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LAS VENCEDURAS
Introducción
Andábamos en busca de la gente de GERGU, institución que
hace estudios interdisciplinarios y relevamientos fotográficos
en zonas rurales de interés. Los integrantes de esta institución
nos habían invitado a visitar su campamento. Las instrucciones
no fueron lo suficientemente precisas o nuestro desconocimiento de aquella
zona conspiró contra este propósito. Lo cierto es que nos
perdimos por servidumbres de paso, trillos y caminos vecinales. Bien alto
el Sol llegamos al lugar adecuado, pero el camión de los expedicionarios
ya se había ido, y como corresponde a la conducta de gente con
actitud ecologista, ninguna huella quedaba de su paso. Intentando aún
encontrarlos abrimos la portera más cercana, donde se iniciaba
un trillo que llevaba directo a las casas de una antigua estancia, con
señales claras de tiempos pasados de mayor esplendor. Salió
a recibirnos una mujer de mediana edad que resultó ser la propietaria.
De aspecto sencillo y sonrisa franca esta señora había heredado
unos campos que su esposo se encargaba de administrar. Como eran tiempos
difíciles, explicó la mujer, y ellos tenían problemas
de salud, algunos potreros estaban arrendados y el casco era ahora principalmente
lugar de descanso de una familia que había hecho una opción
más urbana.
El relato
Entramos a aquella estancia para saber hacia dónde había
rumbeado el camión de la gente que buscábamos. Pero entonces
ocurrió algo que hasta hace muy pocos años era lo usual
en campaña, algo que todavía acontece en lugares apartados.
La dueña de casa nos dijo: "La gente que ustedes buscan ya
se fue, pero quédense a almorzar. Mi marido y yo vinimos hoy de
la ciudad y ahora él está asando un cordero. Vino su hermana
también, pero estamos solos los tres. A mi marido le va a gustar
mucho hablar con ustedes." Y ante la insistencia que se adivina auténtica,
sin vueltas, nos quedamos. El esposo, un hombre de sesenta años,
asaba un cordero como lo hacen los que saben: sin apuros. Conversaba con
su hermana, profesora de liceo en una ciudad del interior, persona de
aspecto muy urbano y que resultó también encantadora, quizás
porque de tanto visitar el viejo establecimiento de la cuñada había
quedado contaminada de hospitalidad. El equipo de audio, al costado mismo
del experto asador, irradiaba música europea barroca. "A mi
esposo no le gusta el folklore y nada de acá" nos susurró
la dueña de casa. Era una situación extraña. El hombre
estaba feliz de recibir visitas, y resultó un interesante interlocutor
a pesar del abismo que nos separaba en relación a cómo sentíamos
el campo. Claramente su esposa "estaba de nuestro lado" pero
eso no alteraba un matrimonio feliz. El hombre empezó a hablar
de las creencias del campo en un tono claramente distante y hasta burlón.
Nosotros oíamos con atención, porque toda enumeración
nos interesa, y toda descripción aún más, independientemente
de la actitud del que narra. Demostró científicamente la
imposibilidad de que hubiera lobizones, y nos explicó pacientemente
que las "luces malas" eran fosforescencias de los huesos de
animales muertos. Lamentó la ignorancia de la gente de campo que
permite la pervivencia de todas esas suspersticiones. "Fíjense"
agregaba, "como si no bastara con las creencias de acá, viajando
por el Norte vi en el cementerio de Pueblito Sequeira una botella de agua
para la Difunta Correa. ¡La Difunta Correa, que es una superstición
del norte argentino! Ya sólo falta que además de macumbas
de negros hagamos altares para el alma del Gauchito Gil, como en Corrientes!".
El hombre tomaba distancia de las creencias rurales pero tenía
mucha información sobre ellas. Con el apoyo de la hermana se preocupaba
en demostrarnos que él no compartía la cosmovisión
propia de ese mundo rural donde lo habíamos conocido, del cual
nos hablaba con conocimiento y donde se movía con destreza. Por
su parte se sorprendía del amor con el que nosotros hablábamos
y preguntábamos sobre esas cosas. Pero su esposa resultó
una hábil colaboradora nuestra, y como no hay peor cuña
que la del mismo palo, le tendió una trampa al marido. Como quien
no quiere la cosa, empezó a hablar de plagas y "bicheras"
y de repente la actitud del hombre cambió. Ante nuestra sorpresa,
olvidó el asado y el vaso de vino para reflexionar sobre algo que
indudablemente lo tenía muy asombrado: "Como les decía,
yo no creo en nada. Pero hay cosas que hay que creer o reventar. Yo vi
con mis propios ojos un par de vacas llenas de gusanos en ese potrero
cuando llegó la curandera. La vencedora... la vieja bruja ¿me
entiende? Rezó, agitó unas ramitas, tiró tierra o
bosta para atrás por sobre el hombro... y el ganado se curó.
Otra vez corrió a la plaga en un sembrado. Ató hilos en
torno a todo el alambrado dejando una rendija, dijo que para que el maleficio
se fuera por allí. Y vi la nube de la peste saliendo por donde
ella anunció. Y muchas veces la vi curar alergias inexplicables,
paletilla caída, empacho y otras enfermedades... ¡Sí,
mujer, mi ojo también, tenés razón! Me tenía
asustado la hinchazón y ... La vieja "vencía"
además la tormenta y la mala suerte, de eso no hay duda, eso lo
vi. Es como el pan bendito: ¡funciona! Ahora yo hablo con respeto
del mal de ojo... Ah, pero de las otras cosas, le digo en serio, no creo
en nada. ¡En nada!"
Material extraído del libro" Leyendas, mitos y tradiciones
de la Banda Oriental" del historiador Gonzalo Abella Betum San Ediciones
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