria una disciplina severa para mantener entre los cristianos un género de vida distinto al de todo el resto de la sociedad. Resolvían las querellas entre los fieles, porque los cristianos no debían acusarse uno a otro antes los jueces paganos. Más tarde estuvieron también encargados de enseñar la religión a los conversos y de predicar a los fieles. Se les llamaba ancianos, presbuteroV, en latín presbyteri, de donde viene la palabra presbíteros (prestes, sacerdotes). Se les comparaba frecuentemente con el pastor que defiende el rebaño de los fieles de los ataques de los lobos.

   Los otros administraban los bienes de la comunidad. Recibían las ofrendas aportadas por los fieles y las distribuían entre los miembros de la comunidad que tenían necesidad de auxilios, los pobres, las viudas, los huérfanos. Se les llamaba administradores, diaconoV, de donde viene la palabra diácono.

   El jefe superior se denominaba vigilante, episcopoV, de donde viene la palabra obispo. Bendecía las ofrendas y las hacía distribuir por los diáconos. Era una carga pesada, porque los pobres abundaban entre los cristianos y había que mantener a las viudas y a las doncellas, que no debían casarse con paganos. En épocas de persecución había que alimentar a los cristianos prisioneros y a aquellos cuyos bienes habían sido confiscados. El obispo era, a la vez, el jefe de los diáconos y el presidente del Consejo de los sacerdotes. Dirigía, por tanto, la comunidad y la representaba. Se le consideraba sucesor de los apóstoles.

   Todos aquellos hombres ejercían una profesión que les daba medios de vida, porque la mayor parte de las Iglesias no eran bastante ricas para sostenerlos. Se dedicaban a las labores del campo o ejercían un oficio. En el siglo III todavía un obispo, en la isla de Chipre, guardaba carneros; otro era tejedor; un tercero, en la Campania, era constructor de barcos; un cuarto, abogado. Pero ya se empezaba a considerarlos distintos de la masa de los fieles, en las asambleas ocupaban el primer lugar y eran tratados con respeto. Se acabó por darles un nombre especial. Se les llamó en latín clerus, el clero, es decir, la parte de Dios. Se llamaba a los restantes fieles el pueblo (laici), de donde viene la palabra laicos.

 

LAS PERSECUCIONES. - Los cristianos fueron perseguidos primeramente por los judíos. El primer mártir cristiano, San Esteban, fue lapidado por los judíos de Jerusalén. San Pablo fue denunciado a las autoridades por los judíos de las poblaciones donde predicó.

   El gobierno romano no se ocupaba de las creencias de sus súbditos, dejaba que cada cual practicara libremente su religión. Pero había ceremonias religiosas en las que el romano no podía menos de tomar parte. Debía asistir a las fiestas públicas dadas en honor de los dioses; si comparecía ante el tribunal, debía jurar por los dioses; si era soldado, había de adorar los estandartes, el genio del emperador, el genio del ejército; si magistrado, tenía que asistir al sacrificio con que comenzaba todo acto público y ofrecer él mismo incienso al dios Augusto y a la diosa Roma. Ahora bien, los cristianos consideraban estos juramentos, este culto, estos sacrificios, como actos impíos, prohibidos a los adoradores del verdadero Dios. Se negaban a tomar parte en ellos, y se exponían a ser condenados, no como cristianos, sino por haber desobedecido las leyes.

   El pueblo de las ciudades detestaba a aquellas gentes que no aparecían en las fiestas, en los espectáculos, en los banquetes, que vivían entre ellos apartados de los demás y parecían despreciar al resto del mundo. Se les tomaba muchas veces por magos y hechiceros.

   Los cristianos celebraban entre ellos reuniones secretas. El público, que no era admitido a estas reuniones, imaginaba que en ellas tenían lugar cosas prohibidas, que los asistentes mataban niños para comérselos o para chuparles la sangre.

   De esta suerte los cristianos fueron muchas veces perseguidos. desde el siglo I al IV la Iglesia ha contado diez persecuciones. Las más violentas fueron las últimas.

   Después del incendio de Roma, Nerón acusó a los cristianos de haber prendido fuego a la ciudad. No se pudo encontrar ninguna prueba contra ellos, pero varios fueron condenados a muerte en calidad de "enemigos del género humano". Algunos fueron metidos en pieles de animales feroces y abandonados a los perros, que los hicieron pedazos, otros fueron untados de pez y atados a postes encendidos, a guisa de antorchas, en los jardines de Nerón (Año 64).

   Trajano fue el primer emperador que adoptó una medida general contra la religión cristiana, prohibiendo, bajo pena de la vida, las asambleas de los cristianos, que consideraba ser sociedades secretas peligrosas.

   Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador que le habían sido presentados cristianos y que había condenado a muerte a los más tenaces. A los que habían negado ser cristianos los había dejado en libertad, después de haberles hecho ofrecer incienso y vino a la imagen del emperador y haberles obligado a maldecir a Cristo, "cosas todas a las que no se puede decidir, siquiera por la fuerza, a los que son verdaderamente cristianos". Otros confesaban haber sido cristianos, pero decían no serlo ya. Plinio preguntaba qué era necesario hacer con ellos, y he aquí cómo resumía el resultado de sus averiguaciones acerca de los cristianos: "Afirmaban que toda su culpa se había reducido a reunirse en días fijos antes de salir el sol, en adorar a Cristo como Dios, cantando juntos un himno en su honor, en comprometerse, mediante juramento, no a tal o cual crimen, sino a no cometer robo, asesinato, adulterio y a no faltar nunca a la fe jurada; que después de esto tenían costumbre de separarse, luego de reunirse de nuevo para hacer juntos una comida, pero una comida ordinaria y en absoluto inocente... He juzgado necesario, añadía Plinio, averiguar la verdad, haciendo someter a tormento a dos sirvientas que se llamaban diaconisas. No he descubierto otra cosa que una superstición absurda y exagerada... No solamente son las ciudades las invadidas por el contagio de esta superstición, sino los poblados y los campos".

   Trajano respondió: "No hay que andar tras los cristianos. Si se les denuncia y aparecen convictos, es necesario castigarlos; pero hay que perdonar a todo el que manifieste no ser cristiano y lo pruebe con actos, es decir, haciendo oración a nuestros dioses, sean las que quieran las sospechas habidas acerca de su pasado. En cuanto a las denuncias anónimas..., no hay que tenerlas en cuenta, porque es detestable ejemplo e impropio ya de nuestra época".

   Hubo de aquí en adelante, y sin cesar, durante todo en Oriente, condenados a muerte en virtud del rescripto de Trajano. Los magistrados, por lo común, no iniciaban gustosos la persecución. La población de las grandes ciudades era la que frecuentemente la exigía. Cuando había hambre, epidemia o temblores de tierra, se creía ser señales de cólera de los dioses, irritados por la impiedad de los cristianos, y entonces se oía el célebre clamor: "¡Los cristianos a los leones!". Y el pueblo obligaba a los magistrados a condenar a los fieles de Cristo y a echarlos a las fieras.

   Los cristianos condenados a muerte eran ejecutados según las costumbres de aquel tiempo: se cortaba la cabeza a los que eran ciudadanos romanos, los otros eran crucificados, quemados y sobre todo, echados a las fieras en el anfiteatro. A veces se agravaba el suplicio mediante tormentos.

   El año 177 se descubrió en la Galia, en las ciudades de Lyon y Viena, una comunidad de cristianos formada sobre todo por griegos de Asia. Fueron detenidos y se les condujo a la prisión entre los aullidos de la muchedumbre que los insultaba y arrojaba piedras.

   El gobernador les hizo comparecer ante su tribunal y condenó como ateos y sacrílegos a los que se declaraban cristianos. Se les sometió a tormento para obligarles a confesar que en sus asambleas devoraban niños. Se interrogó a sus esclavos que no eran cristianos y mediante amenazas se les hizo contar que en aquellas reuniones se cometían crímenes. Entonces la población, exasperada, pidió la muerte de todos los cristianos. Una esclava joven, Blandina, se hizo notar por su valor. Destrozada por el tormento, repetía: "Soy cristiana, en nuestras reuniones no se hace nada malo". El diácono de Viena, Sanctus, no respondió a cuanto se le preguntaba más que con estas palabras: "Soy cristiano". Para obligarle a hablar se le colocaron encima del cuerpo planchas de bronce enrojecidas al fuego; pero guardó silencio. Se le dejó en prisión algunos días y luego fue otra vez sometido a tormento.

   El obispo de Lyon, Pothin, viejo y enfermo, fue llevado ante el tribunal entre los rugidos de la muchedumbre. El gobernador le preguntó: "¿Cuál es el dios de los cristianos? - Le conoceréis si sois digno de ello", respondió. Por lo que la muchedumbre se precipitó sobre él y le hirió de tal manera que muy poco después murió en la prisión.

   El gobernador había consultado al emperador (Marco Aurelio). La respuesta fue que condenara a muerte a los que persistieran en llamarse cristianos y que diera libertad a los restantes. Un día de gran fiesta, en medio de una multitud enorme reunida en la plaza, los cristianos fueron sacrificados. A todos los que eran ciudadanos romanos se les cortó la cabeza.

   Los restantes condenados fueron abandonados a las fieras en el anfiteatro de Lyon. Sanctus y Maturus fueron primeramente azotados. Luego la muchedumbre pidió la silla de hierro. Se llevó la silla, al fuego se la puso al rojo y en ella se sentó a los dos cristianos. El olor de la carne quemada se esparció por el anfiteatro. Al final del espectáculo respiraban todavía y fueron rematados con las espadas. Mientras tanto, Blandina era atada a un poste con los brazos en cruz; pero las fieras no quisieron tocarla, y fue de nuevo conducida a prisión.

   Los días siguientes fue llevada otras veces a la arena, para asistir al suplicio de los otros cristianos que fueron atormentados y entregados a las fieras. Por último le llegó la vez. Se la condujo, en unión de un joven cristiano, ante el altar para decidirla a sacrificar a los dioses y se negó. Fue azotada, puesta en la silla de hierro enrojecida, y por último, metida en una red y arrojada a un toro que a cornadas la lanzó por los aires. Fue preciso que el verdugo la rematara.

   Los cadáveres sangrientos de los condenados fueron cortados en pedazos y expuestos durante seis días bajo la custodia de soldados para impedir que los cristianos los enterrasen, luego fueron quemados y las cenizas arrojadas al Ródano con objeto de que no resucitasen.

 

LOS MÁRTIRES. - Los cristianos conducidos al suplicio se regocijaban con la seguridad de subir al cielo. No se llamaban víctimas, sino mártires (testigos). Su suplicio era un martirio, testimonio rendido públicamente a Cristo. Se comparaban a los atletas que luchaban por ganar el premio, se hablaba de la palma o la corona del martirio. He aquí por qué se celebra la fiesta del mártir, no el día de su nacimiento, sino el de su muerte.

   Hubo momentos en que millares de cristianos, para obtener el martirio, fueron a denunciarse ellos mismos y a pedir su condena. Un día un gobernador, que había iniciado persecuciones contra los cristianos, vio llegar ante su tribunal a todos los que lo eran en la ciudad pidiendo ser perseguidos. Mandó ejecutar a algunos de ellos y dijo a los restantes: "Idos, desventurados. Si tanto deseáis morir, ¿no tenéis precipicios y cuerdas?".

   Más de un cristiano celoso, para lograr el martirio, entró en un templo y derribó las imágenes de los dioses, como Polieucto. La Iglesia misma se preocupó de aquel celo excesivo y prohibió a los fieles ir en busca del martirio.

 

LAS CATACUMBAS. - Los cristianos, lo mismo que los judíos, enterraban a sus muertos en lugar de incinerarlos. Los enterraban juntos, como hermanos iguales ante la muerte. El campo de sepultura se llamaba cementerio (lugar de reposo), y era como la tumba de la comunidad cristiana.

   En las grandes ciudades donde el terreno costaba muy caro, los cementerios se hacían subterráneos. Los había de esta clase en Alejandría, en Milán y en Nápoles, pero los más célebres fueron los de Roma. En la toba blanda sobre que está edificada la ciudad, se habían abierto galerías innumerables que llevaban a cámaras subterráneas. En las paredes se hacían nichos para depositar los féretros. Así se hicieron galerías durante siglos enteros, penetrando cada vez más en el fondo, hasta tener cinco pisos superpuestos de ellas. Acabaron por formar una ciudad subterránea de sepulturas que más tarde fue llamada catacumba (barrio de las tumbas).

   Estos cementerios no eran secretos, varios de ellos habían empezado por ser sepultura de una familia cristiana rica en la que los dueños daban acogida a los cuerpos de sus hermanos en religión. La entrada estaba a veces en la vía pública, indicada por una especie de capilla. Los romanos consideraban sagradas las tumbas y los cristianos no tenían nada que temer en lo relativo a sus cementerios.

   Algunas de estas salas subterráneas tenían adornos y pinturas que representaban símbolos cristianos. Los más usuales son el pescado, símbolo de Cristo; la paloma, del Espíritu Santo; la nave, el ancla, emblemas de la salvación; la lira, el cordero, la vid. Las escenas con más frecuencia representadas son el Buen Pastor con el cordero extraviado, un cristiano en oración, con los brazos tendidos y algunas escenas del Antiguo testamento, el arca de Noé, David y Goliat, Daniel en el foso de los leones. No se representaba todavía la imagen de Cristo.

   En aquellas tumbas subterráneas estaban enterrados los cuerpos de los Santos Mártires. Los fieles iban a visitarlas en los aniversarios de su muerte y en las fiestas. Se reunían y celebraban una ceremonia en recuerdo suyo.

   Se dice que durante las persecuciones, en el siglo III, los cristianos se refugiaron a veces en las catacumbas para celebrar su culto o para escapar a sus perseguidores.

 

ÚLTIMAS PERSECUCIONES. - Durante el siglo III los cristianos se hicieron cada vez más numerosos, sobre todo en Oriente, habiéndolos, no solamente en clases pobres, sino en todas las de las sociedad. Algunos emperadores se preocuparon y trataron de acabar con la nueva religión. La persecución se hizo cada vez más violenta.

   Decio, en un edicto del año 250, ordenó a los gobernadores que obligasen a presentarse a todos los cristianos, para forzarlos a celebrar las ceremonias romanas, es decir, ofrecer el incienso en el altar de un dios en honor del soberano imperial. Los que no acudieran debían ser reducidos a prisión y obligados a ello, no dándoseles de comer ni de beber. Los jefes de las Iglesias habían de ser ejecutados. Varios obispos sufrieron el martirio. Hubo cristianos que obedecieron al emperador y renegaron su fe. los que habían permanecido fieles los llamaban lapsi (los que han caído) y se negaron a admitirlos de nuevo en la iglesia, a menos de pasar por una penitencia muy severa. Otros se libraron de ofrecer el sacrificio dando dinero a los funcionarios para que les proporcionasen certificados falsos en testimonio de haber sacrificado.

   La persecución, detenida por la muerte de Decio (Año 251), volvió a empezar en tiempo de Valeriano. Un edicto del año 258 ordenó que fueran decapitados los obispos, los sacerdotes y los diáconos, que se desterrase a las mujeres cristianas y se enviase a los cristianos cargados de cadenas a ejecutar trabajos forzados en las tierras del emperador. El papa Sixto, en Roma, fue preso en las catacumbas y ejecutado. Su diácono, San Lorenzo, fue tostado a fuego lento.

   Los cristianos no fueron inquietados ya durante cerca de cuarenta años. Aureliano pensó en perseguirlos, pero murió antes de haber tenido tiempo de hacerlo.

   En tiempo de Diocleciano había soldados, empleados imperiales y gobernadores cristianos que celebraban su culto a la vista de todos. Pero algunos cristianos, sobre todo en África, consideraban pecado servir en el ejército pagano. Un siglo antes el centurión Marcelo había tirado al suelo las armas, el cinturón y el bastón de mando, diciendo: "No quiero servir a vuestros emperadores, desprecio sus dioses de madera y de piedra". Había sido condenado a muerte. Diocleciano ordenó que todos los soldados hicieran los sacrificios a los dioses. Muchos soldados cristianos abandonaron el ejército.

   El emperador, irritado por aquella resistencia, empezó a ser enemigo de los cristianos. Se decidió a promulgar varios edictos ordenando destruir las iglesias, los cementerios y los libros cristianos, y destruir a los funcionarios que observaban esta religión. Luego mandó prender a los sacerdotes cristianos y obligarlos a sacrificar a los dioses. El primer edicto fue desgarrado por un cristiano, luego se incendió dos veces seguidas el palacio del emperador en Nicomedia. Se acusó a los cristianos de este hecho y Diocleciano, en su irritación, mandó cortar la cabeza al obispo de Nicomedia.

   Entonces se empezó a obligar a todos los cristianos a ofrecer sacrificios a los dioses. Los que se negaban padecían tormento para forzarles a ofrecer el incienso o verter la libación. Algunos murieron, muchos se conformaron.

   Por último, el año 304, un edicto ordenó a todos los cristianos hacer sacrificios. Los que se negaban podían ser condenados a muerte. Entonces empezó la persecución denominada era de los mártires (304-311).

   En Occidente, el César Constancio, amigo de los cristianos, rehuyó la aplicación de los edictos. Pero en Oriente, Galerio, primero César, luego Augusto, fue el mayor enemigo de la Iglesia. En Palestina solamente fueron decapitados nueve obispos y ejecutados 80 cristianos. Muchos mártires acudieron espontáneamente a solicitar el suplicio. No se hacía morir a todos, se les enviaba a trabajos forzados en las minas, muchas veces después de haberles vaciado un ojo o quemado un nervio del pie.

   Por último Galerio, sintiéndose próximo a morir, renunció a la lucha. El año 311 promulgó un edicto de tolerancia. "Por el bien común de nuestros súbditos y la conservación del Imperio habíamos resuelto, dice, restablecer la disciplina de nuestros antepasados. Queríamos atraer a mejores sentimientos a los cristianos que habían tenido la temeridad de oponerse a las prácticas establecidas". Pero, puesto que "persistían en su locura", les permitía celebrar su culto y tener sus asambleas, y les pedía en cambio que rogasen a su Dios por el bien de los emperadores.

   Así acabó la última gran persecución.

 


 

TRIUNFO DEL CRISTIANISMO

 

CONSTANTINO. - Diocleciano, al abdicar, había dejado el poder a dos Augustos, Galerio en Oriente, Constancio en Occidente, ayudados por dos Césares, Severo en Italia, Maximino Daza en Oriente. Los cuatro eran ilirios y habían sido oficiales del ejército. Pero este régimen, organizado por Diocleciano, no perduró.

   Constancio (apellidado Cloro, el pálido, a causa de su falta de color) se vio pronto atacado de una enfermedad mortal. Su hijo, Constantino, estaba en Nicomedia, cerca de Galerio, que le hacía vigilar. Era hombre de treinta y un años, robusto, diestro y valiente. Pidió permiso para ir a ver a su padre enfermo, y Galerio no se atrevió a negarse. Constantino partió para la Galia con los correos reservados a los agentes del gobierno.

 

   Contaron que Galerio, después de haber dado el permiso, se sintió pesaroso y ordenó a Constantino que esperase hasta el día siguiente; pero Constantino había partido aquella misma tarde, y en todos los relevos por donde pasaba se iba llevando todos los caballos. Las gentes que Galerio envió para obligarle a volver no encontraron caballos con qué alcanzarle.

 

   Constantino se unió a su padre en Boulogne y le siguió al ejército de Bretaña. Constancio murió en Eboracum (York), el año 306. Sus soldados proclamaron a Constantino Augusto, a pesar del orden establecido por Diocleciano. Galerio, antes de entrar en guerra, se resignó a reconocer a Constantino emperador, pero con el título de César. El César Severo vino a ser Augusto.

