REVISTA JURÍDICA DEL PERÚ ENERO - MARZO 1998 AÑO XLVIII N° 14
LOS
SUPUESTOS POLÍTICOS, HISTÓRICOS Y FILOSÓFICOS DE LA CLÁUSULA DE LOS DERECHOS
NO ENUMERADOS
EDGAR CARPIO MARCOS *
I
La
cláusula de los derechos no enumerados, que la Constitución actual recoge en
el articulo 3o, representa, sin hipérbole alguna, el punto de
partida, y el de culminación, de cualquier intento por descifrar el régimen
constitucional al que se encuentran sometidos los derechos en un ordenamiento
jurídico determinado, y, muy especialmente, en el caso del ordenamiento
constitucional peruano.
No
obstante ello, el significado político, filosófico y jurídico que detrás de
su concreción normativa subyace, ha sido una cuestión virtualmente ignorada
por la doctrina (1) y práctica judiciales, y ello no es una apreciación
que sea solamente válida para el caso peruano, pues es ese también el estado
de la cuestión en los Estados Unidos de Norteamérica, país donde por primera
vez se incorpora una cláusula semejante (2).
Este
hecho, salvo en el ordenamiento norteamericano, al que por diversas
circunstancias que más adelante vamos a tratar de abordar, no le es extensivo,
sin embargo, tiene su explicación: Las modernas democracias constitucionales,
son regímenes que cuentan con constituciones en las que normalmente se han
incorporado un catálogo bastante completo y detallado de derechos y libertades,
que no solamente cubren sus más diversos ámbitos, sino que adicionalmente se
encuentran "reforzados" con diversos instrumentos internacionales
sobre derechos humanos; los que además de incorporar como parte de su
ordenamiento interno a un sin número de atributos subjetivos, en más de una
ocasión, inclusive, les ha dotado del mismo valor y jerarquía del que gozan
los derechos enunciados en los códigos fundamentales (3).
En
este contexto, obviamente ya no sólo la racionalidad de un tipo de cláusula
como la de derechos no enumerados parece estar en entredicho, bien sea por su
virtual inoperancia práctica, o para decirlo de otro modo, por constituir una
norma de franca eficacia inútil; sino que, además, su propia concreción
normativa en las declaraciones de derechos de los textos constitucionales
pareciere estar enmarcado en un proceso lento, pero seguro, de extinción.
Pues
bien, y creo que esta es una cuestión que hay que ponerla de manifiesto desde
el inicio: ni la cláusula de los "derechos implícitos" se
encuentra desprovista de eficacia alguna, ni mucho menos su configuración
constituye una norma carente de significado en la dilucidación del régimen jurídico
al que se encuentran sometidos los derechos y libertades en un Estado
Constitucional (4).
II
Aunque
la configuración formal de la cláusula de los derechos no enumerados se
remonte al Bill of Rights que en 1791 se incorpora a la Constitución de
los Estados Unidos, a través de la IX Enmienda, por virtud de la cual "La
enumeración de ciertos derechos en la Constitución no será interpretada como
la negación o el menoscabo de otros retenidos por el pueblo"; los
supuestos políticos y filosóficos que la condicionan no son otros que los del
propio sistema que representa el Estado Liberal, que se inaugura a finales del
siglo XVIII tanto en Europa como en América.
No
viene al caso detallar los pormenores históricos con que, de a pocos, se van
consolidando las premisas ideológicas que sirvieron de substractum a los
revolucionarios franceses y americanos para derrocar al Ancien Régimen,
y levantar, tras su sombra (5), el nuevo orden político.
Lo
que sí es necesario recordar es, que tras ambas experiencias históricas, los
supuestos ideológicos que las fundamentan, no son otros que los de la doctrina
del Contrato Social del racionalismo iusnaturalista, que con antecedentes en las
formulaciones de los teóricos de la contrareforma, y aún en el renacimiento,
encuentran su encumbramiento en nombres como Hobbes, Kant, Locke y Rousseau (6).
Esbozado
en sus caracteres más generales, y sin que ello importe obviamente uniformidad
de criterios entre todos los pensadores que la teorizaron, un dato común del
que parte toda la fabulosa construcción teórica de esta escuela, es el
presupuesto individualista, el exacerbamiento de lo que Macpherson (7) ha
llamado el "individualismo posesivo", que, como doctrina política
y filosófica se habría de enarbolar hacia el siglo XVIII, a partir de la
inversión de los supuestos lógicos y antropológicos que sustentaron al
absolutismo.
Pues
bien, de acuerdo con la doctrina del Pactum Societatis, el Estado no es más
que una creación artificial, articulada por medio de un contrato social que, en
un momento dado, suscribieron los individuos, a fin de preservar un estado de
paz y seguridad colectiva (pax et defensio communis), que no se
encontraba asegurado en el estado de naturaleza. Por medio de él, los hombres
renuncian (Rousseau) o comprometen en la constitución de la societas civilis
sive política aquellos atributos innatos que, por su condición de hombres,
el Derecho Natural les reconoce.
Tal
planteamiento, trasladado al plano político suponía que, porque el Gobierno se
basaba sobre el consentimiento de los individuos, el poder del que éste se
encontraba investido no podía concebirse como uno cuyo ejercicio pudiere
realizarse sujeto al capricho o arbitrio del Monarca, por mor de la
gracia y favor del Rey, sino más bien, como un poder limitado, limitado a través
del Derecho, y cuyo objeto principal habría de traducirse en la preservación
de aquellos derechos comprometidos con la suscripción del Pacto Social.
Eduardo
García de Enterría (8) ha expresado esta idea con toda nitidez así:
"Todo
el fin del Estado se reduce a asegurar la coexistencia de las libertades de los
súbditos. Estas libertades, desenvolviéndose por sí mismas, concurriendo unas
con otras, cuidando la autoridad únicamente e articular sus límites recíprocos,
aseguran sin más el óptimo del orden colectivo, la Constitución ideal".
El
hombre, individualmente considerado, se convierte así en el eje, en el núcleo
legitimizador de toda la construcción de las instituciones del emergente Estado
Liberal de Derecho: Acto constituyente, Constitución, separación de poderes,
etcétera, son categorías que sólo son posibles de explicarse desde posiciones
racionales y humanas, desde la concepción de los derechos individuales como
soportes fundamentadores y previos a cualquier creación artificial (9).
Ahora
bien, si estos supuestos ideológicos que se manejaron tanto en América como en
Francia (la cuna de la revolución en la Europa Occidental) son los mismos, por
sorprendente y paradójico que pueda parecer, el tratamiento que se les brinde a
la cuestión de las Declaraciones de Derechos no va a necesariamente
coincidir.
Tal
divergencia, puesta en evidencia por Georg Jellinek con la publicación de su opúsculo
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano hacia 1895, es
la que precisamente habrá de hacer cobrar todo el sentido y alcances de la cláusula
de los derechos no enumerados que anida la Enmienda Novena de la Constitución
Federal de los Estados Unidos.
III
Cuando
Jellinek publicó su opúsculo, no tuvo otra intención que la de
"desmistificar" posiciones entonces dominantes que hallaban el origen
de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 en la filosofía
iluminista francesa, y en forma muy especial, en las formulaciones de Rousseau
sobre el Contrato Social.
