!Ah! las mujeres:

 

Josefina

Autor: Eusebio Ruvalcaba

Publicado en la sección Galería Subterránea de la revista Tiempo Libre No. 956, Del 3 al 9 de Septiembre de 1998.

Es viuda Y estoy aquí admirando un Librero que tiene en él segundo piso de su casa. Es una colección de novelas mexicanas, españolas y francesas de principios de siglo. Están forradas en rojo, con Letras doradas en él lomo. Confieso que casi no conozco ningún título. Ni autor.

Nos conocimos en una agencia de publicidad, para la que trabajarnos de Freelance. El director creativo le encargaba que ilustrara los story board que yo escribía. Jamás platicamos de nuestra vida personal arriba de un par de minutos. Llevábamos resuelto él trabajo y simplemente lo exponíamos delante del director. La verdad ni siquiera era mi tipo, quiero decir él tipo de mujer que de entrada me gusta. Tenía cierto aire feminista, de mujer que se gana la vida, que sabe imponer su opinión, que va por la vida abriéndose paso, en fin, cierto aire que me espantaba.

Un día de tantos me dijo:

-Mí hija quiere conocerte. Está estudiando letras, leyó un libro tuyo y se quedó como loquita cuando le dije que trabajaba contigo.

-Ha de tener muy mal maestro para que le recomendara un libro mío - acoté, menos interesado en entablar una conversación que en conocer a la hija de Josefina.

-No se lo recomendó ningún profesor, al contrario, parece que los maestros de letras se pusieron de acuerdo no solamente para no recomendar tus libros, sino para prohibirles a los muchachos que los lean.

Me quedé callado. La charla parecía inclinarse hacia él lado de la literatura, lo cual me da una hueva espantosa. Qué piense o qué no piense cualquier persona de lo que escribo me tiene sin cuidado. Me importa mucho más a quién le huelen los sobacos y a quién no.

-¿Por qué no vas a cenar a la casa él viernes?, - me preguntó.

-Qué mala onda -respondí, antes de que fuera demasiado tarde, pero los viernes saco a pasear a mi mujer.

-Pues tráela, si la invitación es para dos dijo, y se sonrió. La verdad, ni siquiera me habla fijado en su boca. Y en sus dientes. Josefina tendría cincuenta años, un poco mas un poco menos, pero se sonreía con cierto aire infantil ante él cual no pude negarme.

Mi mujer y yo llegamos hace ya casi tres horas. Josefina se esmeró en la cena Me dijo que aunque ella tiene predilección por las pastas, ensaladas y todas esas mierdas, decidió comprar carne y prepararme tbone -lo cual a mí me pareció de las mil maravillas-. Pero ésa no fue la única sorpresa. Desde que crucé él umbral de su casa puso en mis manos un Absolut Citron con tehuacán.

-¿Cómo es posible que te hayas enterado de mi combinación preferida?, -le pregunté.

-Pues porque se lo pregunté a mi hija, -respondió. Hija que jamás llegó. Aunque llegó otra pareja. Amigos de ella. Gente del ramo que me pareció solemnemente aburrida. Lo único interesante era él escote de la mujer, que cada vez que se agachaba las tetas parecían salírsele. Por un momento pareció que su charla iba a lograr prenderme, pero al fin me di cuenta que lo que ellos. Veían en la publicidad era sobre todo un medio para llamar la atención. Sentían que en sus manos estaba él destino y la vida de la gente mortal.

Pero mi esposa sí hizo amistad con ellos. Cosa que atribuyo a que es sumamente cortés. Ahora mismo está en la sala, ella y la pareja, bebiendo un anís. Yo tengo él mío en las manos, Chinchol campechano en las rocas. Qué maravilla.

O mejor dicho tenia. Porque en eso estaba Yo atrás de Josefina, mirando su. dedo recorrer los lomos de las novelas de principios de siglo, dispuesta a bajar un par de ellas, cuando se me antojó acariciarla Dejé él vaso en una mesíta y puse mis manos en su cintura. Las bajé lentamente y recorrí sus nalgas. Las apreté y las hice hacia mí. "Eusebio... Eusebio", murmuró. "No hagas eso... no me hagas esto... papacito", agregó. Entonces le di vuelta suavemente y la besé. Abrió la boca y sacó una lengua maestra que se fue a incrustar hasta él fondo de la mía. Eso era besar. Me imaginé su boca en mi pene y la arrodillé. Ella me bajó la bragueta y succionó como si en eso se le fuera la vida. Puso en su boca un hielo del anís y succionó una vez más. Aquello era la locura Poseía una maestría que semejaba una sacerdotisa del amor disponiendo a un guerrero, o mejor, a un héroe que habría de ofrendar su vida Y que no habría de gozar nunca más del cuerpo. Ni del suyo mismo.

Con dos novelas -El armazón, de Paul Hervieu, y El demonio ae la vida, de Edmundo Jaloux- salí bajo él brazo. Le supliqué a Josefina que me sirviera la caminera

-¿en Un Vaso desechable verdad?, Se adelanto y mi mujer y yo salimos en medio de la noche.

 

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