   En Roma, el pueblo, el Senado, los pretorianos, todo el mundo estaba descontento de no tener ya emperador. Cuando Galerio envió orden de hacer el catastro de las tierras para el impuesto, la muchedumbre se sublevó y dio muerte al prefecto de la ciudad. Los pretorianos proclamaron un nuevo emperador, Majencio, hijo de Maximiano y yerno de Galerio, favorable a los paganos. Majencio llamó a Maximiano su padre, el antiguo Augusto colega de Diocleciano, el cual salió de su retiro y volvió a ser emperador (306). Hubo, por tanto, seis emperadores a la vez.

 

GUERRAS ENTRE LOS EMPERADORES. - Entonces empezaron de nuevo las guerras entre los emperadores. Hubo cinco en dieciséis años.

   1°) Severo fue a Italia a atacar a Majencio y Maximiano. Su ejército le abandonó. Se rindió, fue llevado a Roma y condenado a muerte. Galerio nombró en su lugar a un ilirio, hijo de labrador, Licinio, con el título de Augusto. Los demás emperadores entonces no quisieron ya contentarse con el título de César, y todos se hicieron llamar Augustos. Hubo seis: Galerio, Licinio, Constantino, Maximino Daza, Majencio y Maximiano (307).

   Maximiano intentó quitar el poder a su hijo, pero el ejército se le declaró contrario. Huyó a la Galia, fue a pedir auxilio a Constantino y le dio su hija en matrimonio. Luego intentó arrebatar a su yerno el tesoro que tenía depositado en Arlés y su ejército, diciendo a los soldados que Constantino acababa ser muerto combatiendo con los francos. Llegó Constantino, Maximiano fue preso y se le obligó a abdicar. Pereció poco tiempo después:

 

   Se dice que Maximiano había propuesto a su hija Fausta que matase a su marido Constantino. Fausta advirtió a su esposo. Dejó abierta su cámara, alejó a los guardias y puso otra persona en su lugar en el lecho. por la noche Maximiano entró diciendo que acababa de tener en sueños una revelación importante y que venía a comunicarla. Se aproximó al lecho y dio de puñaladas al hombre que ocupaba el lugar del emperador. Constantino salió entonces de su escondite y Maximiano se estranguló.

 

   2°) En tanto Constantino hacía la guerra cerca del Rhin y rechazaba a los francos de Galia, Majencio, en Roma, se hacía odioso al pueblo y acababa por indisponerse con Constantino. Éste pasó los Alpes con su ejército, constituído, sobre todo, por galos y germanos, bajó a Italia y llegó delante de Roma. Majencio hizo pasar el Tíber a su ejército por un puente de barcas, junto al puente Milvio. Se peleó en la llanura, a la orilla derecha del Tíber. El ejército de Majencio se desbandó. Sólo los pretorianos combatieron; pero, dispersados por una carga de jinetes galos, huyeron en dirección al puente Milvio. El puente se rompió y Majencio se ahogó en el río (312).

   Constantino entró en Roma como vencedor, licenció a los pretorianos, mandó demoler las fortificaciones de su campamento y ejecutar a los amigos de Majencio. Prometió al Senado atender sus consejos y dio al pueblo juegos en celebración de su triunfo. El Senado resolvió levantar en honor de Constantino un arco de triunfo. Luego el emperador fue a Milán a avistarse con su colega Licinio y le dio su hija en matrimonio.

 

   3°) Licinio se había aliado con Constantino contra Maximino Daza, el otro emperador de Oriente, aliado de Majencio. Maximino Daza sostenía a los sacerdotes y los magos y perseguía a los cristianos. Pasó con su ejército a Europa y fue contra el ejército de Licinio. Resultó vencido en Andrinópolis, huyó y fue muerto (313). Fueron asesinados su mujer, su hijo y su hija, luego el hijo de Galerio, el de Severo, la mujer y la hija de Diocleciano. No quedaron más que dos emperadores: Constantino en Occidente, Licinio en Oriente (313).

 

   4°) Se indispusieron muy pronto. Constantino pasó a los Alpes, venció dos veces a Licinio y le obligó a cederle todas las provincias que tenía en Europa (314).

 

   5°) Después de algunos años de paz, Constantino fue de nuevo a la guerra. Licinio, vencido en Andrinópolis, luego en Asia (323), fue a rendirse a Constantino, que le relegó a Tesalónica. Luego le condenó a muerte. Constantino quedó como único dueño del Imperio (324).

 

EDICTO DE MILÁN. - La madre de Constantino, Helena, procedente de humilde familia, era cristiana. El mismo emperador, como su padre Constancio, sin ser cristiano, toleraba gustoso el cristianismo. Sus enemigos, majencio en Occidente y Maximino Daza en oriente, eran sostenidos por los partidarios de la vieja religión romana. Constantino tuvo en su favor a los cristianos.

   He aquí lo que el historiador cristiano Eusebio decía había oído contar a Constantino en los últimos años de su vida:

 

   La víspera de la batalla del puente Milvio, en que Majencio resultó muerto, Constantino vio en el cielo, por cima del sol poniente, una cruz luminosa con estas palabras: "Hoc signo vinces" (Por esta señal vencerás). Por la noche Cristo se le apareció, le mostró el mismo signo y le ordenó ponerlo en su estandarte. Constantino, vencedor, obedeció a Cristo que le había dado la victoria. Mandó hacer un estandarte en forma de cruz con el monograma de Cristo.

   Según otro escritor cristiano, Constantino, para obedecer un sueño, mandó poner el monograma de Cristo en los escudos de sus soldados.

 

   En efecto, se sabe que más tarde Constantino llevó una cruz en el casco y que el ejército tuvo un estandarte, llamado labarum, formado por una pica recta que llevaba en lo alto una barra atravesada, sosteniendo un velo de púrpura con bordados de oro que representaban la imagen del emperador y encima el monograma de Cristo rodeado de una corona. Los soldados consideraban este estandarte como algo milagroso que preservaba de las heridas.

   No se limitó Constantino a tolerar la religión cristiana. Por el edicto de Milán (313) él y Licinio la declararon equiparada a la antigua religión. "Que cada cual abrace la religión que le plazca y practique libremente sus ceremonias. En las cosas divinas a nadie debe impedírsele seguir el camino que le convenga". Los bienes confiscados a las iglesias cristianas durante la persecución les fueron devueltos. Así se estableció la libertad religiosa.

   En los años siguientes, Constantino adoptó algunas medidas en favor de las iglesias. Ordenó cerrar los tribunales los domingos. El domingo era celebrado a la vez por los cristianos como día de la resurrección de Cristo, y por los adoradores del dios Sol como día del Sol.

   Habiéndose declarado los cristianos favorables a Constantino, Licinio se hizo su enemigo en oriente, impidió que los obispos se reunieran, mandó cerrar las iglesias, destituyó a empleados cristianos, y hasta encerró en prisiones a algunos de ellos. Constantino, vencedor, concedió en oriente a los cristianos los mismos derechos que en Occidente. El cristianismo vino a ser la religión del Imperio.

 

CONCILIO DE NICEA (325). - Hacía algunos años que agitaban la Iglesia cristiana discusiones acerca de la naturaleza de Cristo. Un sacerdote de Alejandría, Arrio, había expuesto la doctrina de que Dios Hijo fue creado por voluntad de Dios Padre y es inferior a Él. Fue declarado herético por una asamblea de obispos egipcios y excomulgado; pero otros obispos, en Oriente, se declararon en su favor y hubo muy ardientes disputas.

   Constantino no comprendía el motivo de las disputas, pero quería la paz. Escribió al clero de Alejandría: "Quería reducir a una sola forma la idea que todos los pueblos conciben de la Divinidad. El acuerdo acerca de este punto hacía más fácil la administración pública. ¿Es justo que por vanas palabras entabléis la lucha hermanos contra hermanos?". Esta carta no hizo que terminaran las disputas.

   Entonces el emperador convocó a todos los obispos para que juntos ordenasen la doctrina cristiana y restablecieran el orden. De esta suerte se reunió el concilio de Nicea, que fue el primer concilio ecuménico (es decir, de todo el mundo habitado).

   A él acudieron más de 250 obispos, griegos principalmente, acompañados de sacerdotes, de diáconos y de servidores. Constantino les había concedido el derecho de servirse de correo imperial y de que les proporcionaran víveres por donde pasaban, como se hacía con los funcionarios imperiales.

   Se reunieron en la gran sala del palacio de Nicea, los obispos sentados en sillas. Constantino entró con traje de ceremonia, cruzó la sala y se sentó en una silla de oro. El obispo que estaba a la derecha del emperador se levantó y le dirigió un discurso de gracias. Constantino manifestó que había reunido a su alrededor a los representantes de la Iglesia para hacerles vivir en paz, como convenía a servidores del Dios supremo. Hablaba en latín y un obispo tradujo sus palabras al griego. Luego el emperador se retiró dejando que los obispos discutieran libremente.

   Osío, obispo de Córdoba, amigo de Constantino, presidió la discusión. Un partido defendía la doctrina de Arrio. El concilio, por gran mayoría, la condenó en esta fórmula: "Anatema al que diga: <<Hubo un tiempo en que el Hijo no existía aún>> o <<El Hijo es de otra sustancia que el Padre>>". Adoptó una confesión de fe en que se dice que el Hijo es de una misma sustancia que el Padre, en latín consubstantialis. Tal fue el símbolo de Nicea (en latín se llama el Credo), que contiene la enumeración de los principales dogmas admitidos por la Iglesia Católica.

   Constantino consideró las resoluciones del Concilio como ley obligatoria para todos los cristianos. Desterró a Arrio y a sus partidarios y mandó quemar sus libros.

 

CONVERSIÓN DE CONSTANTINO. - El emperador reinó sólo durante trece años.

   Al principio no había roto por completo con la nueva religión. Conservaba el título de Gran Pontífice, sus monedas ostentaban palabras paganas: Al genio del emperador, al dios Marte. Para la ceremonia de la fundación de Constantinopla se eligió el día en que el sol entra en el signo Sagitario (4 de noviembre del año 326), y un astrólogo observaba en el cielo si el momento era favorable. En la nueva ciudad se erigió una columna de pórfido que sostenía un Apolo de bronce. Debajo de la columna se había enterrado una reproducción del Palladium, el ídolo protector de Roma. En el Senado se puso una estatua de la Fortuna. La mayor parte de los funcionarios y de los soldados adoraban todavía a los antiguos dioses o al dios Sol, los soldados dirigían una oración a la Divinidad por el bien del emperador y del Imperio.

   Pero Constantino se inclinaba cada vez más a la religión cristiana. Mandó edificar varias iglesias cristianas. En Jerusalén ordenó limpiar de escombros el monte Calvario donde Cristo había sido crucificado, edificar la iglesia del Santo Sepulcro en el lugar donde Cristo estuvo enterrado y la de Belén en el sitio donde había nacido. Su madre Helena fue a inspeccionar las obras. Así se estableció la tradición de la Invención de la Santa Cruz.

 

   Decíase que la emperatriz Helena había ido a Jerusalén en busca de la verdadera cruz, en la que Cristo había sido crucificado. El obispo de Jerusalén no sabía dónde estaba. Se buscó en el Calvario, se derribaron casas, se hicieron excavaciones, y se acabó por encontrar, debajo de un templo de Venus, una gruta, y al lado tres cruces, la de Cristo y las de los dos ladrones crucificados a su izquierda y a su derecha.

   Para distinguir la de Cristo, el obispo mandó que trajesen a una mujer enferma mortalmente y que empezó a orar en unión de la emperatriz, pidiendo a Dios un milagro. La mujer, después de haber tocado la verdadera cruz, se levantó y quedó curada.

 

   Constantino, durante su última enfermedad, tomó el bautismo. Murió el año 337 y fue enterrado en la iglesia cristiana de Constantinopla.

 

ORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA. - La religión cristiana, de esta suerte reconocida por el emperador, había venido a ser la religión de la mayor parte de los habitantes del Imperio, sobre todo en Oriente. Entonces los obispos acabaron de organizar la Iglesia. Lo hicieron conformándose a la organización del Imperio, en la forma que ha conservado constantemente a partir de aquella época.

   En cada municipio hubo un obispo que residía en la ciudad y gobernaba a los fieles del territorio, llamado diócesis (administración). Era elegido de por vida y consagrado por los otros obispos de la provincia, en presencia del clero y del pueblo de la ciudad, es decir, de los sacerdotes y de la asamblea de los fieles que aprobaban la elección. Tantos municipios, tantos obispos había. He aquí la causa de que en Oriente y en Italia, donde las ciudades eran entonces muy numerosas, los obispos fueran muchos y las diócesis pequeñas. En la reducida provincia de Asia proconsular, del tamaño de un departamento de Francia, había 42 obispos. En la provincia de África se sabe de 470. En Francia, por el contrario, donde escaseaban las ciudades, excepto en el mediodía, hubo pocos obispos y grandes diócesis.

   Cada diócesis vino a ser una provincia eclesiástica. El obispo de la capital de la provincia (la metrópoli) se llamó metropolitano (más tarde arzobispo) y fue superior a los otros obispos.

   Los obispos de las principales ciudades del Imperio, Milán, Tréveris, Cartago, y sobre todo los de Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén (llamados más tarde patriarcas), fueron considerados frecuentemente superiores a los otros metropolitanos.

   Los obispos se reunían para arreglar los asuntos de la Iglesia. Sus asambleas (en griego sínodos, en latín concilios) estaban formadas por los obispos de una provincia o de todo un país. La asamblea de todos los obispos del mundo de llamaba ecuménica.

   El concilio resolvía lo que los cristianos habían de practicar y lo que debían creer. Cuando una doctrina parecía contraria a la fe de la Iglesia el concilio la condenaba, mostrándola a los fieles como herejía (opinión particular) y declarando excomulgado al que siguiera profesándola. La doctrina de la iglesia era llamada la ortodoxia (es decir, la creencia verdadera). Los únicos cristianos reconocidos por la iglesia eran los ortodoxos. Los heréticos no eran admitidos en ella.

   Las Iglesias empezaban a hacerse propietarias, ya no poseían solamente sus cementerios y sus salas de reunión, sino que muchas tenían fincas. Constantino permitió que les fuera legado dinero o tierras, y él mismo les dio ambas cosas. El clero administraba aquellos bienes, destinados principalmente a pagar los gastos del culto y a distribuir limosna entre los pobres, los enfermos y las viudas.

   En lo sucesivo los miembros del clero, obispos y sacerdotes, fueron de distinta condición que el resto de los cristianos. Tuvieron ingresos que les permitieron vivir sin ejercer ninguna otra profesión. El emperador les concedió los mismos privilegios que a los sacerdotes de la religión romana, fueron eximidos del servicio militar y de la obligación de desempeñar cargos públicos. Sus causas fueron juzgadas, no ya por los tribunales ordinarios, sino por el obispo. Empezaron a formar una clase aparte, superior al resto del pueblo.

   Entonces se inició también un cambio en la situación de los sacerdotes. No había habido hasta aquel momento en cada ciudad más que una sola iglesia, en la que todos los sacerdotes estaban reunidos. Sólo el obispo hacía las ceremonias importantes: bautizaba, consagraba el pan de la comunión. Pero cuando los cristianos fueron muy numerosos en la ciudad, y los hubo también en las aldeas del campo, fue destacado un sacerdote para dirigir el culto en un barrio o una aldea, y este sacerdote bautizaba y hacía el sacrificio de la misa. Hubo entonces dos clases de sacerdotes: los que permanecían cerca del obispo, en la iglesia principal, llamada catedral porque en ella estaba la silla (cathedra) del obispo, y los que vivían aislados afectos a una iglesia dependiente.

   Las reuniones tenían lugar en las basílicas, grandes salas de columnas. En el fondo estaba el obispo y los sacerdotes, cerca de la mesa donde se daba la comunión. La multitud de los fieles ocupaba la basílica, las mujeres separadas de los hombres. Los catecúmenos, todavía no admitidos a comulgar, no asistían más que a una parte de la ceremonia, al sermón. Se les enviaba fuera antes de la Eucaristía. Los penitentes que habían cometido un pecado y aún no habían obtenido el perdón, permanecían a la puerta. Fuera estaba el baptisterio, con la cuba llena de agua en que se sumergía a los catecúmenos para bautizarlos.

 

LUCHAS CONTRA LOS HERÉTICOS. - Los cristianos de Occidente habían aceptado las decisiones del concilio de Nicea. Pero en Oriente varias provincias se habían declarado a favor de la doctrina de Arrio.

   Después de la muerte de Constantino sus tres hijos se habían repartido el Imperio, y el emperador establecido en Oriente, Constancio, se declaró partidario de los heréticos arrianos. Los obispos arrianos de Siria, apoyados por el emperador, tuvieron en Antioquía un sínodo que condenó a San Atanasio, en contra de la opinión del papa. El emperador le desterró a Tréveris. El mismo Arrio iba a ser restablecido en su dignidad cuando murió. Constancio nombró obispo de Constantinopla a un arriano. Los ortodoxos eligieron otro obispo sin consultar al emperador, y los dos partidos pelearon en la ciudad. Los ortodoxos incendiaron el palacio y mataron al maestre de la caballería. Constancio llegó con sus guardias y desterró al obispo ortodoxo. Pero, para instalar al arriano, hubo que enviar a los soldados y hacer una matanza entre el pueblo (340). En Alejandría, donde los ortodoxos habían elegido obispo a Atanasio, el emperador impuso un arriano, lo cual ocasionó también revueltas.

   El papa y los obispos de Occidente reconocieron cual verdaderos obispos a los ortodoxos, y como el emperador Constante, dueño de las provincias de Occidente, los sotenía, se intentó restablecer la paz mediante un concilio general. Pero no pudieron ponerse de acuerdo los de uno y otro partido, y se dividieron en dos concilios: el de los de Occidente depuso a once obispos por heréticos, el de los arrianos hizo lo mismo con San Atanasio y otros ocho ortodoxos. El emperador Constante exigió que se dejara volver a Atanasio a Oriente y Constancio no se atrevió a oponerse (346).

   Pero como después del año 350 los otros dos emperadores habían sido muertos, Constancio, único dueño, reunió concilios en Arlés (353), en Milán (355) y los obligó a condenar a los ortodoxos. Desterró a los obispos más venerados, a San Atanasio, a San Hilario de Poitiers. Hizo que se apoderaran del papa mismo y le condujeron a Milán (355). En Alejandría, donde los soldados establecieron a la fuerza a un obispo arriano, hubo matanza de ortodoxos, en Constantinopla hubo un motín. En Roma, sostenido por la población, volvió el papa, y el obispo arriano instalado en su puesto tuvo que huir (358). Un oficial pagano de aquella época, Amiano Marcelino, no comprendiendo nada de todas aquellas discusiones, escribía: "No hay animales feroces que sean más enemigos del hombre que la mayor parte de los cristianos lo son unos de otros".

   Los arrianos, vencedores, no lograban ponerse de acuerdo entre ellos. la mayor parte querían hacer adoptar, no la doctrina de Arrio, sino una fórmula intermedia. Decían que el Hijo es, si no de la misma especia que el Padre, al menos de una esencia semejante. Se siguió, por tanto, discutiendo sin llegar a entenderse.

 

LOS MONJES. - Todo el tiempo que la religión cristiana fue perseguida, los cristianos habían formado en cada ciudad una pequeña sociedad escogida que se distinguía por su austeridad de costumbres del conjunto de la población. Pero en el siglo IV, cuando todos fueron ya cristianos, se extendió la idea, en Oriente sobre todo, de que no se podía ser cristiano perfecto viviendo entre las gentes y haciendo la vida misma de los demás. Se citaba un texto del Evangelio: "Si alguien viene a mí y no rechaza a su padre y a su madre, a su mujer y a su hijo, a sus hermanos y hermanas, no puede ser mi discípulo". El apóstol Pablo había dicho que era necesario "crucificar la carne". Cristianos celosos se apartaron del mundo y se fueron al desierto para vivir solos, únicamente ocupados en hacer vida cristiana. Se les llamaba anacoretas (que se retiran aparte) o eremitas (que habitan en el desierto), de donde viene ermitaño, o en latín monachus (solitario) o monje.