Toda
su obra la dirigió, con argumentos varios, y que aquí no nos es posible
detallar, a rescatar las cronológicamente precedentes Declaraciones de Derechos
formuladas en las constituciones estaduales de la Unión Americana, y la
influencia que éstas habrían tenido sobre la francesa.
Siete
años más tarde (1902), un eximio profesor francés, Emile Boutmy, en los Annales
de Sciences Politiques (XVII, París 1902), replicaba las conclusiones a las
que había llegado el profesor germano. En su monografía, La Déclaration
des Droits de l'Homme et du Citoyen et G. Jellinek, se proponía defender la
"originalidad" de la Declaración de 1789 como obra de los franceses,
destacando las profundas diferencias de ésta con sus pares americanas, que
Jellinek había puesto en entredicho.
Para
llegar a tal conclusión, Boutmy llegó a sostener: a) La coherencia de la
doctrina del Pacto Social roussoniana con la formulación de la Declaración de
Derechos, y b) El diferente espíritu de la Declaración francesa del que
animaba a los Bill of Rigths americanos.
Exprofesamente
hemos traído a colación esta polémica surgida a principios de este siglo (10),
y de cuyas consecuencias aún se sigue discutiendo, para rescatar una cuestión
respecto de la cual ambos autores habrían de ponerse en total acuerdo, y que
nos permitirá abordar el sentido y alcances de la cláusula de los derechos no
enumerados.
Este
acuerdo habría de expresarse en la idea de que mientras en América la
incorporación de los derechos en las constituciones estaduales había
significado la conversión de los abstractos derechos naturales en derechos fundamentales,
o lo que es lo mismo, en derechos constitucionales; en Francia, por el
contrario, los derechos naturales enunciados en la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano sólo se habían quedado en su faz de
"Derechos Naturales", esto es, como la enumeración de los principales
axiomas proclamados como fundamentos de una organización política, justa y
racional (11), y por tanto, como superiores y previos a toda formulación
positiva.
No
vamos a detenernos aquí a señalar las razones que se tejieron en Francia para
optar por un planteamiento de esta naturaleza en torno a la Declaración de los
Derechos del Hombre, que, como se ha encargado de mostrar Pedro Cruz Villalon (12),
sufriría una importante matización como consecuencia de la sanción de las
constituciones de 1791, 1793 y 1795.
Lo
que en todo caso parece necesario rescatarse, es que la consagración de unos
derechos mínimos como derechos necesariamente "legales", que los
colonos americanos van a establecer en sus constituciones estaduales primero, y
más tarde, en la propia Constitución Federal, obedece a un doble tipo de
razones, sobre los que tal vez convenga detenerse muy brevemente.
En
primer lugar, son razones históricas, desarrolladas y afianzadas a lo largo de
varios siglos, los que llevan a los constituyentes de América del Norte
incorporar como parte de sus documentos constitucionales, a un conjunto mínimo
de derechos al que los hombres no sólo se les debe reconocer, sino, y en forma
muy principal, garantizar.
Como
es bien conocido, aquellas fuentes ideológicas de las que se embebe el
constitucionalismo americano, no son otras que las de la propia historia
constitucional inglesa, de la que hasta 1776, año en que se redacta la famosa
Declaración de Independencia, él mismo forma parte.
Pues
bien, esa historia constitucional inglesa nos muestra un proceso secular de
imposición de limitaciones al ejercicio del poder por el Monarca, con miras a
salvaguardar un conjunto de libertades de los súbditos ingleses. Cierto es que
los supuestos ideológicos que animaron a la "Carta de Libertades" del
año 1100, o la misma "Carta Magna" que los barones y el Clero
ingleses obligan a otorgar al Rey Juan sin Tierra en 1215, no se corresponden
con aquellos que animaron a la dación de la "Petición de Derechos"
de 1628, y en forma particular, a la "Declaración de Derechos" de
1688- 1689.
Sin
embargo, en todas estas cartas de libertad que se logran hacer reconocer a los
monarcas ingleses en épocas distintas, subyace la idea de que el poder con el
que se encuentra investido la autoridad monárquica, es un poder que, como ya a
mediados del siglo XIII expresará Bracton (13), se encuentra por debajo
de Dios y la Ley ["... Además, el rey mismo no debería estar por
debajo de ningún hombre, sino sometido a Dios y a la Ley, porque la Ley hace al
Rey. De ahí que el Rey debe de atribuir a la Ley lo que la Ley le atribuye a él:
señorío y poder, pues no hay Rey donde gobierna el capricho y no la Ley"].
Es
desde esta concepción desde la cual autores como Sutherland (14), Corwin
(15) o el mismo Roscoe Pound (16) parten, cuando al analizar la
naturaleza de todos estos instrumentos legales, concluyen que su propuesta y
adopción, lejos de obedecer a concesiones de la autoridad en favor de las
libertades de los súbditos ingleses, constituyen más bien la figura opuesta:
un conjunto de limitaciones al ejercicio del poder por el Monarca. De
limitaciones, naturalmente, de carácter legal, que vinieron a formar parte del
derecho ordinario, y por tanto, susceptibles de ser invocados, como cualquier
otro precepto legal, en el curso de un procedimiento ante los tribunales de
justicia del reino.
Es
esta noble tradición libertaria, de la que gozaban y usufructuaban también los
colonos americanos, que es tomada en cuenta por los constituyentes americanos
(estaduales y federales), y trasladada al momento de redactarse sus
constituciones respectivas. De allí que, y no sin razón, haya podido escribir
Martín Kriele (17) que la comprensión de los derechos constitucionales
americanos no puedan entenderse sin la remisión a su origen histórico en el
Derecho inglés.
Obvio
resulta el puntualizar que detrás de esta concepción de los derechos
individuales como límites al ejercicio del poder real se encuentra presente la
idea, esbozada en sus términos modernos por Coke hacia el siglo XV, y levantada
docenas de lustros después por Locke, de que su existencia y protección no
dependía tanto de una concesión gratuita de la autoridad monárquica, como
cuanto de los designios del Derecho Natural.
Pero
es que, y con ello ingresamos ya al segundo aspecto que nos interesaba poner en
absoluta evidencia, no solamente son estas razones históricas las que permiten
explicar la postura americana finalmente asumida en torno a los derechos como
derechos constitucionalizados. Si Carlyle (18) ha lamentado que
las dos obras inglesas más importantes en torno al iusnaturalismo racionalista
(El Leviatán de Hobbes y el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil
de Locke) hayan incidido primordialmente en los principios teóricos antes que
en las tradiciones históricas, mutatis mutandis, otro tanto habría de
expresarse en relación con la gestación del Estado Constitucional en los
Estados Unidos de Norteamérica, al que trivialmente se suele considerar como
producto, o bien de las ideas revolucionarias provenientes del contractualismo (19),
o bien como el resultado sin más de las tradiciones históricas del otro lado
del Atlántico.
Porque
si en el terreno histórico se encontraba firmemente afianzada la idea de
limitación del poder del Monarca y la del respeto de los derechos de los súbditos,
el proceso de colonización que inician los puritanos en el norte de nuestro
Continente, con la constitución de instituciones políticas de raíces
innegablemente democráticas, cuya autoridad y poderes derivaban directamente
del consenso de los gobernados, y no de una concesión del Monarca, permiten
comprender por qué es que cuando los americanos necesitan acudir a una teoría
política que legitimase la revolución por ellos iniciados, esa teoría política
no sea otra que la del contrato social.
