Usa nos usa

Una pequeña historia

Javier Sádaba

La historia comienza en Sumeria es el título de un famoso libro de Kramer. Y es que las primeras ciudades del Neolítico, aquellas que serán el molde de nuestras actuales ciudades, nacen en Sumeria.
Los sumerios descubrieron la rueda, la escritura, construyeron canales con una técnica que todavía produce admiración, separaron el palacio del templo, dividieron a los ciudadanos para racionalizar la distribución de los recursos y formularon una extraordinaria epopeya (la conocida como Enuma Elis) que ha condicionado, hasta hoy, nuestra teología, nuestra liturgia y nuestro calendario.

¿Dónde está Sumeria? Al sur de Irak. Justo en donde los norteamericanos, ayudados, entre otros, por británicos y españoles, están bombardeando con bombas llamadas inteligentes, matando con no menos inteligentes misiles y avanzando con tropas no sé ya si tan inteligentes.
Por cierto, y aunque se trate de un accidente dentro de una catástrofe mucho mayor, las bombas están destruyendo los zigurats, unos bellos templos que son huella de la Sumeria que es nuestro suelo cultural.

Su historia no es de ayer. Tiene más de 5.000 años y, como indiqué, ha servido de modelo para la filosofía griega, para la religión hebrea y, en consecuencia, para nosotros.
Cuando rememoramos en festejos casi ininteligibles, como es el caso de las hogueras de San Juan, un pasado que va quedando oscuro y lejano, no hacemos sino repetir, deslavazadamente, los ritos de primavera, la celebración de la diosa madre o el intento por revitalizar las cosechas de aquellas primeras y espléndidas civilizaciones.

Los ríos Éufrates y Tigris, por ejemplo, habrían sido creados, según la teogonía sumeria, por Marduck de los ojos de Tiamat, la diosa derrotada en la batalla de los orígenes.
Marduck es también la figura celestial que servirá de matriz de los dioses supremos posteriores.

Causa espanto contemplar que, pasados varios milenios, las cosas hayan cambiado tan poco. O, mejor, que hayan cambiado a peor.

Los sumerios, convertidos después en acadiosumerios, sin duda guerrearon. Y se defendieron contra los que, envidiosos de su riqueza, buscaron una y otra vez desplazarlos.
Lo que sabemos, sin embargo, tiende a verlos como un pueblo, tal vez autóctono, que supo domar a la naturaleza, establecer una sociedad bien organizada y producir una serie de bienes que intercambiaron con otras culturas.

Lo que ahora contemplamos es un ataque sin piedad, una invasión calculada, sofisticada y mortífera para imponer el orden del que manda.
Y el que manda en estos momentos es el dinero.

El dinero, junto con el lenguaje, es un decisivo invento humano.
El intercambio simbólico con el que actuamos cuando usamos el lenguaje o utilizamos la moneda es una conquista incuestionable dentro de lo que hemos logrado los humanos.
Pero el dinero por el dinero, el dinero como gran abstracción que abarca todo lo que está a su alcance es algo muy distinto.
Ese intercambio, en sí mismo positivo, da paso a la agresión, a la perversa estrategia guerrera, a la destrucción de una cultura que no sea la de la guerra.
La cultura americana, por eso, nos recuerda en estos momentos, como contrapunto, aquella auroral y floreciente cultura actualmente bajo las balas y el fuego.

Junto a los americanos, y en postura ridícula, se ha situado el gobierno español.
¿En nombre de qué y de quién? Cualquier respuesta produce escalofríos.

Es verdad que el Irak actual poco tiene que ver con los orígenes que, con nostalgia, rescatamos de la memoria. Desde el siglo VII está en manos de los árabes. Todos sabemos del esplendor, entre mágico y real, de Bagdad. Y en nuestros días, a pesar de que la libertad de cultos ha sido grande y las pequeñas confesiones cristianas mantienen su vida y colorido, un partido único y un dictador se hicieron con el poder.
A la invasión americana poco le importa el dictador. En otro tiempo, como es bien sabido, lo sostuvo y lo utilizó. A la invasión le importa colocar su dinero allí en donde le conviene. Cuando nos hablan de un nuevo renacimiento posterior de la zona es como oír que del fuego nacerá agua. Pero la vieja cultura sumeria nos interpela.
Ojalá no la olvidemos nunca.
Aunque sólo sea como un ideal enaltecido con el paso del tiempo, como una mueca y un sarcasmo ante el dinero y el poder militar americanos, ante la indiferencia ignorante por lo que supuso ese primer paso de la humanidad.

De la misma manera que la Vieja Europa, anterior a la invasión indoeuropea, despertó la imaginación de muchos que la idearon como una Europa pacífica, poética, amante de sus diosas madres, otro tanto debería ocurrirnos ahora.

Frente a la real, pesada, descarada, mediocre, mezquina y engañosa civilización occidental (la expresión siempre me sonará extraña) que se nos quiere mostrar, no estará de más recordar otros tiempos más pacíficos.
Aunque para ello tengamos que poner un poco de imaginación.
La bota de la incultura no suele tolerar la historia. Por eso hay que rescatarla. Por eso hay que decirles que, bajo las bombas, existió algo que nunca llegaron a entender: producir y vivir en paz.

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