   Los primeros solitarios fueron egipcios de mediados del siglo III, que se retiraban a las ruinas y los templos abandonados de la comarca de Tebas, la Tebaida, en el Egipto alto. El más antiguo, el eremita Pablo, vivía en una gruta cerca de una fuente y de una palmera, que le daba alimento y vestido.

   El más célebre fue San Antonio, modelo de los monjes. Era un joven hermoso, noble y rico. Habiendo oído leer el precepto del Evangelio, vendió todos sus bienes, distribuyó el producto entre los pobres y se retiró al desierto de Egipto, donde se estableció primeramente en una tumba vacía, luego en las ruinas de una fortaleza. No iba vestido más que con un cilicio de crin, se alimentaba con pan que le llevaban muy de tarde en tarde y pasaba la vida en oración. Su biografía legendaria, escrita para edificación de los fieles, cuenta que se veía muchas veces rodeado de demonios que tomaban diferentes formas para impedirle que pensara en Dios. Son las famosas "tentaciones de San Antonio". Viejo ya, fue venerado como santo en todo el Egipto y volvió a Alejandría a predicar contra los herejes arrianos; pero no quiso quedarse en la ciudad. "Los peces mueren en tierra, dijo, los monjes languidecen en las ciudades".

   No parecía suficiente a los solitarios huir del mundo, sino que también querían librarse de su propio cuerpo evitando los placeres terrenales, que consideraban acechanza del diablo para arrastrarlos fuera del camino de la salvación. Trataban de dominar las tentaciones de la carne privándose de todo lo que les agradaba, no comían nada más que pan o hierbas y no bebían sino agua, se vestían con harapos, vivían en una tumba, una ruina o una caverna, dormían en el suelo o encima de una estera. Muchas veces se imponían, además, sufrimientos para mortificar (es decir, matar) la carne. Ayunaban, se revolvían encima de espinas, se privaban del sueño. San Pacomio dormía de pie apoyado en una pared. El más célebre, Simeón, apellidado Estilita (el de la columna), cuentan que vivió cuarenta años subido a una columna en el desierto, sufriendo del sol y los vientos, imponiéndose a veces el trabajo de no cambiar de postura un día entero. A este género de vida se aplicaba una palabra ya empleada por los estoicos, ascesis (ejercicios), y los que la seguían se llamaban ascetas.

   Los monjes se hicieron más numerosos en el siglo IV, época en que los hubo en todos los países orientales, sobre todo en Egipto y en Siria. Pero no vivían aislados. Ya muchos anacoretas se habían reunido alrededor de algún solitario célebre, los había junto a San Pacomio, cerca de las cataratas del Nilo. Se estableció la costumbre de agrupar a los monjes en comunidades, se hicieron cenobitas (que viven en comunidad), sin dejar de hacer vida de ascetas. Ellos designaban un jefe, que era llamado con una palabra siriaca el abad (el padre), y le obedecían en todo. Al principio había tenido cada uno su cabaña, luego cada comunidad levantó un edificio llamado monasterio, en el que todo vivían juntos.

 



 

LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 

PAPEL DE LA IGLESIA EN LA SOCIEDAD. - En todos los países cristianos la Iglesia había acabado de organizarse. Todo el territorio estaba dividido en diócesis, cada una sometida a un obispo. Como la iglesia prohibía el establecimiento de obispados en otros lugares que en una ciudad, los reyes de Alemania habían fundado ciudades para poner en ellas obispos. Cada obispo tenía un territorio muy vasto y una escolta de caballeros, siendo por tanto un gran señor. En Alemania, donde los obispos habían recibido del rey territorios considerables, habían llegado a ser príncipes.

   En los campos, los grandes propietarios habían mandado edificar iglesias y las habían dotado con una tierra. El sacerdote vivía del producto de aquella tierra y de las ofrendas de los fieles. Se le llamaba cura, porque tenía la cura (el cuidado) de las almas. El término sometido a una cura se llamaba parroquia. Todos los aldeanos de la parroquia habían de acudir a su iglesia y obedecer al cura. Todas las aldeas tuvieron, entonces, su iglesia, donde los fieles se reunían para el culto, con un campanario que se veía desde lejos y campanas que se tocaban para anunciar los actos del culto, pilas bautismales para bautizar a los niños, y alrededor de la iglesia un cementerio para enterrar a los muertos. Los aldeanos pudieron entonces celebrar todas las ceremonias religiosas sin acudir a la ciudad. La iglesia consagrada a un san santo que se adoraba como patrono (protector) de la aldea. Hoy todavía, la fiesta del patrono es la fiesta del pueblo y un número muy grande de pueblos llevan el nombre de su patrono (San Juan, San Pedro, San Pablo, San Miguel).

   Los obispos y los sacerdotes hacían vida común con los fieles a quienes guiaban, y así eran llamados secular (que viven en el siglo). Los monjes constituían el clero regular (sujeto a una regla). Vivían lejos del mundo, en comunidad, en un terreno extenso. El monasterio comprendía siempre varios grandes edificios, que muchas veces rodeaba un recinto fortificado. Delante se alzaba el hospicio donde se alojaban los visitantes, la morada del abad, la escuela, la iglesia. Destrás del convento, formado frecuentemente por cuatro edificios alrededor de un patio, comprendía el dormitorio donde se acostaban los frailes, las celdas donde trabajaban, el refectorio donde comían, la cocina, el frutero, la despensa, los depósitos, los talleres y la biblioteca. El patio estaba muchas veces rodeado de galerías cubiertas que se llamaban claustros. Alrededor del convento se alzaban otros edificios, las granjas, los graneros, los establos, el lavadero, la panadería, el lagar; más tarde las viviendas de los criados y de los aldeanos que cultivaban las posesiones conventuales. Era siempre por lo menos un pueblo grande, a veces una pequeña ciudad. Más de cien ciudades de Francia fueron dominios de conventos (Vézelay, Abbeville, Saint-Maixent).

   Los frailes seguían la regla de San Benito, que determinaba el empleo de todas las horas del día. Empezaban antes de amanecer por ir a la iglesia a cantar los maitines. Varias veces al día volvían al templo para otros oficios (prima, tercia, sexta, nona, vísperas). El resto del tiempo trabajaban cuidando de la gente que tenían en el campo, haciendo ornamentos de iglesia, copiando manuscritos. Habían de obedecer todas las órdenes del abad, con frecuencia un gran personaje, que no vivía con los monjes.

   Se creía entonces que lo que se daba a un convento se daba a Dios o a un santo, patrono del convento, que sabía agradecérselo al donante. Las donaciones se hacían, no a un fraile o a un abad, sino al santo (a San Pedro, a San Martín). Los fieles, sobre todo los grandes propietarios y sus esposas, daban por tanto tierras "por la salvación de su alma" o "por el perdón de sus pecados", o para ser enterrados en la iglesia del convento. Los conventos seguían aumentando de este modo sus tierras y se fundaban nuevos conventos. Algunos (como la abadía de Cluny) tuvieron posesiones en toda Europa.

 

LA EXCOMUNIÓN. - Los obispos y los sacerdotes daban los Sacramentos, de que nadie de atrevía a prescindir, por miedo a quedar condenado. Podían también negarlos y prohibir la entrada en la iglesia, y a esto se llama excomulgar, es decir, excluir de la comunión.

   El obispo o el sacerdote, con un cirio encendido en la mano, pronunciaba una fórmula de maldición, como ésta, por ejemplo: "En virtud de la autoridad divina conferida en los obispos por San Pedro, arrojamos al culpable del seno de la Santa Madre Iglesia, y le condenamos al anatema de una maldición perpetua. Sea maldito en la ciudad, maldito en los campos. Malditos sean su granero, sus cosechas, sus hijos y el producto de sus tierras. Que ningún cristiano le dé los buenos días, ningún sacerdote le diga misa ni le dé los sacramentos. Sea enterrado con los perros. Sea maldito dentro y fuera, sus cabellos, su cerebro, su frente, sus oídos, sus ojos, su nariz, sus huesos, sus mandíbulas. Y de igual modo que hoy se apagan estos cirios que arrojo de mi mano, la luz de su vida se extinga en la eternidad, a menos que se arrepienta y satisfaga a la iglesia de Dios enmendándose y haciendo penitencia". Luego el sacerdote arrojaba el cirio al suelo.

   La excomunión vino a ser un medio para defender las iglesias y sus tierras de las intrusiones de los seglares. Cuando un caballero maltrataba o metía en prisiones a un sacerdote o a un fraile, cuando entraba a saco en las tierras de un convento o se apropiaba bienes de una iglesia, el obispo o el abad le excomulgaba.

   La excomunión servía también para obligar a los seglares a obedecer las reglas de la iglesia. Se excomulgaba a los herejes y a los que le apoyaban. Se excomulgaba a los señores que se casaban contra las prohibiciones de la Iglesia. Estaba prohibido casarse con una prima aun en cuarto grado, o con la madrina de un niño del cual se hubiera sido padrino. El rey de Francia Roberto se había casado con su prima Berta (995). El Papa reunió un Concilio que declaró nulo el casamiento y ordenó separarse a Roberto y Berta, y hacer penitencia durante siete años, so pena de quedar excomulgados. Excomulgó al arzobispo de Tours que había bendecido el matrimonio. Roberto, que amaba a su mujer, no quiso separarse de ella. Ambos fueron entonces excomulgados, y todos sus criados, excepto dos, los abandonaron.

 

   Decíase que sus criados no querían tocarlos, que les llevaban la comida en una pala de mango largo, y que hacían pasar por el fuego todas las cosas que ellos habían tocado. Berta dio a luz un niño contrahecho que murió enseguida, y se dijo que era un monstruo, con cuello de serpiente y patas de ganso, que Dios había hecho nacer para castigarla.

 

   Roberto y Berta se sometieron. Berta se retiró a un convento y Roberto casó con otra mujer.

   Los señores poderosos no siempre tenían en cuenta la excomunión. Tenían a su servicio capellanes que seguían diciendo misa para ellos y dándoles los sacramentos. Felipe Augusto y Juan sin Tierra estuvieron excomulgados durante varios años.

 

EL ENTREDICHO. - En el siglo XI los obispos, para obligar a someterse a los señores, emplearon el entredicho. Prohibían el culto en todos los dominios del señor. Cuando un territorio era puesto en entredicho, el clero dejaba de celebrar toda ceremonia religiosa y de dar sacramentos. Ya no se podía casar, ni enterrar a nadie en el cementerio (excepto los eclesiásticos y los niños pequeños). Las iglesias eran despojadas de todos sus ornamentos, como el Viernes santo, en señal de luto. Los sacerdotes no decían misa más que a puerta cerrada. No se podía comer carne, ni cortarse el pelo y la barba. Todos los días, de mañana, tocaban las campanas, y todos debían prosternarse la cara contra el suelo y decir oraciones de penitencia. Se esperaba, castigando a los súbditos, obligar al señor a someterse.

   Cuando Felipe Augusto se negó a reunirse con su mujer Ingeburga, el Papa puso todo el reino de Francia en entredicho. Todas las iglesias se cerraron, no se decía misa más que una vez por semana, el viernes, muy de mañana. Los sacerdotes habían de predicar el domingo fuera de la iglesia, debajo del pórtico. La comunión no se daba más que a los enfermos en peligro de muerte; las mujeres no podían siquiera entrar en las iglesias para que bautizaran a los niños (1198). El rey se enfadó en un principio y hasta expulsó a los obispos que habían pronunciado el entredicho. Pero al cabo de dos años cedió y se separó de su segunda mujer.

 

LAS PENITENCIAS. - Era costumbre muy antigua en la iglesia que el cristiano excluído de la comunidad por haber incurrido en pecado, no podía ser admitido de nuevo sino después de haber hecho penitencia, es decir, acto de arrepentimiento. Cuando el pecado se había cometido públicamente, la penitencia era pública. El penitente, cubierto con hábito de paño burdo, los pies descalzos, se estaba a la puerta de la iglesia. Se prosternaba ante los que entraban, y les suplicaba que rezasen por él. El obispo vertía ceniza en sus frentes y les entregaba la tela de saco con que debían cubrirse. La ceremonia tenía lugar el primer día de Cuaresma, que fue llamado Miércoles de Ceniza.

   El que había hecho penitencia pública no podía volver a armarse, y por tal razón los francos y los alemanes no aceptaron esta costumbre. La penitencia pública siguió siendo excepción. Se imponía como consecuencia de grandes delitos. El parricida, por ejemplo, debía llevar, rodeándole el cuerpo, una cadena de hierro, e ir por el mundo sin detenerse en ninguna parte. Un conde de Anjou, Foulques, acometido al final de su vida de un acceso de arrepentimiento, se hacía arrastrar por un criado que por las calles le iban dando latigazos. En ocasiones la iglesia, por el asesinato de un eclesiástico, impuso a un príncipe penitencia pública.

   Por lo común, las penitencias eran secretas. Antes de dar la absolución a un cristiano, el sacerdote le prescribía como penitencia ayunar, o repetir una oración, o dar una limosna, o ir a una peregrinación. Luego se tomó la costumbre de disciplinarse. Los más celosos, como San Luis, empleaban cadenitas de hierro. Durante la gran peste de 1348, bandas de penitentes atravesaron Francia deteniéndose en las plazas de las ciudades y disciplinándose las espaldas desnudas. Se les llamaba flagelantes.

 

LAS PEREGRINACIONES. - En todo tiempo los cristianos habían creído que los santos tenían la facultad de hacer milagros, no solamente en vida, sino después de muertos. Sus huesos, sus ropas, los objetos que les habían pertenecido, se creía que curaban a los enfermos. Se los llamaba reliquias, que quiere decir restos. Se conservaba, por ejemplo, la cabeza de San Juan Bautista, los huesos de Lázaro, en Colonia las cenizas de los tres Reyes Magos. Había en muchas ciudades muelas o pelos de Cristo, pedazos de la Verdadera Cruz, trozos del manto de la Virgen y aún lágrimas del Salvador.

   Todos los príncipes, los señores, los obispos, los conventos, trataban de poseer reliquias. Se guardaban cuidadosamente, por lo común, en un relicario de oro o plata. Muchas veces se construía expresamente una capilla. La Santa Capilla de París fue hecha por San Luis para conservar la corona de espinas de Jesucristo traída de Oriente. Se consideraban las reliquias como una protección para la ciudad. En caso de peste, de inundación, de sequía, se sacaban las reliquias en procesión. Cierto día, por lo común el de la fiesta del Santo, los fieles podían arrimarse a tocarlas. Entonces acudían en multitud hombres, mujeres y niños enfermos que buscaban su curación, o penitentes, porque la visita a las reliquias de un santo servía de penitencia para borrar los pecados.

   Las gentes así venidas se llamaban peregrinos (es decir, extranjeros). Llevaban hábito de paño, semejante al de los frailes; la barba crecida y un palo largo. Frecuentemente iban con los pies descalzos o con sandalias. Muchos se habían puesto en camino sin provisiones y sin dinero, y pedían de comer y posada en el camino, porque se creía ser agradable a Dios o a los santos dando de comer al peregrino, y estaba prohibido hacerles daño.

   Los lugares de peregrinación que atraían más gente eran las tumbas de los santos cuyos poder se creía más grande. En Francia, el sepulcro de San Martín, en Tours, y el de San Serenín, en Tolosa. En España, el sepulcro del Apíostol Santiago, en Compostela. El Italia, el de San Benito, en el Monte Casino, y sobre todo el de San Pedro, en una iglesia de Roma. A este último acudían peregrinos de toda Europa, y en los caminos principales que a Roma conducían, se habían hecho hospicios para alojarlos. Pero el más venerado de todos era naturalmente el de Jesucristo, el Santo Sepulcro, en Jerusalén.

 

EL PAPADO. - El obispo de Roma, llamado Papa, había sido consideraso siempre superior a los demás obispos, porque lo era de la capital del mundo y el sucesor del Apóstol San Pedro a quien Jesucristo había dicho: "Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y lo que tú hayas desatado en la tierra será desatado en el Cielo". Las llaves eran el símbolo del poder del Papa.

   Pero éste, como los obispos, era elegido por "el clero y el pueblo" de su ciudad, y llegó un momento en que el clero de Roma no tuvo fuerza suficiente para oponerse a los señores del país. Entonces, por espacio de siglo y medio, el Papa fue elegido por el marqués de Toscana, luego por los señores establecidos en los castillos de Roma y de sus alrededores, finalmente por el emperador llegado de Alemania.

   Lo mismo ocurrió en los demás países. Muchos obispos y abades que fueron hijos de señores que sus padres habían hecho nombrar porque el obispado o la abadía poseía fincas de mucho producto. Ya obispos, muy jóvenes, a veces sin haber sido sacerdotes, aquellos hijos de señores no cambiaban de modo de vivir; salían a cazar, montaban a caballo, llevaban armadura y guerreaban. A veces estaban casados y vivían con su mujer, su familia, su escolta y sus perros en el obispado o en la abadía. En ocasiones eran sacerdotes o frailes que habían dado su dinero para ser nombrados y que vendían su dignidad a otros. Esta venta, prohibida por los cánones de la Iglesia, se llamaba simonía (del nombre Simón el Mago). Los sacerdotes seguían el ejemplo de los obispos. Muchos no sabían leer y ni siquiera podían recitar correctamente los oficios. Tenían mujer, vendían los sacramentos y la absolución.

   Siempre hubo eclesiásticos que juzgaban escandaloso este género de vida. Decían que la Iglesia estaba "contagiada del espíritu del siglo", es decir, del mundo. Algunos trataron de restablecer las reglas en otro tiempo impuestas al clero. A esto se llamaba reformar (es decir, restaurar) la Iglesia. Empezaron por reformar algunos conventos que debían servir de modelo a los demás. El primero fue el convento de Cluny, en Borgoña, reformado en el siglo X. En él se restableció la regla de San Benito, es decir, la obligación de trabajar, de obedecer y de vivir con pobreza. Pero la reforma se hizo con mucha lentitud, en siglo y medio.

 

GREGORIO VII. - Hildebrando (más tarde llamado Gregorio VII) era hijo de un campesino de la Toscana, tierra del dominio papal. Su tío, abad de un convento de Roma, le recogió siendo niño, le educó y le hizo fraile. Hildebrando era bajo, enfermizo, de voz apagada, pero enérgico y activo. Se declaró partidario de la reforma y entró en el convento de Cluny. En aquel momento el emperador había empezado a elegir los Papas. Nombró a su primo Bruno, a la sazón obispo de Toul. Bruno adoptó el nombre de León IX y salió con dirección a Roma. En el camino pasó por Clunt, vio a Hildebrando y le llevó en su compañía (1049). Establecido en Roma, Hildebrando vino a ser consejero de los Papas, y durante más de veinte años gobernó la Iglesia en cinco Papados consecutivos.

   A la muerte de Alejandro II (1073), se resolvió esperar tres días para elegir nuevo Papa. Pero al día siguiente, en la ceremonia del entierro, la muchedumbre romana, hombres y mujeres, invadió la Iglesia gritando: "¡Sea Papa Hildebrando!". Un cardenal pronunció un discurso. "No podemos encontrar mejor Papa, dijo, elijámosle". La muchedumbre llevó a Hildebrando a la iglesia donde estaba el trono del Papa. Se sentó en el trono, revistió los hábitos pontificales y tomó el nombre de Gregorio VII.