A
diferencia del caso europeo, donde esta teoría alcanzó ribetes insospechados,
y su encumbramiento fue una típica obra lógica, cuya explicación habría de
realizarse sin tomar en cuenta para nada las enseñanzas de la historia, sino en
la vía de una reconstrucción meramente racional del origen y fundamento del
Estado, acudiendo al recurso de ficciones que le permitiesen edificar su obra de
arte (como el "estado de naturaleza", que nunca habían transitado,
pero que es dada por supuesta en Hobbes y Locke, por ejemplo (20)); la
experiencia de los colonos americanos, en contraste, ofrecía "un terreno
especialmente fértil para las ideas del derecho natural": Los diversos
estados que componen la Unión Americana, efectivamente fueron fundados mediante
contratos.
De
ese modo lo que en Europa se presentaba como un recurso a la secularización de
la teoría política, de explicación more geometrico de la existencia y
justificación del Estado, en América acontecía un fenómeno totalmente
opuesto, que en última instancia, derivaría en el suministro, a la revolución
allí iniciada, de la teoría política de un Locke.
Y
aunque no han faltado quienes han pretendido minimizar esta recepción del
pensamiento lockeano en el proceso de justificación de la revolución
americana, "sólo como una fuente intelectual ... de los colonos ingleses
de 1780-1787 ... (en el que) todos eran discípulos de Locke, aunque aquellos
... nunca leyeron una página de él" (21), sin embargo su
influencia habría de ser decisiva en dicho proceso, y habría de patentizarse,
como lo ha puesto de relieve Sutherland (22), no sólo en el suministro
de gran parte de la teoría a sus padres fundadores, sino también en la
transcripción de algunas frases en la propia Declaración de Independencia de
1776.
Pues
bien, es precisamente esta recepción del pensamiento de Locke por los
fundadores de los Estados Unidos, y en lo que nos interesa relievar aquí, de la
concepción de que en torno a los derechos se desprende de su obra Segundo
Tratado del Gobierno Civil, la que permite explicar con todas sus
consecuencias la postura finalmente asumida en torno a los derechos como
derechos constitucionalizados.
Como
es bien conocido, tras las formulaciones de Locke sobre la propiedad (23)
aparece implícitamente la clara distinción, de un lado, de unos derechos
naturales, que la Ley Natural dotaba a los hombres en el estado de
naturaleza, y de otro, de unos derechos civiles resultantes del tránsito
de aquel estado de naturaleza a la sociedad civil, por medio de la suscripción
del Pacto Social. De ese modo, si en línea de principio la ley natural dotaba a
los hombres de ciertos derechos naturales reconocibles al hombre por el mero
hecho de ser hombre, la constitución de la societas civilis sive politica
suponía únicamente la transferencia de aquellos derechos cuya posibilidad de
ejercicio y respeto se encontraba condicionado al hecho de ser miembro de la
sociedad.
Lo
que significaba que, si con la suscripción del Contrato Social un conjunto de
derechos naturales habían devenido en derechos civiles, en la transferencia de
aquellos derechos a la sociedad, no se encontraban todos los derechos
naturales que la Ley Natural reconocía a los hombres. Thomas Paine, en 1791,
habría de captar nítidamente esta idea:
"Los
derechos naturales son aquellos que pertenecen al hombre por derecho de
existencia ... Los derechos civiles son los que corresponden al hombre por el
hecho de ser miembro de la sociedad. (Esta distinción permite) distinguir cuáles
son, dentro de los derechos naturales, los que el hombre conserva una vez
entrado en la sociedad, y los que, como miembro de la sociedad, arroja al acervo
común" (24).
Ahora
bien, si es este el panorama histórico y teórico político en el que se va a
desenvolver el proceso constituyente americano en torno a los derechos del
hombre, no deja de ser curioso que la oportunidad de construir toda la fabulosa
construcción americana, haya pasado por el hecho de amalgamar teorías políticas
que en la propia Europa, donde nacieron y se desarrollaron, fue imposible que
aconteciera, como los hechos históricos se han encargado de demostrar.
No
es del caso anotar aquí, desde luego, las profundas diferencias existentes
entre la concepción legalista que con el tiempo se afianzó en la
Inglaterra medieval, en traste con la concepción del iusnaturalismo
racionalista de algunos siglos después.
Después
de todo, como ha recordado Edward Corwin con toda agudeza (25), no era en
extremo poderosa las barreras pragmáticas que separaban esta concepción de
aquella otra, cuando al decidirse por la emancipación del yugo colonial, los
colonos americanos tienen que tomar postura por unas ideas ius-filosóficas que
justificaran el edificio constitucional al cual se encontraban avocados en
construir: "Resultó de todo esto --son las esclarecedoras palabras de
Corwin-- que formaron alianza el legalismo de la decimoquinta centuria con el
racionalismo del siglo diecisiete, y la alianza entonces lograda, ha continuado
ora más, ora menos vital, en el Derecho y la Teoría constitucional
norteamericana" (26).
IV
Si
es desde esta singular recepción de la herencia política inglesa que reciben
los americanos, que los van a llevar a concebir la idea de unos derechos como
derechos necesariamente "legales", habrán de ser de los supuestos teóricos
que les proporciona el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, desde
donde el sentido y alcances de la cláusula de los derechos no enumerados cobren
su máxima virtualidad.
Como
es fácil de comprender, si en el terreno de la especulación filosófica la
asunción de la teoría de Jhon Locke había significado la distinción
trascendental entre unos derechos naturales, propios del hombre en cuanto
hombre, de los, en cierto modo distintos, derechos civiles, en el plano
constitucional habrá, con toda lógica, traducirse, en un primer momento, por
la no necesidad de estipular un catálogo de derechos en la Constitución
Federal; y en un segundo momento, ante la insistencia de que ese catálogo se
incorporase como requisito para que ésta pudiese ser ratificada, el que, desde
el principio, al compás del reconocimiento de un número de derechos, se deje
sentado la idea que la "enunciación de ciertos derechos ... no será
interpretada como la denegación o el menoscabo de otros retenidos por el
pueblo".
Como
es bien conocido, cuando en 1787 se aprueba la actual Constitución americana,
la preocupación fundamental de los constituyentes no se encuentra dirigida a
proclamar una lista de derechos que se habrán de reconocer a los individuos,
sino básicamente la de establecer un sistema de controles y contrapesos al
Gobierno Federal, tasando un conjunto de competencias que impidan su acumulación
y concentración.
En
esa perspectiva, no es que la explicitación de aquel conjunto de derechos
aparezca como una tarea inútil o carente de sentido. Antes por el contrario,
tal era la extremada importancia que se le concedía a tal asunto, que la
principal preocupación habría de centrarse en establecer a los órganos del
gobierno, y en determinar el conjunto de competencias con los cuales estos habrían
de contar. Los excesos del parlamento inglés contra las colonias, tan bien
narradas por Roscoe Pound (27), estaban tan demasiado próximas como para
poder obviar un asunto de vital importancia.
