ELISA GREATHED
El inicio del Motín de los Cipayos en
Meerut, 1857
Domingo 10 de mayo, en paz y felicidad. En
la mañana temprano asistí al servicio en la iglesia del acantonamiento, vi
mucha gente junta reunida allí, a algunos nunca los encontré nuevamente. El día
pasó en tranquila felicidad; ningún pensamiento de peligro disturbaba la
serenidad de ese feliz hogar. ¡Ay! De qué manera tan distinta se cerró ese
domingo que comenzó tan tranquilo. Estábamos a punto de ir al servicio de la
tarde, cuando comenzó el disturbio en el campo de maniobras nativo. Los
disparos y el humo nos alertaron de lo que estaba ocurriendo: nuestros
sirvientes nos imploraron que no nos hiciéramos ver, y nos urgieron sobre la
necesidad de cerrar nuestras puertas, en tanto la multitud se estaba acercando.
Mr. Greathed [su esposo], después de cargar sus armas, me llevó a la terraza en
lo más alto de la casa; dos de nuestras compatriotas también se refugiaron con
nosotros para escapar de las balas de los rebeldes. Justo en ese momento, Mr.
Gough, del 3 de Caballería, galopó a toda velocidad hacia la casa. Él había
cargado a través de las tropas amotinadas, disparando para todos lados, para
llegar hasta nosotros y darnos noticia del peligro. El sobrino del comandante
de los afganos, Jan Fishan, también llegó para el mismo propósito, y fue,
lamento decir, herido por un cipayo. El tumulto creciente, el humo cada vez más
espeso, los fuegos todo en derredor, nos convencieron de la necesidad de hacer
nuestra posición tan segura como pudiéramos; nuestra guardia fue preparada para
el combate en la parte de abajo. Luego del ocaso, una partida de insurgentes se
abalanzó sobre nuestro terreno, ahuyentó a la guardia, y entró a la casa
poniéndole fuego. Podíamos escucharlos por todas partes rompiendo y saqueando,
y llamándonos ruidosamente; una vez o dos me pareció sentir sus pasos en la
escalera, pero ninguno subió. Debemos mucho a la fidelidad de nuestros
sirvientes; de habernos traicionado uno solo, nuestra vidas hubieran sido
sacrificadas.
Luego de algún tiempo, las llamas
comenzaron a ascender, y el humo se volvió intolerable. Justo cuando el fuego
amenazaba nuestra destrucción, oímos la voz de uno de nuestros sirvientes
llamándonos para que bajáramos. Bajamos, con todos los riesgos consiguientes.
Nuestro fiel sirviente, Golab Khan, viendo nuestra peligrosa situación en medio
de las llamas crecientes, y que cada momento era precioso, con su
característica presencia de ánimo y prontitud, había pensado rápidamente un
plan para alejar a la multitud, la que, luego de haberse satisfecho con todo el
botín que pudieron conseguir, se estaba volviendo cada vez más irritada en
nuestra búsqueda. Él audazmente llegó hasta ellos, ganó su confianza
declarándose de la misma fe que ellos, y que deseaba entregarnos. Les aseguró
que era inútil continuar buscando en la casa; pero que si todos lo seguían, los
conduciría hasta un depósito de heno, donde habíamos sido ocultados. El plan
tuvo éxito; y tan convencidos estaban de que lo que él les había dicho era
cierto, que no se quedó ni un solo hombre. En este intervalo bajamos con
seguridad. No se veía ningún ser humano cerca de la casa; pero tuvimos sólo el
tiempo justo para escapar dentro del jardín cuando la multitud amotinada
retornó, más enloquecida que nunca ante el engaño que había sido practicado
sobre ellos. La vida de Golab Khan estaba ahora tan en peligro como la nuestra;
pero él escapó felizmente. En muy pocos minutos luego de nuestro descenso, la
casa se derrumbó con estrépito, y agradecimos a Dios por Su misericordiosa
ayuda.
Las horas restantes hasta el alba no
transcurrieron sin ansiedad. Estábamos sentados quietamente a la luz de la
luna, sobre un tapiz que uno de los sirvientes nos había traído, cuando fue
dada una alarma de que ellos amenazaban con buscar por nosotros en el jardín.
El jardinero me escondió bajo un árbol; mi esposo se apostó cerca, con su
revolver en mano. La alarma probó ser falsa, y estuve alegre de ser liberada de
mi escondite.
Nunca fue más bienvenida para nosotros el
alba que el once de mayo; la luz del día mostró cuan completo había sido el
trabajo de destrucción. Todo estaba convertido en ruinas y desolación, y
nuestro hogar resplandeciente y feliz era ahora una pila ennegrecida. Era
triste la escena; pero el agradecimiento por la vida no dejaba lugar para otras
cosas. Con la luz de la mañana la multitud se había dispersado totalmente, y no
tuvimos dificultad en ir hacia las líneas de los dragones, donde fuimos
bienvenidos muy cordialmente por nuestros amigos, el capitán y Mrs. Cookson.
Ellos habían sentido una gran aprehensión por nuestra suerte, sabiendo que como
estábamos fuera del acantonamiento no podían darnos ninguna ayuda. Habíamos
estado totalmente aislados de toda comunicación durante la noche, y era triste
el relato de muerte y derramamiento de sangre que entonces escuchamos, y
terrible la ansiedad por aquellos que estaban en Delhi, cuando se encontró que
los cables telegráficos habían sido destruidos por los cipayos, antes de que se
llegara a traslucir ningún conocimiento de lo que estaba ocurriendo. Los
amotinados se fueron durante la noche, y perseguirlos era inútil. La mañana
siguiente nos confirmó nuestros peores temores; pero de esa masacre horrenda ya
todo fue hecho conocer.
El cuartel de artillería, con su gran
cercado, fue convertido en un fuerte, y en un hogar para todos; muchas familias
ocuparon habitaciones en las barracas, y el espacio entre ellas fue llenado con
tiendas. Aquí encontramos refugio, y no tuvimos demasiadas incomodidades a
pesar del sol abrasador y el viento caliente. La fuerza y el ánimo parecían
aumentar con las exigencias de nuestra posición; no se escuchaban quejas; el
calor y la comparativa incomodidad fueron disimuladas; todo era alegría y
prontitud para ayudar a otros, y aquellos que habían perdido todo, tenían sus
necesidades cubiertas generosamente por los que habían sido menos infortunados.
Nuestra posición era perfectamente segura y bien guardada, y cada día
atrincherada más fuertemente. Se hicieron al mismo tiempo preparativos para la
organización de una fuerza de campo. Finalmente todo estuvo preparado, y fue
dada con satisfacción la orden de marcha; ardientes eran nuestras esperanzas de
que en dos o a lo sumo tres semanas, veríamos a nuestro valiente pequeño ejército
retornar victorioso. Con muchos y repetidos buenos deseos y plegarias, los
vimos partir. En la noche del 27 de mayo se alejaron marchando.
Fuente: Elisa Greathed,
"Introduction," in Letters Written During the Siege of Delhi by H. H.
Greathed, Esq., Late of the Bengal Civil Service, Commissioner and Political
Agent of Delhi, edited by his widow. (London: Longman, Brown, Green, Longmans,
& Roberts, 1858)
Traducción: Luis César Bou