   En cuanto fue elegido, escribió a todos los príncipes que le ayudasen a reformar la iglesia en su país. Declaró excomulgados a todos los sacerdotes simoníacos, es decir, que habían comprado su nombramiento o que tan sólo lo habían recibido de un seglar. Ahora bien, todos los obispos y los abades de Alemania y de Italia habían sido nombrados por el emperador. Excomulgó también a todos los sacerdotes casados y declaró nulos todos los sacramentos administrados por ellos. Las gentes que habían recibido la absolución de un sacerdote casado, no estaban ya seguras de encontrarse absueltas de sus pecados y podían temer la condenación.

   Gregorio VII tuvo muchos enemigos: el rey de Alemania Enrique IV y sus consejeros, casi todos los obispos y los abades de Alemania y de Lomardía, en Roma misma un poderoso señor, Cencio. La tumba del emperador Adriano, junto al Tíber, se había convertido en fortaleza (el castillo Sant'Angelo), en la que Cencio había puesto una guardia. Había mandado levantar una torre que interceptaba el puente del Tíber y obligaba a pagar a todos los que por el puente pasaban.

   El año 1075, la noche de Navidad, Gregorio fue a decir misa a una iglesia donde se había puesto un Nacimiento. Llovía a torrentes y tenía poca gente a su alrededor. De pronto Cencio, con una tropa de caballeros armados, entró en la iglesia. Sus hombres se lanzaron sobre Gregorio, le arrastraron cogiéndole del pelo, le hirieron, le montaron en un caballo y le llevaron a una torre. Al día siguiente, por la mañana, los romanos supieron que el Papa estaba prisionero; se tocó la trompeta, se cerraron las puertas, la milicia se armó, tomó la torre y libertó al Papa.

   Gregorio emprendió la lucha contra Enrique IV, rey de Alemania. Quiso primeramente obligarle a despedir a sus consejeros excomulgados, y acabó por amenazar al mismo Enrique IV con la excomunión. Irritado Enrique, reunió en Concilio a los obispos de Alemania que le obedecía, y los obispos declararon depuesto a Gregorio.

   La sentencia fue llevada a Roma por unos mensajeros, ante un Concilio de obispos presididos por el Papa. Estuvieron a punto de ser degollados. Entonces, ante la asamblea, el Papa excomulgó al rey, y añadió: "Le quito el gobierno de toda Alemania y de Italia, desligo a todos los cristianos del juramento que le han prestado y prohíbo a todos que le obedezcan como rey". Era cosa que ningún Papa había hecho hasta entonces. Al excomulgar a un rey se le privaba solamente del derecho de entrar en la iglesia y de recibir los sacramentos; pero no del derecho de mandar a sus súbditos. Al arrogarse la facultad de ordenar a los súbditos que cesaran en la obediencia, el Papa venía a ser el superior de los reyes.

   Muchos príncipes en Alemania estaban descontentos de Enrique, y le manifestaron que iban a elegir otro rey si no obtenía el perdón del Papa. Enrique partió de pronto, en pleno invierno, con su mujer y su hijo pequeño; pasó por Bersançon y bajó el Mont Canis por caminos cubiertos de nieve. La reina fue llevada a rastras en pieles de buey. En Italia muchos caballeros querían acompañarle; pero no había ido para pelear, y los despidió. Gregorio VII, al tener noticia de su llegada, se había retirado a un castillo de los Apeninos, Canosa, edificado en lo alto de una roca escarpada y rodeado de tres recintos. Enrique se presentó a la puerta del castillo y el Papa se negó a permitirle la entrada. Enrique volvió entonces con hábito de penitente y los pies descalzos. El Papa le hizo esperar a la intemperie todo aquel día y todo el siguiente, mientras los que rodeaban al Pontífice le suplicaban que perdonase. Por último, Gregorio cedió; se abrió la puerta, Enrique se puso de rodillas y, llorando, se confesó. Gregorio le dio la absolución, le levantó y le llevó a la iglesia (1077).

   No duró mucho la paz. Los príncipes alemanes eligieron otro rey (1077), luego Enrique hizo elegir otro Papa (1080). Hubo entonces dos reyes y dos Papas, y se peleó en toda Alemania e Italia. El Papa no tenía ejército que le defendiera. Enrique bajó con el suyo a Italia y entró en Roma sin combatir. Gregorio se refugió al otro lado del Tíber, en el castillo de Sant'Angelo, y fue sitiado (1084). El rey de los normandos de Nápoles acudió en su auxilio, pero su ejército saqueó Roma y prendió fuego a la ciudad. Gregorio, que había sido llevado al reino de Nápoles, murió pronto (1085), diciendo: "He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el destierro".

 

INOCENCIO III. - La lucha entre el papa y el emperador continuó durante cerca de dos siglos, pero el Papa se hizo cada vez más fuerte. Al organizar la Cruzada contra los musulmanes, el Papa se condujo como jefe de todos los caballeros cristianos. Poco a poco los reyes se acostumbraron a obedecer a la Santa Sede. Cuando Federico Barbarroja hubo sido vencido (1176) por los lombardos aliados del Papa, se tuvo la impresión de que el Pontífice era superior al emperador.

   Entonces apareció el más poderoso de todos los Papas, Inocencio III (1198). Era un noble romano que había estudiado Teología y Derecho. Se le había elegido Papa a los treinta y siete años (fue el más joven de todos los Pontífices).

   Decía "que el Papa en la tierra ocupa el lugar de Dios", que es "el Vicario, es decir, el sustituto de Dios". "El Señor, decía, ha dado a San Pedro, no solamente toda la Iglesia, sino el mundo entero para gobernar". Decía asimismo: "El poder es dado a los príncipes en la tierra, a los Papas el poder les es dado también en el cielo. A los príncipes no se les da más que sobre los cuerpos, a los Papas sobre las almas. Por eso, tanto como es superior el alma al cuerpo, tanto el Papa es superior a la realeza". Son suyas también estas palabras: "Dios, creador del mundo, ha puesto en el cielo dos grandes luminarias: una grande, el sol, preside el día; otra pequeña, la luna, brilla en la noche. De igual modo, en el firmamento de la Iglesia universal ha instituído dos altas dignidades: la más grande, la autoridad pontificia; la más pequeña, el poder real; la más grande, para presidir las lamas como el sol los días; la más pequeña, para dirigir los cuerpos como la luna las noches. Y lo mismo que la luna recibe la luz del sol, así el poder real recibe su esplendor de la autoridad pontificia".

   Inocencio III entró en lucha con los reyes más poderosos de su tiempo. Excomulgó al rey de Francia, Felipe Augusto, porque había repudiado a su esposa, una princesa de Dinamarca, Ingeburga. El divorcio había sido declarado ilegal y nulo por el Papa anterior; pero Felipe, no teniéndolo en cuenta, se había casado con otra princesa. Inocencio III pronunció el entredicho contra el reino de Francia (1198-1200). Felipe repudió a su segunda mujer y volvió a unirse con Ingeburga.

   Inocencio luchó contra el monarca inglés Juan sin Tierra. Empezó por poner su reino en entredicho (1208), luego le excomulgó, le declaró depuesto y le amenazó con dar su reino al rey de Francia. Asustado Juan, se sometió, dio su reino al papa, el cual se lo devolvió en feudo como a vasallo.

   En Alemania, Inocencio reclamó la facultad de decidir entre los dos príncipes que se disputaban el título de rey.

   Mandó predicar la cuarta Cruzada. Los cruzados, reunidos para ir a la liberación de Jerusalén, tomaron Constantinopla (1204) y sometieron a los griegos al poder del Papa.

   Organizó la cruzada contra los herejes en el mediodía de Francia. Declaró a los príncipes de esta región desposeídos de sus dominios y los dio a los cruzados.

   Inocencio III celebró en el palacio de Letrán un Concilio ecuménico (1215) que fue la Asamblea más grande de la Edad Media. A él acudieron 412 obispos, 800 abades o priores de convento y varios patriarcas y obispos de Oriente. Se adoptaron medidas contra los herejes. Todos los príncipes, en el momento de tomar posesión del poder, debía jurar el exterminio de los herejes que hubiera en sus dominios.

 

BONIFACIO VIII. .- Durante el siglo XIII, los Papas triunfaron todavía varias veces. Quitaron a la familia de su enemigo el emperador Federico II, primeramente el reino de Alemania, luego el de Sicilia (1266). Hicieron que fuera elegido en Alemania un rey que les era devoto. Establecieron en el reino de Sicilia a un príncipe francés, Carlos de Anjou, hermano de San Luis.

   A fines del siglo, el Papa Bonifacio VIII (1294-1303) pareció tan poderoso como Inocencio III. Una familia de señores de los alrededores de Roma, los Colonna, intentó resistirle. Los combatió a muerte, se apoderó de sus castillos, arrasó sus palacios y su ciudad, e hizo pasar el arado por su suelo. Los excomulgó, confiscó sus bienes, obligó a los dos cardenales de esta familia a presentarse con un cordel al cuello y a entregarse a discreción. Los demás Colonna huyeron lejos de Roma y vivieron errantes por las selvas.

   Bonifacio luchó a la vez con los reyes de Francia y de Inglaterra, porque imponían tributos a las tierras de las iglesias y de los conventos. Declaró excomulgado al que osase hacer pagar un impuesto al clero (1296).

   El año 1300, en celebración del nuevo siglo, decretó un jubileo. Todos los fieles que durante el año fueran a Roma habían de obtener el perdón de sus pecados. Acudieron peregrinos de todos los países por cientos de miles, a pie, a caballo, en carros, los unos con sus trajes nacionales, los otros con hábito de peregrinos. Al llegar a las puertas de Roma se arrojaban al suelo para orar, luego subían de rodillas los escalones de la iglesia de San Pedro y se prosternaban delante de la tumba del Apóstol. El camino que va desde el puente del Tíber a la iglesia era demasiado estrecho y hubo que abrir un nuevo camino en la muralla. En el altar de San Pablo cada peregrino depositaba unas monedas, y dos clérigos estaban allí noche y día para recogerlas con raquetas (el Papa necesitaba dinero para hacer la guerra al rey de Sicilia).

   Muy poco después Bonifacio VIII se indispuso con Felipe el Hermoso y publicó la famosa bula Unam sanctam (1302). "La Iglesia, decía, es un solo cuerpo que no tiene más que una cabeza y no dos como un monstruo. Esta cabeza es Cristo, y el vicario de Cristo, Pedro, y el sucesor de Pedro... Sabemos por el Evangelio que tiene en su poder dos espadas, la espiritual y la temporal. Una y otra están en poder de la Iglesia, la una es manejada por mano del Papa, la otra por mano del rey y de los caballeros, pero por orden del Papa. Es preciso, por tanto, que una espada esté sometida a la otra, y el poder temporal al poder espiritual". Terminaba de esta suerte: "Manifestamos que ser sumiso al Pontífice romano es para toda criatura humana requisito necesario de salvación".

   Menos de un año después, un servidor de Felipe el Hermoso, Nogaret, en unión de un Colonna proscrito, se apoderaba por sorpresa de Bonifacio VIII en Agnani. Desde entonces los Papas ya no fueron bastante fuertes para obligar a los reyes a someterse.

 

LOS PAPAS EN AVIGNON. - El sucesor de Bonifacio murió pronto (1304). Los cardenales estuvieron nueve meses sin poder ponerse de acuerdo para elegir Papa. Acabaron por elegir a un francés del Mediodía, el arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V (1305). Los italianos esparcieron el rumor de que había ido a hablar secretamente con el rey de Francia, el cual había prometido conseguir su elección, pero imponiéndole condiciones.

   Clemente V no quiso ir a Roma, donde entonces había revueltas. Permaneció en Francia y acabó por instalarse en Avignon, que pertenecía al rey de Nápoles. Nombró cardenales a obispos del Mediodía, gascones o limosinos. La mayoría estuvo constituída desde entonces por franceses, que no eligieron más que a Papas franceses, cinco uno tras otro. Aquellos Papas franceses prefirieron permanecer en Francia.

   El sucesor de Clemente V, Juan XXII, nacido en Cahors, era ya viejo. Antes de ser elegido, prometió volver a Roma; pero permaneció en Avignon, de donde no se movió hasta su muerte. Se hacía llevar en litera, y se contaba que había jurado no montar en caballo ni en mula más que para ir a Roma y que iba en litera para no faltar a su juramento.

   Su sucesor, Benedicto XII, mandó edificar un palacio fortificado, el Castillo de los Papas, indicando de este modo su intención de establecerse definitivamente en Avignon.

   Los Papas que siguieron prometieron también volver a Roma. Pero no era Roma una morada tractiva. Gran parte de la ciudad estaba en ruinas; los carneros llegaban a pacer hasta en las iglesias. Los cardenales franceses retuvieron al Papa en Avignon.

   Los italianos, descontentos, apellidaron a esta estancia "el cautiverio de Babilonia", como si el Papa estuviera cautivo del rey de Francia. El poeta italiano Petrarca, que fue a Avignon para pedir un puesto al Papa, gemía y denominaba a Avignon "un infierno en el mundo"; pero él se guardaba también de volver a Roma.

   El Papa, como todos los príncipes de su tiempo, tenía necesidad de dinero para pagar a sus soldados y a los empleados de su Corte. No pudiendo imponer tributo a sus súbditos, como los otros príncipes, lo hizo a los eclesiásticos.

   La Curia romana inventó varios medios para proporcionarse dinero. - El Papa se reservaba la provisión de obispados, abadías, curatos, y hacía pagar a los que nombraba. Eran las reservas. - Cuando el puesto no estaba vacante, prometía, mediante un trato, nombrar para ella cuando lo estuviera. Eran las gracias expectativas. - A los eclesiásticos que acababan de ser nombrados, se hacía pagar el primer año de su cuota. Eran los annatas. - El Papa expendía dispensas que permitían a un obispo acumular varios obispados y no morar en su diócesis.

 

CISMA DE OCCIDENTE. - Por último, un Papa francés, Gregorio XI, fue a Roma. Encontró la ciudad en ruinas y se estableció al lado, en la colina del Vaticano. A la muerte de Gregorio XI (1378), los cardenales se reunieron en una capilla. La mayoría eran franceses, pero el pueblo de Roma no quería un Papa francés.

   Se gritaba a los cardenales: "Queremos un romano, o un italiano al menos; si no, ¡ay de vosotros!".

   Los cardenales, divididos en tres partidos, no pudieron entenderse para elegir a un cardenal, y eligieron a un arzobispo italiano del reino de Nápoles. Pero, antes de que se le hubiera proclamado, hombres armados con espadas entraron en la capilla gritando: "¡Romano!". Los cardenales no se atrevieron a decirles que habían elegido a un napolitano. Les mostraron a un viejo cardenal, al que contra su voluntad se había revestido con el manto papal, y enseguida huyeron de Roma.

   Cuando el pueblo se calmó, el elegido tomó posesión y fue el Papa Urbano VI. Los cardenales asistieron a su coronación y anunciaron que había sido elegido. Urbano VI era austero y quería reformar la Iglesia, pero tenía un carácter violento. Descontentó a los cardenales, a los que decía brutalmente: "Callaos, habláis como locos". Les amenazaba con nombrar cardenales italianos para que fuera otra la mayoría.

   Los cardenales, irritados, se fueron yendo uno tras otro de Roma durante la estación estival. Se reunieron y proclamaron que la elección, por haber obedecido a la violencia, era nula y que la Santa Sede estaba vacante. Luego eligieron Papa al cardenal de Ginebra, francés, que tomó el nombre de Clemente VII.

   Hubo entonces dos Papas, ambos elegidos por los cardenales. En aquel tiempo, en que era difícil tener informaciones seguras, los católicos no podían saber cuál era el verdadero Papa. Los príncipes se decidieron por razones políticas. El rey de Francia se declaró por el Papa francés, Clemente VIII, que volvió a Avignon. Clemente fue reconocido también por la reina de Nápoles y más tarde por los reyes de España. Los enemigos del rey de Francia, los príncipes de Italia, de Inglaterra, de Alemania, de Portugal y de los países del Norte, reconocieron a urbano VI. El mundo católico se encontró dividido entre dos Papas. Tal fue el Gran Cisma de Occidente.

   Cada uno de los dos Papas excomulgó al otro y a todos los que le obedecían. Los católicos se vieron, por tanto, excomulgados por un Papa; todos los sacerdotes que les daban los sacramentos estaban excomulgados. Todos podían temer, por tanto, si se habían equivocado, que los excomulgase el verdadero Papa, y, por consiguiente, recibir sacramentos nulos y correr el riesgo de quedar condenados.

   En Alemania, en una docena de obispados, cada uno de los dos partidos eligió un obispo y hubo luchas armadas.

   Cada uno de los dos Papas tenía un Colegio de cardenales. Cuando el Papa moría, le elegían un sucesor. Hubo así sucesivamente tres Papas en Roma y dos en Avignon.

   Este cisma disminuyó la confianza de los católicos en el Papa y los obispos. Los doctores de las Universidades y los predicadores adquirieron mayor prestigio. Predicaban, esparcían escritos, decían que la Iglesia sufría porque estaba corrompida y que había que reformarla (es decir, restaurarla) "en su cabeza y sus miembros", o lo que es lo mismo, el Papa y el clero. Si el Papa no quería hacer la reforma, habría que dirigirse a la Iglesia universal, representada por los obispos reunidos en Concilio.

   La Universidad de París, la escuela más grande de Teología de aquel tiempo, acabó por declararse neutral entre los dos Papas. Indujo a todos sus doctores a que por escrito enviaran su opinión acerca del modo de acabar con el cisma. Una comisión reunió todos aquellos escritos. Proponíanse tres medios: 1°, hacer abdicar a los Papas; 2°, que decidieran árbitros; 3°, que se reuniera un Concilio (1394).

   Los dos Papas prometieron retirarse; pero años enteros discutieron acerca del lugar de la reunión y jamás llegaron a encontrarse. Por último, los cardenales abandonaron a los dos Papas y todos se reunieron. Los príncipes y las Universidades negaron obediencia a los dos Papas y apoyaron a los cardenales.

   Se convocó un Concilio en Pisa (1409), al que acudieron obispos de todos los países. El Concilio enjuició a los dos Papas, les declaró cismáticos, les depuso y eligió un Papa que tomó el nombre de Alejandro V. Pero el nuevo Papa no fue reconocido por todos los católicos, y en lugar de dos Papas hubo tres.

 

HEREJÍA DE WICLEF. - En tanto el mundo católico estaba dividido por el cisma, nuevas herejías se formaban en Inglaterra y en Bohemia.

   En Inglaterra un sacerdote, profesor de Teología en la Universidad de Oxford, Wiclef, se había dedicado a estudiar la Sagrada Escritura. Traducía los Evangelios al inglés. Reunió discípulos y los envió, a la manera de los Apóstoles, a enseñar el Evangelio. Iban vestido con largos ropajes de lana oscura y se llamaban "los pobres predicadores".

   Wiclef decía que la verdadera Iglesia no es "la Iglesia visible" del Papa y de los obispos, sino "la Iglesia invisible", formada por "la muchedumbre de las gentes que siguen a Cristo". No admitía otra regla que el Evangelio y rechazaba como invención humana todo lo que no figuraba en él, el culto de los santos, las imágenes, la misa de difuntos, la excomunión y el culto divino en lengua latina. - No admitía la autoridad del Papa y de los obispos, y decía que los reyes podían incautarse de los bienes episcopales en sus dominios cuando los obispos hacían mal uso de ellos. - Quería reformar la Iglesia, pero volviéndola a la época de los Apóstoles; quería obligar a los sacerdotes a vivir pobremente.

   El arzobispo mandó citar a Wiclef para que diera cuenta de sus doctrinas. Su Universidad le apoyó al principio. Las gentes de Londres invadieron la capilla donde había de tener lugar la reunión e impidieron se viera la causa (1378).