Este
hecho muy pronto habría de ser puesto en evidencia por Hamilton, ante los
ataques furibundos que venía sufriendo la obra de los Constituyentes de 1787,
al no haber incorporado una lista de derechos, en franca desarmonía con lo que
desde la primera constitución estadual, era una práctica generalizada. En el
octogésimo cuarto ensayo de El Federalista, en 1788, llegaría a
afirmar:
"Es
evidente ... que de acuerdo con su primitiva significación, estos instrumentos
(la declaración de derechos) no tienen aplicación para constituciones
claramente fundadas en el poder del pueblo, y ejecutadas por sus representantes
y servidores inmediatos. En éstas, en rigor, el pueblo no renuncia a nada; y
como él lo retiene todo, no tiene necesidad de enumerar reservas particulares.
`Nos, el pueblo de los Estados Unidos, con el objeto de asegurar los beneficios
de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, ordenamos y establecemos
esta Constitución para los Estados Unidos de América'. Hay aquí --finalizaría--
un mejor reconocimiento de los derechos del pueblo que volúmenes enteros de los
aforismos que constituyen el elemento principal de las declaraciones de derechos
de nuestros estados, y que estaría mucho mejor en un tratado de ética que en
una constitución política" (28).
Sin
embargo, como ya se ha anotado, la necesidad política de contar con la
ratificación de la Carta por todos los estados, no obstante toda esta filosofía
que trasunta de ella, lleva a los padres fundadores a preocuparse por ese Bill
of Rigths, que finalmente es incorporado en 1791.
No
es nuestro propósito reseñar aquí todos los pormenores políticos que tras
aquella necesidad se habría de presentar en el Congreso Americano. Lo que en
todo caso parece necesario ponerse de relieve es, que si a alguien se debe la
paternidad de gran parte de lo que son en la actualidad las diez primeras
enmiendas, ese es James Madison, de cuyo proyecto presentado el 8 de junio de
1789, inclusive habría de desprenderse el antecedente de la formulación de
aquella cláusula de los derechos no enumerados:
"La
excepción que se haga aquí o en cualquier punto de la Constitución en favor
de derechos particulares --proponía Madison-- no se interpretará en el sentido
de que disminuye la justa importancia de otros derechos retenidos por el pueblo,
o que amplía los poderes delegados por la Constitución; sino como efectivas
limitaciones de tales poderes o como incluidos meramente por vía de mayor
precaución". (29)
Pues
bien, del hecho que en 1791 se incorporase el Bill of Rigths, bajo la
forma de enmiendas a la Constitución original, no se desprende precisamente la
idea de que al reconocerse ciertos derechos, la distinción teórica entre
derechos naturales y derechos civiles, que como piedra angular de la teoría en
torno a los derechos se maneje en América, pierda su sentido.
Muy
por el contrario, pues frente a la necesidad política de que la Constitución
se ratificase por todos los estados, hay en la novena enmienda una singular
afirmación, en vía de constitucionalización, de la teoría política del
iusnaturalismo racionalista: Si en el plano teórico se admitía la distinción
entre derechos naturales y derechos civiles, en el plano jurídico aquella
bifurcación habría de traducirse en la distinción entre unos derechos
naturales de los derechos constitucionalizados, que es lo que al final de
cuentas cumple con realizar la novena enmienda.
Lo
que, además, de suponer que del reconocimiento a nivel constitucional de
ciertos derechos no se ha de inferir que a partir del Bill of Rigths se
confiera tales derechos, sino, como lo han expresado Corwin y Petalson (30),
su enunciación sólo ha de tener un fin instrumental, que se traduce en la protección
de los ya otorgados por la ley natural; de otro lado, ha de significar, en el
extremo de consecuencia filosófica y política, la constitucionalización del
propio derecho natural.
De
ese modo, lo que en el plano de la especulación teórica, la admisión de la
existencia de un derecho natural se presenta como una cuestión ciertamente
opinable, en los Estados Unidos, por fuerza de la Constitución, el constante,
franco y vinculante diálogo entre el derecho positivo y derecho natural,
aparece como absolutamente normal y hasta obligado que se produzca (31).
V
Como
ya se ha anotado, no hubo de suceder lo mismo en Francia, tras la expedición de
su famosísima Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
Ciertamente
dicha Declaración, como también se ha dicho, contó con los mismos supuestos
políticos y filosóficos de los del iusnaturalismo racionalista.
Investigaciones
más modernas de las realizadas por Boutmy han mostrado, con machacona
insistencia, que en Francia sucedía algo similar a lo que a su turno se denunció
de América del Norte sobre la influencia o no que allí habría ejercido Locke.
Ya en 1933, Mornet (Les Origenes intellectuelles de la Révolution francaise)
(32), por ejemplo, había advertido que el Contrato Social de
Rousseau había sido durante la revolución realmente un libro tan poco leído,
que la idea de conciliar el mensaje que proponía tal texto con la más famosa
de las obras de la revolución, era un intento desesperado por buscar una
legitimación teórica allí donde realmente no la existía.
No
es éste, desde luego, un asunto sobre el que ahora convenga detenerse. Lo que
en todo caso conviene poner de relieve es que la doctrina del iusnaturalismo
racionalista se había expandido tan subconcientemente en el siglo XVIII, que el
propio rescate de Rousseau por Boutmy para justificar la paternidad ideológica
de la declaración de 1789, si en el plano de la comprensión histórica de los
derechos humanos, no deja de ser un simple dato, de mayor o menor trascendencia,
en el plano teórico, sus alegaciones para conciliar la doctrina roussoniana con
la Declaración, virtualmente han dejado de llamar la atención.
Lo
que sí parece absolutamente necesario enfatizar aquí, en los propósitos que
ahora perseguimos, es destacar que la doctrina del iusnaturalismo en el siglo
XVIII, como no sucedió ni antes ni después con alguna otra doctrina jurídico-política,
prácticamente se encontraba en el "ambiente", o como lo dijera
Boutmy, en el "espíritu" de Europa y América de aquel entonces, que
buscar la paternidad de dicha obra señera y profunda que significó la
Declaración de 1785 en uno u otro autor, parece ser una tarea condenada, desde
el inicio, al fracaso (33).
Ahora
bien, si la separación tajante de unos derechos naturales, prejurídicos, y por
lo mismo, anteriores y superiores al Estado, de aquellos derechos fundamentales,
o mejor aún, en derechos constitucionales, es la característica del modelo
americano de los derechos de la persona, el modelo francés que ha de servir de
marco de referencia en las subsiguientes revoluciones republicanas, no obstante
haber conocido de cerca la experiencia de América (34), habría de
adquirir un rasgo bastante peculiar, si es que tal modelo es visto, cuando
menos, en dos de sus primeros momentos: el que se va a presentar en 1789, tras
la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y la que ofrece tras
la dación de la Constitución de 1791.
Al
margen de cuál haya sido el ulterior desarrollo a 1791 acerca de la concepción
de los derechos que se van a presentar en la Francia (35) post
revolucionaria, desde el inicio parece ser importante ponerse en evidencia, es
que en ningún momento se va a producir aquella mixtura que representa el fenómeno
de la constitucionalización del Derecho Natural, que en América es posible de
advertirse por influjo de la IX enmienda de su Constitución, como con cierto
optimismo han pretendido encontrar no pocos autores.
