!Ah! las mujeres:

 

Irene

Autor: Eusebio Ruvalcaba

Publicado en la sección Galería Subterránea de la revista Tiempo Libre No. 950, Del 23 al 29 de Julio de 1998.

 

En el portafolios que alguna vez me robaron llevaba una carta suya. Me la dejó en la editorial donde yo trabajaba. Era una carta de amor. Aunque jamás mencionaba esa palabra. Yo sentía que atrás de cada línea había un pensamiento, o, mejor que eso, una ansiedad. Algo invisible que estaba ahí y que yo tenía que descubrir. Algo a lo que son muy proclives las mujeres.

La verdad me sentí emocionado la primera ocasión que le llamé. Es curioso cuando esto pasa. Cuando se habla con una mujer que uno no ha visto. Se escucha la voz y uno piensa: ¿será hermosa?, ¿Estará rica?, ¿Será dulce, será cariñosa?, ¿Se me hará hacer el amor con ella? Aunque también se piensa lo opuesto: ¿y si nada más se quiere burlar de Mí?, ¿Y si está para llorar? Igual y mejor aprovecho el tiempo de otra manera. Pero cae uno en la tentación. O la curiosidad, mejor dicho. Siempre habrá la posibilidad que se trate de una mujer memorable. Y uno se hace a la idea de sacrificar una tarde.

Eso es lo único que me guió para invitarla a salir. Ya saben, nos quedamos de ver equis día en equis parte. Y fue. Y fui. Y no me arrepentí. Digamos que después de un nerviosismo incontrolable, propio de la situación, en el que comenzamos a platicar acerca de lo que hacía, de lo que le gustaba o le disgustaba leer, de lo que encontraba en la literatura, de pronto, con ese relajamiento que proporcionan un par de tragos, me le quedé viendo, tomé su mano y me puse a leer su porvenir. No quería impresionarla, para nada. Pero quería sentir su piel, su calor, nada más que eso.

Tú eres una mujer eminentemente dulce, tierna le dije. Aquí dice que eres dada a enamorarte, pero que lo haces de hombres conflictivos problemáticos. Que tienes un corazón frágil, el cual a veces despliega las alas y emprende el vuelo, como un ave que desea remontarse a alturas misteriosas. Pero fíjate bien, también dice que posees muchas virtudes y que el día menos pensado un hombre comprensivo entrara a tu vida. Que te llevara de la mano como un papa a una hija. Que eso es lo que tú quieres: un hombre que te dé seguridad, apoyo, aplomo.

Se quedó boquiabierta. Me dijo que todo eso era cierto, que cómo era posible que yo me asomara así al interior de las personas. Que nunca se imaginó que yo tuviera esa clase de conocimientos, de esoterismo, dijo. Yo aproveché para acariciar su mejilla. Porque era una mujer hermosa. Andaría por los 28, tal vez 30 años. Deslumbrada por la literatura, que es estar deslumbrada por nada. Pero sus nalgas dejaban muy atrás cualquier obra maestra literaria. Apliqué un viejo truco: en el bar, me senté dé tal manera que cuando entrara lo primero que vería sería su culo. Antes incluso que su cara. Ella entraría, miraría a su alrededor y por fin descubrirla a este remedo de hombre que soy yo. Y así sucedió. Esa fue la prueba de fuego: si me gustaba su trasero le hablaría, si no simplemente negaría que yo soy yo. Tan fácil como para Brasil meterle un gol a México.

-¿Te gustó mi carta? -me preguntó.

- La verdad sólo vi la primera línea y la última, tu teléfono - mentí -. Yo no soy aficionado a leer cartas y menos a responderlas.

- Es raro para una mujer común y corriente como yo estar con un escritor - dijo, con una sonrisa que me pareció encantadora; inevitablemente mis ojos fueron a descansar al nacimiento de sus senos. - Salud por eso- añadió, y le dio un largo sorbo a su vodka tónic.

Ella dijo esas palabras, no yo. No soy dado a hablar de mi trabajo. Confieso que sí me late hablar de mis autores favoritos, de mis libros de cabecera. Si no hay nadie que me detenga me sigo y me sigo, o de plano cambio de tema cuando siento que estoy cayendo en un agujero sin fondo. En fin, yo jamás pondría delante de una mujer mi pseudocondición de escritor, cuando podría poner algo más valioso.

- Pero más raro todavía es poderle decir a un escritor lo que uno piensa de él - sentenció, y yo no sé por qué pero sentí que ese culo jamás sería mío -, y yo quiero aprovechar este momento para decirte lo que pienso de ti.

Y lo dijo. Y debo aclarar que de pornógrafo, sucio, irreverente, no me bajó. Si todos los escritores escribieran las porquerías que tú escribes, la literatura mexicana estaría en la olla, argumentó. Le dije que en todo tenía razón. Que la verdad de las cosas yo no me atrevía a asumirme como escritor, que ignoraba en qué momento de mi jodida vida se había creado esa confusión. Que ahora hasta me encontraba gente en el metro leyendo algún libro mío; pero que conste que lo primero que yo hacía en conferencias, charlas o lo que fuera, era orillar a la gente a que no tirara su dinero leyendo un libro de mi autoría. Que en eso estábamos totalmente de acuerdo.

-¿De veras piensas eso de ti? - preguntó, azorada.

Dije sí con la cabeza, con la mayor naturalidad del mundo, porque es cierto, y de pronto me aventó los brazos y depositó en mi boca un sorbo de su vodka tónic. Sabía dulzón.

 

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