   Pero entonces hubo una gran sublevación de campesinos, para lograr la abolición de las rentas y prestaciones personales a que estaban obligados respecto a los señores. Uno de los que la dirigían, sacerdote, John Ball, predicaba contra los nobles. había compuesto una canción:

Cuando Adán cavaba,

Cuando Eva hilaba,

¿Quién era noble?

 

   Los sublevados fueron a atacar a Londres. Los nobles ingleses tuvieron miedo. Se acusó a Wiclef de la enseñanza de doctrinas que excitaban a los súbditos a la rebelión. La Universidad de Oxford le prohibió enseñar. Wiclef apeló al rey. Se reunió un consejo de sacerdotes y doctores en un convento. Tuvo lugar entonces un temblor de tierra, que se consideró como señal de que Dios estaba irritado por las herejías, y las doctrinas de Wiclef fueron condenadas. Se retiró a su curato en el campo y no tardó en morir (1384).

 

HEREJÍA DE JUAN HUS. - Una princesa de Bohemia se había casado con el rey de Inglaterra. Estudiantes de Bohemia fueron a seguir los cursos de la Universidad de Oxford, allí aprendieron las doctrinas de Wiclef y las llevaron a su país.

   El rey de Bohemia había fundado la Universidad de Praga, copiando la organización de la de París. Los profesores y los estudiantes estaban divididos en cuatro naciones: Baviera, Sajonia, Polonia y Bohemia. Los bohemios eran por sí solos más que todas las demás naciones juntas, pero los alemanes tenían mayoría en el Claustro.

   Praga había estado en un principio poblada por colones alemanes, y los alemanes seguían siendo dueños del municipio; pero en los barrios nuevos, conocidos por "la Ciudad nueva", se habían establecido artesanos procedentes del campo, que hablaban checo.

   Un joven sacerdote de esta nacionalidad, Juan, apellidado Hus (del nombre de su población natal), doctor de la Universidad de Praga, hombre suave y elocuente, adorado de sus discípulos, se había hecho popular en Bohemia. Estudió a Wiclef y enseñó sus doctrinas. Los alemanes se declararon contra él, la Universidad condenó las doctrinas de Wiclef. Pero los checos de Bohemia apoyaron a Juan Hus.

   El rey de Bohemia, a la sazón indispuesto con los alemanes, ordenó que en el Consejo de la Universidad de Praga, la nación de Bohemia tuviera tres votos, y que los extranjeros tuvieran uno solo. Los profesores y los estudiantes alemanes se fueron de ella y fundaron la nueva Universidad de Leipzig (1409). Hus fue elegido rector de la Universidad de Praga.

   El arzobispo de Praga ordenó quemar los escritos de Wiclef, e hizo arder un montón de ellos en un patio a toque de campanas. El Papa mandó que Hus fuese a Roma para responder de sus doctrinas. Luego hizo predicar en Alemania una indulgencia, con destino a los que fueran a la cruzada contra el rey de Nápoles. Hus habló contra aquella indulgencia, los estudiantes le aplaudieron y quemaron la bula del Papa. El Papa excomulgó a Juan Hus. Juan apeló de la excomunión a Jesucristo (1413), y se retiró a los castillos de los nobles, amigos suyos.

 

CONCILIO DE CONSTANZA. - El sucesor de Alejandro V, Juan XXIII, impulsado por el emperador Segismundo, se decidió a reunir un Concilio en Constanza, en el territorio imperial. A él acudió una multitud enorme (decían que 18.000 eclesiásticos), príncipes, muchos doctores y gran número de mercaderes. La ciudad era demasiado pequeña para alojarlos y se acampaba en los alrededores.

   El Concilio duró cerca de cuatro años (1414-1418). Los doctores de las Universidades se encargaron de la dirección. Lo mismo que las Universidades, el Concilio se dividió en naciones. Hubo primeramente cuatro: franceses, alemanes, ingleses, italianos, luego una quinta, los españoles; y por último una sexta, los polacos. Cada nación discutía aparte, y los doctores tenían el derecho de votar, al igual que los obispos y los abades. Cuando había habido acuerdo, tenía lugar una sesión pública para dar a conocer la decisión del Concilio.

   Citó éste a Juan Hus para que diese cuenta de sus doctrinas. El emperador le dio un salvoconducto y prometió que no se le haría daño. Pero, al llegar a Constanza, Juan Hus fue encerrado en la mazmorra de un convento, sin tener en cuenta lo prometido por el emperador. Luego fue entregado al obispo de Constanza, que le mandó cargar de hierros en una fortaleza.

   Hus fue interrogado en asamblea del Concilio, se le leyeron artículos sobre sus escritos y se le pidió que se retractase. Se declaró dispuesto a someterse si se le probaba que sus escritos no estaban fundados en los principios de la Sagrada Escritura, pero se negó a abjurar de ellos. El Concilio le declaró "hereje obstinado" y le despojó de las órdenes sagradas. Fue entregado al verdugo, que le condujo inmediatamente fuera de la ciudad a una hoguera, en que fue quemado vivo (1415).

   El Concilio quiso inmediatamente hacer cesar el Cisma y realizar la reforma. Citó a los tres Papas, pero no acudió más que uno, Juan XXIII, y aún éste intentó pronto escapar disfrazado. Se le cogió y fue custodiado como prisionero.

   Deliberó entonces el Concilio sin Papa y aprobó el principio de que "representando el Concilio a la Iglesia universal, obtiene su poder directamente de Cristo, a quien todos, incluso el Papa, están obligados a obedecer en las cosas que conciernen a la fe". El Concilio fue declarado superior al Papa.

   Luego el Papa de Roma se afilió al Concilio de Constanza, le convocó y abdicó. Pero el Papa francés se opuso y se retiró a España, a una fortaleza. El Concilio le condenó y declaró depuesto.

   Intentó luego hacer la reforma; pero hubo disputas respecto al orden que había de seguirse. Los italianos querían "hacer la unidad", es decir, elegir a un Papa antes de hacer la reforma; las demás naciones querían empezar por hacer la reforma. Por último los franceses, a mal con los ingleses (era la época de la invasión de Francia), se entendieron con los italianos. Se decidió elegir un Papa, a condición de que haría la reforma antes de disolver el Concilio (1417).

   El nuevo Papa, que era italiano, Martín V, hizo tratados con las diferentes naciones para arreglar la organización de la Iglesia en los distintos países. Luego declaró disuelto el Concilio, prometiendo convocar a uno nuevo (1418).

   Le convocó pocos años después, pero, antes de que se hubiera reunido, le trasladó a otra ciudad y le declaró disuelto. Murió sin haber convocado más Concilio (1431).

 

LOS HUSITAS. - La muerte de Juan Hus exasperó a los checos, le consideraron mártir y durante dos siglos Juan Hus fue venerado como un santo en Bohemia.

   Los checos se apoderaron del gobierno en Praga, en contra de los alemanes. Los aldeanos se armaron con sus hoces y sus mayales. Un viejo guerrero, Juan Ziska, los organizó en un ejército de infantes. Se hicieron fuertes primeramente en una montaña que llamaron, con nombre tomado de la Sagrada Escritura, el monte Tabor. Luego se hicieron dueños de Bohemia. Se les llamó husitas.

   Por espacio de doce años el Papa lanzó contra ellos cruzadas. Pero los husitas inventaron un nuevo modo de hacer la guerra. Formaban con sus carros colocados en círculo un campamento dentro del cual se atrincheraban. Cuando llegaba el enemigo, atacaban a paso de carga entonando cánticos, y le ponían en fuga. Inspiraron pronto tanto terror que no se osaba esperar su ataque. Un ejército de cruzados alemanes, al oír de lejos los cánticos de los husitas y el rodar de sus carros, fue acometido de un pánico tal que se puso en fuga sin combatir (1427).

   Se había predicado la cruzada contra los herejes husitas. Pronto fueron ellos, por el contrario, los que invadieron Alemania y se dedicaron a saquearla.

 

CONCILIO DE BASILEA. - El Papa Eugenio se decidió por último a convocar nuevo Concilio. El de Basilea iba a durar diecisiete años (1431-1448).

   A él acudieron muchos obispos, pero en número mayor doctores de Universidades y sacerdotes. Todos los miembros tenían igual voto, y los doctores tuvieron mayoría sobre los obispos.

   Se formaron tres partidos. El partido curial (de la curia romana), formado por italianos, no quería la reforma; otro partido estaba formado por franceses, españoles y napolitanos; un tercero, por alemanes.

   El Papa se inquietó pronto, intentó disolver el Concilio y le convocó en una ciudad de Italia. Pero el Concilio mandó una circular a todos los cristianos, diciendo que el Papa no tenía derecho a disolverle y que permanecería reunido. El Papa, temiendo un cisma, reconoció el Concilio. Éste aprobó que "el Concilio ecuménico" es superior al Papa, y que tiene incluso el derecho de desposeerle.

   El Concilio de Basilea recibió a los enviados de los husitas y discutió con ellos por espacio de más de dos meses. Permitió a la Iglesia de Bohemia conservar la costumbre de que los seglares tomasen la comunión de las dos especies, es decir, con la hostia y el cáliz. Así se estableció en Bohemia una Iglesia diferente a las otras Iglesias católicas.

   El Concilio intentó luego hacer reformas. Abolió los derechos impuestos por el Papa, las annatas y las tarifas; pero no le concedió otras rentas en su lugar. El Papa se quejó, preguntó con qué pagaría a sus empleados y los auxilios que necesitaba dar a los prelados que hubiesen de dejar sus sedes por la invasión musulmana. Escribió a los príncipes cristianos que el Concilio acababa de adoptar resoluciones tumultuosas e ilegalmente. Un italiano, secretario de un obispo, refería que un obispo francés había dicho en público: "O debemos arrancar a la Santa Sede de manos de los italianos, o desplumarla de suerte que a nadie importe poseerla".

   El Concilio se puso a gobernar la Iglesia en lugar del Papa, distribuía los beneficios y concedía las dispensas.

   Los griegos de Constantinopla, amenazados por los turcos, pidieron auxilio a los cristianos de Europa y ofrecieron unirse a la Iglesia católica. El Concilio y el Papa disputaron acerca de la ciudad donde habían de celebrarse las entrevistas para hacer la unión con los griegos, y acabaron por una ruptura completa. El Papa celebró la reunión en Florencia, y allí se hizo la unión con los prelados y el emperador griegos.

   El Concilio acabó por deponer al Papa y eligió en su lugar al duque de Saboya, que tomó el nombre de Félix (1439). Entonces de nuevo dos Papas, como en la época del Gran Cisma. Pero los príncipes se disgustaron del Concilio donde se disputaba, italianos contra franceses, sacerdotes contra obispos. Todos los obispos se fueron de Basilea. Los príncipes primeramente se declararon neutrales, luego poco a poco se unieron al Papa de Roma. El Papa del Concilio, Félix, acabó por abdicar (1449), y el Concilio de Basilea se disolvió sin haber hecho la reforma.

 

LA OPOSICIÓN POLÍTICA A LA IGLESIA. - Los príncipes estaban desde hacía mucho tiempo descontentos del Papa y de los obispos, no por razones religiosas, sino por cuestiones de dinero y de poder.

   En la mayor parte de los obispados y de las abadías se había cesado de elegir los obispos y los abades. Inclusive donde se elegían aún, no se trataba más que de una formalidad, porque el que había de elegirse era designado de antemano por el príncipe del país o por el Papa. Había, pues, competencia en cada país entre el príncipe y el Papa, ya que cada uno de ellos quería elegir por sí mismo los obispos y los abades.

   El Papa había tomado la costumbre de imponer al clero diferentes especies de cargas, las annatas, las diezmas. Se proporcionaba dinero haciendo pagar las dispensas y las indulgencias. Los príncipes le reprochaban que disminuyera sus recursos sacando dinero a su clero, lo cual les impedía hacerlo ellos.

   La oposición era tanto más viva cuanto más poderoso era el príncipe. Los países que resistían más eran los reunidos bajo el cetro de un rey, Inglaterra, Francia, Bohemia, más tarde España. En estos países no se quería permitir que el Papa diera los obispados y las abadías a italianos, ni que, mediante tributos, sacase dinero del país.

   Bohemia se separó por completo de la Iglesia y obligó al Concilio de Basilea a que le concediera un régimen especial.

   En Francia, los doctores de las Universidades se quejaban de que se dieran los buenos puestos a italianos, y querían que una parte de ellos se reservasen para los graduados de las Universidades. El rey Carlos VII reunió en Bourges una asamblea a la que acudieron treinta obispos, diputados de las Universidades, embajadores del Papa y del Concilio de Basilea. La asamblea aceptó los decretos del Concilio, el rey los hizo públicos en la Pragmática de Bourges (1438). La Iglesia galicana, es decir, francesa, se declaró independiente del Papa e hizo la reforma por sí misma.

 

LOS CONCORDATOS. - Para arreglar las disputas relativas a los poderes del Papa sobre las Iglesias, los príncipes de los distintos países hicieron con el Pontífice tratados que se denominaron concordatos.

   Antes de la terminación del Concilio de Constanza (1417), el Papa firmó concordatos separados, uno con el rey de Francia, otro con el emperador de Alemania, un tercero con el rey de Inglaterra. El concordato francés se aplicaba también a los reinos españoles. Pero el gobierno francés se negó a aceptar el concordato, en Alemania el emperador no lo presentó a la Dieta de los príncipes, y en Inglaterra no se tuvo en cuenta.

   Los príncipes alemanes estaban más descontentos que los otros. En Alemania era donde el Papa daba más obispados a italianos y sacaba mayores sumas. Después del Concilio de Basilea el emperador firmó, en nombre de la nación alemana, un concordato por el cual había de compartir los nombramientos de obispos con el Papa (1448). Los príncipes alemanes lo aceptaron uno tras otro, pero cada uno por un acuerdo especial. No hubo regla única para toda Alemania.

   De esta suerte la Iglesia católica, aun cuando sometida por entero a un solo Papa, se halló dividida en varias Iglesias nacionales, cada una con su organización.

 


 

LAS CRUZADAS

 

LA CRUZADA. - El sepulcro de Cristo en Jerusalén, el Santo Sepulcro, había sido siempre el más venerado de los lugares de peregrinación. Los musulmanes, dueños de Jerusalén, no impedían que los peregrinos cristianos fueran allí para sus devociones, e iban de todos los países cristianos, hasta de Noruega. Pero en el siglo XI una nueva especie de musulmanes invadió el Asia Menor y se apoderó de Jerusalén (1074). Eran turcos, más ignorantes y de menor tolerancia, y empezaron a maltratar a los peregrinos.

   Algunos Papas pensaron en el envío de los caballeros cristianos para recuperar el Santo Sepulcro de manos de los infieles. Gregorio VII quería, éstas eran sus palabras, "combatir a los enemigos de Dios hasta en la tumba del Salvador". Pero estuvo ocupado en sus luchas con el emperador.

   Como el rey Felipe I hubiera sido excomulgado por su negativa a unirse de nuevo con su esposa, el Papa Urbano II, que era francés, fue a Francia para condenarle. Reunió un Concilio en Clermont (1095). Obispos y miles de caballeros del mediodía de Francia acudieron a aquel Concilio. Se habían levantado tiendas en la llanura para su alojamiento.

   Una vez acabado el Concilio, el Papa reunió a la multitud en la llanura y pronunció un discurso. Exhortó a los caballeros a ir a la guerra para servir a Cristo contra los infieles. Luego, citando una frase del Evangelio ("El que no lleva su cruz para seguirme no puede ser mi discípulo"), dijo: "Debéis colocaros una cruz en vuestras ropas". Los asistentes, llenos de entusiasmo, gritaron: "Dios lo quiere". (Estas palabras vinieron a ser el grito de guerra de los cruzados). El obispo del Puy, Ademar, fue a arrodillarse delante del Papa, y le rogó que le consagrara para la expedición. Los caballeros se llegaron en multitud, pidiendo también ser consagrados. Todos los que querían partir hicieron una cruz de tela y se la pusieron en el hombro. Se comprometían a ir a luchar con los infieles, y a no volver sino después de haber visitado el Santo Sepulcro. En recompensa, el Papa les declaraba libres de todas las penitencias en que hubieran incurrido por sus pecados. El obispo del Puy había de dirigir la expedición en calidad de legado del Papa.

   Los que habían tomado la cruz se llamaron cruzados. Fue costumbre que todo peregrino, al ir a Tierra Santa, llevase un cruz de tela, por lo común encarnada, encima del hombro, hacia adelante al ir, hacia atrás al volver. Durante su ausencia, el cruzado estaba protegido por la Iglesia, y el que le hacía daño en sus bienes o en su familia había de ser excomulgado. La expedición se llamaba Cruzada. La primera se decidió en el Concilio de 1095, y las restantes se realizaron durante dos siglos.

 

SALIDA DE LA PRIMERA CRUZADA. - La Cruzada se había resuelto en un momento de entusiasmo; pero era necesario tiempo para preparar un ejército de caballeros. Se convino en salir al año siguiente y reunirse en Constantinopla.

   Entonces frailes y sacerdotes fueron por todas partes a predicar la Cruzada. Un solitario de Amiens, Pedro el Ermitaño, hombrecito bajo y delgado, de ojos negros y brillantes, vestido con hábito negro y capuchón sujeto solamente con una cuerda, predicó en el norte de Francia, sobre todo a las gentes de humilde condición. Una muchedumbre enorme, guiada por él y por un caballero pobre, Gualterio, apellidado Sin Hacienda, partió sin esperar a los caballeros. Aquellas pobres gentes, apenas armadas, sin provisiones, llevando a su lado mujeres y niños, atravesaron Alemania y bajaron siguiendo el Danubio, saqueando las tierras a su paso para vivir. Muchos fueron muertos en el camino por los habitantes, y los que llegaron a Constantinopla, no queriendo esperar a los caballeros, acamparon delante de Nicea, ocupada por los turcos. Se les cercó en un campamento, y muriendo de sed, se rindieron y fueron pasados a cuchillo. Pero el Ermitaño escapó.

   El verdadero ejército, formado por caballeros, seguidos de criados y carros de provisiones, se dividió en cuatro cuerpos que siguieron cada uno su camino. Ningún rey había tomado la cruz. Los de Inglaterra, Alemania y Francia estaban todos excomulgados. Cada cuerpo estaba formado por los caballeros de un mismo país reunidos alrededor de los principales señores de él, pero sin compromiso de obedecerles, pues cada cual hacía la cruzada por su cuenta. Las gentes del mediodía, provenzales e italianos, seguían al conde de Tolosa y al legado del Papa; los franceses del norte, al duque de Normandía y al conde de Flandes; los de Lorena, a Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, guerrero de ancho pecho, pelo rubio, ojos azules y dulce palabra.

 

   Más tarde se imaginó que Godofredo había tenido el mando en jefe de la Cruzada, y se contaron de él proezas sorprendentes. Decíase que había matado con propia mano al usurpador Rodolfo, y clavado el primero la bandera imperial en las murallas de Roma. Tenía tanta fuerza, que de un tajo cortaba con su espada la cabeza a un buey o hendía un turco hasta la cintura.

 

   De la Italia del sur había venido con su banda un príncipe normando, Boemundo, el más hábil de los cruzados, que acudía más para hacer fortuna que para libertar al Santo Sepulcro.

   Todas estas bandas de reunieron en Constantinopla (1096), donde reinaban varios siglos hacía los descendientes de los emperadores romanos.

 

LOS CRUZADOS EN EL ASIA MENOR. - Allí los cruzados estuvieron a punto de batirse con los cristianos griegos. El emperador quería aprovechar el paso de los cruzados para recuperar las ciudades fortificadas de que los turcos acababan de apoderarse en el Asia Menor, y les envió a sitiar Nicea. Los cruzados destruyeron el ejército turco. Pero los griegos trataron en secreto con los sitiados, penetraron en la ciudad y cerraron de nuevo las puertas para que no entrasen los cruzados.