La
Declaración de 1789 no obstante conocer (y muy de cerca) la experiencia
precedente del pueblo inglés en materia de derechos que durante siglos se había
desarrollado en la isla, sin embargo, no la habría de tomar en cuenta al
momento ser elaborada (36). Participaba, por el contrario, y en frases
muy famosas lanzadas por A. De Lamartine, de la idea de convertirse en "el
decálogo del género humano escrito en todos los idiomas", por aquel
"concilio ecuménico de la razón y de la filosofía modernas" (37).
Su
expedición en 1789, en relación con la dación de la Carta Constitucional, un
par de años después, no significó, en ningún momento, que ambos documentos
fueran partes de un todo, y que la dación de la Declaración, sólo significase
un trascendental adelanto de la Constitución de 1791.
Ella
misma afirmaba un "carácter de inmanencia", que no admitía ser
hallada al principio de la Constitución, sino separada de ella" (38).
La idea de lanzar una declaración de esta naturaleza, de manera previa a la
confección de la Constitución, desde el inicio lo que hacía era poner en
evidencia la propia concepción que allí los constituyentes manejaron de éstos,
es decir, como unos derechos anteriores y superiores a la creación del
Leviathan, el "Dios mortal" hobbesiano.
En
esta primera versión del modelo francés, que no admite punto de comparación
con el ejemplo americano, basado en la tradición del common law, la idea de los
derechos que se maneja aparece desligada de cualquier documento normativo. Su
expedición ha de representar no un intento de tornar exigible judicialmente un
mínimo de atributos subjetivos, sino la de prever un catálogo mínimo de
derechos que se ha de rescatar para los hombres del presente, y se ha de
proyectar para la humanidad. No se trata de una obra hecha por franceses y para
franceses. Es la afirmación moral de un pueblo, para el legado del mundo (39).
Pues
bien, aceptar que la declaración de 1789 signifique el encumbramiento de unas
reglas morales proyectadas para la humanidad, lanzadas por un pueblo, supone que
los moldes conformes a los cuales ha de evaluarse no sean los que pertenecen al
Derecho, sino a los de la Filosofía, y si se quiere, a los de la Teoría Política.
Por
ello nada tiene de particular que, en la afirmación de su ideal iusnaturalista
estricto, cuando se confeccione la declaración, sus autores, en forma resuelta,
se propongan, "exponer en una declaración solemne los derechos naturales,
inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración,
constantemente presente para todos los miembros del cuerpo social, les recuerde
sus derechos y sus deberes ..." y no se vean en la necesidad, al momento de
enunciar sus 17 artículos, prever una cláusula semejante a la Enmienda IX de
la Constitución americana, propia de un modelo que no se agota en su faz
iusnaturalista, sino que supone la juridización de ella.
No
obstante ello, se ha pretendido ver, especialmente en los predios del Derecho
Constitucional, que el artículo 16 de la Declaración, a tenor del cual
"Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está
asegurada, ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución",
representase un documento previo, pero inescindiblemente ligado, a la Chartae
Magna que sólo un par de años más adelante (1791), lograría aprobarse (40).
Pues
bien, y con ello ingresamos al segundo momento que la experiencia francesa
ofrece y que hacíamos referencia hace sólo unas líneas atrás. Cuando en 1791
el Título I de la Constitución ("Disposiciones fundamentales garantizadas
por la Constitución") garantiza como derechos naturales y civiles
los enunciados en la Declaración de 1789, no tenía por intención juridizar su
concepción iusnaturalista de los derechos, al estilo americano, esto es,
incluir como parte de la Constitución, a la propia Declaración.
La
idea de "derechos", que se enuncian en la Declaración, y la de
"garantía de los derechos", a la que se alude en el artículo 16 de
ella y se desarrolla en el Título I de la Constitución de 1791, son dos
nociones realmente singulares de la experiencia y el Derecho Constitucional
francés, que no advertirlas en sus justos contornos, pueden realmente generar
una gigantesca confusión.
En
palabras de Esmein, que cita Cruz Villalón, "las garantías de los
derechos son algo muy distinto (a las declaraciones de Derechos) ... La
finalidad que se persigue dictándolas es la de conferir a los derechos así
garantizados la fuerza que es propia ... de las disposiciones constitucionales
... Lo que se pretende con estas garantías de los derechos es proteger a los
derechos individuales contra el Legislador mismo".
La
Declaración de Derechos mantiene su carácter de ser trascendente al mundo jurídico,
constituye Derecho Natural, que no por el hecho de dictarse una Constitución,
habría de configurarse en una tabla Derechos Fundamentales. Mientras que las
"garantías de los derechos", han de tener la específica finalidad de
"reforzar" en un plano jurídico aquellos derechos naturales, que no
por ese hecho, habían perdido su condición de tales.
"Es
cierto --dirá Eduardo García de Enterría, explicando el desarrollo de la
categoría de los derechos subjetivos en la Francia de 1789-- que toda la
concepción del derecho subjetivo va a quedar marcada por esta decisiva
reformulación desde la perspectiva de los iura innata, como
titularidades "naturales" o propias del sujeto, que al derecho
objetivo toca reconocer y proteger, pero que tendría origen extrapositivo. Pero
el funcionamiento técnico de la figura requiere siempre, sine qua non,
un reconocimiento del Derecho objetivo, al que compete siempre determinar su
titular, delimitar su objeto y su alcance y otorgar tutela" (41).
Desde
esta perspectiva, pues, no es casual que el artículo 2 de la Declaración vaya
a enfatizar, en absoluta coherencia con la idea que venimos sosteniendo,
precisamente que los derechos naturales en cuanto anteriores y superiores a la
creación del Estado, no han de reconocerse a partir de la existencia de éste,
sino que al revés, el Estado ha de edificarse con la finalidad de preservar
aquellos derechos naturales: "el objeto de toda sociedad política --dice
su artículo 2o-- es la conservación de los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la
seguridad y la resistencia de la opresión".
Tampoco
es carente de significado, el hecho de que cuando en 1791 se redacte su primera
Constitución, en ella no se haga el menor esfuerzo por introducir una cláusula
semejante a la contenida en la IX Enmienda de la Constitución americana.
Simplemente
carecía de sentido el que se preservase un ámbito relativo a los derechos
naturales, ya que nunca llegaron a perder tal condición. La distinción entre
derechos naturales y derechos civiles (o constitucionales), sólo operaría allí
donde se habría realizado tal distinción, y no, por cierto, donde los derechos
naturales no sufrirían una mutación, tras la suscripción del Pacto Social.
En
nada alteran todas estas consideraciones, el hecho de que en el propio nomen
de la Declaración, al lado de los llamados "Derechos del Hombre", se
aluda también a los Derechos del "Ciudadano", esto es, aquellos
derechos, no que se encuentran en un plano suprapositivo tras desprenderse del
Derecho Natural, sino derivados o que se desprenderían de la suscripción del
Pacto Social, en tanto en cuanto miembros de la sociedad civil.
Como
lo ha recordado un clásico como es León Duguit, de aquel dato no puede
inferirse que en 1789 se estableciese la distinción entre derechos naturales y
derechos civiles, los unos naturales y los otros positivos; pues entonces
"se consideraba ... que los derechos del ciudadano no eran, en realidad,
derechos diferentes de los derechos del hombre, sino que eran los derechos
naturales mismos en tanto que la sociedad política los reconocía y
garantizaba" (42).
