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FOGONES
DE JUNIO
Hace muchos años, el atardecer del 24 de Junio nos encontró,
a mi esposa y a mí, en el aeropuerto de Cochabamba esperando el
llamado para embarcar hacia La Paz.
De pronto dos mujeres mayores con atuendo tradicional se sentaron en la
larga e incómoda hilera de butacas que por entonces tenía
el pequeño aeropuerto. Con mi esposa nos miramos y con esa complicidad
que da el compartir ideas por mucho tiempo, nos sentamos intencionalmente
junto a ellas. Yo murmuré un permiso, señoras que no hubiera
pronunciado ante viajeros más convencionales.
Las dos mujeres, rostro arrugado y ojos vivaces, llevaban sombrero claro
sobre su aguayo multicolor, lo que mostraba que eran kíchuas y
no aymaras. Su comportamiento revelaba que estaban habituadas a las rutinas
de un aeropuerto y la calidad de los bordados de sus mantas hablaba claramente
de un nivel de vida confortable aún para los criterios más
consumistas.
Una de las mujeres nos hizo un comentario en español, pero por
su construcción gramatical advertí que era la traducción
de un pensamiento en kíchua:
-Preocupadas estamos pues de viajar esta noche y no otra. Mucho humo de
fogatas habrá en la montaña y ciegos irán los aviadores
al llegar a El Alto.
Cuando llega el solsticio de invierno, que coincide con la Noche de San
Juan, América del Sur se llena de fogones. Se mezclan allí
dos tradiciones: la pagana-cristiana europea de la Noche de San Juan y
el culto andino y pampeano al Sol.
Sobre la primera tradición, la europea, canta desde Barcelona con
ironía Joan Manuel Serrat:
Gloria a Dios en las alturas
Recogieron las basuras
De mi calle siempre a oscuras
Y hoy cubierta de bombillas
(...)en la noche de San Juan
cómo comparten su pan
su mujer y su gabán
hombres de cien mil raleas
Y en muchas zonas rurales del Uruguay, como en el resto de la América
Mestiza, la gente espera que disminuyan las llamas en las hogueras nocturnas
y camina descalza sobre las brasas. Porque en la noche mágica de
San Juan no se producen quemaduras en los pies.
En cuanto a la otra tradición, que se sincretiza con la europea,
la Noche de San Juan es al mismo tiempo la noche más larga del
invierno austral. O sea: es la culminación del día donde
el Sol sale más tarde y se oculta más temprano.
Recordemos que el culto al Sol es central en el mundo andino y secundario
en el mundo de selva y praderas, donde la Luna ocupa un lugar central
en los rituales; pero sean pueblos “lunares” o “solares”,
sean pueeblos de llanos o de montañas, todos los que viven al Sur
del Trópico de Capricornio saben que los días invernales
son cortos y los veraniegos más largos (lo que no ocurre en las
zonas tropicales). Por eso la conducta del Sol es noticia para ellos.
El Sol empieza a envejecer cuando llega el otoño. Se vuelve más
perezoso para salir, y más apresurado está para volver a
acostarse. Y así avanza su lenta agonía hasta la noche del
veinticuatro. El amanecer del día siguiente ya es otro Sol; un
sol niño que cada día tendrá más vigor hasta
llegar a su plenitud a fines de Diciembre.
Por eso la noche de San Juan fue y es, en este Sur americano, el Año
Nuevo.
Algo similar, o mejor dicho, simétrico, ocurre en el hemisferio
Norte: del trópico de Cáncer hacia “arriba”,
donde también se vive el cambio de estaciones, el 21 de diciembre,
la noche más corta del invierno boreal, es el Año Nuevo
de por allá; por eso cuando el cristianismo destronó al
Dios Sol, hizo nacer a Jesús de Nazaret en Diciembre; no había
problema porque en realidad la Biblia no dice nada sobre su cumpleaños.
No es que los pueblos americanos crean realmente que el Sol es un espíritu;
para ellos en realidad el Sol es un energetizador de espíritus
y seres vivos, como lo es también la Luna. Pero lo que en las comunidades
es simple lenguaje poético para memorizar los ciclos de la naturaleza,
en los imperios se vuelve manipulación y se establece que los astros
son verdaderos dioses, dioses superiores. Esto es altamente conveniente
para los privilegiados, porque hablar con los espíritus del monte
o con los ancestros estaba al alcance de cualquiera, pero sólo
un emperador puede ser Hijo del Sol o de la Luna y sólo la casta
sacerdotal puede invocar los astros-reyes.
Religiones imperiales manipuladas o religiones de comunidades fraternas,
tan antagónicas en su teología y en su finalidad, coincidían
sin embargo en la importancia de la noche que en nuestro calendario corresponde
al 24 de junio.
Por eso aquella noche andina iba a estar para nosotros estrellada en azul
por arriba y estrellada en rojos reflejos por abajo.
A medida que el avión se acercaba a La Paz las hogueras se hacían
más visibles. En la helada y diáfana noche, tras el doble
cristal de la ventanilla, pegábamos alternativamente la nariz para
tratar de adivinar indumentaria y ritual de aquellas siluetas oscuras
sobre la árida tierra andina, entre las nieves eternas de los penachos
montañosos.
A la mañana siguiente, desayunamos en nuestro hotel paceño.
La televisión estaba encendida pero sin voz. De pronto el canal
local exhibió imágenes que conocíamos de viajes anteriores:
era el paisaje extenso y yermo del altiplano, a cinco mil metros de altura,
y más exactamente la carretera que va de La Paz hacia el Titicaca.
Y aparecieron como era de esperar aquellas ruinas misteriosas y solemnes,
mil años anteriores a Machu Pichu...
-Tiwanaku- dijo mi esposa, con la devoción de quien reconoce tierra
santa. Sí, era la imagen de la puerta del Sol de Tiwanaku y detrás
se avizoraba algo del tesoro arqueológico de la ciudad-enigma.
El mozo del hotel, al advertir nuestra atención, encendió
la voz del televisor. Como todos los años, decía el locutor,
miles de personas esperaron el primer rayo del Sol en Tiwanaku, con las
manos extendidas hacia la abertura de la Puerta; y todos los peregrinos
presentes afirmaron que al recibir ese primer rayo en sus palmas abiertas,
sintieron un calor intenso. La imagen mostraba gente en mangas de camisa
en el marco nevado de las montañas lejanas.
-¡Qué fanatismo!- comentó un pasajero del hotel ,
en la mesa contigua.
Mi esposa lo miró como para responderle, pero no dijo nada. No
valía la pena. Yo pensé en los peones aindiados de mi tierra
ganadera, allá en las calles de barro de los suburbios o junto
al galpón de una vieja estancia. Supe que también ellos
eran depositarios de viejos secretos de la tierra, secretos transmitidos
y reafirmados cada veinticinco de junio, cuando se despiertan antes del
alba, para esperar las barras del día, y salen a ensillar aún
somnolientos pasando junto a las cenizas humeantes de las fogatas de la
noche de San Juan.
Gonzalo Abella.
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