   Para llegar a Jerusalén había que pasar toda el Asia Menor y la Siria. Los turcos habían arrasado el territorio y los cruzados no encontraban hierba que dar a sus caballos. Los jinetes turcos, que combatían con el arco, a la manera de los hunos, galopaban alrededor de los cruzados lanzándoles flechas y degollando a cuantos se quedaban rezagados.

   Iban los cristianos divididos en dos columnas. De pronto, en una llanura cerca de Dorilea, la primera columna vio llegar al ejército turco. Boemundo, que era el jefe, mandó descargar los bagajes cerca de un terreno pantanoso y los dejó confiados a la guarda de la infantería. Los jinetes se colocaron en orden de batalla. Habíanse preparado apenas, cuando los jinetes turcos llegaron por todos lados, corriendo a lo largo de la línea y lanzando sus flechas. Boemundo ordenó a los suyos no moverse y no romper la línea para que el enemigo no lograra atacarlos uno a uno. Los turcos seguían pasando a galope y lanzando flechas, y siempre fuera de alcance de las lanzas. Sus flechas hacían poco daño a los caballeros cubiertos con la cota de mallas, pero mataban a los caballos. Los cruzados permanecían sin poder defenderse. Algunos, exasperados, se salían de la fila, se lanzaban en persecución de los turcos, y cuando querían volver eran cercados y degollados. Así transcurrieron varias horas. Mientras tanto una tropa de turcos, atacando el campamento por retaguardia, dispersaba a los infantes, saqueaba las tiendas y pasaba a cuchillo a los sacerdotes, las mujeres y los sirvientes. Se oían los gritos de las mujeres dominando el estruendo de la batalla. Los jinetes retrocedían poco a poco hacia el campamento, apretándose, instintivamente hacia el centro, "muy juntos, uno contra otro como carneros en el redil, dice un sacerdote que se hallaba presente, y ya sin valor para defenderse".

   Los cruzados estaban perdidos, cuando la otra columna, que había recibido los mensajeros que Boemundo le envió, desembocó en el campo de batalla. Los cruzados, llegando a todo correr de sus caballos, se lanzaron contra los jinetes turcos y los cogieron de flanco. Los turcos, sorprendidos, no tuvieron tiempo de rehacerse y huyeron en desorden. Los cruzados los persiguieron y se apoderaron de su campamento.

   El ejército cristiano no encontró ya enemigos en el Asia Menor, pero sufrió mucho en aquel país desierto, sin víveres y sin agua, a causa del mucho calor. Casi todos los caballos murieron. Se cargaron los bagajes en carneros o en perros. Luego hubo que atravesar las montañas del Tauro por senderos estrechos y entre precipicios.

 

TOMA DE ANTIOQUÍA. - Por último, el ejército llegó a Siria y fue a acampar delante de Antioquía. Era una gran ciudad, a una jornada del mar, construida en una pendiente escarpada, rodeada de un recinto muy alto de piedra labrada, defendida por más de trescientas torres cuadradas. Los cruzados pasaron varios meses delante de las murallas. Habían cercado las puertas principales; pero la guarnición turca podía todavía salir de noche por las poternas. La muralla era demasiado alta para poder subir a ella con escalas y los cruzados no tenían maquinaria de sitio. Se les habían acabado las provisiones. Vivieron en un principio de los recursos del país; pero, cuando hubieron consumido los víveres y el forraje, comenzaron a padecer hambre.

   En primavera se supo que un gran ejército turco venía para libertar Antioquía y que los cruzados iban a verse cogidos entre dicho ejército y la guarnición. En tal angustia, Boemundo llegó un día al Consejo de los señores y propuso dar Antioquía a aquel de los cruzados que lograra adquirirla. Los otros empezaron negándose: "Todos la tendremos por igual, como todos hemos tenido los mismos trabajos". Boemundo esperó a que el ejército turco estuviera muy cerca. Los otros, asustados, se resignaron y le prometieron que sería dueño de Antioquía, si lograba hacer entrar en ella a los cruzados. Boemundo se había puesto de acuerdo con un armenio renegado (es decir, cristiano convertido al islamismo), que estaba encargado de la defensa de una de las torres del recinto de la ciudad. Una noche (2 de junio de 1098), un poco antes de amanecer, Boemundo y sesenta caballeros fueron al pie de la torre y descendieron al interior del recinto. Pero la escala se había roto. A tientas en la oscuridad encontraron una poterna y la rompieron. Los cruzados entraron por allí. Los sitiados, sorprendidos, se defendieron apenas y la guarnición se retiró a la ciudadela. Los cruzados saquearon las casas y pasaron a cuchillo a los musulmanes.

   Pero pronto un gran ejército turco llenó toda la llanura de Antioquía, y los cruzados se encontraron encerrados en la ciudad entre el ejército y la guarnición de la ciudadela. Pronto hubieron acabado con todas las provisiones encontradas en Antioquía. Comían hierba, cuero, hojas de higuera y cardos, y muchos, desesperados, se negaban a batirse y huían. Entonces un sacerdote provenzal fue a decir a los señores que San Andrés se le había aparecido y le había mostrado el lugar donde estaba enterrada la Santa Lanza, aquella con que se atravesó el costado de Cristo. Se estuvo excavando en el dicho lugar un día entero. Los trabajadores, cansados ya, se habían parado, y el que había tenido la visión bajó al hoyo, diciendo a los asistentes que rogasen a Dios. Tras de lo cual volvió a subir mostrando una punta de lanza. El conde de Tolosa y los provenzales creyeron que se trataba efectivamente de la Santa Lanza y el milagro reanimó el valor de los cruzados. Los normandos no quisieron creer en él. Tres meses más tarde se censuró al provenzal por haber engañado a los cruzados. Ofreció probar la verdad de lo que había dicho mediante el juicio de Dios. Pasó por una hoguera encendida llevando el hierro santo, y salió tan abrasado que murió pocos días después; pero sus partidarios siguieron venerando la reliquia.

 

BATALLA DE ANTIOQUÍA. - Por último los señores se resolvieron a nombrar un general en jefe para quince días y eligieron a Boemundo. Resolvió hacer una salida general y mandó pregonar por la ciudad que cada cual se uniera al principal señor de su país. Los cruzados se ordenaron en las calles de Antioquía en varios cuerpos, luego salieron por una puerta, pasaron el puente sobre el río y se alinearon en la llanura delante del ejército turco. Ya casi no quedaban caballos y la mayor parte de los caballeros combatían a pie. Delante iban los hombres armados con arcos y ballestas.

   El emir que mandaba el ejército turco dejó que los cruzados se colocaran en orden de batalla. "Cuanto más avancen, dijo, más estarán en nuestro poder". Pero su ejército estaba formado por tropas de varios príncipes musulmanes que no se llevaban bien. Al primer choque, los jinetes turcomanos huyeron sin combatir. Los demás, acometidos de pánico, siguieron igual camino. Como los cruzados no disponían sino de algunos caballos desfallecidos, no pudieron darles alcance. Pero encontraron el campamento abandonado, le saquearon y pasaron a cuchillo la infantería, los palafreneros y las mujeres. El capellán del conde de Tolosa dice: "A las mujeres que encontraron en las tiendas, los francos no hicieron otro daño que hundirles las lanzas en el vientre".

 

TOMA DE JERUSALÉN. - Los cruzados descansaron en Antioquía por espacio de varios meses. Muchos murieron de enfermedad, entre ellos el legado del Papa, a quien todos reconocían por jefe. Los señores, que hasta entonces no habían hecho más que disputar, empezaron a batirse. Raimundo de Tolosa, indispuesto con Boemundo, empezó a sitiar las ciudades de Siria, que quería guardar para sí. Boemundo fue a unirse a él y se batieron. Al fin los caballeros, que querían ir a Jerusalén, prendieron fuego al campamento y obligaron a los señores a seguirlos.

   Los cruzados llegaron en desorden a las alturas desde las cuales se veía Jerusalén. Allí se prosternaron con los brazos extendidos, llorando de alegría. Pero Jerusalén estaba rodeada de fuertes murallas, los cristianos intentaron escalarlas y fueron rechazados. En la comarca desierta de Jerusalén no encontraron víveres ni madera para construir las máquinas. Las cisternas estaban cegadas, los torrentes secos, y se batían los soldados alrededor de la fuente. Los cruzados no podían por sí solos apoderarse de una ciudad fortificada. Pero los mercaderes y los piratas italianos comenzaron a llegar en busca de fortuna a las costas de Siria. Había a la sazón barcos de Génova en el puerto de Jaffa, y los cristianos fueron a pedirles socorro. Los genoveses les dieron víveres y les ayudaron a construir máquinas, haciéndose dos torres de madera con ruedas. Luego se cegó el foso y, tras día y medio de lucha, se consiguió arrimar una de las torres a la muralla. Desde lo alto de esta torre se tendieron vigas a la cima de la muralla, y por aquel puente improvisado pasaron unos cuantos caballeros. Entraron en la ciudad y abrieron la puerta a los demás.

   Los cruzados pasaron a cuchillo a cuantos encontraron, hombres, mujeres y niños. Sus jefes escribieron al Papa: "En el templo de Salomón, nuestros hombres cabalgaban en la sangre inmunda de los sarracenos y a los caballos les llegaba la sangre a las rodillas" (15 de julio de 1099).

   Un mes después, un ejército musulmán llegaba de Egipto. Los cruzados no habían tenido aún tiempo de volver a sus casas. Fueron al encuentro de los musulmanes a orillas del mar, en Ascalón. En aquel ejército egipcio los infantes eran negros de Sudán, que combatían a pie y con arco. Los jinetes, cubiertos con cota de malla, tenían caballos de poca alzada; combatían con cimitarras o lanzas ligeras y no eran capaces de resistir una carga de los caballeros cristianos. Cuando los cruzados estuvieron a tiro de flecha, los negros pusieron la rodilla en tierra y lanzaron sus flechas. Sonaron las trompetas y toda la caballería musulmana se movió. Pero antes de que los negros pudieran disparar por segunda vez, los caballeros cargaron y del primer empuje pusieron en fuga a los jinetes egipcios. Los musulmanes huían por todos lados. Muchos se refugiaron en los huertos que había dentro de la ciudad y se escondieron entre los árboles. Los cristianos les dieron caza durante varias horas.

 

LOS PRINCIPADOS DE SIRIA. - Casi todos los cruzados, habiendo cumplido su voto, se volvieron a Europa, y no quedaron más que cuatro señores con reducidas tropas de caballeros. En Jerusalén, Godofredo de Bouillon, con el que habían quedado 200 caballeros, tomó el título de defensor del Santo Sepulcro.

 

   Se dijo más tarde que no había aceptado el título de rey, no queriendo, decía, llevar corona de oro en la ciudad donde Nuestro Señor había sido coronado de espinas.

 

   No poseía casi más que Jerusalén y en la costa el puerto de Jaffa. El camino entre ambas estaba infestado de musulmanes que degollaban a los peregrinos, sembrando cadáveres y bordeado de aldeas en ruinas. Godofredo murió pronto, su hermano Balduino le sustituyó y se hizo llamar rey de Jerusalén. Boemundo llegó a ser príncipe de Antioquía. El conde de Tolosa, después de muchas aventuras, acabó por establecerse en la costa de Siria y fue conde de Trípoli. Al otro lado del desierto, al norte, los guerreros cristianos del país habían reconocido por jefe a un señor cruzado que adoptó el título de conde de Edesa.

   Cada uno no tuvo al principio más que una ciudad. Luego llegaron de Italia las flotas de tres grandes ciudades mercantiles, Venecia, Génova y Pisa. Los italianos se entendieron con los señores que habían quedado en Tierra Santa, para sitiar juntos las ciudades fortificadas de los musulmanes. Cuando se apoderaban de la ciudad sitiada, pasaba a ser posesión del príncipe cristiano; pero la república italiana que le había ayudado en la empresa recibía un barrio del que era dueño en lo sucesivo.

   No había en Siria más que pequeños príncipes musulmanes, que no tenían cada uno más que un territorio minúsculo y una tropa reducida de guerreros, y se hacían la guerra unos a otros. Los caballeros y los italianos emplearon cerca de treinta años en apoderarse una por una de todas las ciudades de la costa y de parte de las del interior. Hubo entonces cuatro principados: el reino de Jerusalén, el condado de Trípoli, el principado de Antioquía, y en el interior el condado de Edesa, que muy pronto fue recuperado por los musulmanes.

   Todos los príncipes y casi todos los caballeros que habían conquistado estos países eran franceses. El francés vino a ser el idioma del país. Los caballeros se organizaron como en Francia. Se fueron a vivir al campo, a grandes castillos de piedra, hicieron vida de guerreros, alimentados por los campesinos cristianos, saliendo a expedición contra los musulmanes y frecuentemente guerreando unos contra otros. Los mercaderes, establecidos en las ciudades, eran casi todos italianos. Poseían un barrio aparte rodeado de un recinto con una iglesia, un muelle, almacenes, un mercado y el derecho de desembarcar y vender sin pagar ningún impuesto.

   Para hacer la guerra a los musulmanes, se fundaron en Jerusalén Órdenes religiosas de nueva especie. Caballeros franceses fundaron una Orden que recogía a los peregrinos enfermos en el Hospital de San Juan. Aquellos hospitalarios hacían voto de servir a los enfermos y a los pobres. Pero luego cambiaron de regla e hicieron voto por combatir a los infieles. Entonces no fueron admitidos más que caballeros que se equipaban ellos mismos de todo lo necesario. Eran a la vez monjes y caballeros. En calidad de monjes hacían voto de pobreza, de celibato y obediencia. En calidad de caballeros pasaban su vida en la guerra, llevaban la armadura de guerreros, y encima manto negro con cruz blanca.

   Otra Orden, fundada más tarde por caballeros franceses, se denominó de Pobres hermanos del Templo de Jerusalén. Los templarios se comprometían a dar escolta a los peregrinos en el camino de Jerusalén para defenderlos. Llevaban sobre la armadura de caballero manto blanco con cruz roja.

   El Hospital y el Temple tuvieron pronto muchas fortalezas en Tierra Santa, y les fueron donadas grandes posesiones en todos los países de Europa. Fueron Órdenes ricas y poderosas.

   Los principados cristianos de Siria no fueron nunca poderosos. Jamás tuvieron más que un reducido número de caballeros, ocupados casi siempre en luchas intestinas. Si duraron cerca de un siglo, fue porque los musulmanes eran débiles y estaban divididos. Pero los guerreros turcos de las montañas del norte del Éufrates acabaron por conquistar las comarcas musulmanas de Siria (1144) y más tarde el mismo Egipto (1171). Entonces el ejército turco tuvo poder bastante para recobrar Siria de manos cristianas. Ya en 1144, los musulmanes se apoderaron de Edesa. Dos grandes ejércitos, mandado uno por el rey de Francia Luis VII, y el otro por el rey de Alemania Conrado, cruzaron Europa para ir en auxilio de los cristianos. Pero la mayor parte de los cruzados murieron en el camino, y los demás regresaron sin haber hecho nada (1147-1148). A esto se llama la segunda Cruzada.

 

PÉRDIDA DE JERUSALÉN (1187). - El más poderoso de los príncipes musulmanes, Saladino, al ser nombrado sultán de Egipto, resolvió recuperar el reino de Jerusalén.  Sobre una montaña cercana al desierto, en un castillo que dominaba el camino que va desde Damasco en dirección a la Arabia, moraba un señor dedicado al pillaje, Renaldo de Châtillon. Atacó a una caravana de peregrinos musulmanes que iban a la Meca, en la que figuraba la hermana de Saladino, la robó, y encerró en prisiones a los peregrinos. Saladino reclamó, porque había hecho tregua con los cristianos. El rey de Jerusalén se negó a poner en libertad a los musulmanes cautivos. Saladino juró matar él mismo a Renaldo. Proclamó la guerra santa, y con su ejército fue a acampar delante de la ciudad de Tiberiades, a orillas del lago.

   El rey de Jerusalén reunió todos los combatientes de su reino, más de 2.000 jinetes y 15.000 infantes enviados por las ciudades. Llevaba la reliquia más venerada de Jerusalén, la Verdadera Cruz, que debía servir de protección al ejército. Para ir a Tiberiades había que cruzar por espacio de más de 40 kilómetros una comarca donde los exploradores musulmanes habían quemado todas las aldeas y cegado los pozos. El conde de Trípoli aconsejó esperar al ejército musulmán, que llegaría fatigado por el paso de aquel desierto. Se le trató de cobarde y de traidor. "Sería vergonzoso, le dijeron, abandonar Tiberiades".

   El ejército cristiano, dejando los bagajes en el campamento, se puso en marcha; pero pronto fue detenido por los jinetes turcos, que le lanzaban flechas. No se encontró nada en toda la jornada. Los hombres llegaron extenuados y muriendo de sed a presencia del ejército turco alineado en las colinas delante del lago. El conde de Trípoli, que mandaba la vanguardia, envió recado de que se apresurasen, a fin de llegar antes de que cerrase la noche a orillas del agua. El rey, que iba en el centro, no se atrevió a atacar las colinas, llenas de guerreros turcos. Los templarios, que formaban la retaguardia, le enviaron a decir que se veían obligados a hacer alto para defenderse. El rey ordenó a los trompetas tocar alto.

   El ejército acampó en la ladera de una colina, apretado alrededor del estandarte real y de la Verdadera Cruz. Nadie durmió. Morían de sed, y los turcos, protegidos por la oscuridad, lanzaban flechas al campamento. Los musulmanes habían quemado la hierba seca y el viento llevaba nubes espesas de humo.

   Al día siguiente por la mañana, el rey ordenó marchar hacia donde estaba el torrente más próximo. Saladino movió su ejército de suerte que rodeó por todas partes a los cristianos. De pronto la infantería de éstos, que iba delante de los jinetes, se reunió en un solo cuerpo y, huyendo, se echó a un lado. Luego, trepando por una colina, fueron a juntarse en la cima. El rey les envió recado de que volvieran y respondieron "que tenían sed y que ya no conservaban valor para pelear". Parte de los turcos se separó, subió a la colina y del primer impulso penetró entre aquella masa de tropas, que, sin combatir, tiraron al suelo las armas. Los turcos los acuchillaron o hicieron prisioneros. Mientras tanto, el rey mandó hacer alto y plantar las tiendas. Los caballeros se amontonaron a su alrededor, y el conde de Trípoli y la vanguardia se encontraron de este modo separados por los turcos del resto del ejército. El conde dijo entonces: "Sálvese el que pueda, ya no hay batalla". Él y sus compañeros cargaron contra los turcos y consiguieron escapar.

   El grueso del ejército estaba cercado. No obstante, tuvieron los caballeros energías bastantes para cargar dos veces contra los turcos. Por último, exhaustos sus caballos, tiraron las lanzas, se arrojaron al suelo y quedaron tendidos. Los turcos acudieron y los hicieron prisioneros. Hubo muy pocos muertos; pero casi todos los caballos estaban heridos.

   Por la noche Saladino pasó revista a los prisioneros. Dio de beber al rey y a los barones. Luego hizo salir a Renaldo, le reprochó haber roto la tregua y le mató con propia mano. Mandó matar a todos los Templarios y a los Hospitalarios. Los detestaba por cuanto eran monjes.

   Ya no había quien defendiera el reino de Jerusalén. En muchas plazas no habían quedado más que mujeres, sacerdotes e inválidos que se rindieron a la primera intimación. En pocos meses Saladino conquistó todo el reino, excepto Tiro en la costa.

 

TERCERA CRUZADA. - La noticia de la pérdida de Jerusalén consternó a todos los pueblos cristianos. El Papa escribió a todos los príncipes que su deber era unirse contra los infieles. Proclamó la paz universal por siete años e hizo predicar la Cruzada. Federico Barbarroja reunió en asamblea a todos los príncipes y tomó la cruz. Felipe Augusto y Ricardo de Inglaterra, que se hacían la guerra, se vieron obligados a reconciliarse e ir a la cruzada.