No
otra, en efecto, puede ser la explicación del hecho que cuando se expida la
Constitución de 1791, en su breve preámbulo, se afirme categóricamente, por
un lado, que "la ley no reconoce ningún otro compromiso que sea contrario
a los derechos naturales o a la Constitución", y en forma inmediata, en su
Título I, "Dispositivos fundamentales", sin embargo, se señale que
"La Constitución garantiza, como derechos naturales y civiles: ... (una
serie de libertades)" (43).
Autores
hay, que en el breve período que va desde 1789 a 1795, han visto en la
experiencia francesa la generación de una serie de inflexiones acerca de la
propia consideración de la tabla de derechos: Si en 1789 aparece como
absolutamente clara la distinción entre los derechos de los hombres de las
resultas de la suscripción del contrato social, que no la hacían perder su
naturaleza de ser anteriores y superiores a cualquier creación artificial, en
1791, sobre la base de la alusión a los derechos naturales y los derechos
civiles por su Título I, se ha dicho, va a producirse una tenue y tímida
constitucionalización, pero ésta no ha de ser respecto de los derechos
enunciados en la Declaración de 1789, sino, como se ha anotado, de las
"garantías" de aquellos, que no sólo no es lo mismo, sino que
inclusive permite comprender la especifica condición de "naturales"
de los derechos allí especificados.
VI
Ahora
bien, que la clave filosófica y política de la cláusula de los derechos no
enumerados haya de tener su justificación y explicación en la concepción
iusnaturalista tan peculiarmente recepcionada en los Estados Unidos de Norteamérica,
no significa que cláusulas, como las que contiene la actual Constitución
peruana en su artículo 3, representen, sin más, la adopción del mismo modelo
que presenta aquella bicentenaria Constitución, o que, dicho de otro modo, sea
directamente tributaria de una concepción semejante.
No
vamos aquí naturalmente a detenernos en detallar las incongruencias o problemas
que la visión del iusnaturalismo racionalista ha supuesto como teoría moral y
filosófica para explicar el status de las personas y la configuración concreta
de las relaciones entre Sociedad y Estado. La propia redacción del artículo 3
de nuestra Constitución actual, constituye buena prueba de ello, pues,
obedeciendo en sus líneas maestras al modelo americano, sin embargo, no supone
una suerte de trasplante normativo, y conjuntamente con ello, el de la
juridización de una teoría político y filosófica, como a su turno hemos
sostenido acontece con el caso americano.
Para
ello no sólo basta en fijarse un tanto detenidamente en la redacción de ambos
preceptos, en los que la apelación a principios por la Carta peruana, que el
primero desconocía, aparece como capital para comprender el real estado de la
cuestión, como, en efecto, sucede con el caso de la dignidad del hombre, los
que se desprenden de la soberanía del pueblo, del Estado Democrático de
Derecho o, incluso, de la forma republicana de gobierno. Y ello, muy al margen
de la ambigua, poco técnica, contradictoria y absolutamente deleznable concepción
constitucional, de que los derechos allí especificados, no aparezcan como
derechos "enunciados", sino como derechos "establecidos",
con todas las consecuencias (hobessianas) que ello implica.
A
los propósitos que aquí perseguimos, vamos a dejar de lado referirnos a tales
problemas, e inclusive, abordar asuntos tan espinosos, como sucede admitir la
tesis constitucional de que la configuración del Estado peruano como uno Democrático
de Derecho y la forma republicana de gobierno, constituyan realmente principios,
que puedan equipararse en paridad de condiciones al de respeto de la dignidad
del hombre. Todo parece indicar de que se trataría, en ambos supuestos, de
principios ínsitos del sistema normativo con el que se inaugura el ordenamiento
constitucional, y por lo mismo sólo verificables a partir de su configuración
normativa, y no como anterior y presupuesto previo a éste.
Pues
es precisamente en esta idea, de elemento trascendente y anterior al
ordenamiento jurídico-constitucional, en el que se ha de encontrar el principio
de dignidad de la persona humana, como ya es posible de advertirse desde una
inicial lectura del artículo primero de nuestra Constitución.
Porque
al margen de cualquier consideración dogmática que pueda suponer la admisión
del principio de dignidad, si constituye un derecho constitucional o no, la
función que pueda cumplir al interior de un ordenamiento jurídico, el que el
respeto de la dignidad de la persona humana se predique tras considerarse a la
persona como "el fin supremo de la sociedad y del Estado", y tal
calidad tenga que destacarse desde el primero de los artículos de nuestra
Constitución, ya nos puede mostrar la relevancia de éste para nuestro
ordenamiento jurídico, y el papel central que ha de cumplir.
Y
esto es muy importante, pues a partir de la constatación de tan elemental
premisa, la explicación que en torno a nuestra cláusula de los derechos no
enumerados se tenga que realizar, ha de exigir por de pronto un radical desvío
de las premisas básicas del iusnaturalismo racionalista que la sustentó
originalmente, para afincarse en lo que Santiago Nino identifica como un sistema
de principios morales desde donde es posible explicar la derivación de los
propios derechos humanos (44), y en los que, desde luego, el principio de
dignidad de la persona, cobra toda su virtualidad.
Desde
esa perspectiva, entonces, el principio de dignidad de la persona aparece, tal
vez no como el único, pero decididamente como el más importante de los
principios morales desde donde es posible explicar y entender la propia
justificación de los derechos que la Constitución anida.
Así,
la dignidad de la persona humana ha de suponer un rango o categoría que
corresponde al hombre en tanto ser dotado de inteligencia y libertad, distinto y
superior a todo lo creado, que exige un tratamiento concorde en todo momento con
la naturaleza humana. O, en palabras del propio Nino, el que "los hombres
deban ser tratados según sus decisiones, intenciones o manifestaciones de
consentimiento" (45), respetándose su autonomía e inviolabilidad,
que presupone el respeto de la libertad de decisión que un individuo pueda
adoptar y no se le cosifique.
Precisamente
de esta consideración moral del hombre, ha de derivarse la propia justificación
de aquel conjunto mínimo de derechos o atributos subjetivos con los que se les
ha de reconocer, que pueden o no estar detallados en la Constitución, pero que
les son absolutamente necesarios reconocer su titularidad, para que éste pueda
desarrollar, responsablemente, su proyecto vital.
De
esta forma, el hombre individualmente considerado, y el respeto de su dignidad,
se convierten en la clave de bóveda de nuestro ordenamiento jurídico, al mismo
tiempo que se erige en el núcleo axiológico legitimizador de cualquier
construcción artificial.
Pero
el desarrollo de los principios constitucionales a partir de los cuales pueda o
no determinarse el carácter constitucional de un atributo subjetivo que por
diversas circunstancias, o bien sólo han merecido reconocimiento de carácter
legal o bien su configuración es tan reciente que al momento de redactarse la
Constitución el Constituyente no tenía modo alguno de saber de su
conocimiento; las técnicas jurídicas con las que el operador del Derecho
cuenta para individualizar o identificar un derecho como derecho no enumerado,
la capital trascendencia que juegan los tratados internacionales sobre derechos
humanos para "llenar" y dar virtualidad a una cláusula como la 3 de
nuestra Constitución, e inclusive, hasta su eventual tutela en el ámbito del
Derecho Procesal Constitucional, son asuntos a los que aquí, lamentablemente,
ya no podemos detenernos.
NOTAS
*
Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Lima y en la
Universidad San Martín de Porres. Asesor del Tribunal Constitucional.
(1)
Cfr. en nuestro Continente, y a manera de excepción, los muy meritorios
trabajos de Néstor Pedro Sagués, "Los derechos no enumerados en la
Constitución nacional", en Anales de la Academia Nacional de Ciencias
Morales y Políticas, T. XIV, Buenos Aires 1986, Pág. 103 y ss. José
Enrique Molina, "Los derechos constitucionales tácitos en los tratados
internacionales ratificados por Venezuela", en AA.VV. Hacia un nuevo
orden constitucional, Memorias del II Congreso Venezolano de Derecho
Constitucional, Maracaibo 1992, Pág. 337 y ss. Eduardo Pablo Jiménez,
"Los derechos implícitos de la tercera generación. Una nueva categoría
expansiva en materia de derechos humanos", en El Derecho, Buenos
Aires, 06 de mayo de 1992, Pág. 2 y ss. Gerardo Eto Cruz, "Los derechos
humanos en las constituciones latinoamericanas. A propósito de las cláusulas
de los derechos implícitos y el Derecho Internacional de los Derechos
Humanos", en Némesis, No 1, Trujillo 1996, Pág. 109 y
sgtes.
(2)
Cfr. Edward Corwin, La Constitución de los Estados Unidos y su
significado actual, Editorial Fraterna, Buenos Aires 1987, Pág. 587, donde
alude, precisamente, al estado de "benigno descuido" a la que se ha
postrado esta cláusula de la Constitución americana, tras la adopción de la
"teoría de la penumbra" de los derechos por la Suprema Corte.
(3)
Tal era el caso del ya derogado artículo 105o de la
Constitución peruana de 1979, que, como se sabe, alojó entre las normas
revestidas de supremacía constitucional a los tratados sobre derechos humanos.
Cfr. nuestro trabajo, "Constitución y Tratados sobre Derechos
Humanos", en El Constitucionalista, Revista de Estudios
Constitucionales, No 1, Lima 1995, Pág. 7 y sgte.
(4)
Cfr. Peter Haberle, "Avances constitucionales en Europa Oriental
desde el punto de vista de la jurisprudencia y de la teoría
constitucional", en AA.VV. Pensamiento Constitucional, Maestría en
Derecho con mención en Derecho Constitucional, Pontificia Universidad Católica,
Lima 1995, Pág. 156 y ss., donde destaca el carácter de "cláusula de
desarrollo de derechos fundamentales" así como la importancia de su
incorporación en las modernas constituciones.
(5)
Entre el Antiguo Régimen y el proceso de gestación del moderno Estado
Liberal, no existe un abrupto rompimiento de la lógica de los antecedentes,
como suele generalmente remarcarse. A propósito, Cfr. Alexis de Tocqueville, El
Antiguo Régimen y la Revolución, Fondo de Cultura Económica, México
1996, passim.
(6)
Cfr. entre la mucha bibliografía existente sobre el tema, Guido Fassó, Historia
de la Filosofía del Derecho, T. II, Edit. Pirámide, Madrid 1981, Pág. 51
y sgtes. Jean Touchard, Historia de las Ideas Políticas, Red Editorial
Iberoamericana, México 1991, Pág. 254 y sgtes. George Sabine, Historia de
la Teoría Política, Fondo de Cultura Económica, México 1984, Pág. 308 y
sgtes. Norberto Bobbio, Estudios de Historia de la Filosofía, Editorial
Debate, Madrid 1991, Pág. 73 y sgtes. Quentin Skinner, Los Fundamentos del
Pensamiento Político Moderno, (La reforma), T. II, Fondo de Cultura Económica,
México 1986, Pág. 181, que encuentra en el pensamiento de los teóricos de la
contrareforma ya el origen del contractualismo. Max Weber, Economía y
Sociedad, Fondo de Cultura Económica, Argentina 1992, Pág. 641, y un largo
etcétera.
Con ciertas reservas, y ya en una perspectiva de legitimación de las
instituciones constitucionales del Estado Liberal de Derecho, Cfr. Pedro de Vega
García, "En torno a la legitimidad constitucional", en Estudios en
Homenaje al Doctor Héctor Fix Zamudio en sus treinta años como Investigador de
las Ciencias Jurídicas, T. I, UNAM, México 1988, Pág. 807 y sgtes.
(7)
Cfr. C. B. Macpherson, La Teoría Política del Individualismo
Posesivo (De Hobbes a Locke), Edit. Fontanella, Barcelona 1970.
(8)
Eduardo García de Enterría, Revolución Francesa y Administración
Contemporánea, Edit. Taurus, Madrid 1984, Pág. 19.
(9)
Cfr. R. Carre de Malberg, Teoría General del Estado, Fondo de
Cultura Económica, México 1948, Pág. 1163 y 1164.
(10)
Cfr. Jesús G. Amuchástegui (Editor), Orígenes de la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano, Editora Nacional, Madrid 1984.
(11)
A. Esmein, Eléments de Droit Constitutionnel, 6ta. edición, París
1914, Pág. 553.
(12)
Pedro Cruz Villalón, "Formación y evolución de los Derechos
Fundamentales", en Revista Española de Derecho Constitucional, No
25, CEC, Madrid 1989, Pág. 43 y ss.
(13)
Bracton, De Legibus et Consuetunibus Angliae, I,8,5 (Fol.6),
citado por Roscoe Pound, Evolución de la Libertad, Libreros mexicanos
unidos, México 1964, Pág. 149.
(14)
Cfr. Sutherland, De la Carta Magna a la Constitución Norteamericana,
TEA, Buenos Aires 1972.
(15)
Edward Corwin, "The `Higher Law' background of American
Constitutional Law", en Harvard Law Review, XLII, 1928-1929, Pág.
149 y ss. y 365 y ss.
(16)
Roscoe Pound, Ob. Cit.
(17)
Martín Kriele, Introducción a la Teoría del Estado (Fundamentos
Históricos de la Legitimidad del Estado Constitucional Democrático), Edit.
Depalma, Buenos Aires 1980, Pág. 161.
(18)
A. J. Carlyle, La Libertad Política. Historia de su concepto en la
Edad Media y los tiempos modernos, Fondo de Cultura Económica, México
1982, Pág. 146.
(19)
"... Los Estados Unidos pudieran llamarse sin exageración una
creación intelectual de la teoría política del mismo Derecho racionalista
..." Cfr. Franz Wieaker, Historia del Derecho Privado de la Edad
Moderna, Edit. Aguilar, Madrid 1957, Pág. 235.
(20)
Norberto Bobbio, Estudios de Historia de la Filosofía, citado, Pág.
93, 104 y sgtes.
(21)
Rolando Tamayo y Salorán, Introducción al estudio de la Constitución,
UNAM, México 1986, Pág. 77.
(22)
Arthur E. Sutherland, De la Carta Magna a la Constitución
Norteamericana, citado, Pág. 128.