   El ejército de los caballeros alemanes bajó por el valle del Danubio y pasó por Constantinopla. Luego tomó la antigua vía romana que atraviesa el Asia Menor por su parte media. Los jinetes turcos, siguiendo su táctica corriente, le acosaban disparando flechas y poniéndose fuera de alcance. Habían destruído las aldeas y las mieses, dispersado los rebaños, quemado la hierba. Los caballos se morían de hambre. Federico se apartó del camino y por un sendero difícil bajó a una llanura fértil. El ejército turco le esperaba para atacarle. Pero dividió a los suyos en varios batallones, de modo que podía hacer siempre frente por todos lados. Colocó en el centro la impedimenta, a retaguardia los arqueros y los jinetes que habían perdido el caballo. Así caminó durante doce días. Por último el ejército, cansado y hambriento, llegó a Iconium, capital del sultán de Asia Menor. Se encontraron víveres en los palacios del sultán extramuros de la plaza. Luego el ejército se dividió en dos. Una mitad, mandada por Federico, cargó contra los turcos al grito de ¡Cristo reina!, ¡Cristo vencedor!. La otra mitad tomó la ciudad por asalto. El sultán, desalentado, hizo la paz y dejó el paso libre.

   El ejército alemán llegó hasta Siria, a orillas de un rápido torrente. Por la tarde Federico, después de comer, se metió a bañar en el río, fue arrastrado por la corriente y se ahogó. La mayor parte de sus compañeros se embarcaron para Europa, los restantes llegaron a Antioquía.

   Felipe Augusto y Ricardo tomaron un camino más fácil, se embarcaron el uno en Génova, el otro en Marsella (se embarcaban entonces los caballos por una abertura hecha en el costado de los barcos). Los dos reyes se detuvieron en Sicilia, donde el rey los recibió con respeto. Pero los cruzados, acampados delante de Mesina, disputaron con las gentes de la ciudad y acabaron por venir a las manos. Las gentes de Mesina lanzaron piedras y flechas. El ejército inglés rompió las puertas y penetró en la ciudad. Ricardo mandó clavar su bandera en todas las torres. Felipe se quejó y quiso que se izara su estandarte. Ricardo se negó. Los dos reyes se reconciliaron en apariencia, pero siguieron siendo enemigos, y se embarcaron cada uno por su lado.

   Un ejército de cruzados acampaba dos años hacía delante de San Juan de Acre, ciudad fortificada, sin poder apoderarse de ella. El ejército de Saladino estaba acampado detrás en una colina y trataba de hacer levantar el sitio. Los dos reyes, una vez llegados a aquel lugar, atacaron la muralla con las máquinas. Se minó una torre, se iba a derribarla y lanzarse al asalto, cuando los defensores, perdidas las esperanzas de poder resistir, capitularon. Fueron hechos prisioneros y distribuídos entre los reyes. Debía dárseles libertad si Saladino pagaba el rescate y devolvía los prisioneros cristianos y la Verdadera Cruz tomada en Tiberiades.

   El duque de Austria clavó su estandarte en el muro de la ciudad. Ricardo mandó quitarlo y arrojarlo al barro. Felipe Augusto, con prisa de volver a Francia, dejó su ejército a las órdenes del duque de Borgoña y se embarcó. Ricardo dirigió entonces la Cruzada.

   Como Saladino no había reunido la suma fijada para el rescate de los defensores de San Juan, Ricardo mandó degollar a todos. Había llegado a ser el terror de los musulmanes. Las madres decían a sus hijos: "Sé bueno, o voy a llamar al rey Ricardo". Cuando un caballo se asustaba, el jinete le decía: "¿Has visto al rey Ricardo?". Entonces fue llamado Corazón de León.

   Saladino, no juzgándose bastante fuerte para resistir a los cruzados, arrasó las murallas de las ciudades y mantuvo a su ejército oculto detrás de las colinas, cerca del camino que los cruzados iban a seguir. Pero Ricardo colocó a sus guerreros de suerte que podían siempre rechazar a los jinetes turcos y avanzó a lo largo de la costa sin que Saladino pudiera detenerle.

   Los cristianos recuperaron todas las ciudades de la costa. Pero Ricardo renunció a penetrar en el interior para apoderarse de nuevo de Jerusalén. Partió de regreso para Europa y pasó por Alemania con dos compañeros solamente, con nombre supuesto, por miedo a ser preso, pero cerca de Viena fue reconocido y entregado al duque de Austria, a quien había insultado en San Juan de Acre. El duque le vendió al emperador.

 

CUARTA CRUZADA. - Jerusalén continuaba en poder de los infieles. El Papa Inocencio III ordenó a todos los príncipes que fueran a librarla. Pero los príncipes se hacían la guerra unos a otros y ninguno tomó la cruz. Había en Francia un predicador famoso, Foulque, cura de Neuilli. Contaban que daba vista a los ciegos, oídos a los sordos, habla a los mudos, movimiento a los paralíticos, sólo con la imposición de sus manos. Cuando predicaba, los pecadores más empedernidos iban a arrojarse a sus pies y confesaban sus pecados. La multitud le desgarraba los hábitos, pues todos querían poseer un pedazo de ellos. Foulque fue a un gran torneo, en el que estaban reunidos muchos caballeros del norte de Francia (1199). Con tanta energía predicó que los asistentes tomaron la cruz, y otros lo hicieron el Miércoles de Ceniza (1200). Todos eran franceses, sobre todo de la Champaña, de Picardía y de Flandes.

   Enviaron a pedir barcos a Venecia para pasar a Tierra Santa. El dux de Venecia Dandolo, de noventa años de edad y casi ciego, pero todavía activo y audaz, les ofreció añadir a la Cruzada un ejército de venecianos, a condición de que se repartiría el botín y las conquistas. Se hizo un trato: los venecianos prometieron trasportar en sus barcos a 4500 caballeros con sus monturas y 22000 infantes, por una suma convenida.

   Los cruzados no pudieron encontrar el dinero, y los venecianos les propusieron eximirles del pago si les ayudaban a apoderarse de una ciudad cristiana, Zara, en la costa del Adriático, ciudad que era del rey de Hungría. Los cruzados se apoderaron de ella en cinco días y la entregaron a los venecianos (1202). El Papa, irritado al ver que la Cruzada se apartaba de su objeto para ir contra cristianos, excomulgó a los venecianos; pero perdonó a los demás expedicionarios.

   Entonces llegó al campamento de los cristianos un joven príncipe, Alejo, hijo del emperador de Constantinopla, Isaac, el cual acababa de perder el trono y la vista a manos de un usurpador. Les rogó que fueran a restablecer a su padre, prometiéndoles en cambio una gran suma y un cuerpo de ejército para ayudarles a recuperar Jerusalén. Los venecianos deseaban establecerse en el Imperio griego, en el que comerciaban hacía mucho tiempo. Dandolo decidió a los cruzados a ir primeramente a Constantinopla.

   Al llegar éstos delante de la ciudad, llena de palacios y de altas iglesias, quedaron sobrecogidos de admiración. jamás habían visto población tan grande y tan hermosa. Era la ciudad mejor fortificada del mundo entero. Por la parte de tierra tenía tres recintos, cada uno de más altura que el que le antecedía, de suerte que la guarnición podía lanzar proyectiles desde los tres recintos a la vez. Máquinas apostadas en las murallas podían arrojar proyectiles sobre los sitiadores. Nunca la ciudad había sido tomada. Por la parte del puerto había un solo recinto, pero hasta entonces los griegos habían dispuesto siempre de barcos para impedir que ningún enemigo se aproximase por aquel lado.

   Los franceses atacaron la ciudad por la parte de tierra, los venecianos por el lado del mar. Al cabo de trece días, los venecianos se apoderaron de veinticinco torres, y los sitiados, para contenerlos, prendieron fuego a la ciudad por aquella parte. El usurpador, no juzgándose con bastantes fuerzas, huyó. El emperador Isaac fue restablecido y su hijo Alejo coronado emperador.

   Pero no pudo mantener todas las promesas hechas a los cruzados. No tenía suficiente dinero, y sobre todo no podía decidir a sus súbditos para que reconocieran al Papa. Los griegos reprochaban a Alejo que quisiera someterlos a gentes latinas y católicas, que ellos consideraban herejes. Se sublevaron y reconocieron emperador a un príncipe de la familia imperial. Entonces los cruzados resolvieron conquistar Constantinopla, y de antemano se repartieron la conquista.

   Se atacó Constantinopla por el lado del mar. Se cubrieron los barcos con vigas y sarmientos para amortiguar el golpe de las piedras lanzadas por las máquinas, y fueron llevados al pie de la muralla. Se tendían las escalas y se aplicaban a la muralla desde el puente de los barcos.

   El primer asalto fue rechazado. Entonces los obispos reunieron a todos los cruzados, les ordenaron confesar y comulgar a todos y les dijeron que los griegos eran enemigos de Dios y que todos los cristianos que murieran combatiéndolos quedarían absueltos de todos sus pecados. Los barcos fueron conducidos al pie de la muralla. Esta vez los cruzados consiguieron asaltar una torre y penetraron en la ciudad.

   Los obispos y los sacerdotes de Constantinopla se presentaron a los cruzados para rogarles que no hicieran daño a la ciudad. Los jefes dieron orden de que no se maltratara a los habitantes. Pero los cristianos, irritados, obedecieron mal. Se repartieron por la ciudad, saquearon las casas, maltrataron a los habitantes y dieron muerte a varios.

   La ciudad fue saqueada metódicamente. Se cogió en las iglesias todo lo que tenía valor, los vasos sagrados, los ornamentos del culto. hasta fueron arrancados de los púlpitos y de las puertas los adornos de metal. Los cruzados se apoderaron también de toda la vajilla de oro y plata. Pero los caballeros se quejaron de que los jefes habían guardado todo para ellos, excepto el dinero. Lo que creían no tener valor, los cruzados lo arrojaban al fuego para divertirse. Las lindas estatuas de bronce fueron fundidas para hacer monedas. Constantinopla era una especie de museo, en el que se habían reunido las obras maestras de la antigüedad, muchas de las cuales fueron destruidas.

   Se saquearon también las reliquias. Trozos de la verdadera Cruz, dos clavos que habían agujereado las manos de Cristo, un frasco de cristal que contenía sangre del Salvador, su túnica, su corona de espinas, la corona de la Virgen, el manto de San Juan Bautista, y todo ellos se envió en calidad de regalo a diferentes príncipes de Europa.

   Luego se repartió el Imperio griego. Un francés, Balduino, fue revestido con el traje imperial y coronado emperador en Santa Sofía por el legado del Papa. Un veneciano fue elegido patriarca de Constantinopla. El emperador Balduino obtuvo la cuarta parte del territorio, el país que confinaba con Constantinopla por la parte de Occidente. Las otras tres cuartas partes fueron distribuidas por mitad. La que correspondió a Venecia comprendía principalmente la comarca situada a lo largo de la costa y de las islas. El dux tomó el título de señor de cuarto y medio del Imperio. Los señores franceses se repartieron el resto.

   Así fue creado un Imperio latino (es decir, católico) en Oriente. No duró mucho, pues los griegos refugiados en el Asia Menor reconstituyeron en ella un Imperio y reconquistaron Constantinopla (1261). Pero algunos de los Principados que fundaron los señores franceses se conservaron por espacio de más de un siglo y Venecia conservó las costas del Adriático y las islas.

   Los cristianos de Occidente no renunciaron a apoderarse de Jerusalén. Se hicieron todavía varias Cruzadas, la última de las cuales fue la de San Luis (1270). Durante doscientos años se siguieron imaginando proyectos de Cruzada. Pero los musulmanes recuperaron una por una todas las ciudades cristianas de Siria. Casi todos los cristianos fueron degollados o emigraron (1291).

 


 

LUCHA CONTRA LA HEREJÍA

 

LOS HEREJES ALBIGENSES. - Hasta el siglo XI, todos los cristianos de Occidente habían sido católicos, obedientes a los obispos y al Papa y creyentes en todos los dogmas enseñados por la iglesia. En el siglo XII, muchos cristianos se hicieron herejes y dejaron de reconocer la autoridad de la Iglesia.

   No todos los herejes tenían la misma creencia. La mayor parte, convertidos por otros herejes venidos del Imperio griego, se daban el nombre de cátaros (que en griego significa "puros"), de donde procede la palabra alemana Ketzer que se aplica a todos los herejes. En Francia se les llamaba albigenses, porque había muchos en la comarca de Albi.

   Enseñaban que hay dos dioses: uno malo, que creó el cuerpo; otro bueno, que envió a Cristo al mundo. Hay, pues, que abstenerse de todo contacto con el mundo de los cuerpos, no casarse, no tomar carne, ni huevos, ni leche. Los que hacían esta vida se llamaban perfectos. Naturalmente eran poco numerosos; pero dirigían a los demás, como el clero católico dirigía a los fieles ortodoxos. Todos los demás, llamados creyentes, vivían en el mundo. Pero antes de morir mandaban buscar a un "perfecto", que les hacía la imposición de manos. Por esta ceremonia, llamada consolación, el creyente era absuelto de sus pecados e iba al cielo; pero era preciso que muriera sin haber cometido nuevo pecado. Muchas veces un hereje, habiendo recibido la "consolación", se negaba a curarse y se dejaba morir de hambre. Los albigenses no reconocían ninguno de los sacramentos de la Iglesia, decían que el agua del bautismo no es más que agua y la hostia otra cosa que pan. No querían obedecer al clero católico.

   Eran muchos aquellos herejes, sobre todo en las ciudades de la Italia del norte, y más todavía en el sudoeste de Francia. En 1165 tuvieron una discusión pública con los obispos del país, cerca de Tolosa, en Lombers. Los que de ellos hablaron dijeron que no creían en el Viejo Testamento y no reconocían como tales a los obispos y a los sacerdotes que no se condujeran según las enseñanzas del Nuevo. Los obispos los declararon herejes. Sus jefes respondieron que "los obispos eran todavía más herejes que ellos". Un obispo dijo que "probaría su herejía delante del Papa". En 1167 los herejes celebraron un Concilio cerca de Tolosa, y a él acudió un obispo herético de Constantinopla que consagró a tres obispos albigenses.

   El Papa envió al Mediodía de Francia una misión con escolta armada para buscar a los herejes (1178) y algunos fueron condenados. Pero los señores del país se negaban a castigar a sus súbditos por tal delito, y aún permitían que sus mujeres y sus hijos escuchasen a los predicadores cátaros. Raimundo IV, conde de Tolosa en 1194, apoyó en secreto a los albigenses, permitiéndoles predicar de noche en su palacio. Decíase también que le acompañaba un "perfecto" vestido de seglar, para darle la "consolación" si se veía en peligro de muerte.

 

LOS HEREJES VALDENSES.- En la comarca del Ródano y norte de Italia vivían herejes de otra clase. Un rico mercader de Lyon, Valdo, que había hecho que le tradujeran el Evangelio en lengua vulgar, quedó sorprendido del pasaje en que Cristo dice al mancebo que quiere seguirle: "Si quieres ser perfecto, vende todo cuanto tienes". Vendió todos sus bienes y los repartió entre los pobres; yéndose luego de ciudad en ciudad y predicando en las plazas públicas. Muchos hombres y mujeres se hicieron sus discípulos. Iban, por lo común, por parejas, vestidos con burdo ropaje, los pies descalzos o con zuecos, pobres, viviendo de limosna y predicando. Se los llamaba valdenses o pobres de Lyon. Tenían traducciones de la Sagrada Escritura en lengua vulgar y pretendían restablecer la Iglesia cristiana del tiempo de los Apóstoles. Decían que la fe y el arrepentimiento bastan al cristiano para lograr su salvación, sin necesidad de los sacramentos, que todo cristiano, si vive santamente, tiene el mismo poder que los sacerdotes, que puede dar la comunión y predicar, como los Apóstoles. Decían que el cristiano no debe en ningún caso matar ni jurar.

   Los valdenses empezaron por pedir permiso para predicar y les fue negado. Entonces atacaron al Papa y a los obispos. "La Iglesia romana, decían, no es la Iglesia de Dios, sino la del diablo. Los obispos son como los fariseos, deberían trabajar como los Apóstoles y no poseer riquezas. No deberían mandar, porque en la Iglesia de tiempo de los Apóstoles no había más que iguales". No admitían la misa, ni el ayuno, ni el culto de los santos, ni las reliquias y llamaban a las campanas y a los órganos trompetas del diablo.

   El Papa los excomulgó y prohibió a todos los seglares predicar (1184). Los valdenses continuaron yendo por las ciudades, celebrando reuniones en las que eran leídas las Sagradas Escrituras en lengua vulgar. Muchas iglesias valdenses fueron fundadas en el valle del Ródano y en las ciudades de Lombardía. Algunas existen todavía en las montañas del Piamonte.

 

CRUZADA CONTRA LOS HEREJES.- El Papa, en dos Concilios (1179 y 1184), condenó como herejes a los cátaros y a los pobres de Lyon. Ordenaba a los obispos que interrogaran a todos los fieles de sus diócesis sospechosos de herejía. A aquellos que se reconocieran como herejes los excomulgarían y entregarían al brazo secular, es decir, al príncipe del país, que debería ordenar su ejecución. Pero los príncipes del Mediodía de Francia no tuvieron en cuenta las órdenes del Papa.

   Inocencio III acabó por romper con el más poderoso de aquellos príncipes, Raimundo, conde de Tolosa (1204-1207), y trató de decidir al rey de Francia para que le hiciese la guerra. Pero Felipe Augusto respondió que estaba ocupado en luchar contra el rey de Inglaterra. Entonces un legado del Papa fue a Francia a excomulgar al conde de Tolosa. Para lograr que le fuese levantada la excomunión, Raimundo prometió acabar con los herejes. Pero una vez conseguido lo que deseaba, no cumplió su promesa. El legado le excomulgó segunda vez, llamándole perjuro, cobarde y tirano, y regresó a Italia.

   En el momento que el legado se disponía a pasar el Ródano en Saint Gilles, un caballero del séquito del conde de Tolosa disputó con él y le dio muerte (1208). El Papa acusó al conde de haber enviado al asesino. Decíase que Raimundo había amenazado al legado con perseguirle hasta lograr su muerte. El conde se declaró inocente y aceptó la penitencia que el Papa le impuso. Fue a la puerta de la iglesia de Saint Gilles con hábito de penitente, las espaldas desnudas, una estola en el cuello. El legado, tirando de la estola, le hizo entrar en la iglesia azotándole con varas (1209). Luego Raimundo juró hacer en persona la guerra a sus súbditos herejes.

   Entonces Inocencio III decidió emplear contra los herejes, en Francia, el medio que desde hacía un siglo se empleaba contra los musulmanes: mando predicar la Cruzada. Todos los que tomaban la cruz recibían las mismas indulgencias que si hubieran partido para Tierra Santa. Al mismo tiempo, declaraba a todos los señores herejes desposeídos de sus dominios, y permitía a los cruzados apoderarse de ellos para ser sus dueños.

   Un gran ejército, compuesto de franceses del norte, se reunió en Lyon y bajó por el valle del Ródano mandado por un legado del Papa, el abad de Citeaux. El conde de Tolosa fue con su hijo a ponerse en manos de los cruzados. El ejército entró en los dominios del conde de Béziers, acusado de proteger a los herejes. No tenía tropas suficientes para ofrecer batalla a los cruzados; pero intentó la defensa de sus plazas fuertes.

   Los cruzados sitiaron primeramente Béziers. Enviaron al obispo de la ciudad a intimar a los defensores que entregasen a los herejes. Los defensores respondieron que antes de dejarían ahogar en el mar. Pronto los cruzdos habían abierto una brecha en las murallas, penetraron en la ciudad y los habitantes se refugiaron en la iglesia. Los cruzados habían resuelto matar a todos los habitantes de las ciudades que se defendieran. Invadieron la iglesia y mataron a todos, incluso mujeres, niños y sacerdotes. Los sirvientes del ejército se habían dedicado a saquear las casas; los caballeros, furiosos, los arrojaron a palos, y los sirvientes se vengaron incendiando la ciudad. Así comenzó (1209) una guerra que debía durar más de quince años.

   Los cruzados conquistaron primeramente los dominios del vizconde de Béziers, que fue preso y encerrado en una torre de Carcasona. Luego atacaron los del conde de Tolosa. Por doquiera iban saqueaban las ciudades, degollaban a los habitantes y quemaban a todos los herejes. Un fraile que ha referido la cruzada dice: "Con extrema alegría nuestros peregrinos hicieron morir en la hoguera a gran número de herejes". Los cruzados pensaban realizar una obra grata a los ojos de Dios, y creían que Dios realizaba milagros en su obsequio.

 

   Un día el ejército, que sitiaba un castillo, no tenía agua. Las fuentes empezaron a correr con fuerza hasta que el castillo fue tomado. Otro día varios cruzados habían sido muertos en una emboscada. Estando en busca de los cadáveres, una columna de fuego descendió en el lugar donde se hallaban.

 

   Las posesiones de los príncipes excomulgados debían darse a los cruzados. El legado las ofreció sucesivamente a tres príncipes, y los tres rehusaron. Acabó por dárselas a un señor poco significado de los alrededores de París, Simón de Montfort, que vino a ser primero vizconde de Béziers (1209), más tarde conde de Tolosa.

   Pero Inocencio III no quiso que el hijo del conde de Tolosa, Raimundo VII, fuera despojado de toda su herencia, e hizo le dieran una pequeña parte de ella. En tanto Simón de Montfort realizaba una expedición por el lado del Ródano para quitar al conde sus últimos dominios, las gentes de Tolosa se sublevaron y llamaron a Raimundo. Simón volvió y puso sitio a la ciudad. Una piedra lanzada por ina máquina le dio en la cabeza y lo mató (1218). Su hijo no tuvo poder suficiente para conservar sus conquistas y las cedió al rey de Francia. Luis VIII hizo otra Cruzada al Mediodía.

   Cuando se decidió a hacer la paz (1229), las comarcas saqueadas por aquella larga guerra fueron divididas en dos partes. El rey de Francia se quedó con la mayor, que ha venido a ser Languedoc. El resto se dejó al conde de Tolosa, pero hubo de casar a su única hija con un hermano del rey de Francia, el cual heredó sus dominios.

   Los herejes quedaban exterminados. La mayor parte de los caballeros del Mediodía, incluso los católicos, habían sido privados de sus tierras; les estaba prohibido entrar en ninguna ciudad fortificada o montar en caballo de guerra. Muchos se habían refugiado en España. Algunos se defendieron en las montañas (hasta 1245).

 

LA INQUISICIÓN.- Los obispos tenían la facultad de buscar y condenar a los herejes. Pero, después de la Cruzada, los herejes eran tantos en el Mediodía de Francia que los obispos no bastaban para descubrirlos a todos. Entonces el Papa encargó a comisarios especiales de hacer una inquisición entre los cristianos sospechosos de herejía. Se les llamó "inquisidores de la perversidad herética". Eran eclesiásticos, frecuentemente frailes. Por lo común actuaban dos juntos. Para que pudieran hacer las cosas de prisa, el Papa les permitía proceder como bien les pareciera, y les autorizaba para absolverse el uno al otro si, persiguiendo a los herejes, cometían alguna irregularidad.

   Cuando los inquisidores estaban de asiento en una ciudad, ellos solamente tenían derecho para juzgar los asuntos de herejía; hacían presentarse a ellos cuantos les eran denunciados como herejes, y los interrogaban. Si el acusado se negaba a responder, se le encerraba en sombría mazmorra, en la que se dejaba a veces años enteros.

   Para hacer confesar la herejía, los inquisidores renovaron un procedimiento caído en desuso hacía varios siglos, el tormento, llamado cuestión. Se empleaba diversos procedimientos según los países. Se tendía al paciente sobre un potro sujetándole con cuerdas, o se le machacaban los pulgares apretando un tornillo, o le eran quemadas las piernas, o se le dejaba caer agua gota a gota en la cabeza.

   Los inquisidores operaban siempre en secreto. Recibían denuncias secretas y no decían al acusado ni quién le había denunciado ni siquiera de qué se le acusaba. No celebraban nunca vista pública, no admitían a ningún abogado para las defensas. Juzgaban sin apelación, y sus sentencias eran ejecutadas inmediatamente.

   Si el acusado confesaba y persistía en su herejía, era condenado a muerte. El inquisidor no daba directamente la orden de ejecución, porque la Iglesia prohíbe hacer que nadie perezca; pero le entregaba al brazo secular, es decir, al señor seglar, que debía condenarle y entregarle al verdugo. Era quemado vivo en una hoguera. Cuando se descubría que alguien ya fallecido había sido hereje, se exhumaba el cadáver y se quemaba.

   Si el acusado confesaba y decía abjurar de su herejía, quedaba "reconciliado"; pero se le imponía una penitencia, casi siempre muy dura. Muchos eran condenados al "muro", es decir, encerrados hasta el fin de su vida en un pequeño calabozo sombrío arrimado a la muralla, y sometidos al "pan de la angustia" y al "agua de dolor". Otros tenían por penitencia ir todos los domingos a la iglesia y llevar varas, con las cuales eran azotados. Otros habían de llevar cosida a la ropa una cruz amarilla. Otros eran enviados a lejana peregrinación, a España, a Roma, a Jerusalén. Por lo común, sus bienes eran confiscados, y parte se daba al que los había denunciado.

   Si un acusado, tras de reconciliarse, se retractaba de abjuración, era "relapso", es decir, "vuelto a caer" en su error, y enviado a la hoguera.

   La Inquisición fue establecida primeramente en Tolosa (1233), luego en el Norte de Francia, donde fueron quemados 183 herejes en un mismo día en la Champaña. Más tarde fue nombrado un "Inquisidor general de Francia". A fines del siglo XIII ya no quedaban herejes en el Mediodía de esta nación. Al mismo tiempo los herejes eran ejecutados en Alemania por orden del emperador Federico II y degollados en las ciudades de Italia.

 

LAS ÓRDENES MENDICANTES.- Los herejes reprochaban a los monjes haber adquirido demasiadas riquezas, y a los sacerdotes predicar demasiado poco. Para combatirlos se creó una nueva especie de monjes que debían predicar al pueblo y vivir pobremente. Esta fue la obra de un italiano, San Francisco, y de un español, Santo Domingo.

   Francisco de Asís era hijo de un rico mercader de telas de Asís, en las montañas del centro de Italia. Fue al principio un joven muy alegre que se divertía cantando y armando ruido por las calles. Vestía ricamente y daba banquetes a sus camaradas. Partió a la guerra y fue hecho prisionero. A la vuelta cayó enfermo, meditó y decidió renunciar al mundo y hacerse pobre como Cristo lo había sido. Cambió, pues, por completo de género de vida. Fue a Roma, vistió harapos, mendigó a la puerta de una iglesia y comió con los mendigos.

   Volvió a Asís, fue a vivir con un sacerdote pobre y se dedicó a pedir limosna. Un día su padre le vio pasar, perseguido por la multitud, que, creyéndole loco, se burlaba de él y le arrojaba piedras. Se lanzó a Francisco, le encerró, atándole y pegándole. Su madre le soltó. Francisco vivió entonces como mendigo, vistiendo tosco sayal y con los pies descalzos, porque le parecía inútil llevar como los ermitaños un saco, un palo o calzado. Era de baja estatura y rostro pálido, con ojos negros y brillantes, pelo negro, barba larga y erizada. Predicaba al aire libre, gesticulando, llorando, riendo. Producía gran impresión en cuantos le oían.

   Se le unieron discípulos, y entre todos edificaron una cabaña cerca de una capilla abandonada, vistieron hábito gris y vivieron trabajando y pidiendo limosna. Francisco los condujo a Roma para obtener la aprobación del Papa. Inocencio III, conmovido por su piedad y su dulzura, le abrazó y permitió crear una comunidad.

   Francisco llevaba cilicio, ayunaba con frecuencia, ponía ceniza en su comida y todas las noches se azotaba con cadenas de hierro. Pero no era duro más que para sí mismo. Siempre fue amable y suave, aún con los animales, lo cual era raro entonces. Hablaba a los pájaros, y los pájaros dejaban que se les acercase. Un día empezó a predicar a las palomas y las llamó "mis hermanas palomas". Decía a sus discípulos: "Prediquemos con el ejemplo más que con las palabras; no temamos parecer niños o locos. Tengamos confianza en que el espíritu de Dios que gobierna al mundo hable por nuestra boca".

   Sus discípulos llegaron a ser tan numerosos que se resolvió a organizarlos. Fundó (1223) la orden de los Hermanos menores, llamados más tarde, por su nombre, Franciscanos. La Orden, al contrario de las demás, no había de poseer casas, los hermanos debían ir de ciudad en ciudad y proporcionarse el alimento trabajando y pidiendo limosna. No usaban calzado, ni saco, ni palo. No llevaban ropa blanca, ni de abrigo, ni cinturón, vestían hábito de paño burdo con un capuchón (por lo que se les apellidó Capuchinos), sujeto con una cuerda (por lo que se les llamó Cordeleros). Habían de servir a Dios en la pobreza y la humildad, "como extraños en este mundo, porque el Señor se hizo pobre por nosotros". Hacían voto de obediencia a Francisco y sus sucesores, y Francisco prometía obedecer al Papa. San Francisco, agotado por las austeridades, murió pronto (1226).

   En la misma época un español, Domingo de Guzmán, nacido en 1170, había logrado reputación de santo por su vida austera. Acompañando a su obispo, enviado al Mediodía de Francia para convertir a los herejes, vio que el lujo del clero, las ricas vestiduras, las escoltas de caballeros apartaban a los fieles de la Iglesia católica. "Vayamos", dijo a sus compañeros, "humildemente y con los pies descalzos". Como sus guías les hicieron pasar por encima de los cardos y sus pies sangraron: "Nuestra sangre", dijo, "nos purifica de nuestros pecados".

   Permaneció diez años en el país de los albigenses. En él fundó, para predicar a los herejes, la congregación de Hermanos predicadores, llamada más tarde por su nombre de Dominicos (1216). Habiendo luego conocido a San Francisco, admiró la pobreza de los franciscanos y estableció la misma regla en su Orden (1220). Los dominicos no debían poseer fincas ni rentas.

   Hubo entonces dos Órdenes semejantes: los Hermanos menores, mendicantes y predicadores; los Dominicos, predicadores y mendicantes. Pero los franciscanos predicaban sobre todo a los pobres, y los dominicos se dirigieron más bien a los señores y a los reyes. Pronto fueron confesores de los príncipes, profesores en las Universidades e inquisidores.

   Los frailes habían vivido hasta entonces en el campo, ocupándose muy poco de los seglares. Las Órdenes mendicantes, por el contrario, vivían en las ciudades, mezcladas con las gentes. Moraban en conventos porque no se había podido mantener la regla de vivir sin casa, pero salían de ellos e iban por todas partes a predicar, a visitar a los enfermos, a enterrar a los muertos. Aumentaron mucho más rápidamente que las Órdenes antiguas y pronto tuvieron casas en todas las grandes ciudades. Todos los frailes de una misma Orden seguían obedeciendo a un solo jefe, el General, que a su vez obedecía al Papa.

 



 

LA CRISIS RELIGIOSA EN EL SIGLO XVI

 

PETICIONES DE REFORMA.- En todos los países cristianos había quejas, desde el siglo XV, de que una parte del clero no se conducía conforme a las reglas de la Iglesia. Los obispos y abades tenían enormes dominios, en Alemania, la tercera parte de las tierras. La mayor parte, hijos de señores, habían obtenido el nombramiento para gozar una buena posición. Seguían viviendo como grandes señores, vestían como caballeros, cazaban, iban a la guerra, daban grandes fiestas. En los conventos muy ricos, los monjes o los religiosos eran hijos de familias nobles a quienes sus padres habían hecho profesar sin saber si tenían vocación. Las religiosas vestían como las señoritas nobles, y hasta se les ocurría bailar.

   Los sacerdotes, por el contrario, apenas tenían con qué mantenerse. La mayor parte de los curatos pertenecían a grandes propietarios que se reservaban las rentas. Los curas no tenían para vivir casi más que lo que sus feligreses les pagaban por los bautismos, casamientos y entierros. Eran pobres gentes que apenas sabían leer, iban a las tabernas, se emborrachaban y jugaban a juegos de azar.

   Había quejas de los tribunales de los obispos, a los que los seglares se veían obligados a remitir sus causas, lo cual era un medio de sacarles dinero. Había quejas, sobre todo en Alemania, de que se pagaba demasiado dinero a la Curia romana, y se censuraba al papa por dar muchos buenos puestos a italianos.

   En todos los países se reclamaba la reforma de la Iglesia. Esta palabra significaba, no que se quisieran cambiar las antiguas reglas, sino, por el contrario, restaurarlas (reformare quiere decir en latín "devolver su antigua forma"). Ni se deseaba suprimir la autoridad del papa o de los obispos, ni cerrar los conventos y todavía menos cambiar las creencias o el culto. Tratábase solamente de variar el género de vida de los eclesiásticos y derogar los procedimientos por los cuales la Curia romana sacaba dinero de los otros pueblos. Los dos grandes Concilios reunidos en el siglo XV para hacer la reforma se habían separado sin haberla hecho. Se hizo en el siglo XVI, en formas muy distintas, en los diferentes países.

 

La reforma protestante

 

LUTERO.- Martín Lutero, nacido en 1483, era hijo de un aldeano de la Turingia que se había hecho minero. De niño fue muy mal tratado, su madre le pegaba muchas veces y también su maestro de escuela, según costumbre de la época. Le ocurrió recibir en una ocasión hasta quince palizas en una sola tarde.

   Sus padres lo enviaron a una escuela donde aprendía latín. Como los estudiantes pobres de su tiempo, mendigaba cantando para proporcionarse medios de subsistencia. Entró luego en una Universidad porque su padre quería hacerle estudiar Derecho.

   Lutero era entonces un alegre estudiante aficionado a la música. Cambió de vida de pronto. Uno de sus amigos fue muerto en duelo, y él, sorprendido por una violenta tempestad, vio caer un rayo muy cerca y se creyó perdido. Hizo entonces un voto: "ven en mi auxilio, querida Santa Ana", dijo, "y me haré fraile". Reunió a sus amigos y les anunció que renunciaba al mundo. Sus padres deseaban verle seguir la carrera en la que hubiera podido ganar dinero y ayudarlos; pero entró en un convento de agustinos (1505).

   Ya fraile, atormentó a Lutero el temor de ser condenado. Intentó primeramente calmar la cólera de Dios mediante mortificaciones; ayunaba, predicaba, velaba, se encerraba para meditar. Permaneció una semana entera sin dormir. Pero, en vez de tranquilizarse, era mayor cada día su desesperación, se sentía abandonado de Dios. "Me había hecho", dijo más tarde, "tan enemigo de Cristo, que, cuando veía su imagen en la cruz, me daba miedo hasta el punto de que cerraba los ojos, y habría preferido ver al diablo". Un superior le aconsejó pensar en Jesús y le dijo que la penitencia debía empezar, no por el temor de Dios, sino por el amor a Dios. Lutero estudió la Sagrada Escritura y a San Agustín y empezó a tranquilizarse.

   Sus superiores le enviaron a la Universidad de Wittemberg, en el electorado de Sajonia, para que estudiase Teología. Entonces dio con una explicación que le tranquilizó enteramente y lo llenó de alegría. El hombre es naturalmente pecador e incapaz por sus acciones de merecer la salvación. Pero la justicia de Dios, de que habla la Sagrada Escritura, no significa que Dios es justo y castiga a los pecadores, quiere decir que Dios tiene piedad de ellos y les perdona sus pecados cuando tienen fe, es decir, confianza en sus promesas. El cristiano se salva, no porque merezca salvarse, sino porque Cristo lo ha salvado obteniendo para él la misericordia de Dios.

   Lutero hizo sus exámenes, adquirió el título de doctor (1512) y fue profesor de la Universidad de Witemberg. Empezó a decir que las prácticas religiosas no sirven para conseguir la salvación y que la piedad consiste en tener confianza en el poder de Cristo. Era la cuestión que más interesaba a los cristianos de aquel tiempo. Todos tenían miedo de ser condenados y deseaban vivamente saber por qué medio podrían librarse del infierno.

 

RUPTURA DE LUTERO CON EL PAPA.- El papa León X tenía entonces necesidad de dinero para construir la iglesia de San Pedro. Cedió al arzobispo de Maguncia por ocho años el derecho de predicar una indulgencia, a condición de obtener la mitad de los beneficios. Los peregrinos que iban a visitar la tumba de San Pedro, en Roma, obtenían el perdón de la penitencia que les había sido impuesta por la absolución de sus pecados, y este favor, concedido por el papa, se llamaba indulgencia. León X prometía a los fieles que dieran dinero para la construcción de San Pedro, la misma indulgencia que hubieran obtenido yendo a Roma.

   Un monje dominico, Tetzel, fue a predicar la indulgencia a Alemania del Norte. Decía a los alemanes que podían, sin moverse, pagando una suma proporcionada a sus recursos, librarse, no solamente de las penitencias por los pecados en esta vida, sino de las penas del Purgatorio después de muertos. Podía obtenerse hasta el perdón de las penas de los parientes ya difuntos. "En cuanto el dinero ha sonado en la caja", decía, "el alma sale del Purgatorio".

   Lutero predicó contra esa manera de comprender el perdón de los pecados. Luego, según costumbre de la época, escribió una lista de noventa y cinco proposiciones acerca de la cuestión de la penitencia, la puso en la puerta de la iglesia del castillo de Witemberg y se manifestó dispuesto a sostenerlas en discusión pública. Luego las envió a su obispo (1518). Tetzel replicó; algunos teólogos de la Universidad de Leipzig lo acusaron de herejía.

   La Curia papal, informada de aquella disputa, mandó a Lutero ir a Roma y ordenó a sus superiores que le prendieran. Pero el Elector de Sajonia, Federico, fundador de la Universidad de Wittenberg, se interesaba por sus profesores y defendió a Lutero. Después de largas negociaciones, para no indisponerse con el príncipe, el papa consintió en no perseguir a Lutero.

   La disputa volvió a empezar muy pronto por una discusión en la Universidad de Leipzig (1519). Allí, Lutero manifestó que sólo la palabra de Dios es infalible. Sus adversarios mostraron que era esta doctrina de Juan Hus, condenada por el Concilio de Constanza. Lutero replicó: "Es cierto que entre las proposiciones de Juan Hus las hay enteramente cristianas y que la Iglesia universal no puede condenar".

   Lutero, acusado de herejía, se acostumbró a la idea de que era la Iglesia la que se había engañado. De donde llegó a considerar al papa, no como la cabeza de la Iglesia, sino como un enemigo de Dios, el Anticristo. Hasta entonces Lutero no había escrito más que en latín, y solamente se dirigía a los teólogos. Empezó a tener esperanza de que los príncipes y los nobles alemanes iban a librar a la Iglesia de Alemania de la dominación de los italianos de Roma. Publicó entonces, en alemán, un llamamiento: "A la nobleza cristiana de nacionalidad alemana". Decía en él que los eclesiásticos no son superiores a los otros cristianos y no deben tener el privilegio de explicar solos la Sagrada Escritura, que los seglares también pueden juzgar acerca de lo que es verdadero.

 

 

 

 

 

 

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