(23)
Jhon Locke, Segundo Tratado de Gobierno, Edit. Agora, Buenos Aires
1959, Cap. 2, 6, Pág. 32 y 33. (La ley de la naturaleza "enseña a cuantos
seres humanos quieren consultarla que, siendo iguales e independientes, nadie
debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones". Tras la
propiedad, derecho a la que Locke presta una capital importancia, no hay una
exclusión o desconocimiento de otros derechos. "Cada uno, así como está
obligado a preservarse y a no abandonar su condición social voluntariamente, de
igual manera, por la misma razón, cuando su propia conservación no está en
juego, tanto como le sea posible, debe preservar el resto de la humanidad, y no
puede, a menos que ello sea para hacer justicia con un transgresor, quitar o
menoscabar la vida, o lo que tiende a la preservación de la vida, la libertad,
la salud, un miembro del cuerpo o los bienes de otro". Ver también, Cap.
5, parágrafos 22, 23 y 24.
(24)
Thomas Paine, Los Derechos del Hombre, Edit. Aguilar, Buenos
Aires, 1962, Pág. 84.
(25)
Edward Corwin, Libertad y Gobierno, Editorial Bibliográfica
Argentina, Buenos Aires 1958. Pág. 57 y sgtes.
(26)
Edward Corwin, Libertad y Gobierno, citado, Pág. 57-58.
(27)
Roscoe Pound, Evolución de la Libertad, citado, Pág. 67 y sgtes.
(28)
Hamilton, Madison y Joy, El Federalista, Fondo de Cultura Económica,
México 1943, Pág. 376.
(29)
Citado por Arthur Sutherland, De la Carta Magna a la Constitución
Americana, citado, Pág. 238.
(30)
Edward Corwin y J. W. Petalson, La Constitución. Una interpretación
de la Constitución de los Estados Unidos de América, Editorial Bibliográfica
Omeba, Buenos Aires 1968, Pág. 149.
(31)
Cfr. el interesante trabajo de Rafael de Asis Roig, "El modelo
americano de derechos fundamentales", en Anuario de Derechos Humanos,
No 6, Madrid, 1990, Pág. 39 y sgtes., en el que, por cierto, si bien
permite comprender desde una visión histórica la opción constitucional
norteamericana, sin embargo, no alerta sobre las cuestiones que aquí estamos
desarrollando.
(32)
Cfr. André Jardin, Historia del liberalismo político. De la crisis
del absolutismo a la Constitución de 1875, Fondo de Cultura Económica, México
1989, Pág. 114.
(33)
En la propia América, si bien en Locke aparecería implícitamente la
doctrina de unos derechos naturales que, en cuanto se suscribiera el Pacto
Social, algunos de ellos se tornarían en derechos civiles, sin embargo, no va a
ser sino en Cristian von Wolff donde tal doctrina llegue a su máxima
radicalización. Ver, a este respecto, Pedro de Vega, "En torno a la
legitimidad constitucional", en Estudios en homenaje al doctor Héctor
Fix Zamudio en sus treinta años como investigador de las ciencias jurídicas,
T. I, UNAM, México 1988, Pág. 813 y sgtes.
(34)
Es abundante la bibliografía a este respecto: Sin perjuicio de otros
textos, que más adelante citaremos, Ver, Jean Morange, Las Libertades Públicas,
Fondo de Cultura Económica, México 1981, Pág. 30 y sgtes.
(35)
Ver, al respecto, José María Rodríguez Paniagua, "Derecho
Constitucional y Derechos Humanos en la revolución Norteamericana y en la
Francesa", en Revista Española de Derecho Constitucional, No
19, Pág. 58 y sgtes.
(36)
Edward G. Hudon, por ejemplo, no obstante lo ya dicho por nosotros sobre
la recepción del regalismo en el siglo XVIII en los Estados Unidos, deja
traslucir un escepticismo soterrado de que ello efectivamente se hubiere
producido, tras la insuficiencia del derecho común en las colonias americanas.
Ver, su trabajo: Libertad de palabra y de prensa en los Estados Unidos,
Libreros mexicanos unidos, México 1964, especialmente, Pág. 62 a 66.
(37)
A. De Lamartine, Historia de la Revolución Francesa, T.I, Edit.
Sopena, Barcelona, s/f, Pág. 225.
(38)
Christine Fauré, Las declaraciones de los derechos del hombre de
1789, Fondo de Cultura Económica, México 1995, Pág. 28. Este texto,
contiene una valiosa compilación del material que, sobre la declaración de
1789, se preparó en la Asamblea Constituyente, útil para fijar la idea, muy
dispar por cierto, que entre los asambleístas franceses se manejaron.
(39)
Autores hay, que ven en la decisión de expedir la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, no la idea que se desliza en el texto, sino
más bien, la decisión políticamente forzada de la Asamblea, tras conocerse
por todos lados de la victoria de la revolución campesina. Cfr., a propósito,
José María Rodríguez Paniagua, "Derecho Constitucional y Derechos
Humanos en la revolución Norteamericana y Francesa", en Revista Española
de Derecho Constitucional, citado, Pág. 64.
(40)
Cfr., por ejemplo, Antonio Pérez Luño, Los Derechos Fundamentales,
Tecnos, Madrid 1993, Pág. 36 y 37.
(41)
Eduardo García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación
del Derecho Público europeo tras la Revolución Francesa, Alianza
Editorial, Madrid 1994, Pág. 78-79.
(42)
León Duguit, Manual de Derecho Constitucional, Francisco Beltrán
Librería española y extranjera, Madrid 1926, Pág. 205.
(43)
El artículo 1 de la Constitución francesa de 1793, en su artículo 1,
expresaría que "El fin de la sociedad es la felicidad común. El gobierno
ha sido instituido para garantizar al hombre el goce de sus derechos naturales e
imprescriptibles", y en su artículo 122, "De la garantía de los
derechos", exprese que "La Constitución garantiza a todos los
franceses ... el goce de todos los derechos del hombre". (Los textos han
sido tomados de La Revolución Francesa en sus textos, Estudio
Preliminar, traducción y notas de Ana Martínez Arancón, Edit. Tecnos, Madrid
1989.
(44)
Santiago Nino, Etica y Derechos Humanos. Un ensayo de fundamentación,
Edit. Ariel, Barcelona 1989, Pág. 20 y sgtes.
(45)
Santiago Nino, Ob. Cit., Pág. 287. Un desarrollo amplio sobre el
principio de dignidad, ya en una variante jurídico-constitucional, puede verse
en: Ingo von Munch, "La dignidad del hombre en el Derecho
Constitucional", en Revista Española de Derecho Constitucional, No
5, Madrid 1982, Pág. 9 y sgtes. Jesús Gonzáles Pérez, La dignidad de la
persona, Edit. Civitas, Madrid 1986. Francisco Fernández Segado,
"Dignidad de la persona, orden valorativo y derechos fundamentales en el
ordenamiento constitucional español", en Revista Española de Derecho
Militar, No 65, Madrid 1995, Pág. 505 y sgtes. Ernesto Benda,
"Dignidad humana y derechos de la personalidad", en AA.VV., Manual
de Derecho Constitucional, Marcial Pons, Madrid 1996, Pág. 117 y sgtes. Néstor
Pedro Sagués, "El concepto constitucional de dignidad de la persona y su
precisión", en AA.VV. Modernas tendencias del Derecho en América
Latina, Edit. Grigley, Lima 1997, Pág. 255 y sgtes., y un largo etcétera.